Mentiras y pasión - Tentación en las vegas - Maureen Child - E-Book

Mentiras y pasión - Tentación en las vegas E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Mentiras y pasión Micah Hunter era un escritor de éxito que se había instalado de manera temporal en un pequeño pueblo para realizar una investigación. No contaba con que la dueña de la casa lo iba a sacar de su aislamiento, pero Kelly Flynn era tan distinta a otras mujeres que Micah quería conocerla a fondo. Ella le pidió que fingiese ser su prometido para tranquilizar a su abuela. Y él decidió aprovechar la oportunidad. Hasta que a fuerza de actuar como si estuviesen enamorados empezaron a sentir más de lo planeado. Tentación en Las Vegas Cooper Hayes se negaba a compartir su imperio hotelero con Terri Ferguson, la hija secreta de su difunto socio, por muy bella que fuera. Estaba obsesionado con comprarle su parte de la compañía y con las fantasías pecaminosas que despertaba en él, pero Terri, aunque sí estaba dispuesta a compartir su cama, no dejaría que la apartara del negocio. ¿Hasta dónde estaría dispuesto Cooper a llegar por un amor que el dinero no podía comprar?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 486 - febrero 2022

 

© 2017 Maureen Child

Mentiras y pasión

Título original: Fiancé in Name Only

 

© 2018 Maureen Child

Tentación en Las Vegas

Título original: Tempt Me in Vegas

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2017 y 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-502-4

Índice

 

Créditos

Índice

 

Mentiras y pasión

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

 

Tentación en Las Vegas

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Lo siento –se disculpó Micah Hunter–. Me gustabas mucho, pero has tenido que morir.

Se inclinó hacia atrás en su sillón y revisó las últimas líneas del guion que había terminado de escribir. Suspiró, satisfecho con la muerte de uno de sus personajes más memorables, y cerró el ordenador.

Había estado cuatro horas trabajando y necesitaba un descanso.

–El problema es… –murmuró mientras se ponía de pie y se acercaba a la ventana– que no hay adonde ir.

Sacó el teléfono, buscó un número, lo marcó y esperó.

–¿Cómo pude permitir que me convencieses para que viniese a pasar seis meses aquí?

Sam Hellman se echó a reír.

–A mí también me alegra hablar contigo.

–Ya.

Cómo no, a su mejor amigo le resultaba divertido, pero a Micah no le hacía ninguna gracia estar en aquel pueblo perdido. Se pasó la mano por el pelo y miró por la ventana. La casa que había alquilado era una mansión de estilo victoriano, flanqueada por unos árboles que debían de ser muy viejos y cuyas hojas estaban de color dorado y rojo en esos momentos. El cielo era muy azul y el sol del otoño brillaba desde detrás de varias nubes. Era un lugar muy tranquilo. Tan tranquilo que casi daba miedo.

Y él, que escribía novelas de suspense y de terror que solían llegar al número uno de las listas del New York Times, sabía bien lo que era eso.

–Hablo en serio, Sam, voy a tener que quedarme aquí otros cuatro meses porque tú me convenciste de que firmase seis meses de alquiler.

Sam se echó a reír.

–Estás ahí porque no sabes rechazar un reto.

Aquello era cierto. No había nadie que lo conociese mejor que Sam. Se habían conocido hacía muchos años, en un buque de la armada estadounidense. Sam había llegado allí huyendo de las expectativas de su adinerada familia y Micah, de un pasado lleno de casas de acogida, mentiras y promesas rotas. Enseguida habían conectado y nunca habían perdido el contacto.

Sam había vuelto a Nueva York y a la agencia literaria fundada por su abuelo y, después de un tiempo fuera, había descubierto que quería formar parte del negocio familiar. Micah había aceptado todos los trabajos que había encontrado en la construcción y había dedicado su tiempo libre a escribir.

Ya de niño, Micah había sabido que quería ser escritor. Y cuando por fin había empezado a escribir, no había podido dejar de hacerlo. Cuando había terminado el primer libro se había sentido como un corredor que hubiese ganado una carrera: agotado, satisfecho y triunfante.

Había enviado a Sam aquella primera novela y este le había hecho miles de sugerencias para que la mejorase. A pesar de que a nadie le gustaba que le corrigiesen, Micah había estado tan decidido a alcanzar su objetivo que había hecho la mayor parte de los cambios. Y el libro se había vendido casi inmediatamente por una cantidad bastante modesta, pero que a él le había sabido a gloria.

Con su segundo libro, el boca a boca lo había colocado en las listas de bestsellers, y cuando había querido darse cuenta todos sus sueños se habían hecho realidad. Desde entonces, Sam y Micah habían trabajado juntos y habían formado muy buen equipo, pero como eran buenos amigos, Sam había sabido cómo hacerle caer en la trampa.

–Es tu venganza porque el invierno pasado te gané aquella carrera en la nieve, ¿verdad?

–¿Cómo iba a hacer algo tan mezquino? –preguntó Sam riendo.

–Eres capaz de cualquier cosa.

–Bueno, tal vez, pero tú aceptaste el reto de vivir en un pueblo durante seis meses.

–Cierto.

Mientras firmaba el contrato de seis meses de alquiler con su casera, Kelly Flynn, había pensado que no podía estar tan mal, pero en esos momentos, dos meses después, había cambiado de opinión.

–Puedes dedicarte a documentarte –añadió Sam–. El libro en el que estás trabajando está ambientado en un pueblo, te vendrá bien saber cómo es la vida en uno de verdad.

–¿Has oído hablar de Google? –respondió Micah riendo–. ¿Y qué voy a hacer cuando ambiente el siguiente libro en la Atlántida?

–Esa no es la cuestión. La cuestión es que a Jenny y a mí nos encantó esa casa cuando estuvimos hace un par de años. Y si bien es cierto que Banner es un pueblo muy pequeño, tienen buena pizza.

Aquello era cierto.

–Ya verás como dentro de un mes has cambiado de opinión –insistió Sam–. Terminarás por disfrutar de las montañas.

Micah no estaba tan seguro de eso, pero tenía que admitir que la casa era estupenda. Miró a su alrededor, estaba en una habitación del segundo piso que se había convertido en su despacho. Los techos eran altos, las habitaciones grandes y las vistas, preciosas. La casa tenía mucho carácter, pero él se sentía como un fantasma vagando por un lugar tan grande.

En la ciudad, en cualquier ciudad, había luces, gente, ruido. Allí las noches eran más oscuras que en ningún otro lugar, incluso que en el barco. Banner, en Utah, se encontraba en la lista de lugares con el cielo más oscuro porque se encontraba situado detrás de una montaña que bloqueaba cualquier haz de luz procedente de Salt Lake City.

Por las noches se veía perfectamente la Vía Láctea y una explosión de estrellas que resultaba preciosa y que hacía que cualquiera se sintiese pequeño. Micah tenía que reconocer que nunca había visto nada tan bonito.

–¿Cómo va el libro? –preguntó Sam de repente.

El cambio de tema de conversación sorprendió a Micah.

–Bien. Acabo de matar al tipo de la panadería.

–Qué pena –comentó Sam–. ¿Cómo ha sido?

–Horrible –respondió Micah–. El asesino lo ha ahogado en el aceite hirviendo de la freidora de donuts.

–Qué horror –dijo Sam–. No sé si podré volver a comerme un donut.

–Seguro que sí.

–El editor se va a morir del asco, pero seguro que a tus seguidores les gusta –le aseguró Sam–. Hablando de seguidores, ¿ya ha ido alguno por allí?

–Todavía no, pero es solo cuestión de tiempo.

Micah frunció el ceño y estudió la calle, casi esperando que apareciese alguien con una cámara de fotos.

Uno de los motivos por los que Micah nunca se quedaba demasiado tiempo en un mismo lugar era que sus admiradores más devotos siempre conseguían averiguar dónde estaba. La mayoría eran inofensivos, pero Micah sabía que la línea que separaba a un seguidor de un fanático era muy delgada.

Varios habían llegado a colarse en su habitación de hotel, se habían sentado a su mesa a la hora de cenar y se habían comportado como si fuesen sus amigos, o sus amantes. Gracias a la prensa, siempre se enteraban de dónde estaba. Así que cambiaba de hotel después de cada libro y le gustaban las ciudades grandes, en las que podía perderse entre la multitud y alojarse en hoteles de cinco estrellas que le prometían velar por su intimidad.

Hasta entonces.

–Nadie va a buscarte en un pequeño pueblo de montaña –le dijo Sam.

–Eso mismo pensé yo cuando estuve en aquel pequeño hotel de Suiza –le recordó él–. Hasta que apareció aquel tipo que quería pegarme porque decía que su novia se había enamorado de mí.

Sam volvió a echarse a reír y Micah sacudió la cabeza.

–Pero en Banner, y alojado en una casa en vez de en un hotel, nadie te encontrará.

–Eso espero, pero este lugar es demasiado tranquilo.

–¿Quieres que te envíe el informe del tráfico en Manhattan? Es terrible.

–Muy gracioso. No sé cómo no te he despedido todavía.

–Porque consigo que ambos ganemos mucho dinero, amigo.

En eso Sam tenía razón.

–Ya sabía yo que había un motivo.

–Y porque soy encantador, divertido y la única persona que aguanta tu mal humor.

Micah se echó a reír. Sam le había ofrecido su amistad desde el principio, cosa a la que Micah no estaba acostumbrado. Había crecido en casas de acogida y nunca se había quedado en ninguna el tiempo suficiente para hacer amigos.

Así que agradecía la presencia de Sam en su vida.

–Eso es estupendo, gracias.

–De nada. ¿Qué opinas de la dueña de la casa?

Micah frunció el ceño y tuvo que reconocer que no había podido dejar de pensar en ella, por mucho que lo hubiese intentado.

Llevaba dos meses intentando guardar las distancias. No necesitaba una aventura. Le quedaban cuatro meses allí y empezar algo con Kelly habría sido… complicado.

Si tenían solo una aventura de una noche, Kelly se enfadaría y él tendría que aguantarla cuatro meses más. Y, si lo suyo duraba más, le quitaría tiempo de escribir y empezaría a hacerse ilusiones acerca del futuro. Micah solo quería terminar el libro lo antes posible y marcharse de allí para volver a la civilización.

–¿Guardas silencio? –preguntó Sam–. Eso es muy revelador.

–De eso nada –respondió Micah–. Es que no tengo nada que contar.

–¿Estás enfermo?

–¿Qué?

–Venga ya. Si yo que estoy casado me fijé en ella. Aunque si se lo cuentas a Jenny, lo negaré.

Micah sacudió la cabeza y miró hacia donde estaba Kelly trabajando en el jardín. Nunca estaba quieta, siempre tenía algo que hacer. En esos momentos, recoger las hojas que se habían caído de los árboles.

Llevaba la melena pelirroja recogida en una coleta baja. Iba vestida con un jersey verde oscuro y unos pantalones vaqueros desgastados que se ceñían a su trasero y a sus largas piernas. Llevaba además unos guantes negros y unas botas viejas del mismo color.

Aunque estaba de espaldas a la casa, Micah se sabía su rostro de memoria. Tenía la piel clara, salpicada de pecas en la nariz, los ojos verdes y unos labios generosos que hacían que Micah se preguntase cómo sabrían.

La vio llevar las bolsas con hojas hasta la curva y saludar a un vecino. Supo que estaría sonriendo. Le dio la espalda a la ventana y se obligó a sacarla de su mente. Volvió al sillón.

–Sí, es guapa.

Sam se echó a reír.

–Menudo entusiasmo.

En realidad, Micah estaba muy entusiasmado con ella. Aquel era el problema.

–He venido a trabajar, Sam, no a buscar una mujer.

–Qué triste.

–Es verdad, pero ¿para qué me habías llamado?

–Tienes que tomarte un respiro. ¿Ya no te acuerdas de que me has llamado tú a mí?

–Cierto.

Micah se pasó una mano por el pelo. Tal vez necesitase un descanso. Había pasado los dos últimos meses sin dejar de trabajar. No era de extrañar que aquel lugar estuviese empezando a resultarle claustrofóbico a pesar de su tamaño.

–Buena idea –añadió–. Iré a darme una vuelta.

–Invita a tu casera –lo animó Sam–. Podría enseñarte la zona.

–Tampoco necesito una guía turística, gracias.

–¿Y qué necesitas?

–Ya te lo diré cuando lo sepa –respondió Micah antes de colgar.

 

 

–¿Cómo está nuestro famoso escritor?

Kelly sonrió a su vecina. Sally Hartsfield era la persona más entrometida del mundo. Rondaba los noventa años, lo mismo que su hermana, Margie, y se pasaban el día mirando por la ventana, pendientes de lo que ocurría en el barrio.

–Muy ocupado –respondió Kelly, mirando hacia las ventanas del segundo piso, donde lo había visto un rato antes.

Ya no estaba allí y no verlo la decepcionó.

–Ya me dijo cuando llegó que iba a dedicarse a trabajar y que no quería que lo molestasen.

–Umm. Su último libro me provocó pesadillas. No sé cómo puede soportar estar solo mientras escribe escenas tan terroríficas…

Kelly estaba de acuerdo. Solo había leído uno de los siete libros que había escrito Micah porque le había dado tanto miedo que después se había tenido que pasar dos semanas durmiendo con la luz encendida.

–Supongo que a él le gusta trabajar así…

–Todos somos diferentes –comentó Sally–. Afortunadamente. La vida sería muy aburrida si todos fuésemos iguales. No tendríamos nada de qué hablar.

Y aquello sí que sería una pena para Sally, pensó Kelly.

–Es muy guapo, ¿no? –preguntó la anciana.

Kelly pensó que Micah Hunter era más que guapo. La fotografía que había en la parte trasera del libro mostraba a un hombre moreno y pensativo, pero en persona era mucho más atractivo. Tenía el pelo moreno permanentemente despeinado, como si acabase de levantarse de la cama, los ojos eran oscuros y cuando se pasaba un día o dos sin afeitarse parecía un pirata.

Tenía los ojos hombros anchos, los labios delgados y era muy alto, mucho más que Kelly, que también era alta. Era la clase de hombre que cuando entraba en una habitación todo el mundo se fijaba en él.

Kelly imaginó que todas las mujeres soñaban con él. Incluso Sally Hartsfield, que tenía un nieto de la edad de Micah.

–Es atractivo, sí –respondió por fin.

Su vecina suspiró.

–Kelly Flynn, ¿se puede saber qué te pasa? Hace cuatro años que falleció Sean, si yo tuviese tu edad…

Kelly se puso tensa al oír que mencionaban a su difunto marido y, automáticamente, se puso a la defensiva. Sally debió de darse cuenta, porque sonrió y, por suerte, cambió de tema.

–He oído que esta tarde le vas a enseñar la casa de Polk a una pareja que viene ni más ni menos que de California.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Kelly impresionada.

–Tengo mis fuentes.

–Bueno, tengo que irme. Todavía tengo que darme una ducha y cambiarme.

–Por supuesto, querida, márchate –le dijo la anciana–. Yo también tengo cosas que hacer.

Kelly la vio alejarse con sus zapatillas de deporte rosas casi brillando sobre las hojas que cubrían el suelo. Los viejos robles que recorrían la calle formaban un arco de hojas doradas y rojas sobre la carretera.

No había dos casas iguales, las había pequeñas y grandes, como la de Kelly. Todas habían sido construidas un siglo antes, pero estaban bien cuidadas, lo mismo que sus jardines. La gente se quedaba en Banner. Nacían allí, crecían allí y se casaban, vivían y morían allí.

Y aquello era algo que reconfortaba a Kelly. Había vivido en el pueblo desde que, a los ocho años, sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico. Se había mudado con sus abuelos y se había convertido en el centro de su mundo. Después su abuelo había fallecido y su abuela se había mudado a Florida, dejándole a ella la enorme mansión. Y dado que vivir sola en una casa tan grande le parecía una tontería, Kelly la alquilaba y vivía en la casita que había al lado.

Durante los tres últimos años la casa no había estado vacía prácticamente nunca. Cuando no la alquilaban familias para pasar allí sus vacaciones, se utilizaba para bodas o fiestas.

Y todos los años, cuando llegaba Halloween, Kelly la convertía en una mansión encantada.

–Tendré que ir pensando en eso –se dijo.

Era uno de octubre y, si no empezaba pronto, cuando quisiese darse cuenta se le habría pasado el mes.

Se abrió la puerta de la casa y apareció Micah; a ella le dio un vuelco el corazón, sintió calor, se puso tensa. Hacía cuatro largos años que había fallecido su marido, Sean, y, desde entonces, no había salido con nadie. Ese debía de ser el motivo por el que su cuerpo reaccionaba así cuando veía a Micah.

Iba vestido con una chaqueta de cuero negra, camiseta negra y pantalones vaqueros negros. Y botas negras para completar la imagen de hombre peligroso que hacía que a Kelly se le acelerase el corazón.

–¿Necesitas ayuda? –le preguntó él, señalando con la cabeza la carretilla a la que Kelly se estaba aferrando.

–¿Qué? Ah. No.

«Estupendo, Kelly. ¿Por qué no intentas decir una frase completa?».

–Quiero decir que está vacía, así que no pesa. La voy a llevar al jardín trasero.

–Bien –respondió Micah, bajando la escalera–. Yo voy a hacer un descanso. He pensado dar una vuelta en coche para conocer mejor la zona.

–¿Después de dos meses en Banner? –preguntó ella sonriendo–. Sí, va siendo hora.

Él esbozó una sonrisa.

–¿Alguna sugerencia?

Kelly dejó la carretilla, se apartó la coleta del hombro y se quedó pensativa.

–Cualquier camino será bonito, pero si buscas un destino, podrías atravesar el cañón hacia la 89. Allí hay muchos puestos con frutas y vegetales, podrías traerme unas calabazas.

Él ladeó la cabeza y la estudió, parecía divertido.

–¿Acaso he dicho que quiera ir de compras?

–No –admitió Kelly–, pero podrías hacerlo.

Micah suspiró, miró hacia la carretera y después volvió a mirarla a ella.

–Podrías venir conmigo y escoger tú las calabazas.

–De acuerdo.

Micah asintió.

–Oh, no. Espera. Tal vez, no.

Él frunció el ceño.

Discutir consigo misma en público la avergonzó. Era evidente, por la expresión de Micah, que este prefería que no lo acompañase, pero ella quería ir. Aunque sabía que no debía ir. Tenía mucho que hacer y, quizás, pasar tiempo con Micah Hunter no fuese una buena idea, dado que tenía aquel efecto en ella. ¿Pero cómo iba a resistirse a la tentación de ponerlo tan incómodo como la ponía él a ella?

–Mejor sí. Iré contigo, pero tendré que estar de vuelta en un par de horas. Esta tarde tengo que enseñar una casa.

Él arqueó las cejas.

–Te garantizo que no me voy a pasar dos horas comprando calabazas –respondió–. Entonces, ¿vienes o no?

Kelly lo miró a los ojos y supo que Micah tenía la esperanza de que le contestase que no, así que hizo todo lo contrario.

–Supongo que sí.

Capítulo Dos

 

–¿Por qué vas a comprar calabazas, si las cultivas tú?

Iban ya por la mitad del cañón, las montañas se erguían a ambos lados de la estrecha carretera.

–¿Y por qué tienes que ir tan lejos a buscarlas?

Ella lo miró de reojo.

–Porque en esos puestos tienen las más grandes.

Micah puso los ojos en blanco, pero a ella no le importó. Hacía un maravilloso día de otoño, iba subida a un coche increíble, sentada al lado de un hombre muy guapo que la ponía nerviosa.

Cuatro años después de la muerte de Sean, Micah era el primer hombre que le hacía sentir un cosquilleo en el estómago, despertando en ella unos nervios que, hasta entonces, Kelly había creído muertos o atrofiados. El problema era que no sabía si se alegraba o no de sentirlos.

Bajó la ventanilla y dejó que el aire frío la golpease. Respiró hondo y cambió de postura para mirar a Micah.

–Las que cultivo yo se las regalo a los niños del barrio.

–¿Y no te puedes quedar alguna?

–Podría, pero eso no sería divertido.

–¿Divertido? –repitió Micah–. ¿Qué tiene de divertido tener que plantar, regar y cuidar las plantas?

–A mí me gusta. Además, si quisiera que me dieran lecciones acerca de cómo divertirme no te las pediría a ti.

–Si lo hicieras, te enseñaría algo más que calabazas.

A Kelly se le hizo un nudo en el estómago, pero tragó saliva. Se dijo que Micah debía de estar acostumbrado a hacer esos comentarios a las mujeres para ponerlas nerviosas.

–No lo tengo tan claro –le respondió–. Llevas dos meses en el pueblo y casi no has salido de casa.

–Porque tengo que trabajar. No tengo tiempo de divertirme.

–Ya, por supuesto. Entonces, ¿qué harías para divertirte?

Él se quedó pensativo un instante.

–Empezaría por reservar un avión…

–Tu propio avión.

–No me gusta compartir.

Kelly se echó a reír al pensar en la última vez que había tomado un avión en el aeropuerto de Salt Lake City, que había ido completamente lleno. Le había tocado sentarse entre una mujer que no había dejado de hablar de sus nietos y un hombre de negocios que le había clavado la esquina de su maletín cada vez que se había movido en el asiento. Visto así, la idea de tener un avión privado le gustó.

–De acuerdo. ¿Y adónde irías?

Él condujo el Range Rover por la carretera como si fuese un piloto de Fórmula 1. Kelly intentó no pensarlo para no preocuparse.

–Bueno, es octubre, así que iría a Alemania a la Oktoberfest.

–Ah.

Aquello estaba tan fuera de su órbita que Kelly no puso qué más decir.

–Es un buen lugar para estudiar a la gente.

–Seguro que sí –murmuró ella.

–A los escritores nos gusta observar –continuó Micah–. A los turistas, a los locales. Cómo interactúa la gente. Me da ideas para mi trabajo.

–¿Como a quién asesinar?

–Entre otras cosas. En uno de mis libros maté al gerente de un hotel –le contó, encogiéndose de hombros–. Era un cretino, así que, al menos en papel, me deshice de él.

Kelly lo miró fijamente.

–¿No tendrás pensado matar a tu actual casera?

–Todavía no.

–Menos mal.

–En fin. Después de un fin de semana largo en Alemania, me iría a Inglaterra –añadió Micah–. Hay un hotel en Oxford que me gusta mucho.

–¿No irías a Londres?

–En Oxford me reconocen menos.

–¿Y eso te supone un problema?

–Puede serlo. Mis seguidores suelen conseguir encontrarme gracias a los medios de comunicación. Es bastante molesto.

Kelly lo comprendió. La foto de Micah que aparecía en sus libros era fascinante. Ella misma se había pasado un buen rato estudiando sus ojos, la caída de su pelo sobre la frente, la fuerte mandíbula.

–Tal vez deberías quitar la fotografía de tus novelas.

–Ya lo he propuesto, pero el editor no quiere hacerlo.

Kelly no tenía nada más que añadir a aquella conversación. Nunca la había seguido ningún extraño desesperado por estar con ella, y lo más lejos que había viajado había sido a Florida, a ver a su abuela. Le encantaría ir a Europa. Algún día. Pero no iría en avión privado.

Miró por la ventanilla, el paisaje le era muy familiar, así que se tranquilizó. La vida de Micah era completamente distinta de la suya.

–Algún día me gustaría ir a Escocia –dijo de repente, clavando la vista en su perfil–. A ver el castillo de Edimburgo.

–Merece la pena –le aseguró él.

Como era de esperar, lo conocía. Probablemente había estado en todas partes. Por eso se había quedado encerrado en casa esos dos meses. ¿Qué podía interesarle de Banner, Utah? Seguro que le parecía un lugar muy aburrido. Tal vez no estuviese a la altura de la Oktoberfest, ni del castillo de Edimburgo, pero a ella le encantaba.

–Me alegra saberlo –le respondió–. Mientras tanto, seguiré dedicándome a plantar calabazas para los niños. Me gustan todos los aspectos de la jardinería: ver cómo brotan las semillas, ver crecer las calabazas y volverse cada vez más naranjas.

Sonrió y después continuó:

–Y me gusta que vengan todos los niños a la vez, a escoger las calabazas que van a ser suyas, a ayudarme a regarlas, a sacar las semillas. Tienen muy claro cuál es la suya.

–Sí, ya los he oído.

Micah no apartó la vista de la carretera en ningún momento. Kelly no supo si era porque era un conductor cauto o porque prefería no mirarla. Tal vez la segunda opción. En los dos meses que llevaba viviendo en su casa no había hecho más que evitarla.

Aunque también era cierto que era escritor y que ya le había dicho nada más llegar que necesitaba estar solo para escribir. No le interesaba hacer amigos, que nadie fuese a verlo ni una visita guiada del pequeño pueblo. No era un hombre simpático, pero la intrigaba.

¿Qué podía hacer, si aquel hombre alto, moreno y gruñón la atraía? No se parecía en nada a su difunto marido, que era rubio y con ojos azules, simpático.

–¿No te gustan los niños?

Él la miró de reojo un instante.

–Yo no he dicho eso. He dicho que los he oído. Hacen mucho ruido.

–Ah. ¿No dijiste la semana pasada que Banner era un lugar demasiado tranquilo?

Micah apretó los labios.

–Tienes razón.

–Bien. Me gusta ganar.

–Un punto a tu favor no significa que hayas ganado nada.

–Entonces, ¿cuántos puntos necesito?

Él esbozó una sonrisa muy a su pesar.

–Al menos, once.

La sonrisa volvió a desaparecer, pero a Kelly se le había quedado la boca seca al verla. Tomó aire muy despacio. Tenía que centrarse en la conversación, no en la reacción de su cuerpo.

–Como en el ping-pong –comentó.

–De acuerdo –respondió él, divertido.

–Bien.

Kelly alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo, sobre todo para convencerse a sí misma de que podía tocarlo sin consumirse por dentro. Había conseguido hacerlo hablar y mantenerse tranquila. El problema eran sus hormonas y su imaginación, mientras las mantuviese a raya podría manejar a su inquilino.

 

 

Durante los siguientes días, Kelly estuvo demasiado ocupada para pensar en Micah. Tanto mejor, sobre todo, porque nada más volver de su excursión este había desaparecido. Kelly había captado el mensaje.

Era evidente que él pensaba que la breve tregua había sido un error. Se había vuelto a encerrar a trabajar y no se habían visto más. Probablemente aquello fuese lo mejor. A Kelly le era más sencillo estar centrada en su propia vida, en sus responsabilidades, si solo veía a Micah en sueños.

Eso significaba que no descansaba bien por las noches, pero no era la primera vez en su vida que se sentía cansada. A lo que no estaba acostumbrada era a los sueños eróticos. Odiaba despertarse excitada y odiaba tener que admitir que lo hacía deseando volver a dormirse y seguir soñando.

–Como empieces a pensar en los sueños no vas a poder trabajar –se reprendió con firmeza.

No le costó apartar a Micah de su mente, con tantas cosas que hacer. Por suerte, no tenía mucho tiempo para sentarse a pensar en si el sexo con Micah en la vida real sería tan estupendo como en sus sueños.

Si lo era, tal vez no sería capaz de sobrevivir a la experiencia.

Sacudió la cabeza, hundió el pincel en la témpera naranja y pintó la primera calabaza en la ventana de la cafetería Coffee Cave. De todos sus trabajos, aquel era su favorito. A Kelly le encantaba decorar escaparates.

También llevaba las páginas web de varios negocios locales, y trabajaba de agente inmobiliaria y acababa de venderle una casa a una familia de California. Era jardinera y paisajista, y en esos momentos se estaba planteando presentarse a alcaldesa de Banner en las siguientes elecciones.

Kelly había estudiado empresariales en la universidad de Utah, pero tras terminar sus estudios no había querido atarse a un único trabajo. Le gustaba la variedad y le gustaba ser su propia jefa. Cuando había decidido dedicarse a varias cosas, sus amigos le habían dicho que estaba loca, pero Sean la había animado a hacer lo que la hiciese más feliz.

El recuerdo de Sean fue como una brisa caliente en un día frío. Se le encogió el corazón. Todavía lo echaba de menos, aunque viese cada vez más borroso su rostro cuando pensaba en él, como una acuarela que alguien hubiese olvidado bajo la lluvia.

Odiaba aquella sensación. Sentía que dejar desdibujarse a Sean era una traición, pero tampoco podía vivir aferrándose al dolor. El tiempo pasaba, lo quisiese o no, y solo tenía dos opciones, o superarlo o dejar que aquello la superase.

Con eso en mente, estudió la calle principal de Banner y se sintió mejor. Era un lugar precioso, del que se había enamorado nada más llegar, con ocho años. Le gustaba todo, el pueblo, los bosques, los ríos, las cascadas y la gente.

Banner no era Edimburgo ni Oxford, pero era un lugar… acogedor. Casi todos los edificios habían sido construidos un siglo antes y tenían suelos de madera y paredes de ladrillo. Las aceras eran estrechas, pero estaban muy limpias, y todas las viejas farolas tenían un cesto de flores en la base. En un mes pondrían la decoración de Navidad y las luces y, cuando nevase, el pueblo parecería sacado de un cuadro. Así que, sí, a Kelly le gustaba viajar y ver mundo, pero su hogar siempre estaría en Banner.

Asintió y terminó de pintar la calabaza.

–Te ha quedado estupenda.

Kelly se giró y sonrió a su amiga, Terry Baker, la dueña de la cafetería y la persona que mejores bollitos de canela preparaba en todo el estado. Tenía el pelo moreno y corto, los ojos azules, brillantes, y era de estatura baja. Parecía un duende, cosa que a ella no le hacía ninguna gracia.

–Gracias, pero todavía no he terminado –le dijo Kelly, estudiando el hueco que iba a rellenar con varias calabazas pequeñas.

–He aquí el café con leche que te acabo de preparar.

–¿He aquí? –repitió ella, tomando la taza y dándole un sorbo–. ¿Has estado leyendo otra vez novelas de misterio británicas?

–No. Tengo una vida amorosa tan triste que me paso la noche viendo series de misterio británicas en televisión.

–Tener vida amorosa está sobrevalorado –comentó Kelly.

–Ya, ¿a quién intentas convencer? ¿A mí? ¿O a ti?

–Como es evidente, a mí, porque tú eres la única de las dos que ahora mismo tiene pareja.

Terry apoyó un hombro contra la pared de ladrillos rosas del edificio.

–Yo tampoco tengo pareja, créeme. Es imposible tener sexo telefónico con un iPad cuando los compañeros de Jimmy pueden entrar en la habitación en cualquier momento.

Kelly se echó a reír, tomó otra brocha y dibujó una rama verde que unía todas las calabazas.

–La verdad es que eso puede resultar incómodo.

–Y que lo digas. ¿Recuerdas cuando me llamó por mi cumpleaños y yo salí corriendo de la ducha para responder a la llamada? Todavía puedo oír los silbidos de sus compañeros.

Kelly se echó a reír.

–Eso enseñará a Jimmy a darte sorpresas.

–Ahora quedamos a una hora exacta para hablar –continuó Terry–, pero ya hemos hablado bastante de mí. He oído que el otro día fuiste a dar una vuelta con el escritor.

–¿Quién te lo ha…? –empezó a preguntar Kelly–. Seguro que Sally.

–Vino a tomar un café con su hermana ayer y me lo contó todo –admitió Terry, ladeando la cabeza para estudiar a su amiga–. La cuestión es por qué no me lo has contado tú.

–Porque no hay nada que contar –le aseguró Kelly, concentrándose de nuevo en la ventana–. Me llevó a comprar calabazas.

–Ah. Sally dice que estuvisteis fuera casi dos horas. O te costó mucho decidirte, o hicisteis algo más.

–Dimos un paseo.

–Ah.

–Le enseñé un poco la zona.

–Ya.

–No ocurrió nada.

–¿Por qué no?

A Kelly le sorprendió la pregunta.

–¿Qué?

–Cielo –le dijo Terry, acercándose a apoyar un brazo alrededor de sus hombros–. Hace cuatro años que murió Sean y no has salido con nadie desde entonces. Ahora mismo tienes a un hombre muy atractivo en tu casa seis meses ¿y no vas a hacer nada al respecto?

Kelly se echó a reír y sacudió la cabeza.

–¿Qué quieres que haga? ¿Lo ato a la cama y hago lo que quiera con él?

–Umm…

–Venga ya.

Kelly no pudo evitar sentir calor, pero se dijo que no quería ni necesitaba sentirte atraída por Micah. Era evidente que a él no le interesaba y ella ya había sufrido suficiente por amor.

–Está bien –le dijo Terry riendo–. Si estás decidida a quedarte el resto de la vida encerrada en un armario, allá tú, pero te prometo que si en algún momento la CIA necesita más espías voy a recomendar a Sally y a Margie. Esas dos se enteran absolutamente de todo lo que pasa en el pueblo.

Y Kelly vivía justo enfrente de ellas. A Sean siempre le había hecho mucha gracia verlas mirando por la ventana y le había gustado besar a Kelly apasionadamente en la calle, para que los vieran.

–El motivo por el que son tan curiosas es que nadie las ha besado nunca así. Así que vamos a darles algo de qué hablar –había dicho.

El recuerdo la hizo sonreír con tristeza. Sean le traía buenos recuerdos, pero su pérdida todavía le dolía. Ya había perdido suficientes cosas en la vida.

Primero, sus padres, cuando era solo una niña, después su abuelo y después Sean. Y el único modo de asegurarse que no iba a volver a sufrir era no volviendo a querer a nadie.

Tenía a Terry, a su abuela y a un par de amigos más. ¿Quién necesitaba a un hombre?

Pensó en Micah y una vocecilla en su cabeza le susurró:

–Tú. Solo va a estar aquí una temporada, ¿por qué no aprovechas? La relación no tiene futuro, así que no vas a arriesgar nada.

Era cierto que Micah solo estaría en Banner cuatro meses más, así que era como si… No.

«Ni lo pienses».

¿Por qué no?

–¿Sabes una cosa? –dijo Terry, interrumpiendo sus pensamientos–, Jimmy tiene un compañero que yo creo que podría gustarte…

–No. Déjalo, Terry. Ya sabes que esas cosas nunca salen bien.

–Es un tipo agradable –insistió su amiga.

–Seguro que es un príncipe azul, pero no el mío. No estoy buscando a otro hombre.

–Pues deberías.

–¿No has dicho que si quiero quedarme encerrada en un armario el resto de la vida, puedo hacerlo?

–Odio verte siempre sola.

–Tú también estás sola –le recordó Kelly.

–Ahora, pero Jimmy volverá a casa después de un par de meses.

–Y yo me alegro por ti –le respondió Kelly, tomando otro pincel y hundiéndolo en la pintura amarilla, para que pareciese que había una vela dentro de la calabaza–. Yo ya tuve un marido, Terry, no quiero otro.

–Yo no he dicho que quiera que te cases.

–Pero es la verdad.

–No estábamos hablando de eso –insistió Terry–. Cielo, sé que la pérdida de Sean fue horrible, pero eres demasiado joven para pasar el resto de tu vida sola.

Terry llevaba dos años diciéndole lo mismo, no entendía que Kelly quería evitar volver a sufrir. Amar era estupendo, pero perder a un ser querido era terrible.

–Te lo agradezco, pero…

–No me lo agradeces –replicó Terry.

–Tienes razón. Sinceramente, hablas igual que mi abuela.

–Eso ha sido un golpe bajo –murmuró Terry–. ¿Sigue preocupada por ti?

–Lo ha estado desde que falleció Sean, sobre todo, el último año. De hecho, está haciendo planes para volver a Banner para que yo no viva sola.

–Vaya, pensé que le gustaba vivir en Florida con su hermana.

–Le gusta. Van al bingo y a clubes de mayores. Y se lo pasa muy bien, pero se preocupa por mí…

A Kelly le sonó el teléfono y se interrumpió para sacárselo del bolsillo.

–Hablando de Roma… –dijo suspirando.

–¿Es tu abuela? ¡Eso es que le han pitado los oídos!

Kelly se echó a reír, pero no respondió.

–¿No quieres hablar con ella?

–Una conversación acerca de mi falta de vida amorosa es suficiente por hoy.

–Está bien, ya no te voy a decir nada más –le prometió Terry, levantando ambas manos en señal de rendición.

–Gracias –respondió ella, guardándose el teléfono e intentando no sentirse demasiado culpable por no haber respondido a la llamada de su abuela.

–Pero… que no te interese una relación seria…

Kelly la miró fijamente.

–No significa que no puedas tener una aventura.

Terry entró en la cafetería y Kelly se quedó pensando en sus palabras. Se le empezó a ocurrir un plan y sonrió.

Capítulo Tres

 

Micah odiaba cocinar, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que uno no podía sobrevivir a base de comida para llevar, sobre todo, estando tan lejos de cualquier lugar, en un pueblo en el que solo había pizza a domicilio.

Le dio un sorbo a la cerveza y mezcló la pasta con una salsa de aceite de oliva y ajo, añadió unos tomates cortados y carne y utilizó la espátula para mezclarlo todo. El olor le abrió el apetito. Era temprano para cenar, pero él no tenía horario de comidas.

Había pasado varias horas escribiendo y, como le ocurría siempre, cuando se le acababa la inspiración salía de su cueva como un oso que hubiese estado seis meses hibernando.

–Hola.

Micah se giró hacia la puerta trasera, que estaba abierta. Estaba atardeciendo y el aire era fresco. Se dijo que debía haber mantenido la puerta cerrada si no quería que le molestaran, pero ya era demasiado tarde. En la puerta había un niño. Debía de tener tres o cuatro años, tenía el pelo castaño y rizado, sus ojos marrones lo miraban con curiosidad y tenía las rodillas de los pantalones vaqueros manchadas de barro.

–¿Quién eres?

–Jacob. Vivo ahí –respondió el pequeño, señalando la casa de al lado–. ¿Puedo ir a ver mi calabaza?

–¿Por qué me lo preguntas a mí?

–Porque Kelly no está, así que le tengo que preguntar a otra persona mayor.

–Ah, claro. Sí, puedes ir a ver tu calabaza.

–Vale. ¿Qué haces? –preguntó Jacob acercándose.

–Estoy cocinando –respondió Micah–. Ve a ver tu calabaza.

–¿Tú también tienes hambre? –volvió a preguntar el niño, esperanzado.

–Sí. Deberías irte a casa –le dijo Micah–. A comer. Está oscureciendo. A cenar.

–Antes tengo que darle las buenas noches a mi calabaza.

Era la primera vez que Micah oía algo así. Nunca le habían gustado los niños. Nunca. Ni siquiera cuando él era uno de ellos.

Por aquel entonces también le había gustado estar solo. Nunca había hecho amigos porque sabía que no podría mantenerlos. Era difícil tener amigos cuando tenía que cambiar de hogar de acogida todo el tiempo. Así que se había dedicado a leer y a esperar a cumplir dieciocho años para poder salir del sistema.

Pero en esos momentos, miró al niño a los ojos y se sintió culpable por no querer hacerle caso. Fue una sensación tan extraña que a Micah le costó reconocerla. No pudo ignorarla.

–Está bien, ve entonces. Dale las buenas noches a tu calabaza.

–Me tienes que abrir la puerta porque soy pequeño.

Micah puso los ojos en blanco y se acordó de la pequeña valla que rodeaba el huerto. Kelly le había contado que la había puesto para que no entrasen conejos ni ciervos. Aunque los ciervos pudiesen saltar, ella había querido intentar proteger su huerto.

Micah suspiró, apagó el fuego y se despidió de su comida.