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«Los ensayos de Herta Müller complementan la obra de ficción, pues constituyen un profundísimo análisis de las consecuencias de la represión política en la psicología y en el lenguaje. Pero, además, son obras maestras independientes y de un estilo sin igual, un verdadero placer para el lector». Ruth Klüger El discurso de agradecimiento que dio Herta Müller al recibir el Premio Nobel de 2009 comienza así: «La peripecia de una niña que cuida vacas en un valle hasta llegar aquí, hasta el Ayuntamiento de Estocolmo, es muy extraña». No hay textos que expliquen mejor que sus ensayos ese camino desde la aldea rumana hasta el mundo de la gran literatura. La obra de Herta Müller es una construcción rica y compleja que se nutre de sus experiencias, y como tal refleja la profunda sensibilidad de una autora que se ha posicionado con firmeza para defender sus ideales más allá de la esfera política, como una forma de concebir el mundo. En los textos que componen este libro habla de su niñez y de su juventud, relata la persecución que sufrió por parte de los servicios secretos, reflexiona sobre cuestiones de su propia escritura y comenta las lecturas de autores clave para ella por su faceta literaria o política. Una obra imprescindible y muy personal de una de las autoras más lúcidas e importantes de nuestros días.
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Edición en formato digital: enero de 2019
Título original: Immer derselbe Schnee und immer derselbe Onkel
En cubierta: fotografía de © Joe xx / Photocase.com
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Carl Hanser Verlag München, 2011
© De la traducción, Isabel García Adánez
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17624-58-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Cada palabra sabe del círculo vicioso
Palabras durante la cena del Premio Nobel
Que no se te vaya la cabeza adonde no debe
Cristina y su trampa o Lo que (no) recogen los expedientes de la Securitate
Lalele, lalele, lalele o La vida podría ser más bella que nada
Mucho cuerpo para tan poco motor
Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío
La salida de las calles de cristal
Maíz amarillo, no hay tiempo
Pero si es que ha desaparecido alguien, es que asoma un perrito entre la espuma...
Sin decir nunca nada
Deseamos ver qué intenta atraparnos
Cada objeto ha de ocupar el lugar que ocupa y yo he de ser el que soy
Al borde del charco, cada gato salta a su manera
La mirada de las pequeñas paradas de tren
Cuando el cuerpo me deja en la estacada
Duerme todo salvo el miedo
«Mundo, mundo, hermano mundo»
«¿Llevas un pañuelo?», me preguntaba mi madre todas las mañanas en la puerta de casa, antes de salir a la calle. Yo no llevaba. Y, como no llevaba, tenía que volver a mi cuarto a coger un pañuelo. No lo llevaba ningún día, porque cada mañana esperaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre, por la mañana, me cuidaba. En las horas que seguían y para el resto de cosas del día ya tenía que arreglármelas sola. La pregunta «¿Llevas un pañuelo?» era una muestra indirecta de cariño. Una muestra directa habría resultado embarazosa —eso no es cosa de campesinos—. El amor se disfrazaba de pregunta. Solo así se podía expresar en tono seco, como una orden, como cualquier instrucción sobre el trabajo. En tono hosco, incluso subrayaba la ternura. Todas las mañanas me encontraba delante de la puerta: una vez sin pañuelo y la segunda con pañuelo. Y entonces ya sí salía a la calle, como si llevando el pañuelo también se viniera mi madre conmigo.
Y veinte años más tarde estaba viviendo sola en la ciudad, independiente hacía mucho, empleada de traductora en una fábrica de maquinaria. A las cinco de la mañana me levantaba, a las seis y media empezaba el trabajo. Por las mañanas, el altavoz emitía el himno dedicado al patio de la fábrica. Durante el descanso para el almuerzo, los coros de trabajadores. Los trabadores que se sentaban a comer, en cambio, tenían los ojos vacíos como la hojalata, las manos manchadas de aceite y llevaban la comida envuelta en papel de periódico. Antes de llevarse a la boca su pedacito de tocino, tenían que rascarle la tinta negra con la navaja. En el tren de aquella rutina pasaron dos años, un día idéntico a otro.
El tercer año, la monotonía de los días se acabó. En una misma semana vino tres veces a mi oficina, siempre a primera hora, un tipo enorme, muy alto y de huesos imponentes, un gigante de los servicios secretos de ojos azules muy brillantes.
La primera vez se quedó de pie, me insultó y salió por la puerta.
La segunda se quitó la cazadora, la colgó de la llave del armario y se sentó. Aquella mañana había llevado yo un ramo de tulipanes de casa y los estaba arreglando en un jarrón. Se dedicó a observarme y elogió mi inusual conocimiento del ser humano. Tenía una voz viscosa. No me dio buena espina. Le discutí el elogio, asegurando que yo sabía de tulipanes, pero no del ser humano. Y añadió con muy mala idea que él sí que sabía de mí, y mucho más que yo de tulipanes. Luego se echó la cazadora al brazo y se fue.
La tercera vez se sentó y fui yo quien se quedó de pie, porque dejó el maletín encima de mi silla. No me atreví a ponerlo en el suelo. Me insultó llamándome tonta de remate, vaga y zorra más echada a perder que una perra vagabunda. Movió los tulipanes justo hasta el borde del escritorio, y plantó en el medio del tablero una hoja de papel y un bolígrafo. Gritó: ¡escribe! Yo, de pie, me puse a escribir lo que me dictaba: mi nombre y mi fecha de nacimiento y mi dirección. Luego escribí que, con independencia del grado de parentesco más cercano o más lejano, no le diría a nadie que —y entonces llegó la palabra horrible— colaborez. Esa palabra ya no la escribí. Dejé el bolígrafo en la mesa, fui hacia la ventana y me asomé a la calle polvorienta. No estaba asfaltada, tenía un montón de baches y casas jorobadas. Aquella ruina de calle sigue llamándose hoy Strada Gloriei, calle de la Gloria. En la calle de la Gloria había un gato subido en una morera sin hojas. Era el gato de la fábrica, tenía una oreja rajada. Por encima de él se veía un sol temprano, como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul («No tengo carácter para eso»). Se lo dije a la calle del otro lado de la ventana. La palabra «carácter» puso histérico al tipo de los servicios secretos. Hizo pedazos el papel y los tiró al suelo. Se le debió de ocurrir que luego tendría que presentarle a su jefe su intento de reclutarme, porque se agachó a recoger los pedacitos y los echó al interior del maletín. Luego dio un profundo suspiro y, en su derrota, lanzó el jarrón de tulipanes contra la pared. El jarrón se hizo añicos y sonó a crujido, como si hubiera dientes en el aire. Con el maletín bajo el brazo añadió en voz baja: «Ya te arrepentirás; te tiraremos al río». Yo dije como para mí misma: «Si firmo eso, no podré seguir viviendo conmigo y tendré que hacerlo yo. Mejor que lo hagan ustedes». Ahí ya estaba abierta la puerta de la oficina y él se había marchado. Y, en la calle de la Gloria, el gato de la fábrica ya se había subido al tejado de un salto. La rama del árbol le servía de trampolín.
Al día siguiente empezaron a hacerme la vida imposible. Tenía que irme de la fábrica. Todas las mañanas, a las seis y media, tenía que presentarme en el despacho del director. Todas las mañanas estaba acompañado por el jefe del sindicato y el secretario del Partido. Igual que, en tiempos, todas las mañanas me preguntaba mi madre: «¿Llevas un pañuelo?». Todas las mañanas me preguntaba el director: «¿Has encontrado otro trabajo?». Yo siempre le respondía lo mismo: «No lo estoy buscando. Me gusta trabajar en esta fábrica. Quiero quedarme aquí hasta la jubilación».
Una mañana llegué al trabajo y me encontré con mis gruesos diccionarios en el suelo del pasillo, junto a la puerta de la oficina. La abrí y, en mi mesa, se sentaba ahora un ingeniero. Dijo: «Aquí se llama a la puerta para entrar. Este es mi sitio, a ti aquí no se te ha perdido nada». Irme a casa no podía, porque eso les habría dado una excusa para despedirme por ausentarme de mi puesto de trabajo sin justificación. No tenía despacho, y, sin embargo, ahora sí que tenía que acudir al trabajo cada mañana como si no pasara nada; no podía faltar bajo ningún concepto.
Al principio, mi amiga, a la que cada tarde le contaba todo durante el camino de vuelta por aquella misérrima Strada Gloriei, me hacía un hueco en su propia mesa. Pero una mañana salió a la puerta de la oficina y me dijo: «No puedo dejarte pasar. Todos dicen que eres una espía». El acoso se había dejado en manos de los de abajo, haciendo correr ese rumor entre los compañeros. Eso fue lo peor. De los ataques te puedes defender; frente a la calumnia estás perdido. Cada día, contaba con que podía pasarme cualquier cosa, incluso perder la vida. Pero con aquella maldad no podía. Ningún cálculo lograba hacerla soportable. La calumnia te inunda de suciedad; te ahogas porque no puedes defenderte. A ojos de mis compañeros era exactamente aquello que me había negado a ser. De haberme prestado a espiarlos, habrían confiado en mí sin enterarse de nada. En el fondo, me estaban castigando por protegerlos.
Como no podía faltar al trabajo bajo ningún concepto, pero no tenía ni mesa y mi amiga ya no podía dejarme utilizar la suya, me encontré en las escaleras sin saber qué hacer. Las subí y bajé unas cuantas veces... y, de repente, volví a ser la niña de mi madre, pues «llevaba un pañuelo». Lo extendí en un escalón, entre el primer y el segundo piso, lo alisé bien para que se quedara bien colocado y me senté encima. Me puse los diccionarios en las rodillas y empecé a traducir las descripciones de las máquinas hidráulicas. Yo me había convertido en una broma de las escaleras, y mi oficina, en un pañuelo. Durante el descanso para comer, mi amiga se sentaba conmigo. Seguíamos comiendo juntas como antes, primero en mi oficina y después en la suya. Por el altavoz del patio seguían oyéndose los coros de trabajadores con sus cánticos sobre el gozo del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Tenía que mantenerme dura. Durante mucho tiempo. Varias semanas eternas, hasta que me despidieron.
Durante aquellas semanas en que fui la broma de las escaleras, se me ocurrió buscar la palabra «escalera» en el diccionario, a ver qué descubría sobre ella. El primer escalón de una escalera se llama «arranque», y el último, «desembarco». La parte horizontal donde se apoya el pie, la «huella», va sobre la «contrahuella». Curiosamente, en alemán se llama Treppenwange, que sería literalmente: la «mejilla de la escalera». Y luego el hueco de la escalera se llama también «ojo de la escalera». Por mis traducciones conocía palabras muy bonitas que designan las piezas de las máquinas hidráulicas y pringadas de aceite («cuello de cisne», «cola de golondrina», «tornillo madre»...). De igual modo me dejaban fascinada ahora los poéticos nombres de las partes de la escalera, la belleza del lenguaje técnico. Si la escalera tenía mejillas y ojos... entonces tenía cara. Sean de madera o de piedra, de hormigón o de hierro, ¿cómo es que los seres humanos les ponen su propia cara incluso a las cosas más prosaicas de este mundo? ¿Cómo es que les ponen los nombres de su propia carne al material muerto? ¿Cómo es que lo personifican atribuyéndole partes del cuerpo? ¿Será que los especialistas técnicos solo encuentran soportable su trabajo gracias a esta ternura oculta? ¿Será que todos los trabajos de todas las profesiones funcionan según el mismo principio que la pregunta de mi madre por el pañuelo?
En mi infancia, en casa teníamos un cajón de pañuelos. Dentro había dos filas y, en cada una de ellas, a su vez, tres montones diferenciados.
A la izquierda, los pañuelos de caballero para mi padre y mi abuelo.
A la derecha, los pañuelos de señora para mi madre y mi abuela.
En el centro, los pañuelos infantiles para mí.
El cajón era la imagen de nuestra familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de caballero eran los más grandes y en los bordes tenían rayas de color oscuro (marrón, gris o granate). Los pañuelos de señora eran más pequeños y con los bordes azul claro, rojo o verde. Los pañuelos infantiles eran los más pequeños y no tenían bordes, aunque en el pequeño cuadrado solía haber alguna florecita o algún animalito pintado. De las tres categorías a su vez había pañuelos de diario, los de la fila de delante, y pañuelos de los domingos, los de la fila de atrás. Los domingos, el pañuelo tenía que combinar con el color de la ropa, aunque nadie lo viera.
Nunca hubo objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, tan importante como el pañuelo. Un pañuelo es universal (vale para todo): para los mocos, para la sangre de la nariz, para una herida en una mano, un codo o una rodilla, para llorar o para morderlo y así reprimir el llanto. Un pañuelo mojado y frío en la frente alivia el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las puntas te protege la cabeza de una insolación o de la lluvia. Cuando querías acordarte de algo, hacías un nudo en el pañuelo. Para llevar bolsas pesadas, te envolvías la mano en él. Ondeándolo en el aire decías adiós al tren que salía de la estación. Y como la palabra rumana «tren» se parece mucho a la palabra trän1, que en el dialecto del pueblo es «lágrima», en mi cabeza también el chirrido del tren sobre los raíles se asociaba siempre a llorar. En el pueblo, cuando alguien se moría en casa, se apresuraban a sujetarle la barbilla con un pañuelo para mantener cerrada la boca cuando se iniciara el rigor mortis. Si alguien caía muerto al borde del camino, siempre había alguien que le cubría la cara con un pañuelo..., así que el pañuelo era la primera estación de su descanso en paz.
En los calurosos días de verano, los padres mandaban a los niños a regar las flores del cementerio a última hora de la tarde. Se iba en pareja o en un grupito de tres, y te quedabas siempre pegado al otro, de tumba en tumba, dándote prisa. Luego te sentabas en los escalones de la capilla, siempre todos bien apretados, mirando cómo de algunas tumbas salían pequeñas fumatas blancas. El jirón de vapor permanecía un rato flotando en el aire negro y se deshacía. Para nosotros eran las almas de los muertos (tenían formas de animales, de gafas, de botellitas y tazas, de guantes o de calcetines). Y entre ellas, aquí y allá, veías un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más adelante, en las conversaciones con Oskar Pastior, durante el tiempo en que reunimos juntos el material para la novela sobre su deportación al campo de trabajos forzados en Ucrania2, me contó que, una vez, una anciana rusa le había regalado un pañuelo de batista blanca. A lo mejor tenéis suerte mi hijo y tú, le había dicho, y os dejan volver a casa pronto. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, le contó la anciana, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta muerto de hambre, con la intención de cambiarle un pedazo de carbón por algo de comida. La señora le hizo pasar y le dio una sopa caliente. Y, como a Pastior le empezó a gotear la nariz en el plato, le dio el pañuelo de batista blanca que aún no había estrenado nadie. Con su borde de vainica, puntaditas minuciosas y flores de hilo de seda, el pañuelo era una belleza que abrazaba al mendigo y lo hería al mismo tiempo. Una mezcla: por un lado, consuelo de batista; por otro, una cinta métrica de puntaditas de seda (las rayitas blancas de la escala de la reducción a la miseria extrema). El propio Oskar Pastior era una mezcla para la señora: un perfecto extraño que viene mendigando y un hijo perdido en el mundo. En aquel doble papel, él se sintió tan afortunado como desbordado por el gesto de una mujer que también era dos personas para él —una rusa desconocida y una madre preocupada que preguntaba: «¿Llevas un pañuelo?»—.
Desde que conozco esta historia, yo también tengo una pregunta «¿Llevas un pañuelo?» válida en todas partes, tendida a medio mundo al brillo de la nieve medio congelada y medio derritiéndose. ¿No atraviesa todas las fronteras entre montañas y estepas, hasta internarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajo y de castigo? ¿No hay forma de acabar con la pregunta «¿Llevas un pañuelo?» ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?
Aunque hablo rumano desde hace décadas, en aquella conversación con Oskar Pastior reparé por primera vez en que, en rumano, «pañuelo» se dice batista. De nuevo, topé con la sensualidad de la lengua rumana, que te mete las palabras en el corazón con una sencillez irresistible. El material no da rodeos; se identifica a sí mismo como pañuelo ya terminado, como batista; como si todos los pañuelos de todas partes y en todo momento fueran de batista.
Oskar Pastior guardó el pañuelo en su maleta como reliquia de una madre doble con un hijo doble. Y, pasados los cinco años de internamiento, se lo llevó a su casa. ¿Por qué? Su pañuelo blanco de batista representaba la esperanza y el miedo. Y, cuando sueltas la esperanza y el miedo, te mueres.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco, pasé media noche componiéndole un collage a Oskar Pastior en una tarjeta blanca.
Aquí hay puntos bailando dice Bea3
vas a parar a una copa larga de leche
colada blanca en tina de cinc verde gris
todos los materiales se parecen al final
para que veas
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
no hables nunca con desconocidos y
sobre la central.4
Cuando, a la mañana siguiente, fui a verlo y a regalarle el collage, me dijo: «Tienes que añadir “para Oskar”». Yo dije: «Lo que yo te regale es tuyo. Ya lo sabes...». Y él dijo: «Tienes que añadirlo, que a lo mejor la tarjeta no lo sabe». Así que me llevé la tarjeta de vuelta a casa y pegué las letras: «para Oskar». Y se la volví a regalar a la semana siguiente, como si la primera vez hubiera tenido que volverme desde la puerta sin pañuelo y ahora me encontrase otra vez delante de la puerta con un pañuelo.
Con un pañuelo termina otra historia más:
Mis abuelos tuvieron un hijo llamado Matz. En los años treinta, lo mandaron a estudiar a la Escuela de Comercio de Timisoara, para que así luego se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En aquella escuela daban clase profesores del Reich alemán, auténticos nazis. Al terminar su formación, quizá pudiera decirse que Matz también era comerciante, pero lo que estaba claro es que era un nazi consolidado. Le hicieron un lavado de cerebro en toda regla. Así que, al salir de la escuela, Matz era un nazi ferviente; lo habían cambiado por completo. Ladraba consignas antisemitas como un poseso y era del todo impenetrable. Mi abuelo intentó hacerle entrar en razón en varias ocasiones —la fortuna familiar entera se la debían a los créditos que le habían concedido comerciantes judíos amigos—. Y, como eso no sirviera de nada, más de una vez también lo abofeteó. Pero Matz ya tenía el juicio perdido. Se las daba de ideólogo del pueblo, perseguía a los jóvenes de su edad que intentaban zafarse de ir al frente. A él le habían asignado un puesto en una oficina del Ejército rumano. Pero la teoría aprendida quiso que pidiera llevarla a la práctica y se presentó voluntario a las SS para ir al frente. Unos meses más tarde volvió al pueblo para casarse. Después de la lección de los crímenes que se cometían en el frente, recurrió a una fórmula mágica que habría de servirle para escapar de la guerra unos días. La fórmula rezaba: «permiso matrimonial».
Mi abuela guardaba dos fotos de su hijo en el fondo de un cajón: una fotografía de boda y una fotografía post mortem. En la fotografía de la boda hay una novia de blanco, un palmo más alta que él, delgada y seria (una virgen de escayola). Lleva una corona de flores de cera que parecen copos de nieve posados en su cabeza. A su lado está Matz con su uniforme nazi. En lugar de un novio, es un soldado. Un soldado que se casa y, para mi abuela, su último soldado que vuelve a casa. Apenas se reincorporó al frente, nos llegó la foto post mortem. En ella se ve lo último que queda de un soldado reventado por una mina. La fotografía tiene más o menos un palmo de tamaño y se ve un campo negro y, en el centro, un pañuelo blanco con un montoncito gris encima, que es la persona. En mitad de todo el negro, el pañuelo blanco se ve tan pequeño como un pañuelo de niño, con un grotesco dibujo en el centro del cuadradito. Para mi abuela, también esa foto tiene su mezcla: lo que se ve sobre el pañuelo blanco es un nazi muerto; lo que guarda su memoria es un hijo vivo. Mi abuela llevó esa imagen doble guardada en su libro de oraciones toda la vida. Rezaba todos los días. Es probable que también sus oraciones tuvieran una doble naturaleza. Es probable que reflejaran el desgarro que supone que su hijo querido fuera al mismo tiempo un nazi poseso, y también que pusieran a Dios ante la doble súplica de amar a ese hijo y perdonar al nazi.
Mi abuelo había servido en la Primera Guerra Mundial. Sabía bien de lo que hablaba cuando, al respecto de su hijo Matz, decía con frecuencia y con amargura: «Sí, cuando ondean las banderas, el sano juicio se te va por la trompeta». Esta advertencia era igualmente válida para la dictadura que siguió y en la que yo misma viví. A diario se veía cómo a los oportunistas se les iba el sano juicio por la trompeta. Yo decidí no tocar la trompeta.
Eso sí, de niña me obligaron a tocar el acordeón en contra de mi voluntad. Porque teníamos en casa el acordeón rojo del difunto soldado Matz. Los tirantes del acordeón me quedaban larguísimos. Para que no se me resbalaran de los hombros, el profesor de acordeón me los sujetaba a la espalda atándolos con un pañuelo.
¿Puede decirse que son justo los objetos más insignificantes —llámense trompeta, acordeón o pañuelo— los que atan las cosas más dispares de la vida?, ¿que los objetos dan vueltas y que, en sus variaciones, hay algo en ellos que obedece a la repetición, al círculo vicioso? Se puede creer, pero no se puede decir. Ahora bien, lo que no se puede decir se puede escribir. Porque para eso escribir es una actividad muda, una tarea que va de la cabeza a la mano. La boca se puentea. Yo durante la dictadura hablé mucho, por lo general porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tuvo consecuencias insufribles. Sin embargo, la escritura comenzó en silencio, en las escaleras de la fábrica donde me vi obligada a hacerme a la idea de muchas más cosas de las que se podían decir. Lo sucedido ya no era susceptible de ser articulado hablando. A lo sumo se habría podido hablar de todos los detalles externos añadidos, pero nunca de su alcance. Eso únicamente alcanzaba yo a deletrearlo sin sonido en el interior de mi cabeza, en el círculo vicioso de las palabras cuando se escribe. Mi reacción al miedo a la muerte fue el hambre de vivir. Era un hambre de palabras. Únicamente el torbellino de palabras era capaz de comprender mi estado. Deletreaba lo que no podía decirse con la boca. En el círculo vicioso de palabras, yo corría detrás de lo vivido hasta que algo aparecía en una forma en la que, hasta entonces, no lo conocía. En paralelo a la realidad, se puso en marcha la pantomima de las palabras. La pantomima de las palabras no respeta las dimensiones reales —lo mismo reduce los hechos principales que expande detalles secundarios—. El círculo vicioso de las palabras se adueña de lo vivido y, de cabeza, lo somete a una especie de lógica onírica. La pantomima no respeta nada, nunca deja de ser miedosa y sufre tanta adicción como empacho. El tema de la dictadura está presente de por sí, puesto que la normalidad nunca regresa cuando te la han robado prácticamente por completo. El tema siempre está implícito, si bien las que se adueñan de mí son las palabras. Son ellas las que llevan el tema adonde se les antoja. Ya nada es verdad, y es verdad todo.
Mientras fui la broma de las escaleras, me sentí tan sola como de niña cuando me mandaban al valle a cuidar las vacas. Comía hojas y flores para que me considerasen parte de ellas, puesto que las plantas sabían cómo hacer para vivir, en tanto que yo no lo sabía. Las llamaba por sus nombres. El nombre «cardo de leche» se refería de verdad a la planta pinchosa que tenía los tallos llenos de leche. Otra cosa es que la planta atendiera al nombre de «cardo de leche». Así que también probaba a llamarla por nombres inventados —como «costilla de pinchos» o «cuello de erizo»— en los que no aparecían ni «cardo» ni «leche». En el engaño de todos aquellos nombres de mentira en presencia de las plantas de verdad se abría una grieta al vacío, el ridículo de verme hablando sola en voz alta en vez de con la planta. Con todo, aquel ridículo me hacía bien. Yo cuidaba de las vacas, y la sonoridad de las palabras cuidaba de mí. Y sentía que:
Cada palabra de la cara
sabe algo del círculo vicioso
y no dice nada5.
La sonoridad de las palabras sabe que tienen que engañar, porque los objetos también nos engañan con el material del que están hechos, y lo mismo hacen los sentimientos con los gestos que los acompañan. Y en el punto de intersección entre el engaño de los materiales y el de los gestos anida la sonoridad de la palabra con su verdad inventada. Al escribir, no se puede decir que se tenga confianza en el engaño, más bien es que el engaño es honesto.
En mi época de la fábrica, siendo la broma de las escaleras y siendo el pañuelo mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa expresión «escalera de interés». Se refiere a cómo van subiendo los intereses de un préstamo. Los intereses en ascenso suponen, para quien tiene que pagar, un gasto, y para el otro, un beneficio. Al escribir se dan las dos cosas —cuanto más profundizo en el texto, y cuanto más me exprime lo escrito, más sale a la luz lo vivido—, y esto es algo que no se daba en el momento de vivirlo. Son las palabras las que lo descubren, porque antes no lo sabían. Cuando mejor reflejan lo vivido es cuando lo pillan por sorpresa. Se vuelven tan potentes que lo vivido tiene que agarrarse a ellas para no deshacerse.
Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y que las palabras no conocen a la boca que las dice. Sin embargo, para asegurar nuestra propia existencia, necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuantas más palabras podamos tomar, más libres somos, después de todo. Cuando nos prohíben valernos de la boca, buscamos afirmarnos a través de gestos, incluso a través de objetos. Son más difíciles de interpretar; durante un tiempo se mantienen libres de sospecha. Nos pueden ayudar a enfundarnos de una dignidad que, durante un tiempo, se mantiene libre de sospecha.
Poco antes de nuestra emigración a Alemania, el policía del pueblo se presentó una mañana temprano en casa de mi madre. Ella ya estaba en la puerta cuando le vino a la cabeza «¿Llevas un pañuelo?». No llevaba. Aunque el policía estaba impaciente, mi madre volvió a entrar en la casa a por el pañuelo. En el puesto de policía, el agente se puso como una furia. Mi madre no sabía suficiente rumano como para entender su vocerío. Después, el policía salió del despacho y cerró la puerta desde fuera. Mi madre se pasó el día allí encerrada. Las primeras horas, se quedó sentada a la mesa llorando. Luego se puso a recorrer la estancia y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo húmedo de lágrimas. Luego cogió el cubo de agua que había en el rincón, descolgó la toalla del clavo donde estaba y fregó el suelo. Yo me quedé espantada cuando me lo contó. «Pero ¿cómo se te ocurre limpiarle el despacho a ese tipo?», le pregunté. Y ella, sin ninguna vergüenza, me contestó: «Busqué una tarea para que se me pasara el tiempo. Y el despacho estaba sucísimo. Menos mal que llevaba uno de los pañuelos grandes de caballero».
Entonces entendí que aquella humillación añadida pero voluntaria le había servido para ganar dignidad durante el arresto. En un collage le busqué palabras:
Pensé en la rosa firme del corazón
en el alma inútil como un colador
pero el dueño insistió en su empeño:
¿el mando quién se lo lleva?
yo dije: salvar la piel
él gritó: la piel no es nada
más que una mancha de batista humillada
y con poca cabeza.6
Me gustaría encontrar una frase para todos aquellos a quienes, a diario y hasta hoy en día, una dictadura les roba la dignidad..., aunque fuera una frase con la palabra «pañuelo», aunque fuera la pregunta «¿Llevas un pañuelo?».
¿Es posible que la pregunta del pañuelo en realidad nunca se haya referido al pañuelo, sino a la profunda soledad del ser humano?
1 En alemán estándar, Träne. La pronunciación de la vocal medio abierta «ä» se parece mucho a la de la «e». (N. de la T.)
2 Se refiere a Todo lo que tengo lo llevo conmigo (con el título original Atemschaukel), de 2009. (N. de la T.)
3 Bea Zakel es uno de los personajes de Todo lo que tengo lo llevo conmigo. (N. de la T.)
4 Hier tanzen Punkte sagt Bea/ kommst in ein langstieliges Glas Milch/ Wäsche in Weiß graugrüne Zinkwanne/ bei Nachnahme entsprechen sich/ fast alle Materialien/ schau her/ ich bin die Zugfahrt und/ die Kirsche in der Seifenschale/ sprich nie mit fremden Männern und / über die Zentrale.
5 Jedes Wort im Gesicht/ weiß etwas vom Teufelskreis/ und sagt es nicht.
6 Ich dachte an die stramme Rose im Herzen/ an die nutzlose Seele wie ein Sieb/ der Inhaber fragte aber:/ wer gewinnt die Oberhand/ ich sagte: die Rettung der Haut/ er schrie: die Haut ist/ nur ein Fleck beleidigter Batist/ ohne Verstand.
Majestades,
Altezas reales,
damas y caballeros,
queridos amigos:
La peripecia de una niña que cuida vacas en un valle hasta llegar aquí, hasta el Ayuntamiento de Estocolmo, es muy extraña. Me siento (como tantas veces) como si me viera a mí misma desde fuera.
A estudiar a la ciudad fui en contra de la voluntad de mi madre. Ella quería que me quedara en el pueblo y me hiciera modista. Sabía que en la ciudad me echaría a perder. Y me eché a perder. Empecé a leer libros. El pueblo se me antojaba cada vez más como un cajón en el que uno nace, se casa, muere. Toda la gente del pueblo vivía en un tiempo pasado, ya nacía vieja. Si quieres llegar a joven, en algún momento tienes que marcharte del pueblo, pensaba yo. En el pueblo, todo el mundo estaba sometido a la autoridad del Estado, pero luego entre ellos y para cada cual frente a sí mismo imperaba un ansia de controlarlo todo que podía llegar a la autodestrucción. Cobardía y control, dos cosas que también en la ciudad estarían omnipresentes. En privado, cobardía hasta la autodestrucción; desde el Estado: control hasta la aniquilación del individuo. Esta es quizá la forma más breve de describir los días de la dictadura.
Por suerte, en la ciudad encontré a mis amigos, el puñado de jóvenes poetas que formaban el Aktionsgruppe Banat. Sin ellos, ni habría leído libros ni los habría escrito. Y, lo que es más importante aún, estos amigos fueron vitales. Sin ellos, no habría podido soportar las represalias. Hoy me estoy acordando de esos amigos. También de los que reposan en el cementerio, de los que fueron víctimas de los servicios secretos rumanos.
He visto desmoronarse a mucha gente. Yo misma estuve a punto. Poco antes pude abandonar Rumanía. Ya entonces tuve mucha suerte —una suerte inmerecida, puesto que no hay ningún modo de hacerse merecedor de suerte, de fortuna—. Sentirse afortunado, feliz, sí es algo que a lo mejor se puede compartir. Tener suerte, lamentablemente, no se puede compartir. Viéndome ahora aquí, en Estocolmo, como si me viera desde fuera, de nuevo tengo una gran suerte. Pues este premio es una ayuda para conservar en la memoria de quienes lo vivieron en carne propia la experiencia de la destrucción de las personas planificada y mediante la represión, y es una ayuda también para traerla a la mente de quienes, gracias a Dios, no tuvieron que vivirla. Porque dictaduras hay hasta nuestros días, bajo todo tipo de banderas. Algunas vienen de muy atrás y vuelven a horrorizarnos justo ahora, como es el caso de Irán. Otras, como Rusia o China, se ponen una chaquetita de civil y liberalizan su economía, pero por lo que respecta a los derechos humanos están todavía muy lejos de abandonar el estalinismo o el maoísmo. Y tenemos las pseudodemocracias del este de Europa, que se ponen y se quitan tanto la chaquetita de civil que la tienen casi deshecha.
La literatura no puede cambiar nada de eso. Sin embargo, sí que puede —aunque sea a posteriori— inventar, a través del lenguaje, una verdad que muestre lo que sucede dentro de nosotros y a nuestro alrededor cuando los valores descarrilan.
La literatura habla con cada persona a título individual —es propiedad privada que permanece en el interior de la cabeza—. Nada nos habla a un nivel tan profundo como un libro. Y no espera nada a cambio, salvo que pensemos y que sintamos.
Vaya mi sincero agradecimiento a la Academia Sueca y a la Fundación Alfred Nobel. Muchas gracias.
«¿Cuáles son las aves migratorias?», preguntaba la profesora. No, preguntaba: «¿Cuáles son nuestras aves migratorias?». Porque tenían que ser las de nuestro pequeño pueblo; es más, las de quienes vivíamos en aquel pueblo apartado del mundo y sin carretera asfaltada. Claro, como las aves solo necesitaban el aire para moverse, podían volver a marcharse de allí —a diferencia del resto de nosotros— cuando se acababa el año. A la pregunta de cuáles eran nuestras aves migratorias, todos los niños respondían a coro: «Mirlo, tordo, pinzón y estornino», pues, como rezaba la canción, «Alle Vöglein sind schon da» («Ya estaban todas allí»), listas para la respuesta8. Y, como todo el mundo se sabía la canción, también le era muy fácil recordar los nombres de las aves migratorias. Y, todos los años, el mismo niño señalaba, al acabar de cantar, que en la enumeración faltaba la golondrina. Y todos los años la profesora repetía que no, que estaba incluida, porque la letra decía «y todo el tropel de aves». Si ya te lo expliqué el año pasado.
La cancioncilla de August Heinrich Hoffmann von Fallersleben pertenecía al pueblo. A ningún niño se le hubiera ocurrido pensar que la había compuesto un adulto muy lejos de allí, un montón de años atrás. Se la sabían las abuelas, las madres y las tías. Por su tradición, era antigua; por el entusiasmo que despertaba, nueva. Al cantarla, daba la sensación de que hubiese surgido sola del propio entorno, en el curso de todas las infancias de todos los habitantes del pueblo, del mismo modo en que cada año surgía la primavera. ¿Por qué no, si el viento sabía cantar? Cada vez cantaba de una forma distinta: hueco cuando no era más que aire volando o arremolinaba las coronas de los árboles. Distinto en el campo de maíz que en el de trigo o el de tabaco. Y la lluvia tenía un canto más diferente todavía, porque no era de aire sino de cuerdas de cristal. Aquella canción, por lo tanto, era algo más que poesía popular del pueblecito. Así existía, del mismo modo en que el viento y la lluvia creaban su propia canción —«Alle Vöglein sind schon da»—, creada por el propio entorno y luego cantada por nosotros.
Cuántos niños aprenderían los nombres de las aves migratorias gracias a esa canción... Fallersleben formuló los primeros sentimientos de incontables generaciones de niños, les dio palabras que recogen lo que las rodea, la primera socialización de su vida, impregnada de la ternura propia de la infancia y de la curiosidad que despierta.
Había otra cancioncilla que se cantaba con igual frecuencia, pero no resultaba tan fácil, porque te volvía pensativo: «Ein Männlein steht im Walde»9:
Hay un ser en el bosque muy quieto y que no chista.
De púrpura entera lo envuelve una capita.
El pequeño ser, ay, ¿quién será,
que en el bosque solo está,
con su capita roja de púrpura?
Cantada a coro, te volvía pensativo, pero solo un poco. No llegaba a invadirte la tristeza, porque al cantar todos juntos nadie estaba solo. Esta canción tan dulce y tan conocida se volvía mucho más bonita cantándola para uno mismo. Contiene una pregunta, es decir, cierta inseguridad. Y no te da la respuesta. Como a sí misma, mantiene en la incertidumbre la boca de quien la canta. Hace que te suba un regusto oscuro al paladar. Al terminar de cantarla, se te repite y da paso a la propia soledad en cualquiera de sus formas, aunque no sea más que en la forma del miedo a ese paisaje del valle que te resulta demasiado grande. Yo cantaba «Ein Männlein steht im Walde» para mí sola en el valle. Justifica ese miedo que puede llamarse infundado, la inseguridad ante nuestra mera y siempre inexplicable existencia en el mundo. Socializa la faceta oscura que hay en todos nosotros, otorga a la soledad una naturalidad absoluta, es más: le otorga la misma naturalidad con que se ven la despreocupación o la alegría. Legitima la tristeza. Es de niño precisamente cuando se tiene que aprender a soportar y entender lo que es la tristeza. Precisamente de niño, porque nada de lo que te rodea está terminado, pero realmente nada y tú mismo menos todavía. Puede que la infancia sea la etapa más borrosa de la vida. En todos esos detalles mínimos que después designamos sin más con las tres sílabas de la palabra «infancia», se construyen y se descomponen al mismo tiempo tantísimas cosas que nunca más vuelve a darse nada parecido.
A mí jamás se me habría ocurrido imaginarme al pequeño ser del bosque de la canción como una seta o —qué sé yo— un escaramujo. Siempre era una persona, un guardián de los campos o del bosque o un vigilante nocturno. Tampoco sabía lo que significaba «púrpura». El rojo cereza o rojo manzana, el rojo de la carne, de la sangre..., esos sí los conocía, y el rojo de las rosas. Ahí ya estaba descrito cuanto había que describir del rojo. Luego también me sonaba «pura» de la bebida que pedían los hombres en la taberna, lo cual significaba que no la querían diluida con sifón; el vino, por ejemplo. Y el aguardiente era «puro» de todas las maneras, salvo que estuviera adulterado con azúcar o colorantes químicos. Claro, el ser del bosque llevaba una capita roja «pura», es decir, roja y sin ningún color más. Serían rojos hasta los botones y el forro. Además, el ser no llevaba la capa «puesta», sino que iba envuelto en ella, y yo eso lo asociaba con su entorno, como las amapolas de entre el trigo o el rojo del cielo al atardecer.
Al no entender o no interpretar bien las palabras, como tantas veces les sucede a los niños, se filtra en la canción un elemento de horror poético de una belleza muy particular: un vigilante solitario y lo inquietante de la noche que se avecina. Todas las noches, mientras cuidaba de las vacas en el valle, yo misma veía cómo el cielo se vuelve rojo y va bajando y se come la hierba a medida que oscurece, hasta que se come el día entero. Y una vez se ha comido todo, se queda todo negro. Sabía que también me comería a mí, si no llegaba a tiempo al pueblo, y a las bombillas amarillas de la calle principal, que a su vez conseguían devorar un círculo de día a su alrededor.
Lo extraordinario de cantar es que te permite expresar el dolor en toda su plenitud sin hablar y sin llorar. Por eso, «Ein Männlein steht im Walde» resultaba muy adecuada para cantarla en el valle. Y yo sentía como si no fuera yo, sino el valle entero quien cantaba sobre el estado del pequeño ser, que era idéntico al mío. Y ¿por qué? Para que yo supiera que no era la única que estaba sola en aquel valle. Tal vez a esa ilusión de estar con alguien más en la misma situación de desamparo total pueda llamarse «consuelo». La palabra no la conocía, aunque tampoco me hacía falta porque me sentía consolada; es más, la irrupción de la palabra aun me habría amargado el consuelo.
Cuatro años más tarde, leí un capítulo en el libro de Semprún La escritura o la vida en el que el autor se ocupa de un hombre agonizante en el barracón de enfermos del campo de concentración de Buchenwald. El moribundo, según le parece a Semprún, tararea una canción. Y eso lo lleva a recordar a otra persona cantando otra canción: La paloma. Y le viene a la mente el comienzo de la canción, curiosamente en alemán:
Kommt eine weiße Taube zu dir geflogen...10
Semprún murmura ese primer verso y recuerda otra historia11:
El alemán era joven, era alto, era rubio. Era absolutamente conforme a la idea de un alemán: un alemán ideal, a fin de cuentas. Hacía un año y medio de eso, fue en 1943. Era otoño, en la comarca de Semur-en-Auxois. En un recodo del río había una especie de presa natural que retenía el agua. La superficie en aquel lugar estaba prácticamente inmóvil: un espejo líquido bajo el sol otoñal. La sombra de los árboles se movía sobre ese espejo de estaño traslúcido.
El alemán apareció en la parte alta de la orilla, en motocicleta. El motor de la máquina ronroneaba suavemente. Enfiló por el sendero que bajaba hacia el estanque.
Julien y yo le estábamos esperando.
A decir verdad no estábamos esperando a ese alemán en concreto. A ese muchacho rubio de ojos azules. (Cuidado: estoy fabulando. No pude ver el color de sus ojos en aquel momento. Solo más tarde, cuando ya estaba muerto [...]). Estábamos esperando a un alemán cualquiera, a alemanes. Los que fueran. Sabíamos que los soldados de la Wehrmacht habían adquirido la costumbre de acudir en grupo, hacia última hora de la tarde, a refrescarse en aquel lugar. Julien y yo estábamos allí para estudiar el terreno, para ver si sería posible montar una emboscada con ayuda de los maquis de la comarca.
Pero aquel alemán parecía estar solo No había aparecido ninguna motocicleta más, ningún vehículo más tras él por el camino que coronaba la presa. Hay que decir que tampoco era la hora habitual. Era hacia media mañana.
Siguió hasta el borde del agua, se apeó de la máquina, a la que aseguró en su caballete. En pie, respirando la dulzura de la Francia profunda, se desabrochó el cuello de la guerrera. Estaba relajado, ostensiblemente. Pero se mantenía en guardia: la metralleta cruzada sobre el pecho, colgando de la correa que ya tenía pasada del cuello.
Julien y yo nos miramos. Habíamos tenido la misma ocurrencia.
El alemán estaba solo, teníamos muestras Smith and Wesson. La distancia que nos separaba de él era la correcta, lo teníamos perfectamente al alcance de nuestras armas. Se podía recuperar una moto, una metralleta.
Estábamos a cubierto, al acecho: era un blanco perfecto. Así pues, tuvimos, Julien y yo, la misma ocurrencia.
Pero, de repente, el joven soldado alemán levantó la vista hacia el cielo y se puso a cantar.
Kommt eine weiße Taube zu dir geflogen...
Tuve un sobresalto, estuve a punto de hacer ruido al golpear el cañón de la Smith and Wesson contra la roca que nos cobijaba. Julien me fulminó con la mirada. [...]
La infancia, las criadas que cantan en los lavaderos, las músicas de los de música, en los parques sombreados de los lugares de veraneo, ¡La paloma! ¿Cómo no iba a sobresaltarme escuchando esa canción? El alemán seguía cantando, con su hermosa voz rubia.
Mi mano se puso a temblar. Ahora me resultaba imposible dispararle. Como si el hecho de cantar aquella melodía de mi infancia, aquel estribillo lleno de nostalgia, hiciera que me volviera súbitamente inocente. No personalmente inocente —tal vez lo fuera de todos modos, aunque jamás hubiera cantado—. Tal vez aquel joven soldado no tuviera nada que reprocharse, nada salvo el haber nacido alemán en la época de Adolf Hitler. Como si se hubiera vuelto inocente de repente, de una forma totalmente distinta. Inocente no solo de haber nacido alemán, bajo Hitler, sino también de formar parte del ejército de ocupación, de encarnar involuntariamente la fuerza brutal del fascismo. Vuelto esencialmente inocente, pues, en la plenitud de su existencia porque cantaba La paloma. Era absurdo, lo sabía perfectamente. Pero era incapaz de disparar a ese joven alemán que cantaba La paloma a rostro descubierto, en la candidez de una mañana de otoño, en lo más profundo de la dulzura profunda de un paisaje de Francia.
Bajo el cañón alargado de mi Smith and Wesson, pintado con minio antioxidante de color rojo vivo.
Julien, que ha visto mi gesto, dobla el brazo él también.