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"Mi beligerancia" reúne un conjunto de artículos y correspondencia que Leopoldo Lugones envió de 1912 a 1914 desde Europa a la prensa argentina sobre el belicismo incipiente, la amenaza de una guerra mundial y la necesidad de aunar fuerzas contra Alemania.-
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Seitenzahl: 313
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Leopoldo Lugones
Saga
Mi beligerancia
Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641868
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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He creído que la eficacia con que algunos de mis escritos contribuyeron a esclarecer en este país el concepto de nuestra posición y de nuestros deberes ante la guerra, duraría más si coleccionaba yo aquellas páginas; pues, aunque su relativo mérito dependiera en gran parte de la oportunidad circunstancial, uno mayor y permanente asignaríamos, de suyo, los principios de verdad y de honor en ellas expuestos.
Las potencias de opresión realizan una doble campaña: la militar en las zonas de guerra y la mental por doquier. Pues, como esta lucha constituye, ante todo, un problema espiritual, así concierne a la humanidad entera; siendo, precisamente, los más interesados en materializarlo, bajo el concepto de una guerra defensiva, como tantas que hubo, quienes le dieron aquella trascendencia con su propaganda.
Esta labor germánica, que constituye una prueba más de menosprecio al resto de la especie humana, con suponerla crédula de patraña tan vil, consiste en sostener que los imperios centrales fueron agredidos por una coalición que Inglaterra dirigía. Ellos no habrían hecho otra cosa que adelantarse con previsión al peligro, consistiendo su modesta aspiración en conservar el territorio, y en que las cosas vuelvan a su estado anterior, como si nada hubiera pasado.
Semejante política empieza con la derrota del Marne; pero, antes de esto, seguros los imperios de un triunfo cuya preparación no habían intentado ocultar, y que abarcaba todos los dominios del alma y de la materia, “pangermanizadas”, por decirlo así, nada disimularon su carácter de agresores.
No produjeron las pruebas de aquella coalición que debía atacarlos en ese momento, justificando, así, la “guerra preventiva”. No las produjeron entonces ni después; de suerte que esto es una mera afirmación, desmentida por el hecho de la agresión misma. En cambio, declararon que los tratados son retazos de papel, que la necesidad no reconoce ley, y que, invadiendo a Bélgica, violaban el derecho: propósitos tan agresores, que constituyen todo un padrón de barbarie.
Al propio tiempo, pudo comprobarse por las resultas, que los países de la pretendida coalición no estaban preparados; correspondiendo a Inglaterra, su presunto jefe, la máxima deficiencia. Tratándose de pelear con las dos primeras potencias militares del mundo, semejante imprevisión era inadmisible. Se dirá que lo explicaba la incapacidad militar de dichas naciones. Pero, Inglaterra, la más descuidada, precisamente, se ha encargado de probar lo contrario con asombrosa prontitud. La misma intención de agredir, atribuída a los adversarios actuales del bloque teutón, resulta, pues, insostenible.
Por otra parte, después de declarar el imperio alemán con la palabra no contradicha de su canciller, que, invadiendo a Bélgica, violaba el derecho, pero que debía hacerlo como una suprema necesidad, pretendió haber tenido razón para efectuarlo, en ciertos compromisos de Bélgica con Inglaterra, según los cuales aquella nación resultaba violando su propia neutralidad. Mas, tampoco produjo la prueba del caso, agregando, así, la calumnia al crimen. Este procedimiento ha caracterizado siempre la hipocresía de los déspotas. Era el sistema predilecto de la inquisición; y así como cubrió de imborrable oprobio a la España de los Austrias, ha impuesto eterno baldón a la Alemania de los Hohenzollern.
Europa iba a la guerra por exageración de su militarismo. La paradoja cuartelaria que pretende asegurar la paz con la preparación para la guerra, habíase vuelto insostenible, y el lector verá más adelante cómo lo tenía yo anunciado. Pero, quien mantenía el sistema en crecimiento indefinido, era el imperio alemán que así determinaba el armamento de toda Europa. Su diplomacia hacía fracasar sin remisión cualquier intento de suprimirlo o limitarlo. Sus créditos militares obtenían la unanimidad del parlamento. Y no podía ser de otro modo. “La industria nacional de Prusia es la guerra”, había dicho Mirabeau. Cuando Prusia realizó la unidad alemana, lo hizo convirtiendo en cómplices de semejante “industria” a todos los estados de la confederación. La prenda de unión fué una presa: la Alsacia-Lorena, que por eso es llamada “tierra de imperio”, y que resulta, así, el verdadero vínculo federal.
Semejante modo de constituir la patria, era el mismo de la antigua barbarie prolongada de esta suerte en el militarismo alemán. El mismo de todas las “unidades” germánicas.
Nada, pues, más distinto de nuestro concepto, en cuya virtud la patria reconoce como fundamento una necesidad moral, que es la justicia: el concepto greco-latino, ante el cual afirma una inmoralidad el fundamento de la patria germánica. Esto es lo que, desde el fondo de la historia, llaman los hombres idealidad y materialismo, civilización y barbarie.
Con ello, también, el germanismo, lejos de ser, como lo pretende una filosofía superficial, causa de vigor para los pueblos greco-latinos que lo adoptan por voluntad o lo soportan por conquista, los conduce a la ruina y a la barbarie. Es el germen maléfico, por su antagonismo substancial con la constitución moral e histórica de los pueblos greco-latinos. Recordemos lo que sus dos germanizaciones, la de los visigodos y la de los Austrias, produjéronle a España: fenómeno digno de mención, puesto que concierne directamente a nuestra raza. Negra barbarie, caracterizada por la crueldad brutal y la violación de los tratados, es lo que sustituyen a la decadente molicie de Roma, los bárbaros del Norte; y al propio tiempo, una debilidad tal, que bastan doce mil musulmanes para conquistar la Península. Análogos resultados con Carlos V y los sucesivos Felipes: la muerte de la libertad foral, la inquisición, el funesto delirio del Imperio Cristiano, el odio del mundo entero, la derrota y la decadencia.
Algo, pues, más importante, si cabe, que el propio amor a la libertad, nos mueve a tomar en esta contienda el partido de los aliados: nuestra constitución histórica, para la cual el germanismo es amenaza de muerte.
Porque, aun suponiendo que el bloque teutón triunfara: las naciones vencidas quedarían ahí, tan desmedradas como se quiera; pero quedarían. Tarde o temprano, nuestro temperamento, nuestros vínculos de todo género, nuestra misma situación geográfica, hacia ellas nos inclinarían. No en vano tenemos sangre española que ya va promediando con la italiana, cultura francesa, instituciones sajonas...
Fantástica, igualmente, la suposición de quienes creen que el triunfo alemán, equilibrando la potencia de Inglaterra, nos garantiría indirectamente contra pretendidos posibles abusos de esta última nación. En tales casos, los fuertes, lejos de estorbarse entre sí, fácilmente se unen contra el débil. Así lo hizo ya Alemania en América cuando la intervención a Venezuela en 1902, bombardeando los fuertes de Puerto Cabello y el Castillo de San Carlos, y echando a pique un velero mercante cuya tripulación abandonó en un bote, sin darle más que diez minutos de plazo; con lo cual se ahogaron algunos hombres.
Esto, para no hablar de la inmoralidad y la estupidez que comporta ser germanófilo después de lo ocurrido con Bélgica y con Servia. La admiración de tales crímenes, tiene el mismo origen que la pasión histérica de ciertas degeneradas por los grandes asesinos. Es una mezcla de prostitución sentimental y de siniestra pedantería.
Tampoco es admisible que las cosas puedan quedar lo mismo. Esto solamente lo llegan a concebir los militaristas teutones y los socialistas, con su famosa proposición: paz sin anexiones ni indemnizaciones. O de otro modo: impunidad del criminal que nunca dejó de serles irresistiblemente simpático y preferible a la víctima.
Pero, cualquiera que fuese el resultado de la guerra, las cosas no quedarán como antes. Ahora mismo, no son ya lo que fueron. Los poderes de la antigua legalidad, incluso las diputaciones socialistas, son cáscaras vacías. La guerra ha servido para definir por las preferencias suscitadas, el verdadero carácter de las doctrinas que practicaban, a su vez, la industria del humanitarismo. Así la neutralidad del Papa, la decisión germanófila del socialismo en todo punto del globo donde puede manifestarla libremente y traicionar con ello a la libertad, cuyo lenocinio ha desempeñado como una rama del pangermanismo.
El lector hallará más adelante, en una correspondencia de 1913 a La Nación, titulada La Europa de Hierro, esta frase terminante: “El socialismo será militarista mañana”.
Tratábase de los créditos militares votados al emperador alemán. Y ello adquiría muy significativo carácter, puesto que siendo el Reichstag un cuerpo revisor del presupuesto, a título prácticamente consultivo y nada más, pues no lo inicia ni forma ( 1 ) la teorización pacifista resulta en él tan cómoda como inofensiva. En cambio, y por lo mismo, toda declaración de ese género, redobla su importancia como expresión moral, puesto que otra cosa no es. Lo que los socialistas aceptaban, pues, al votar los créditos militares, era la doctrina del militarismo alemán. Se dirá que los socialistas lo efectuaban como patriotas alemanes, no como socialistas. Pero, el socialismo es internacional y antipatriota.
La guerra ha evidenciado, entre tantas cosas, que este aspecto de la doctrina era para la exportación, y con el objeto de debilitar a los pueblos, súbditos o enemigos presuntos, ante el militarismo alemán: traición que constituye la índole política del bárbaro. Así, en la agresión germánica, el socialismo ha desempeñado un papel más repugnante que el de los mismos espías. Y al ser aquélla una jugada que sus autores suponían inevitablemente triunfal, el germanófilo apareció por doquier bajo la máscara del sectario.
Todo esto ha sido menester verlo venir ( 2 ), estudiarlo, comprenderlo, resistirlo, desbaratarlo a cañonazos de luz en su piel de lobo taimado. La conspiración contra la libertad, codiciaba el mundo; y se ha debido disputarle el mundo, plantándole, a cada milla, un soldado de la patria o de la verdad.
He aquí por qué tiene este libro el título que lleva.
Ah, la gente que con anónima benevolencia y piadoso cuidado de mi pundonor, me aconseja partir a Francia como voluntario, o me reprocha que no me quedara en Londres a combatir por Bélgica, no sabe cuánta confianza me infunde para seguir desempeñando aquí el deber que me he impuesto. Porque, conforme a mi inveterada costumbre, yo soy el autor de mi deber, de mi beligerancia y de mi estrategia. Mi amor a la libertad y a las naciones mártires o heroicas que padecen por ella, es cosa mía. Tan mía, que más de una vez he estado en público desacuerdo con los individuos, los funcionarios, la prensa de esos países. Yo me hago mi ley, me la doy y me la quito. Si tengo alguna autoridad moral, de eso me viene. Y mi trabajo me cuesta. Me lo enseñó el pájaro que se vuela al amanecer, en ayunas, pero cantando...
Necesito decir dos cosas aún.
Al recorrer estas páginas, he notado con regocijo que no hay en ellas una sola expresión de odio contra las naciones. Si el lector halla más adelante, en unos versos, palabras violentas, observe que es por razón de propiedad, pues aquéllos hacen hablar a los verdugos y a las víctimas de Bélgica. El ideal de concordia humana, el ideal americano, que también comprende a los enemigos de la libertad, desconoce el odio, porque suprime la iniquidad y la servidumbre. Fácilmente se verá por lo que sigue, que eso fué anterior a la guerra y que la guerra no pudo modificarlo. No falta la expresión de reconocimiento a los méritos del pueblo alemán, ni la denuncia del sistema con que sus déspotas lo engañaban. Mi beligerancia es una posición que, en plena paz material, tenía ya tomada ante el dogma de obediencia. Pues — y ésta es la otra cosa que quiero decir — aquélla actitud hallábase definida por un concepto histórico que el lector verá formulado en un comentario de 1912 sobre la guerra de los Balcanes. Para mí, el presente cataclismo es el desenlace de una civilización. Y así se explica, también, racionalmente, el acierto con que me fué dado preverlo: circunstancia que menciono a título de comprobación para mi teoría histórica.
Esta consiste en sostener que el cristianismo, una de las tantas religiones destinadas a divinizar, para eternizarlo, el dogma asiático de la obediencia, o derecho divino, o principio de autoridad, interrumpió con su triunfo la evolución del paganismo greco-latino hacia la libertad plenaria que es, de suyo, la libertad individual: fracaso que había comenzado con la introducción del cesarismo oriental en Roma, y con la orientalización despótica de los generales de Alejandro.
La civilización europea, de la cual formamos parte, habría consistido en una perpetua lucha de la libertad pagana con el dogma asiático de la obediencia, que tomó a los bárbaros del Norte como instrumento político para subyugar, destruyéndolo, al mundo romano; y esto es lo que iría determinando la catástrofe actual cuyo desenlace creo favorable al ideal latino, porque su preparación ha consistido — al menos desde la Revolución Francesa — en sucesivos recobros de ese mismo ideal. Ellos comportan ya un triunfo moral en el mundo entero; de suerte que su magnitud excede infinitamente la de aquellas resurecciones análogas que tuvieron por teatro a la Francia revolucionaria y a la Provenza de los albigenses. La insurrección emancipadora de las Américas, fué uno de esos episodios, y hé aquí la primera razón histórica de nuestro papel en la contienda actual.
Por esto publico algunas de las numerosas correspondencias que envié desde Europa a la prensa argentina, principalmente a “La Nación”, durante los años de 1912, 1913 y 1914. Lo que vino después de iniciada la guerra, se comenta por sí solo. Y lo que tenga de interesante lo dirá el amable lector.
L. L.
Para SARMIENTO
París, Junio de 1912.
Dicen los cazadores de fieras, que cuanto más graves son las heridas del león, más peligroso es este animal. Los reyes, asimilados por sus blasones y por los poetas cortesanos, a la fauna felina, presentan la misma peculiaridad. No bien el pueblo empieza a mermarles privilegios, a proceder por cuenta propia le inventan un peligro internacional, recordándole con él la obligación patriótica de apoyar al gobierno, cualquiera que sea, mientras dicho riesgo exista, y pidiéndole su consentimiento para aumentar las tropas. Con esto, consiguen armarse mejor contra el mismo pueblo; y si las cosas aprietan, la guerra está ahí como supremo recurso.
Ćuando las últimas elecciones para la renovación del Reichstag señalaron un crecimiento tan notable de la representación socialista, indiqué la posibilidad del fenómeno en estas mismas columnas, agregándola a las muchas que hacen de la guerra europea una amenaza quizá inminente. La actitud militarista, que es decir, radicalmente reaccionaria del gobierno alemán, ante el progresivo incontrastable triunfo de la democracia en Europa, convierte al imperio, y así lo dije, en el campeón del destino. De su política exterior, dependen la paz y la guerra, o sea el dilema fundamental de la civilización contemporánea. El es por excelencia, en el mundo entero, aquel que tiene la espada. Su formidable potencia militar, es también, en los dominios del espíritu, una fuerza no menos enorme. Todos sus movimientos tienen la más alta significación. Es uno de los cuatro grandes motores que impulsan la civilización cristiana; y el mismo hecho de que esté generalmente en oposición con los otros tres, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, aumenta el interés de su estudio. Es también grande el que presenta su conflicto interno entre la democracia, resultante lógico del progreso común a todos los pueblos cristianos, y su autocracia, empeñada como la de Felipe II, en la perpetuación del espíritu medioeval; pues no sólo está ahí la explicación del antagonismo antes recordado con los tres grandes países civilizadores, sino que la misma singularidad del fenómeno es un argumento contra las esperanzas reaccionarias, y de consiguiente una razón para perseverar en la obra de la libertad humana. Mejor sería, sin duda, que en vez de este resultado negativo, el imperio ofreciese su colaboración a dicha obra, la cual adelantaría, entonces, tanto como al presente demora por la causa contraria; es decir, enormemente, dada la importancia de aquél. Pero si esto puede producir a primera vista un movimiento de antipatía, la lucha que el pueblo alemán sostiene es lo bastante simpática para inclinar la balanza en su favor, estableciendo las debidas diferencias entre la Alemania oficial del militarismo y la grande entidad humana, a cuyos pensadores debe la civilización actual la mitad de sus más preciosas iniciativas.
El emperador, como era de esperarse, ha reclamado un aumento del ejército, votado, naturalmente, por la mayoría conservadora del Reichstag. Es ésta la consecuencia del conflicto marroquí, planteado como antídoto preventivo de las elecciones de renovación en las cuales se presumía un repunte socialista; y ello demuestra, por de contado, que la política reaccionaria entiende el problema interno como un verdadero casus belli, más dispuesta que nunca a seguir el para mí evidente camino de su perdición. El despotismo no tiene sino una táctica como la fiera que lo simboliza. Mal herido, saca todos sus dientes y todas sus uñas, volviéndose momentáneamente más peligroso. Pero conviene no olvidar que es porque está mal herido.
Así aunque el incidente marroquí dió resultados contraproducentes, pues las elecciones fueron más socialistas que nunca, toda la prensa militarista púsose acto continuo a sacar fuerzas de flaqueza, procurando extraviar el espíritu público por medio de los dos grandes argumentos de excitación empleados en estos casos.
Es el primero de ellos, la expansión alemana o pangermanismo, operación que consiste en el negociado más o menos directo de las fuerzas militares para adquirir tierras: la conquista en una palabra. Con ello se interesa al comercio, necesitado de expansión artificial para la sobreproducción con que concurre a la gran lucha moderna y paradójica por el aumento de rinde capitalista, no obstante el abaratamiento de las mercancías y la baja del interés que esa misma sobreproducción engendra; y se fomenta las aspiraciones industriales a la conservación indefinida de su sistema de explotación, que sería imposible con el acrecentamiento progresivo de las masas obreras en un país de fuerte natalidad, si el excedente de población no derivara hacia nuevas tierras. Así, la superioridad militar mantenida por un ejército cada vez mayor, coincidiría con los intereses conservadores.
El argumento correlativo para las masas populares, estriba en demostrarles que los demás países odian y envidian la grandeza alemana, tendiendo de tal modo al aislamiento del imperio; y como este aislamiento es un hecho, la consecuencia parece evidente: hay que armarse para resistir contra todos, si fuera necesario. Es la misma idea de los conservadores ingleses, ante el imperialismo británico; el principio militarista del patriotismo que no es sino el odio al extranjero; y también la lógica oficial de un imperio fundado sobre la conquista, según el carácter que atribuía su propio fundador, Bismarck, a la anexión de la Alsacia-Lorena. Aquella “tierra de imperio” fué, por definición, la razón de ser del imperio mismo.
Pero el pueblo comprende ahora, y esto es, ante todo, obra de la crítica alemana iniciada por Marx, que la competencia comercial así concebida, comporta una falacia paradójica, y que las instituciones representativas son una consecuencia política de aquel mismo desarrollo. Está a su alcance la evidencia de que las tierras de conquista son cada vez más escasas, y ha experimentado a costa de penurias inacabables, que el negocio militar es tan ruinoso como inútil para los hombres, en cuanto compromete la vida humana, o sea la primera de las riquezas; de donde resulta que la cuestión obrera, no tiene solución firme en la conquista, sino en la justicia social que transformará la explotación industrial tarde o temprano. Bástale un cálculo somero para apreciar que los gastos militares de cuarenta años de paz armada, son ya superiores al producto de cualquier conquista, así como ésta, lejos de suprimirlos, exigiríalos aun mayores. Entiende, por último, que si Alemania está aislada, no es por razón de envidia o de malquerencia; sino porque su política invasora y su campeonato anacrónico de la autocracia militar, tórnala sospechosa al mundo entero. Inglaterra, país – monárquico también, preséntale, al respecto, un ejemplo envidiable de inteligente evolución; y en ella, más que en Francia, demasiado avanzada ya, sin contar la raza distinta y los rencores atávicos, tiene su modelo. Por esto el odio contra Inglaterra que pretenden infundirle los reaccionarios.
El aumento de fuerzas militares, es ante todo una precaución contra el mismo pueblo alemán; sin contar la guerra decisiva a que lo lanzarían sin duda, si la autocracia peligrase. El famoso dogma militarista, si vis pacem para bellum, es un sofisma. El militarismo ocasiona la guerra, porque ésta es su industria específica. O por lo menos, robustece el despotismo que es la guerra permanente contra la libertad.
La autocracia alemana juega contra la democracia una partida peligrosa, y la juega sin ambages. La reciente amenaza del emperador a la Alsacia-Lorena es, más que la manifestación de un propósito político, una declaración de absolutismo: “Entiendan que yo soy el amo”. También es característico el propósito: anexión a Prusia. Porque este estado representa la piedra angular de la autocracia. Por último, la reciente expulsión manu militari de dos diputados socialistas en la cámara prusiana, confirma esos propósitos. La constitución de Prusia castiga con cinco años de trabajos forzados las vías de hecho contra un diputado en el ejercicio de sus funciones; pero el oficial de policía que las cometió, no ha sido ni será castigado. Pase por lo que se refiere al legislador que se negó a desocupar la banca donde se hallaba, para sentarse en la suya, conforme a la orden presidencial. El presidente había ordenado en este caso la intervención de la policía; pero los tirones y brutalidades contra el otro diputado que protestaba, fueron de la exclusiva cuenta policial y quedaron impunes.
Esto explica por qué los ataques de los socialistas del Reichstag, se han singularizado con la Prusia, baluarte del militarismo alemán; si bien esas violencias revisten una significación más grave: el revite de la peligrosa partida.
Por primera vez en el parlamento alemán, el partido socialista ha proclamado la revolución como el único medio eficaz de concluir con la autocracia.
Es, efectivamente, lo que van revelándole los hechos, lo que rompe al fin el círculo vicioso de su política legalitaria. Ahora comprende que ante el dogma de obediencia representado por el gobierno, sólo la fuerza es respetable y eficaz. Mientras no comportaban un peligro, dejábaselos ser diputados: eran otras tantas fuerzas restadas al dinamismo transformador, otros tantos elementos de legalidad, aunque ésta represente la iniquidad social que ellos combaten; pero en cuanto el resultado electoral los acerca a la consecución de su paradójico propósito, o sea la transformación legalitaria del orden social representado por el gobierno, éste les demuestra cómo se halla dispuesto a respetar la legalidad. Retorna, sencillamente, a su concepto fundamental de la fuerza, o sea del orden como él lo entiende y como únicamente puede entenderlo. ¿Quién, teniendo el ejército en sus manos, va a dejarse expulsar del gobierno por puro amor a la legalidad?...
Lo verdaderamente grave en el asunto, es que la solución de esta partida puede ocasionar la guerra europea. Tal es, por otra parte, el oficio de los emperadores. Sólo que como ahora los pueblos son una entidad apreciable, y como los mismos socialistas, tanto tiempo legalizados, van entrando por la vía revolucionaria, los gobiernos han de pensar que el verdadero problema no está en armar esos mismos pueblos, sino en desarmarlos después de la guerra. La única seguridad positiva de la paz, está aquí, no en los grandes ejércitos, ni en la diplomacia cada vez más impotente, ni en los parlamentos con o sin socialistas, según nos lo ha revelado la guerra ítalo-turca y el mismo actual repunte del militarismo alemán. Es que todo eso, desde el coronel más jerárquico hasta el socialista parlamentario, forma parte del mismo orden de cosas, desde que es gobierno. Y por esto, al definirse la partida con la autocracia, los socialistas alemanes se vuelven revolucionarios.
He aquí el interesante espectáculo que en este momento presenta esa contradictoria y grande Alemania del idealismo y de la fuerza; el más importante de los espectáculos humanos, si bien se mira, puesto que de su desenlace en uno u otro sentido, depende por el momento la suerte de la libertad humana.
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Para SARMIENTO
Londres, Agosto de 1912.
La Cámara de los Comunes acaba de votar por inmensa mayoría el nuevo programa naval del gobierno inglés, consistente en otro aumento progresivo de unidades de combate, entre las cuales los grandes navios representan una desusada proporción. Motiva estas nuevas erogaciones el prodigioso aumento de la flota alemana, que alcanzará para 1914 el máximo de eficacia entre todas las del globo. Es lo que ha revelado con la habitual precisión de la oratoria gubernativa en Inglaterra, el ministro de marina Mr. Churchill.
No es que Alemania vaya a tener mayor número de navíos que Inglaterra. Precisamente para evitar esta eventualidad, aun bajo el concepto proporcional de la política inglesa, el gobierno ha pedido los nuevos créditos; pero es que la eficacia inmediata de una escuadra, no depende tan sólo del número y poderío de sus buques.
Lo que constituye el nuevo carácter impreso a la paz armada por los aumentos alemanes, es que la escuadra del imperio tendrá constantemente listas para combatir las cuatro quintas partes de su efectivo: hecho sin precedentes hasta hoy en la historia naval. Agregado a esto el aumento de unidades sancionado por la nueva ley, en cantidad tan considerable que solamente los nuevos submarinos alcanzarán a sesenta y dos, pasando los acorazados de diecisiete a veinticinco, fácilmente se comprende la preocupación causada con todo ello a las otras potencias. Completo su programa, Alemania tendrá cuarenta y un acorazados de línea, veinte cruceros de primera clase y cuarenta más pequeños, fuera de la dotación complementaria de submarinos, torpederos, etc.; con lo cual su escuadra igualaría en potencia efectiva a la home fleet británica. Este hecho sería también sin precedentes en la historia, desde que la Gran Bretaña estableció su famoso principio proporcional respecto a la suma de las dos escuadras extranjeras más poderosas.
Ahora bien, los elementos militaristas que desde luego preponderan en la política alemana, no encuentran sino un defecto a la nueva ley naval del imperio, con ser ella la más completa de las quince votadas en los últimos catorce años: su insuficiencia...
Esto quiere decir que muy pronto la reemplazará otra más vasta todavía; pues los elementos pacifistas del Reischtag son impotentes para evitarlo, o se declaran, como los socialistas, patriotas a la prusiana.
Por otra parte, está averiguado que Alemania ha conseguido de Austria y de Italia un aumento considedable en los programas navales respectivos, con objeto de contrarrestar la superioridad franco-inglesa en el Mediterráneo. A esto obedece el anunciado aumento considerable de la escuadra británica en dicho mar, asi como las propuestas, también muy importantes, de refuerzo, que el gobierno francés presentará a su Parlamento con igual fin. La paz armada se presenta, pues, más onerosa, y desde luego, más peligrosa que nunca para los pueblos víctimas de sus excesos. Lo cual demuestra una vez más que el progreso del mundo nada tiene que esperar de los gobiernos. Los intereses de los políticos que manejan estas cosas, prescindirán siempre de la conveniencia pública, expresada como una vaga aspiración por masas inconscientes y cobardes, para las cuales el servilismo es un estado de satisfacción moral. El grosero círculo vicioso de la paz armada, amenaza perpetuarse para mayor seguridad de los amos. Nadie ignora en qué consiste, pero los pueblos están constituídos por las masas que acabo de mencionar.
Estas consienten todo, incluso un estado permanente de ruina cuyo único desenlace es la guerra, vale decir, otra calamidad, alarmadas por peligros misteriosos, o sea más impresionantes con ello; y los gobiernos jamás llegan a desvanecer el misterio en cuestión, porque lo impide el secreto de estado.
Para masas embrutecidas por la ignorancia y el servilismo que no abandonarán sino a la fuerza de minorías revolucionarias, y esto quién sabe cuándo, la addicación de la conciencia en poder del gobierno, comporta un verdadero bienestar. Su soberanía es como la como la de aquellos caciques de nuestras pampas, cuando tenían secretarios para que les escribieran cartas que ellos no podían leer. Y esto, a no mencionar sino los pueblos más cultos de la civilización cristiana.
Así, pues, el pacifismo, como la justicia y la libertad reinvindicadas a título de bienes indispensables, sin los cuales la condición humana no es más que un hecho zoológico, se mantiene en estado metafísicó, interesando solamente a una insignificante minoría intelectual. Más prácticos en sus procedimientos, los gobiernos aplican a esas grandes bestias que son los pueblos, los groseros expedientes compatibles con su condición: el militarismo, las elecciones, la religión, el odio de raza, ramales del mismo cabestro tradicional.
Con esto quiero decir que la paz armada va a la guerra. Se trata de un resultado fatal que el aumento de pertrechos bélicos acerca progresivamente. Y ello por un simple estado del negoció que es, al fin de cuentas, la política interna o internacional: la paz resulta más onerosa que la guerra. Hay que emplear esos armamentos en algo, so pena de ir con ellos a segura bancarrota. Entre la guerra que cuesta menos y puede dar algo, y la paz estéril, más cara que la guerra, la elección no es dudosa. Por otra parte, la guerra prolongaría por muchos años más el estado de embrutecimiento de las masas, o sea el fundamento más inconmovible del principio de autoridad: con lo cual la minoría revolucionaria que hoy opera en el mundo, quedaría positivamente anulada.
Porque esa minoría, tanto vale en realidad un puñado de hombres conscientes, es el único punto negro sobre aquel formidable plan de los imperios estupendos. Cada cual teme que una derrota, siempre posible, no suministre a las masas el pretexto eventual en cuya virtud éstas, una vez armadas, no quisieran desarmarse. Bastaría una semana para cambiarlo todo, puesto que ahora la organización gubernamental es puramente una cuestión de fuerza. Y hé aquí por qué Alemania, o sea el representante, el campeador del principio de autoridad bajo el concepto integral de la autocracia, se arma así para no errar el golpe. No se equivocan en su simpatía por ella los militaristas y autoritarios del mundo entero. Su triunfo sería, quizá por siglos, la catástrofe definitiva de la libertad.
No hay para qué añadir que esta es también una razón de guerra. La cuestión social constituye otro caso de paz armada reducible al mismo común denominador. Y es que la civilización entera hace crisis ante este dilema ya ineludible: la libertad o el militarismo. La crítica y la evolución social, han reducido la autoridad, bajo todas las formas gubernativas, a esta única expresión: el ejército. De él depende ahora todo el sistema institucional. En todos los terrenos, salvo en ese, el dogma de obediencia o principio de autoridad, está vencido. Entonces, es menester evitar que el ejército se contamine de libertad y de raciocinio; y para esto, no hay más que un medio: exaltar la vitalidad específica de ese organismo haciendo la guerra.
Y puesto que ella ha de venir, preparémonos a aprovecharla tanto como sea posible. Creo haber enunciado en diversas cartas sobre la política europea en Oriente, que el objeto de la gran guerra próxima será la influencia, sino conquista, sobre Asia y Africa. Las consecuencias que ello puede tener para nuestro progreso, son incalculables y dignas de un estadista, aun como lejana eventualidad. Lo es, desde luego, el mismo estado de Europa. Los políticos no ven en el futuro desenlace de ese conflicto gigantesco, sino el predominio de Alemania o el de Inglaterra: un mero cambio del eje internacional. Así lo revelan sus propios argumentos. Las dos potencias dicen, efectivamente, lo mismo. Cada una se arma, porque barrunta una amenaza directa en los armamentos de la otra.
Pero nó. Lo que hay en ello es la crisis definitiva de una civilización. El predominio absoluto de los intereses egoístas, ha reducido todos los problemas a una solución de fuerza. Y de aquí que los gobiernos, representantes de esos intereses, no pueden pensar sino en armarse. Conforme a esta política, la humanidad no habría salido de la época del pillaje, puesto que todos esos “predominios de influencia” no son sino apropiaciones en grande de los bienes ajenos; no habría diferencia entre la nación civilizada y la tribu bárbara cuya única preocupación es también la guerra.
He aquí lo que dilucidará el próximo desmesurado conflicto.
Nadie prepara la guerra sino para ir a la guerra. Esto es lo que nos enseñan la lógica y la historia. La fórmula gubernativa de que se prepara la guerra para asegurar la paz, es una de las tantas groseras paradojas con que los políticos engañan al pueblo: un dogma de la misma especie que el secreto de estado y el sufragio universal.
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Para LA NACIÓN
Londres, Noviembre de 1912.
Los cuatro pequeños países del extremo Oriente europeo, que en este momento coronan con un triunfo realmente trascendental para el destino contemporáneo su lucha secular contra el imperio turco, ofrecen un espectáculo digno de las más elevadas meditaciones. He aquí que el centro histórico de la civilización greco-romana, desplazado hace cinco siglos por la victoria del Islam, recobra, diremos así, su centro de gravedad, finalizando por cuarta vez con ello, esa eterna y siempre funesta intervención del Asia en los destinos de Europa.
El primer acontecimiento análogo de que tengamos noticia es la prehistórica guerra troyana, en la cual europeos y asiáticos disputáronse, como es sabido, el dominio de los Dardanelos. Aquíles y sus mirmidones, fueron, precisamente, montañeses del Balcán, vale decir tracios y búlgaros; siendo notable, en verdad, que entonces como ahora, ellos formasen el contingente decisivo de la campaña. Resguardada por esa múltiple trinchera de rudos picachos, cuyo dominio compartían aquellos fieros pastores con los magros gavilanes y las cabras vagabundas del risco, tendiendo aquí y allá a los vientos todavía salados de mar próximo, las alas de sus broncos molinos, y a las lluvias precarias, sobre prados reducidos como hortalizas, difíciles rastrojos de aquel trigo crimeo en el cual leudaba el pan de Atenas, la civilización helénica pudo desarrollarse en belleza y en verdad, atesorando para la Europa los magníficos resultados de que aprovecha todavía.
Paréceme evidente que la razón económica de la guerra antigua, estuviese en aquel comercio de cereales, absolutamente necesarios a la Grecia insular y peninsular, al mismo tiempo que explotados por los asiáticos de la Dardania (actual Asia Menor) con tarifas fácilmente prohibitivas en caso de conflicto; desde que éstos, con la posesión del estrecho al cual dejaron su nombre, dominaban el tráfico del Mar Negro, cuya ribera boreal era precisamente la comarca frumentaria. Basta echar una ojeada sobre la actual Crimea y sobre los buques griegos que transportan por la misma vía sus trigos, tan necesarios hoy como ayer al consumo de la nación helénica, para notar que las cosas han cambiado muy poco. Sólo que entonces, los actuales mercados consumidores de Austria y de Italia no existían, al ser bárbara la primera de aquellas regiones, mientras bastaba para proveer a la otra, la ya muy adelantada agricultura etrusca. Pero había otra cosa, hoy desaparecida en parte, si bien de la mayor importancia para descubrir la razón de los futuros conflictos. El intercambio entre los productos industriales de Grecia con los de Persia y Fenicia, tomaba la misma ruta, constituída, así, en zona de influencia para las dos comarcas respectivamente; mas como la primera llevaba la doble ventaja de su espíritu expansivo y de la libertad, teníala dominada desde los tiempos de la guerra troyana, cuando el ataque persa de Jerjes señaló la segunda intervención asiática. Por el mismo camino del Balcán pasó el persa, y por el mismo recobraron su dominio los griegos vencedores; quedando definido el objeto de la campaña con la circunstancia de que el imperialismo ateniense, o sea su resultado más ventajoso para la civilización occidental, ejerció la mayor influencia y confederó el mayor número de estados, en el litoral del Asia Menor y en las islas circunvecinas. Cuando la guerra del Peloponeso se decidió en la batalla de Egos Pótamos, el desastre de Atenas consistió principalmente en la pérdida de su dominio sobre el Helesponto (actual estrecho de los Dardanelos). Esparta estuvo aliada con Persia, lo cual no puede ser más significativo. Era, como es sabido, un estado terrero y despótico, que no podía comprender los propósitos de expansión marítima perseguidos por la política de su rival, ni los beneficios de la libertad que daba su prestigio victorioso al helenismo. La influencia asiática volvió a predominar, por causa de aquella guerra funesta, hasta los tiempos de Alejandro: un macedonio educado en las ideas filosóficas de Atenas por Aristóteles, tracio insular a su vez; es decir, procedente de aquel litoral, donde fué más poderosa la influencia del imperialismo ateniense.
La expedición de Alejandro para desalojar de Europa la dominación asiática, llevando el prestigio del helenismo hasta el foco de donde aquella procedía, y decidiendo así con un golpe capital el conflicto milenario, tomó el conocido camino de los Balcanes, señalado al gran capitán por las tradiciones de la civilización helénica y por la Iliada, su libro predilecto. Sus mejores fuerzas consistieron otra vez en contingentes de la misma comarca: tracios y búlgaros, compatriotas del indomable Aquiles.
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