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La premio nobel Herta Müller relata, en una lúcida conversación con Angelika Klammer, la historia de su vida desde su infancia en Rumanía hasta la actualidad. «Me siento (una vez más) como si me estuviera viendo desde fuera». Así comenzaba Herta Müller su discurso tras la concesión del Premio Nobel. En una interesante conversación con Angelika Klammer habla de su trayectoria, desde su infancia en un pequeño pueblo rural del Bánato suabo hasta convertirse en la escritora mundialmente famosa que recibió en Estocolmo el premio literario más importante. En Mi patria era una semilla de manzana la autora reflexiona sobre su adolescencia y juventud en la ciudad rumana de Timisoara y el despertar de la conciencia política, sus primeros contactos con la literatura, los conflictos con el régimen comunista y la construcción de un camino propio a través de la escritura; también detalla por primera vez lo que la llevó a escribir y aquello que ha determinado su obra. Por otra parte, su descripción de la llegada a un nuevo país introduce una mirada distinta sobre la Alemania de los años ochenta y noventa, así como sobre la sociedad en que vivimos hoy.
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Edición en formato digital: octubre de 2016
The translation of this work was supported by
a grant from the Goethe-Institut wich is funded
by the German Ministry of Foreign Affairs
Título original: Mein Vaterland war ein Apfelkern
En cubierta: fotografía de © Paul Esser
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Carl Hanser Verlag München, 2014
© De la traducción, Isabel García Adánez
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16854-94-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Lechuzas en el tejado
La rima lo sabe
La ropa del socialismo
Un señor con ramo de flores
Todo sentimientos fríos
El régimen entierra sus crímenes
Dos suspiros de alivio
Las bellezas de mi patria
Mi amigo Oskar
Cajones y letras
«El paisaje de la infancia», dice en uno de sus ensayos, «deja huella en tu forma de mirar el paisaje durante todos los años posteriores. El paisaje de la infancia socializa sin obedecer a indicaciones. Cala en nuestro interior sin que nos demos cuenta»1*. En su infancia, los campos de maíz rodeaban el mundo entero.
Aquellos inmensos campos de maíz socialistas... Cuando te veías en medio del campo entre las cañas todas apretadas, el campo era un bosque. Te sobrepasaba la cabeza y no se veía lo que había más allá. Al mismo tiempo, las cañas no tenían copa, el sol te daba de pleno en la cabeza el día entero, el verano entero. Y luego, al final del otoño, quedaban todos aquellos campos olvidados. Allí esmirriados y devastados, nadie los cosechaba. Se veían de lejos. Llegaba la nieve y las cañas atravesaban los campos. Y así, vistas desde lejos y desde fuera, eran como rebaños hambrientos atravesando el mundo entero en vertical. Sí, en vertical.
En ese paisaje sobredimensionado, la niña se siente desamparada, siente por primera vez una profunda soledad.
Y eso ha seguido siendo así. Creo que hay dos tipos de personas, y lo que las diferencia es la manera en que sienten el paisaje. A los unos les gusta subir a lo alto de una montaña: plantan los pies bien cerca de las nubes y dominan el valle, con la cabeza, con la mirada. Allí arriba es donde respiran con verdadera libertad, toman aire hasta el fondo y el pecho se les hace más grande. Los otros, en cambio, al subir a lo alto y mirar abajo se sienten más perdidos que nunca. Yo soy de los que se sienten desamparados, se me hace un nudo en la garganta. Cuanto más amplia es la perspectiva, más angustiada y más oprimida me siento. Como si pudiera esfumarme en un segundo, como si se cuestionara enteramente mi existencia. Creo que me pasa porque me identifico de inmediato con la infinitud y ante la infinitud, en el fondo, no soy nada. Contemplo un paisaje vasto y me siento como atrapada sin salida.
Antes tenía una vivencia de la naturaleza como una forma de amenaza puramente física, puesto que la naturaleza no tiene misericordia: se congela o arde y tú ardes o te congelas con ella. El calor asfixiante del verano, la sed en la garganta, el polvo de la tierra... no te puedes defender. Tu cuerpo no está hecho para eso, duele y se agota. Porque no eres una piedra ni un árbol. El material del que tú estás hecho no resiste a la naturaleza, es ridículo, efímero. Con cualquier tarea del campo surgía en mí una tristeza que yo no quería sentir en absoluto, porque aún me costaba un esfuerzo añadido. Pero surgía, estaba en contra de mí y no me dejaba en paz. Allí surgía aquella estúpida tristeza inmotivada, como si me estuviera esperando en el campo o en el valle cada vez. ¿Cuánto tiempo te pertenecerá ese cuerpo, cuánto tiempo seguirás viva? Por mucho que estés en el paisaje, nunca eres parte de él. Para mí la naturaleza era una enemiga. En invierno igual. Más adelante supe que los fenómenos naturales también se aprovechan para torturar a las personas, en las cárceles, en los campos de prisioneros. El círculo polar y el desierto, el frío y el calor extremos pueden matar y pueden utilizarse como instrumentos de tortura para exterminar a personas. Eso es lo que me venía a la cabeza una y otra vez, y más adelante, viviendo ya en la ciudad, seguí sin entender que nadie pudiera sentirse edificado ante el paisaje, plantarse en lo alto de una montaña y asomarse al valle con los ojos y con los dedos de los pies y sentirse feliz. ¿Cómo lo harán?
¿La naturaleza es hostil porque uno está enteramente a su merced y tiene que afirmarse como persona en ella y contra ella? En su obra, de hecho, la naturaleza nunca aparece como un espacio de juego o de contemplación, sino únicamente como el espacio del trabajo más arduo.
Para la gente del pueblo, el paisaje no era ni bonito ni feo sino un lugar de trabajo, una superficie aprovechable. Los campesinos necesitan el campo para sobrevivir, es el tiempo atmosférico quien decide si la cosecha sale buena o no. Y luego está el boicot constante por parte de la naturaleza, a veces lo inunda todo, o lo agosta, a veces caen una tormenta o una granizada y lo destrozan todo. A mí el campo no me ha gustado nunca. Sin embargo, siempre he tenido una relación muy estrecha con las plantas. Pasaba mucho tiempo sola en el campo y observarlas me ayudaba. No tenía más remedio que estar allí, en el valle, el día entero... y el día era eterno. ¿Qué iba a hacer? Así que me dedicaba a observar las plantas. Así me vino dado. Yo no era consciente pero buscaba algo a lo que agarrarme.
Probaba todas las plantas, cada día me comía pedacitos de todas. Todo tenía un sabor fuerte, ácido, picante o amargo. Evidentemente, nunca di con nada venenoso. A lo mejor es que aquella soledad eterna de cada día me concedió cierto instinto para eso, como el que tienen los animales. ¿Cómo es que no me comí ninguna belladona ni ningún muguete? El valle lindaba con un bosque y había mucho muguete.
Usted habla de su deseo de mimetizarse con las plantas2, con el tiempo, tal vez incluso de metamorfosearse, porque las plantas se integran en el paisaje mientras que la niña nunca puede ser parte de él.
Siempre pensé que, en el valle, las plantas están en su elemento. Las plantas estaban satisfechas consigo mismas y con el mundo mientras que yo tenía que andar a tientas y sin saber por dónde tirar. Y también creía que cuando hubiese comido suficiente cantidad de aquellas plantas a lo mejor me convertía en parte de ellas, porque el cuerpo en el que me había tocado circular por el mundo se adaptaría a las plantas. Tenía la esperanza de que las plantas que comía transformaran mi piel y mi carne de tal suerte que encajara mejor en el valle. Sí que era un intento de mimetizarme con las plantas, de metamorfosearme. «Metamorfosearme» no es una palabra que se me hubiera ocurrido por entonces, yo no habría podido tener una palabra así. Simplemente era el deseo de encontrar un lugar propio, de protegerme, de hacer algo con el tiempo que me permitiera soportarlo. Te encuentras frente a frente con tu condición efímera, condición para la que ni siquiera tienes una palabra... pero, claro, a uno no solo le preocupan las cosas para las que tiene palabras. Yo no necesitaba palabras para soportar algo, en cualquier caso no necesitaba conceptos abstractos de ese tipo. Y de haberlos necesitado, casi era mejor no saberlo. Hay sentimientos, sobre todo en la infancia, que son tan concretos como el cuerpo mismo... ni más ni menos. Se tienen y con eso basta. Es más que suficiente. En mi caso, me sentía totalmente ajena a cuanto me rodeaba, y pensaba: me paso el día sola entre estas plantas y sigo sin ser parte de ellas. Sigo siendo una extraña para ellas y les cuesta soportarme, se hartarán de mí y, un día, no creo que muy lejano, la tierra me comerá.
El campo tan solo alimenta a la gente para poder engullirla después. Este ciclo se ve como algo agresivo, no como un ciclo suave o natural, y en él el hombre no es más que un «candidato al festín de la muerte»3.
La gente planta algo, ese algo crece, luego lo cosechan y se lo comen. Yo creía que a lo largo de una vida uno se come la harina de más o menos treinta sacos de trigo —o cincuenta o cien—, y el trigo te alimenta hasta que la tierra te come a ti. La muerte siempre ha significado para mí que la tierra te come. Y pensaba que la tierra era tan oronda por la cantidad de personas y de animales que han muerto ya.
Siempre buscaba una proporción correcta para todas las cosas. Si como tréboles hasta llegar a mi propio peso en tréboles, le gustaré al trébol, pensaba. Aunque luego no sabía si sería bueno o malo gustarle al trébol. O que si me comía entero un trozo de campo de llantén del tamaño de una cama luego me podría echar a dormir un rato mientras las vacas se echaban en la hierba a gandulear. También creía que en algún lugar llevan la cuenta de todas las veces que respiramos. Que todas nuestras respiraciones son como pequeñas cuentas de cristal ensartadas en un cordel para formar un collar. Y que cuando el collar de respiraciones es tan largo que llega desde la boca hasta el cementerio, te mueres. Como la respiración no se ve, nadie sabe lo largo que es su collar. Por eso nadie sabe cuándo se va a morir, ni él mismo ni los demás. E igualmente creía que cuando el pelo que le han ido cortando a un hombre a lo largo de su vida llenaba un saco y el saco pesa tanto como él, el hombre se muere. La cuestión era siempre cuánto vivía una persona. Yo quería conferir al tiempo algún sistema de medida que lo convirtiera en un objeto que se pudiera ver y se pudiera manejar. Pero nunca sabía cuál era esa medida correcta, así que no solo tenía que arrastrar conmigo todo aquel tiempo de aburrimiento o de agobio, sino que todas aquellas cuentas absurdas y sin resultado alguno me angustiaban más todavía.
Y como quería parecerme a las plantas, ni que decir tiene que hablaba con ellas en voz alta. Y pasaba horas colocando flores unas al lado de otras, comparando sus caras y formando parejas para casarlas.
Su función en aquel valle era cuidar de las vacas. Los animales adoptan un papel intermedio: no forman parte del paisaje de un modo tan estrecho como las plantas y no tienen raíces, pero están más cerca de ella que las personas.
Yo estaba convencida de que las plantas solo permanecían inmóviles durante el día, de que por las noches, mientras todo el mundo dormía, correteaban por ahí como los animales y se visitaban unas a otras o simplemente iban a echar un vistazo a otros parajes. Estaba convencida de que las raíces se quedaban en la tierra esperándolas, y al llegar la mañana, cuando empezaba a clarear, todas volvían, y por eso seguían creciendo siempre en el mismo sitio.
Por supuesto que también me pasaba el día contemplando —con interés o con la mente vacía— a aquellas vacas que se bastaban a sí mismas. Según llegaban al prado, agachaban la cabeza y se ponían a comer hasta que te las llevabas a casa al caer la tarde. No necesitaban nada en absoluto, no miraban al cielo para nada. A mí tampoco me miraban apenas, gracias a Dios. Sacudían la cabeza porque las moscas se les metían en los ojos insistentemente. Lo único hermoso de las vacas eran sus grandes ojos. A veces me daban pena aquellos ojos que brillaban como el agua en lo hondo del pozo y me reflejaban como si yo misma saliera de la tierra como una planta torcida. Y luego no sabía si eran sus ojos o era yo la que me daba pena. Aunque también había días en que las vacas, en lugar de comer, se ponían a correr por el prado. Y yo detrás, porque había que tener cuidado de que no se metieran en los campos del Estado, no hicieran allí ningún destrozo y luego hubiera que pagar una multa. Aquello era insufrible, las vacas me mataban de cansancio y las odiaba.
¿Cuántas vacas tenía a su cargo?
La mayor parte del tiempo teníamos tres vacas y luego, durante unos meses, se les sumaban dos o tres terneros. Y cuando los terneros alcanzaban el peso necesario teníamos que entregarlos al Estado. Eran tres vacas, pero las vacas son moles imponentes y ni mucho menos tan buenas como parecen, son salvajes y tienen la fuerza de un tractor, y son muy tercas e irascibles. Los días en que no había forma de hacerse con ellas me desesperaba, aprendí a llorar mientras corría y a correr mientras lloraba.
Lo único que daba una estructura temporal a los días eran los trenes que pasaban. En ellos viajaba gente de la ciudad con vestidos de verano preciosos4 y la niña se acercaba a las vías lo más posible, veía brillar sus joyas5, veía la luz de una vida distinta y saludaba con la mano.
Sí, en el valle reinaba el silencio, se oían los trenes desde lejos y me daba tiempo a acercarme hasta casi las mismas vías. El tren era como una visita. Como si hubieran venido invitados al valle: gente, incluso gente que no iba nunca al pueblo. En cuanto oía el murmullo del tren a lo lejos, me quitaba el mandil para saludar con él a modo de bandera. Desde por la mañana al vestirme pensaba en ponerme el mandil azul liso si el día anterior había llevado el de florecitas o el de lunares. Quería saludar con un mandil distinto por si en el tren viajaba gente del día anterior. Por desgracia, el tren era muy corto, tendría tres, cuatro vagones, no más. Una vez pasaban, me quedaba allí abandonada, como si el aire me hubiera cerrado su gigantesca puerta blanca en las narices. Me alejaba lentamente de las vías y, sin detenerme, volvía a ponerme el mandil. En el tren iba gente de la ciudad o gente del pueblo bien vestida que volvía de la ciudad. Cuando los del pueblo iban a la ciudad se ponían la ropa del domingo para no llamar la atención por feos. Yo había ido a la ciudad con mi madre unas pocas veces, al médico o a comprar zapatos. La gente de la ciudad no se ensuciaba tanto, no se pasaba el día al sol, entre el polvo de los campos de maíz, sino por las aceras a la sombra de grandes casas. Los hombres ya llevaban camisas de manga corta desde primera hora de la mañana, las mujeres, tacones y bolsos de charol. Yo las veía en los trenes en movimiento, iban de pie en el pasillo asomadas a las ventanas, maquilladas, con broches, collares, uñas pintadas de rojo. Y yo saludaba con mi mandil viejo, rojo o azul, yo desde mi miseria, desde mi polvorienta soledad. Si hubiera nacido en otra parte o tuviera otros padres —rondaba en mi cabeza una y otra vez—, ¿sería entonces una niña distinta? ¿O sería la misma niña, y daba igual quiénes fueran mis padres y dónde hubiera nacido? ¿O seguiré siendo la misma niña sin poder despegarme nunca de mi piel, y da igual lo que quiera ser y cuántas plantas coma? ¿Nos despegamos de nuestra piel alguna vez? Y, en paralelo a eso, no podía dejar de intuir que lo que pensaba no estaba permitido. Nadie debía saber nunca que me daban vueltas en la cabeza semejantes pensamientos. Tampoco podía notarme nadie que comía plantas y que las emparejaba y las casaba. Si me hubieran pillado, habría sido una catástrofe porque habrían pensado que no era normal.
Pero nunca lo hicieron. ¿Fue acaso la parquedad en palabras de su familia, aquella forma de trabajar o de estar sentados unos junto a otros en absoluto silencio lo que la protegió?
Es verdad, nunca me pillaron. No se me notaba nada. A nadie se le notaba nada. Cuando se hacía de noche, todos nos reuníamos a cenar en torno a la mesa. Cenábamos y nadie preguntaba a los demás cómo había pasado el día. Todos cargábamos con secretos. Yo estaba segura de que todos estábamos tristes de la cabeza a los pies, todos sentíamos una garra en el corazón y luchábamos contra ella, pero solo por dentro, para que no se viera nada. Creía que esa tristeza del pueblo se adueñaba de todos, era uniforme y se caía sobre todos por igual. Imposible escapar.
Justo porque es imposible escapar de ella, escribe usted, «hay que aprender a soportar la tristeza y a colocarla en el lugar que le corresponde»6. Y a continuación dice: «Probablemente, la infancia es la etapa más confusa de nuestra vida. [...] Se construyen y se destruyen tantas cosas a la vez como en ningún otro momento».
De niña, estaba triste muy a menudo porque pasaba demasiado tiempo sola, porque también tenía que trabajar mucho en la casa, por ejemplo, limpiando las ventanas. Podía haber cien cristales, había ventanales dobles de tres hojas, hasta que terminabas con todos se te había pasado el día. Bueno, puedes ir deprisa y hacer un poco la chapuza. Pero se iba todo el tiempo. Así era la educación de entonces, tuve que aprender a limpiar cristales para toda la vida. Desde entonces no he vuelto a limpiar ni uno. Conozco la obediencia hasta la saciedad: tu deber es prepararte para algo, tu deber es considerar que eso es imprescindible en la vida. Sin embargo, en tu cabeza despierta justo la idea contraria y te dices: nunca volveré a limpiar ni un solo cristal. Te liberas, y al menos esa libertad inversa es fácil.
La vida de su madre prácticamente se consume en esas tareas, se pasa el día limpiando y barriendo y tiene un montón de escobas: la escoba para la cocina, la escoba para el establo de las vacas, la escoba para el gallinero, la escoba para la pocilga, una escoba para el depósito de leña, otra para los ahumaderos y dos escobas para la calle, una para el empedrado y otra para el césped7.
Evidentemente, eso es exagerado, pero sí que utilizo la repetición de la palabra «escoba» como recurso literario para simbolizar la manía de la limpieza. Quizá esa fiebre de limpiar y limpiar no fuera igual de aguda en todas las casas, pero para mi madre era el verdadero sentido de la vida. Cuando no estaba en el campo, estaba limpiando la casa. Es de esa gente que no puede dejar que la cabeza le trabaje sola, siempre tiene que emplear también el cuerpo. Limpiar era pura costumbre, ya no tenía nada que ver con la suciedad. Y del mismo modo en que yo ahora me guardo del trabajo físico, aquella gente sentía la necesidad interna de someter el cuerpo a esfuerzo. Eran unos posesos del trabajo, el cuerpo tenía que extenuarse como fuera. En el caso de mi madre, esa forma de matarse a trabajar para tener a qué agarrarse, para no sentir su propia persona, también tiene mucho que ver con los cinco años que pasó en el campo de trabajos forzados. Nosotros, en cambio, para no sentirnos tenemos que ocupar la cabeza. En el fondo no somos tan distintos, al menos hacemos algo para remediarlo. Para mi madre, trabajar era algo mecánico, era su naturaleza. No se cansaba, y podía estar completamente ausente o completamente concentrada en la tarea mientras trabajaba. Al estar ausente de sí misma, se convertía en aquello que realizaba con las manos. Se desvanecía como persona y se convertía en máquina, en proceso mecánico con vestido y delantal. Así es como me explico hoy que jamás la frenara el cansancio, que su entrega al trabajo no tuviera límite. Sus manos hacían alguna tarea siempre, menos dormida. Lo que pensara mientras trabajaba es una incógnita para mí. Quizá en el campo de trabajo había aprendido a no pensar en nada. Quizá es una suerte olvidarse de la cabeza y entregarse por completo al trabajo más duro, quién sabe.
Con aquel silencio en torno a la mesa de comer, aquella entrega total al trabajo hasta convertirse uno mismo en puro proceso mecánico... surge una atmósfera en la que el sentimiento de familia se construye en primera instancia a través de las costumbres y los objetos cotidianos compartidos.
Esa es la mirada de una persona adulta. Para mí, de niña, aquello era un pedazo de vida normal; otra cosa es que me sintiera bien o no. Claro, la gente que tiene el cuerpo en funcionamiento el día entero no habla de sí misma. De lo único que se habla es de lo que hacen las manos al trabajar. Ahora bien, cuando nadie dice ni palabra sobre sí mismo, ¿en qué consiste el vínculo entre unos y otros? A lo mejor es un hecho sin más, tan fuerte que no necesita de ningún sentimiento. O tal vez el sentimiento está ahí también, pero no separado del hecho. Para todos era normal y evidente que formábamos una familia, no se expresaba con palabras ni con gestos. Ya queda bien claro y tiene validez en sí el hecho de estar sentados a la misma mesa; cuando compartes mesa, utilizas la misma puerta, los mismos cubiertos y el mismo puchero, cuando la ropa de todos se tiende a secar en la misma cuerda, se es una familia, lo garantizan los objetos, lo externo. Yo no sé si los demás se sentían solos, si en algún momento habrían deseado que hablásemos más de nuestros sentimientos. Creo que no, yo tampoco quería que nadie se pusiera a hurgar en mi tristeza. Lo de hablar de uno mismo no empecé a hacerlo yo tampoco hasta después, al trasladarme a la ciudad.
Al fijar la infancia sobre el papel se vuelve más terrible de lo que fue. La perspectiva del niño que recogemos en los libros encierra un truco literario. Es verdad que muchas cosas son reales, pero todas aparecen en palabras organizadas unas antes de otras, unas después o detrás de otras... sin embargo, en el momento en que se vivieron, todo estaba revuelto, superpuesto, amontonado o sucedía a la vez.
De niña deseaba no tener que trabajar tanto, no tener que bajar siempre al valle con las vacas, jugar más, tal vez estar más con otros niños, pero esos no eran deseos determinantes, no eran deseos que llegaran a ninguna parte. Eran algo subconsciente. El negro sobre blanco que imponen las frases del libro, las palabras, son una forma de fantasía muy diferente de lo que se imagina en la infancia. Es un mundo de palabras reconstruido artificialmente... y, además, pasados treinta años.
¿Esto también sería válido para la niña de En tierras bajas, esa niña que no encuentra aliados ni amigos, ninguna amiga en el colegio, ni una sola persona en la que confiar? En todos los demás libros hay alguien con quien la narradora en primera persona comparte sus experiencias, sean las buenas o las malas.
A lo mejor es que yo misma evitaba cualquier forma de alianza porque sabía que las cosas que me rondaban la cabeza estaban prohibidas, porque no me consideraba capaz de ser normal. Porque yo sabía que no era normal pensar que las plantas corretean por las noches, que la vida engarza en un cordel cada una de nuestras respiraciones para formar un collar y mide su longitud hasta que la tierra nos come. Aquello era surrealista. Claro que igual de surrealista es la religión, y la religión aún se añadía: Dios está en todas partes y lo ve todo. Los muertos van al cielo. Yo los buscaba en forma de nubes, y de hecho los encontraba: allí estaban los vecinos muertos y los animales muertos. Yo sabía que acabaría teniendo problemas con Dios. Si lo ve todo, sabrá lo que tengo en la cabeza. Vale, por ahora no está haciendo nada, pero en algún momento me castigará.
Y es que el problema de fondo era que, si cuanto yo hacía y pensaba se salía de los márgenes de lo permitido, ¿cómo iba a contárselo a nadie? Partía de la base de que a todos les pasaba lo que a mí, que todos estaban desbordados por los secretos, por la tristeza contra la que no se podía hacer nada, la tristeza que el pueblo, con todo lo que a él iba ligado, producía en la cabeza de la gente. Todos tenían una garra en el corazón, pero se guardaban todo para sí mismos. Así tenía que ser, cada cual debía guardarse todo para sí.
Muy pocas veces cometía yo algún desliz. Una vez que, volviendo a casa de misa, le dije a mi abuela que el sagrado corazón de la Virgen María era una sandía partida por la mitad, me respondió: «Pues puede ser, pero no debes decírselo a nadie». Ahí quedó zanjado el tema. Ante deslices de ese tipo, mi abuela decía también: «Que no se te vaya la cabeza adonde no debe». Y decía adonde, como si el pensamiento realmente fuera a un lugar concreto, a una calle demasiado larga o a un salón ajeno.
Mi abuela hablaba del pensamiento como si tuviera pies. Era tímida, hablaba con monosílabos, y hablaba todavía menos que el resto, no es que fuera así solo conmigo. Y luego, cuando decía algo, era muy breve, seco, en un tono lacónico. Sin embargo, lo que había dicho permanecía en mi interior dando vueltas. Me removía y tardaba mucho en írseme de la cabeza. Me venía a la mente una y otra vez. Hoy sé que aquellas frases estaban mucho más cerca del callar que del hablar, que tal vez ni siquiera eran hablar sino solo pensar en voz alta. La longitud de las frases aún se reducía más a medida que hablaba. Y aquellas palabras pronunciadas a la fuerza se te quedan grabadas literalmente, sin quererlo, con todo lo crípticas que resultan. Creo que son aforismos involuntarios al margen de intención alguna, de sí mismos incluso.
Para la niña, Dios es una instancia superior que juzga y castiga, en tanto que ve a la Virgen María como a una especie de radiante reina de los cielos; va a verla una y otra vez, le lleva pequeñas ofrendas como caramelos o una cerilla, una horquilla del pelo8.
La Virgen era preciosa, una enorme muñeca de escayola con un vestido azul claro sobre el que estaba pintado el corazón. Para mí no era una escultura sino la Virgen María de verdad, la del cielo. Nunca me pregunté cómo es que estaba allí, en la iglesia, y no en las alturas. Pero bueno, era normal que se mostrase a la gente, estaba allí y yo la iba a ver. Aquel vestido largo azul cielo... ¿quién tenía nada parecido en el pueblo? Además, llevarle pequeños regalos también estaba prohibido, nadie debía enterarse de que lo hacía. Ay, sí, era complicado todo, un mundo complicado. No tenía yo pocos problemas para cargar con todo aquello y aclararme un poco. Puede que quisiera ganarme su favor para que le dijera a Dios nuestro Señor que no me castigara con mucha dureza. Cuando terminabas de confesarte, tenías que decir: «Prometo enmendarme en lo más profundo y evitar toda ocasión de pecado...». Como si hubiera sido yo quien había ido buscando el pecado y no al revés. Cada vez que me confesaba sabía que no podría mantener aquella promesa, que era mentira. Así que cada confesión terminaba con una nueva mentira enorme. Y estaba claro que eso no se le escapaba a Dios nuestro Señor.
En la religión, por un lado se prolongan el miedo, la vigilancia y el control... en casa tenían colgada la «llave del cielo que lo veía todo»9; por otro lado, la religión es una fuente de imágenes: Dios con su larga barba, sentado en lo alto sobre las cimas de los árboles y los muertos ascendiendo al cielo sobre nubes, al trote como reclutas a las órdenes de un sargento10.
La religión nunca fue un consuelo, nunca hizo sino amenazar y repartir culpas.
Los niños piensan primero de una forma muy onírica y después de una forma muy concreta, y eso que lo onírico también es concreto. Yo me limitaba a aplicar lo que los adultos me habían dicho: Dios está en todas partes. Y: Todos los muertos están en el cielo. Así que los buscaba y veía caras en las nubes que luego también se parecían a alguien conocido. Y cuando las nubes pasaban a toda velocidad, arrastradas por el viento, veía claramente a Dios mandando correr a los muertos como un sargento a sus reclutas; Dios sabía lo que había hecho cada cual, y cualquiera sabía cómo y a dónde me mandaría a mí en su día. Por el momento, me miraba sin más, pero estaba claro que allí se estaba cociendo algo malo.
El miedo, sobre todo el miedo que no se llega a comprender, también está muy estrechamente vinculado a la noche, se ciñe sobre las casas, apoya la espalda contra las vallas11 y todo se sume en una oscuridad y un silencio absolutos12.
La oscuridad da miedo porque te envuelve y te ahogas en ella, el mundo que te rodea desaparece, no te ves ni a ti mismo. La noche es un tiempo incierto. Durante el sueño, uno queda privado de sí mismo. Pero también tienes la suerte de que durmiendo no se siente la incertidumbre de la noche. Al despertar ha quedado atrás, vuelves a ser dueño de ti mismo, estás como nuevo después de haber dormido. Y si no te despiertas más es que te has muerto. A mí siempre me daba miedo la oscuridad, el aire era tinta negra o lana negra, barro muy espeso o una enorme piel de animal. La oscuridad te mostraba cómo sería después la muerte. La muerte siempre estaba presente en el pueblo; claro, era la otra parte de la vida, la que venía después. Y al igual que la vida tenía sus caminos, sus planes y sus metas. Nos conocía a todos y tenía preparado algo distinto para cada uno de nosotros. El miedo a la noche también tenía mucho que ver con el cristal. Hecho de cristal negro, todo se volvía muy frágil. Los árboles nocturnos, el viento en los canalones del tejado, la lluvia, las estrellas talladas, tan frías, y la luna de cristal blanco lechoso. En la oscuridad, yo parpadeaba una y otra vez hasta que se me movían las estrellas y el contorno de las casas y las vallas. Estaba convencida de que los objetos, igual que las plantas, se movían de un lado a otro durante la noche y no volvían a su sitio hasta que amanecía, justo el último instante antes de pillarlos en movimiento. Yo me apresuraba a dar la luz del porche intentando pillar en su último movimiento a la mesa y las sillas. Pero nunca lo conseguí, siempre daba la luz un suspiro tarde. Los muebles eran muy listos, sobre todo los espejos, que conocían el interior de las personas. Cuando se había muerto alguien, había que cubrir todos los espejos de la casa para que no le robasen el alma al difunto. Por las noches también me daba miedo un hombre muy alto que vivía al final del pueblo. Se decía que no tenía que trabajar porque cada mes recibía dinero de la ciudad gracias a que había vendido su esqueleto al museo. La palabra «esqueleto» me daba escalofríos, nunca la había oído salvo en relación con aquel hombre. Aquel «esqueleto» hacía que el hombre alto se pareciera más a los andamios con que sujetaban los árboles y a las escaleras altas. Estaba más emparentado con la madera que con nosotros, los humanos, y como la madera no necesitaba dormir, era obvio que se pasaría las noches deambulando por ahí.
Cubrir los espejos para que el diablo no le robe el alma a los muertos es una superstición de las que usted suele llamar «supersticiones poéticas».
Hay otra superstición acerca de las lechuzas: al parecer se posan en el tejado que eligen y chillan hasta que alguien muere en esa casa. En mi pueblo había muchos tejados y muchas lechuzas. Aguzábamos el oído por si el chillido estaba lejos o ya muy cerca.
La superstición del diablo en el espejo, como la de la lechuza en el tejado, es sobrecogedora. Tiene algo de mágico, en el fondo es poesía: la poesía de los que no escriben. Son asociaciones que van más allá de sí mismas y poseen una belleza aterradora... tanto por las palabras como por las imágenes, vistas desde la perspectiva actual. Eso sí, cuando la superstición es algo que se practica, ya no tiene nada de poético sino que es una realidad como todas las demás. Si una puerta chirría, hay que engrasar los goznes, y si alguien se ha muerto, hay que cubrir el espejo porque así el alma no se la llevará el diablo sino que irá al cielo. Ambas cosas se solucionan mediante una acción puramente práctica. Ahora bien, no deja de existir una diferencia enorme entre ambas: engrasados los goznes, la puerta deja de chirriar; que el espejo esté cubierto no implica en absoluto que desaparezca el miedo al diablo. Uno hace lo que manda la superstición, pero siempre queda la duda de si lo ha hecho a tiempo o durante el tiempo suficiente... porque la superstición no es como el mecanismo de una puerta. Se hace lo que impone, pero la incertidumbre persiste porque procede de su dimensión poética y esa dimensión poética no puede controlarse.
Miedo, oscura superstición, soledad... todo eso marca el mundo del pueblo. El cariño directo o la ternura solo se dan (suponiendo que lo hagan) de una manera muy velada, hay que detectarlos con una suerte de sexto sentido, por ejemplo en la pregunta: «¿Llevas un pañuelo?»13.
La pregunta por el pañuelo me demostraba que mi madre se preocupaba un poco por mí, al menos por lo que yo era de cara al exterior. La hija de una familia como Dios manda tenía que llevar un pañuelo para toda ocasión: sonarse la nariz, llorar, limpiarse las manos, vendar una herida, hacerse un monedero o un asa para llevar algún peso, protegerse la cabeza del sol o de la lluvia. También me encontraba muchos pañuelos y perdía algunos. Los pañuelos más valiosos eran piezas únicas con bordados a mano, con iniciales o con puntilla alrededor. Los pañuelos se cuentan entre las cosas más versátiles. Una vez que una persona cayó muerta en plena vía pública, un transeúnte le cubrió la cara con un periódico. Y otro transeúnte le retiró el periódico, hizo una bola con él, se la guardó en la cartera sin decir palabra y cubrió la cara del cadáver con su pañuelo. El del periódico dijo: «Es que no tenía pañuelo». Media página del periódico era, como de habitual, la cara de Ceauçescu. Pero creo que ese no fue el motivo de sustituir el periódico por el pañuelo, al menos no el único motivo. Aun sin la imagen del dictador, el periódico sobre el rostro del muerto no habría estado a la altura de un primer sudario provisional. Con el periódico, aquella muerte repentina sobre un camino asfaltado del parque se veía aún más mísera de lo que ya era. El pañuelo, sin embargo, cambiaba la imagen, el pañuelo se plegaba a las facciones del rostro y lo protegía, no era un mero gesto práctico, sino una muestra de ternura práctica, un cariño sin palabras. Conmocionada por dentro y paralizada por fuera, me olvidé de seguir caminando, como suele pasar. Es una mezcla de curiosidad y asco, te quedas quieto en el sitio como pegado al suelo, mucho más tiempo del que deseas. Los dos transeúntes ya se habían ido hacía rato. Me dejé llevar por los sentimientos al pensar que, a pesar de toda la crudeza de aquel socialismo malogrado en que vivíamos, quizá fuera igual de posible que en la gente brotara de pronto el cariño como brotaban la falsedad o el afán de denunciar. Me eché a llorar, pero no por el muerto sino por la situación. Al contemplar aquella muerte pública sobre el asfalto, lloraba por el gran conjunto de cosas que me venían difusamente a la cabeza: la repugnante hipocresía, las constantes amenazas y el miedo desbocado que aquel Estado nos hacía pasar... y sobre todo lloraba por mí.
Cuando miro atrás hacia mi infancia me doy cuenta de que con todos los sentimientos pasaba lo mismo como con el sentimiento de familia: los sentimientos solo existían de una forma invisible. Allí donde no se pronuncia ni palabra sobre uno mismo tampoco pueden mostrarse sentimientos de ningún tipo. Creo que me habría asustado si mi madre me hubiese acariciado en aquel momento. No lo habría sentido como una caricia, ni mucho menos, probablemente no habría sido capaz de asumir lo que era, de interpretarlo siquiera como caricia, en aquel momento y sin esperarlo en absoluto no habría podido soportarlo. Creo que la ternura inesperada te puede asustar igual que la violencia inesperada, por no decir que más todavía. El niño al que le dan palizas regularmente pierde todo miedo a que le peguen. Siente el dolor, eso no cambia. Pero el temor deja de existir. Sucede una cosa rara, y lo peor es que el sentimiento de dignidad se invierte. Cómo lo diría... es cierto que las palizas constantes no te vuelven insensible físicamente, pero en contra del pensamiento racional despierta en tu interior una especie de deseo de percibirte a ti mismo en el dolor, porque sin dolor uno se percibe de una manera muy diferente. Surge una dulzura que según tus propios criterios morales despierta tu rechazo. Y tienes que renegar de esa dulzura ante ti mismo para luego desearla cada vez. Pero es todavía más complicado: en esa dulzura inconfesada por su naturaleza inaceptable sientes una especie de dignidad. Quizá solo sea una dignidad del cuerpo de la que la mente se avergüenza. Cuando surge esa dignidad mientras y porque te humillan es señal de que uno ya está muy dañado. A mí me pegaban todos los días, por todo y por nada, por una mancha en el vestido de los domingos, por una mala nota en la escuela, por un cristal mal limpiado o por volver con las vacas demasiado temprano o demasiado tarde. A veces me pegaban con la mano, otras con el paño de la cocina, con un cucharón o con la escoba. No les pasaba a todos los niños pero sí a muchos. De los cachetes y los azotes flojos ni se hablaba, formaban parte de la vida cotidiana. En sus arrebatos de ira, mi madre gritaba que conmigo era de lamentar cada golpe del que me escapaba. Le importaba mucho acertar con el golpe, y motivos había siempre alguno. Yo estaba ya tan insensibilizada que ni siquiera me esforzaba por comportarme de manera que no me castigaran. Sabía que me caerían palos hiciera lo que hiciera, pues de todas formas pegar parecía tener más repercusión en mi madre que en mí. Hoy sé que mi madre estaba hecha pedazos por dentro, encallecida; a duras penas había sobrevivido a cinco años de trabajos forzados en un campo ruso, y no fue mucho antes de que yo naciera. A su alrededor habían muerto de hambre y de frío muchísimas personas, ella había tenido más suerte que todos aquellos muertos, había vuelto hecha una piltrafa humana, se había casado muy pronto, había tenido un bebé que, nada más nacer, se puso azul y se murió, y enseguida un segundo: yo. No hablaba del campo de trabajo y, si lo hacía, siempre con las mismas frases, unas frases crípticas en las que ella misma no aparecía. Decía, por ejemplo: «El viento es más frío que la nieve, la sed te atormenta más que el hambre». Había hecho lo que había podido por amoldar su vida a una normalidad inmisericorde de la que formaban parte tanto sus palizas como la insensibilización y la inversión de papeles entre dignidad y humillación de mi lado.
Esta relación tan estrecha y tan extraña entre humillación y dignidad, aunque a una escala mayor, la encuentra usted más adelante en una guardería...14
Más de veinte años después estuve unas pocas semanas contratada en una guardería, y el primer día la directora me instruyó: todas las mañanas, lo primero, cantar el himno nacional. Luego me enseñó los palos que tenían en una estantería, más largos o más cortos, más finos o más gruesos. Los niños estaban acostumbrados a que todo funcionase a palos. Cuando me acercaba a un niño, apretaba los ojos, apartaba la cara y decía: «¡Pegar no, pegar no!». Pero los demás niños chillaban a coro: «¡Sí, sí, dale, dale!». Me horroricé de mí misma de niña, sabía lo que estaba sucediendo en el interior de aquellos niños amaestrados a base de palos. Yo jamás toqué ninguno de aquellos palos, pero los niños se habían convertido ya en seres crueles e histéricos. Me despreciaban porque no les pegaba, me pedían que les pegara, como si pegarles fuera un regalo, una merced. No reaccionaban a las palabras, ni siquiera cuando les gritaba. Mi intento de imponer mi autoridad fue un fracaso completo. En aquella guardería vi perfectamente la niña que había sido. Sabía lo que significa pedir palos, lo que era triunfar sobre la humillación con una especie de orgullo desvergonzado que brota de lo más hondo de tu ser... aquello mismo lo había vivido yo con mi madre. Y desde luego, mucho más monstruoso que vocear el himno nacional cada mañana era que en la guardería —y lo que es lo mismo: para el Estado— el concepto de educación fuera sinónimo de dar palizas. Pero creo que las dos cosas iban unidas, sin aquella imagen de la persona como un bloque de hormigón y sin aquella ideología que acababa con todo como una apisonadora tampoco habrían tenido aquellos palos en una guardería.
Una cosa que, sin embargo, sigo sin entender a día de hoy son los ataques de risa que me daban. A menudo, en las ocasiones más inoportunas, me entraba la risa, por ejemplo cuando algo valioso se caía al suelo y se rompía, o cuando alguien se caía y se hacía daño. Y lo peor de todo: me entraba la risa en los entierros... me quedaba mirando los rosarios entre los dedos, la lengua gris amarillenta del director del coro, las puntas de los zapatos del cura como dos hocicos asomados por debajo de las puntillas de la casulla, hasta que la boca se me ponía a reír ella sola. Era por aquellos detalles separados del resto, del contexto al que pertenecían. A lo mejor era yo la que estaba separada de todo el contexto, porque primero no podía evitar aquellos ataques de risa y luego no podía pararlos. No es que me alegrase en absoluto ni que me estuviera riendo de nada. Lo que pasaba es que no era capaz de relacionar una cosa, o ninguna cosa, con lo que era en realidad. Supongo que fragmentaba lo que no podía soportar como conjunto. Yo sentía, empatizaba con la situación mucho más que si hubiera llorado. Estaba trastornada, pero por aquel entonces nadie pensaba en esas cosas. Tampoco yo misma me entendía, y tampoco intentaba justificar el ataque de risa. Porque para eso habría tenido que darle alguna explicación y de eso sigo siendo incapaz a día de hoy. Por cada ataque de risa, asumía sin palabras la correspondiente paliza y sentía vergüenza de mí misma y sabía que me estaba ganando una paliza. Lo que sigo sin saber es si acaso existe también una risa en negativo, por así decirlo, una inversión de la risa, mucho más demoledora, mucho más profundamente triste que el llanto. Sea como fuere, un ataque de risa es agudo y corta, duele por dentro, precisamente porque es un ataque, un arrebato, un exceso de esfuerzo para el cuerpo, una irrupción de lo que sea... menos una irrupción de la alegría.
En el ataque de risa más bien se descargaba toda aquella inmensa tristeza que la vida del pueblo, con todos sus utensilios y sus requisitos, en general o en particular, hacía brotar en mi interior constantemente. Cada entierro resonaba en mi interior durante mucho tiempo, los días siguientes era incapaz de comer carne, una conexión ilógica que tampoco intenté explicarme nunca. Aunque me lo explicara un psicólogo especialista, a lo sumo llegaría a diversas interpretaciones de que, en la puñetera relación entre el interior y el exterior de la persona, no existe certeza alguna.
1 «Gelber Mais und keine Zeit», en Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel, pág. 128.
* Las referencias a pasajes de las obras de Herta Müller están tomadas de la edición original de la biografía. Se indican las páginas de las traducciones al español cuando existen; si no, se conservan las referencias a los originales alemanes. Los datos completos de todas las obras, así como de las ediciones españolas y sus traductores, se encuentran recogidos al final del libro en la Bibliografía. (N. de la T.)
2 «Cada lengua tiene sus propios ojos», en El rey se inclina y mata, pág. 15.
3 «Cada lengua tiene sus propios ojos», en El rey se inclina y mata, pág. 17.
4En tierras bajas, pág. 104.
5 «Cada lengua tiene sus propios ojos», en El rey se inclina y mata, pág. 15.
6 «Denk nicht dorthin, wo du nicht sollst», en Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel, pág. 27.
7En tierras bajas, pág. 98.
8 «Cuando hablamos, resultamos desagradables... cuando callamos, quedamos en ridículo», en El rey se inclina y mata, pág. 82.
9 «Cuando hay algo en el aire, no suele ser nada bueno», Ibid., pág. 181 y ss.
10 «Cuando hay algo en el aire, no suele ser nada bueno», en El rey se inclina y mata, pág. 185.
11Niederungen, 2010, pág. 69. La traducción española de En tierras bajas es anterior a esta versión definitiva y completa, y parte del texto editado en 1984, muy recortado con respecto al manuscrito original (cfr. nota 17). El pasaje que incluye esta frase estaría entre las págs. 86 y 87. (N. de la T.)
12En tierras bajas, pág. 64.
13 «Jedes Wort weiß etwas von einem Teufelskreis», en Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel, pág. 7.
14 «La flor roja y la vara», en El rey se inclina y mata, pág. 143 y ss.