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Milagro en la isla Nikos Vassalos se había convertido en una sombra de sí mismo y se había aislado en su yate de lujo. Pero su amarga soledad se vio interrumpida por una mujer en avanzado estado de gestación que le dijo que iba a ser padre. Stephanie Marsh estaba decidida a que su bebé supiera quién era su padre. Pero se encontró con un Nikos frío y desconfiado muy diferente del hombre del que se había enamorado. Pasión en Grecia Un adolescente había desaparecido en la isla griega de Stavros Konstantinos y el millonario rebelde acabó implicándose en la búsqueda junto a Andrea Linford, una preciosa guía turística. Una vez acabada la heroica misión, ambos comenzaron a explorar esa chispa que había surgido entre ellos. Andrea siempre había creído que el amor era algo que le ocurría a los demás, pero después de dos días de felicidad junto a Stavros iba a darse cuenta de la profundidad de sus sentimientos. ¿Sería capaz de dejar atrás el pasado y de dar un paso hacia el futuro, con él a su lado?
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 522 - marzo 2021
© 2014 Rebecca Winters
Milagro en la isla
Título original: The Greek’s Tiny Miracle
© 2015 Rebecca Winters
Pasión en Grecia
Título original: The Renegade Billionaire
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-176-4
Créditos
Milagro en la isla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Pasión en Grecia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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Manuscritos
27 de abril
Stephanie observó a los clientes del hotel que entraban en el restaurante, esperando ver a su adonis de pelo negro, como ella llamaba a Dev Harris. Había quedado con el alto y atlético neoyorquino, su dios griego, en el comedor a las ocho para cenar juntos.
Estaban de vacaciones en el complejo de Grace Bay en Providenciales, una de las islas Turcas y Caicos del Caribe.
Habían estando buceando esa tarde en la idílica zona de Elephant Ear Canyon, viendo las esponjas gigantes, y luego habían estado viendo la puesta de sol muy acaramelados.
Cuando la había ayudado a bajar de la lancha, había visto la pasión dibujada en sus ojos negros azabache. Sin duda, le esperaba otra noche de amor como la anterior.
Había ido al bungaló a prepararse para la cena. Quería estar lo más bella posible para él. Llevaba un vestido azul sin mangas que resaltaba su bronceado natural y su maravilloso pelo rubio platino.
La noche anterior, se había puesto un vaporoso vestido de color mandarina a juego con su brillo de labios. Él le había dicho que parecía una fruta dorada a la que deseaba saborear lentamente.
Su cuerpo aún temblaba recordando esas palabras y la forma en que le había hecho el amor. Había sido su primera experiencia íntima con un hombre y se sentía como si estuviera viviendo un sueño del que nunca quisiera despertar.
En solo diez días, se había enamorado locamente de él. Había sido un verdadero flechazo. Era el hombre que había estado esperando toda su vida. Le dijo que estaba soltero, que tenía treinta y dos años y que se dedicaba a negocios de exportación.
Sus amigas aún no sabían nada de su relación con Dev. Melinda pensaba que debía de ser un miembro del grupo de submarinismo del ejército, por la pericia que demostraba en el agua.
Stephanie opinaba igual. Dev parecía estar hecho para eso. Y no solo por su cuerpo atlético y su habilidad para bucear, sino por su carisma y personalidad arrolladoras.
¿Dónde podía estar ahora? Ya eran las nueve menos cuarto. Lo único que podía hacer era volver a la habitación y llamarlo por el teléfono del hotel.
Cuando iba de camino, un camarero se acercó a ella con una caja de flores en la mano.
–¿Señorita Walsh? Esto es para usted. Con los saludos del señor Harris.
Volvió a la mesa y abrió la caja. Probablemente, él llegaría en cualquier momento. Dentro de la caja, había un ramo de gardenias con una tarjeta.
Gracias por los diez días y las diez noches más inolvidables de mi vida, Stephanie. Tu dulzura es como la de estas gardenias. Nunca podré olvidarte. Por desgracia, he tenido que ausentarme de la isla por un asunto urgente de trabajo que solo yo puedo solucionar. Disfruta del resto de las vacaciones hasta tu vuelta a Crystal River. Ya te estoy echando de menos.
Dev
Stephanie se quedó pálida en el asiento. Su idilio de primavera había terminado.
Él estaría ya camino del aeropuerto para tomar su vuelo a Nueva York. No le había dejado ni el número de teléfono ni la dirección. Ni siquiera le había dicho nada que le permitiera albergar la esperanza de volver a verlo de nuevo.
Se sintió la mujer más estúpida del mundo.
Aunque, tal vez, había otra persona que compartía ese triste honor con ella: su madre, que había muerto de cáncer pocos meses después de que ella se graduara en la universidad.
Veinticuatro años atrás, Ruth Walsh había cometido el mismo error con un hombre que la abandonó. Stephanie nunca supo su nombre ni llegó a conocerlo, pero su madre le dijo que era muy atractivo y simpático, y un gran esquiador.
Dev y él debían de estar hechos de la misma pasta y en el mismo molde.
Cerró los ojos, desolada. ¿Cuántas mujeres, de vacaciones, encontraban supuestamente al hombre de sus sueños y luego eran abandonadas una vez que la fascinación inicial se había desvanecido? Tal vez miles, si no millones. Ella, igual que su madre, era una de las que formaban parte de esa patética estadística.
Furiosa consigo misma por no haber aprendido ya aquella lección a sus veinticinco años, se levantó como un resorte de la silla, le dio un par de dólares al camarero y le dijo que se deshiciera de todo lo que había dejado en la mesa.
Pensó que no podía quedarse por más tiempo en la isla, aunque le quedaban aún cuatro días de vacaciones. Al día siguiente por la mañana, tomaría el primer avión de regreso a Florida. Después de todo, no iba a ser la primera mujer ni la última a la que un hombre engañase.
Se limpió las lágrimas y volvió al bungaló. Se alegró de que sus amigas no estuvieran allí. Así tendría tiempo de cambiar la fecha del vuelo y hacer el equipaje sin verse obligada a contestar a un montón de preguntas incómodas.
Al día siguiente por la tarde, estaría de vuelta en la agencia. A ella le gustaba su trabajo y ahora le serviría además como válvula de escape para olvidarse de todo.
Si seguía pensando en aquellos paseos románticos del brazo de Dev, entre palmeras y casuarinas, acabaría volviéndose loca.
13 de julio
–¿Capitán Vassalos?
Nikos giró la cabeza y vio al vicealmirante Eugenio Prokopios de la Comandancia Naval del mar Egeo entrando en su habitación del hospital. Era un veterano héroe de la marina griega, además de un viejo amigo de su padre y de su abuelo.
Nikos terminó de abrocharse la chaqueta del uniforme y se apoyó en las muletas.
–Es un honor, señor.
–Tus padres están afuera esperándote. Les dije que quería entrar a verte primero. Ha sido una suerte que no te hayas quedado parapléjico después de las heridas que recibiste en tu última misión.
¿Suerte? Su última operación con las Fuerzas Especiales había sido todo un éxito, pero Kon, su mejor amigo, había resultado muerto. En cuanto a él, el médico le había dicho que su herida se acabaría curando, pero que nunca volvería a ser el mismo de antes. No podría seguir en el SEAL, las fuerzas de élite del ejército griego, ya que sufriría probablemente TEPT, trastornos de estrés postraumático, durante largo tiempo.
Había estado recibiendo ayuda psicológica y estaba tomando un inhibidor de reabsorción de la serotonina para la depresión. Pero, aún así, había tenido algunas pesadillas.
–Ánimo, te van a dar el alta esta mañana y dentro de poco podrás andar ya sin muletas.
–Estoy deseando deshacerme de ellas.
–Ten paciencia. Tendrás que tomarte un largo descanso. Lo necesitas después de la experiencia tan dura que has vivido.
–No creo que necesite tanto tiempo, señor.
Después de un período de hospitalización de dos meses y medio, Nikos sabía exactamente por qué el vicealmirante estaba allí. Sin duda, había sido cosa de su padre. Esperaría que volviera a la empresa de la familia, ahora que estaba incapacitado.
–Nuestra Armada te está muy agradecida por el heroico servicio que has prestado a las Fuerzas Especiales –dijo el vicealmirante–. Eres un orgullo para tu familia y para el país. Tu padre está deseando verte al frente de Vassalos Shipping para poder jubilarse.
El vicealmirante había venido a decirle, en suma, que su carrera militar había terminado. Pero él no deseaba trabajar en el negocio familiar. Su padre y él mantenían una relación muy tensa desde siempre.
No había querido reconocerlo como hijo suyo hasta varias semanas después su nacimiento. Y eso, tras haber pasado una prueba de ADN. Y todo por un simple rumor malintencionado y sin fundamento. Aquella desconfianza en la fidelidad de su esposa había causado un daño irreparable en su matrimonio y había arruinado la vida de Nikos.
La Armada había resultado una válvula de escape para aquella situación insostenible con su familia, que ahora, diez años después, iba a verse obligado a revivir.
Tenía treinta y dos años y, sin embargo, la vida parecía haber acabado para él.
La pérdida de Kon Gregerov pesaba como una losa sobre él. Había sido su mejor amigo desde la infancia. Provenía de una familia de la vecina isla de Oinousses y se habían reclutado juntos en la marina.
Habían planeado montar un negocio juntos cuando se licenciasen del ejército, pero su amigo había saltado por los aires en aquella explosión que casi había acabado también con su vida.
–Siento que te vieras obligado a dejar Providenciales para llevar a cabo tu última misión. Te enviaremos allí de nuevo para que puedas descansar y recuperarte.
Nikos sintió un vacío en el estómago al volver a oír aquel nombre. Había vivido una experiencia maravillosa en aquella isla. Pero ahora, después de lo que había sucedido, Stephanie Walsh ya no podría formar parte de su vida.
–¿Nikos? –exclamó el vicealmirante, viéndolo tan abstraído.
–Sí... Gracias por su oferta tan generosa, pero prefiero recuperarme en casa.
–Si ese es tu deseo...
–Lo es.
–Entonces te dejo descansar. Solo quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti. Buena suerte.
Se saludaron de forma militar antes de que el vicealmirante abandonara la habitación.
Nikos se sentó en la silla de ruedas que le había llevado un enfermero y, al poco, entraron sus padres en la habitación.
–¡Cariño! –exclamó su madre, dándole un abrazo–. Te veo muy bien, a pesar de lo delgado que te has quedado. Te recuperarás en seguida, en cuanto estés en casa unas semanas. Tus abuelos están deseando verte, y Timon y tu hermana han llegado ya con los niños para darte la bienvenida.
–Este es un gran día, hijo –dijo su padre exultante, recogiendo su equipaje–. Leon está deseando hablar de negocios contigo.
Nikos no tenía intención de trabajar en el negocio familiar, como su hermano mayor. Su padre lo sabía, pero nunca se daba por vencido.
Había una limusina esperándolos en la salida del hospital. El cielo estaba limpio y azul.
–No sabes cuánto hemos deseado que llegara este día –dijo su padre–. Igual que Natasa. Daremos una pequeña fiesta mañana por la noche en tu honor a la que acudirá con sus padres.
–Pues ya puedes ir cancelando la fiesta –replicó Nikos rojo de ira–. Mañana mismo, me iré a vivir al Diomedes. Me quedaré allí mientras dure mi recuperación.
Estaba harto de visitas y hospitales. Necesitaba estar solo. Su yate sería su refugio a partir de ahora.
–¡No puedes hacernos eso! ¡Y menos a ella! –exclamó el padre–. Natasa lleva demasiados años esperando a que te decidas a casarte con ella. Y tu madre y yo queremos que nos des nietos.
Entre las familias de Natasa y de Nikos, había una estrecha y antigua amistad. Gia, la hermana de Nikos, y Natasa Lander habían estado siempre muy unidas. Él se había sentido atrapado en aquella tela de araña y había encontrado su tabla de salvación alistándose en el ejército.
–Nunca he hecho el amor con ella ni le he pedido que se casara conmigo. Supongo que se habrá olvidado de mí hace tiempo. Ahora que he salido del hospital, yo también necesito rehacer mi vida. No alberguéis la menor esperanza de que me case con ella. Lo digo muy en serio.
–¡No sabes lo que estás diciendo! –dijo su padre fuera de sí.
–Yo diría que sí. Natasa es encantadora, pero no es mi tipo. Me temo que ese matrimonio entre ella y yo es solo producto de la imaginación de sus padres y de la vuestra.
–¿Cómo te atreves a decir eso?
–Le harías un favor si le dijeses a su familia y a ella que no estoy aún lo bastante bien como para ver a nadie. Lo comprenderán. ¡No conviertas esto en una pesadilla o te arrepentirás!
Nikos había sufrido demasiadas pesadillas desde que el enemigo había volado el buque pesquero en el que iba con el equipo de vigilancia.
Lo habían encontrado inconsciente en el agua. Los médicos del hospital no le habían dado ninguna esperanza de volver a caminar, dados los daños que había sufrido en las vértebras lumbares. Pero se habían equivocado. Tenía múltiples traumatismos pero podía andar, aunque con ciertas dificultades.
–Podemos hablar de eso más tarde –dijo su madre, deseando poner paz entre ellos.
–No hay nada que discutir –replicó Nikos.
Su carrera militar había terminado. Igual que su vida, tal como la había conocido hasta entonces. Lo único que deseaba era estar lejos de todo el mundo, pero sabía que tenía que aguantar hasta el día siguiente.
Nikos había hablado ya con Yannis para que fuera a casa y lo llevara al puerto en su coche. Subiría a bordo del Diomedes y se quedaría a vivir allí y a emborracharse todos los días.
El viaje al pequeño aeropuerto de Atenas se realizó en silencio. Ni sus padres ni él dijeron nada. Nikos respiró hondo cuando salió del vehículo, agarró las muletas y subió a bordo del jet privado de su padre.
El auxiliar de vuelo lo conocía desde hacía años.
–Bienvenido a casa, Nikos.
–Gracias, Jeno.
–¿Te apetece tomar algo? ¿Un poco de té?
–¿Qué tal una cerveza?
–Te la traigo enseguida –respondió el hombre con una sonrisa.
Nikos tomó asiento con sus padres. Dejó las muletas en el suelo y se abrochó el cinturón de seguridad. El vuelo a Chios duraba solo cuarenta minutos. Desde allí, tomarían un helicóptero hasta la empresa de transportes de su padre, Vassalos Shipping, en la isla de Egnoussa, donde un coche los estaría esperando para llevarlos a casa.
Se puso a mirar por la ventanilla hasta que el cansancio lo venció.
Le vino al recuerdo la imagen de cierta mujer en otra parte del mundo a la que había tenido que dejar dos meses y medio atrás. Stephanie Walsh habría recibido las gardenias con su nota. Habría sido para ella como recibir un puñal en el corazón. Se imaginaba cómo se habría sentido. Pero no había podido hacer nada por evitarlo. Como miembro de los SEAL, todos los actos de su vida eran materia reservada.
Se había sentido cautivado por ella desde el primer día que la vio en la playa. Pero no había querido involucrarse sentimentalmente demasiado, consciente de que su permiso militar era solo por dos semanas, al cabo de las cuales tendría que reincorporarse a su unidad. Sin embargo, embriagado por su belleza y personalidad, se había rendido al deseo y ella le había respondido generosamente.
Había confiado a su amigo Kon lo que pensaba hacer cuando terminaran esa última misión. Se licenciaría del ejército y se casaría con ella. Sin embargo, tres días después, un ataque imprevisto del enemigo lo cambió todo. Su amigo resultó muerto y él nunca volvería a ser el mismo hombre de antes. Stephanie ya solo podría ser un recuerdo para él.
Había conocido a la mujer de sus sueños, pero ahora todo quedaría solo en eso: en un sueño.
Un gemido escapó de su garganta. Estaba estéril a consecuencia de los daños colaterales. Nunca sería capaz de tener un hijo biológico. A partir de ahora, viviría en un mundo de oscuridad, en un auténtico infierno. Ninguna mujer querría compartir su vida con él y con los recuerdos que le atormentaban.
–¿Nikos?
–¿Jeno? –exclamó él, abriendo los ojos sorprendido.
–¿Te sientes mal? –preguntó el auxiliar de vuelo–. ¿Puedo traerte algo?
Él negó con la cabeza.
–Prepárate. Vamos a tomar tierra en breves momentos.
–Gracias.
Se abrochó el cinturón de seguridad. Sí, Jeno tenía razón: estaba enfermo. La reunión con el vicealmirante había sido como el primer puñado de tierra que cayese sobre su ataúd.
La vida se desvanecía a sus pies, transportándolo por un túnel oscuro y sin fin...
26 de julio
Iba a ser madre.
Stephanie se pasó la mano por el vientre. Apenas podía abrocharse el botón de arriba de los pantalones vaqueros. Aún no podía creer que estuviese embarazada, que llevase un hijo de Dev en su seno.
No se había alarmado demasiado cuando no le había venido la regla el último mes. Siempre había sido bastante irregular. Pero, en las últimas tres semanas, había sentido náuseas y había empezado a notar ciertos cambios en su cuerpo.
El test de embarazo del día anterior había resultado positivo, despejando todas las dudas.
Acababa de volver de la consulta del ginecólogo. El doctor Sanders le había confirmado que estaba de tres meses. No podía creerlo. Llevaba un hijo de Dev. Le había recetado unas pastillas para las náuseas y un complejo vitamínico de hierro como revitalizante.
Se preguntó si tendría sentido tratar de localizar a Dev. ¿Querría él saber que iba a ser padre?
En el fondo, había estado esperando que se pusiese en contacto con ella. Él sabía que trabajaba en Crystal River Water Tours. Le habría resultado muy fácil llamarla o dejarle un mensaje. Pero no lo había hecho. Estaba claro que no quería volver a verla.
Pasó las doce horas siguientes pensando la decisión que debía tomar. Pero, por la mañana, lo tuvo claro: su hijo querría saber quién era su padre.
Ella siempre había deseado conocer al suyo. Un hijo era cosa de dos. Su obligación era tratar de informar a Dev. Lo que él hiciese luego sería cosa suya.
Tomó el teléfono con mano temblorosa para llamar al complejo turístico y preguntar si sabían algo sobre su paradero. La tomarían probablemente por alguna histérica persiguiendo a su novio. Pensó que sería mejor decir que solo trataba de interesarse por él para saber si estaba bien, dado que se había ido de la isla con mucha urgencia sin despedirse.
Marcó el número de teléfono y aguardó la respuesta.
–Escuela de buceo. Soy Angelo.
–Hola, Angelo. Me alegra oírte de nuevo. Soy Stephanie Walsh. Quizá ya no te acuerdes de mí. Estuve allí hace tres meses.
–¿Stephanie? Claro que sí. Siempre recuerdo a las chicas guapas. ¿Te lo pasaste bien en la isla?
–Fabuloso. Gracias a ti.
–Me alegro. ¿En qué puedo ayudarte?
–Estoy tratando de localizar a Dev Harris, el chico de Nueva York con el que estuve la primera semana. ¿Tienes su número de teléfono o su correo electrónico? Se fue tan de prisa que he estado preocupada estos últimos meses pensando si podría haberle ocurrido algo. Tengo además unas fotos que me gustaría enviarle.
–Déjame ver. No cuelgues.
–No te preocupes. Espero.
Angelo examinó detenidamente su registro. Había muchos Devlin, Devlon y Devlan Harris de la ciudad de Nueva York, pero ninguno era el que Stephanie estaba buscando.
Ella había tratado de llamarlo a Nueva York, pero no había conseguido encontrar su nombre en la guía telefónica. Había estado varios días llamando a las empresas exportadoras en las que él podría estar trabajando, pero sin ningún resultado.
Después de agotar esa vía, se había puesto en contacto con las líneas aéreas que habían volado a la isla el dieciocho de abril, pero tampoco había conseguido nada. De hecho, ya había renunciado a localizarlo. Pero el embarazo lo había cambiado todo.
–¿Stephanie? Ya estoy aquí. Lo siento, pero no tengo ni su dirección ni su número de teléfono. Tal vez puedan saber algo de él en alguna de las tiendas donde fuisteis.
–No estuvimos en ninguna tienda –replicó ella decepcionada–, pero me regaló unas flores que tuvo que comprar en alguna parte. ¿Pudo haberlas conseguido en el resort?
–No. Solo pudo comprarlas en la floristería de la ciudad. Te daré el número... Sí, aquí está.
Stephanie tomó nota.
–Haces honor a tu nombre, Angelo. Muchas gracias.
–No hay de qué. Que tengas suerte.
Después de colgar, Stephanie se quedó mirando el número de teléfono que había apuntado. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Si no conseguía nada en la floristería, probablemente, su bebé nunca conocería a su padre.
–Floristería Plant Shop, ¿qué desea?
–Hola. Me llamo Stephanie Walsh. Estoy llamando desde Florida. Recibí el veintisiete de abril un ramo de gardenias de su tienda que fue entregado en el Palm Resort. No tuve ocasión de darle las gracias al señor que me las envió. Se marchó antes de que pudiera hacerlo. Su nombre era Dev Harris. ¿Podría darme su dirección o su número de teléfono, por favor?
–Lo siento, pero no puedo darle esa información.
–¿Puede decirme al menos a qué hora recibió el pedido?
–Espere un momento... Sí, nos telefoneó a las cinco de la tarde.
–Gracias por su ayuda.
Nada más colgar, una idea comenzó a dar vueltas por su mente. Llamó al resort de nuevo y preguntó si podía hablar con Delia, la camarera del hotel. Tuvo que dejarle un mensaje para que Delia la llamara cuando estuviese libre.
A la media hora, recibió la llamada de la camarera.
–Hola, Stephanie.
–Hola, Delia. Muchas gracias por devolverme la llamada.
–No hay de qué. ¿Qué tal te va con Dev?
–En realidad, ese es el objeto de mi llamada. Estoy muy preocupada por él. Se marchó de la isla sin decirme nada. Me gustaría saber cómo está y necesito tu ayuda para localizarlo.
–Mi novio trabaja en el aeropuerto. Le pediré que averigüe los vuelos que salieron el veintisiete de abril después de las cinco de la tarde. Tal vez él encuentre algo que pueda ayudarte.
–No sé cómo pagarte el favor, Delia.
–Lo hago con gusto. Nunca vi a una pareja más enamorada.
–Gracias –replicó Stephanie–. Solo espero que no le haya pasado nada grave.
–Comprendo tu preocupación.
Stephanie se quedó más tranquila pensando que su excusa había convencido a todos.
Dos horas más tarde, el teléfono volvió a sonar.
–¿Stephanie? Soy Delia. Mi novio no pudo conseguir los nombres, pero averiguó el destino de los tres vuelos que salieron esa tarde. Uno a Los Ángeles, California. Otro a Vancouver, Columbia Británica. El último fue un jet privado de Vassalos Corporation, con destino a Atenas.
Stephanie sintió desvanecerse todas sus esperanzas. Ninguno de los aviones se había dirigido a Nueva York.
–Gracias por ayudarme, Delia. Eres un cielo. Dale también las gracias a tu novio de mi parte.
Stephanie colgó desconsolada. Dev la había mentido, ocultándole su verdadera identidad. Había usado un nombre falso. ¿Sería Dev algún apodo?
De una cosa estaba convencida: no era de Nueva York.
Se quedó pensativa. Había salido de Providenciales con demasiada urgencia. Si, de verdad, tenía tanta prisa, lo lógico era que hubiera tomado un medio de transporte privado.
Se dirigió al ordenador que tenía en el estudio y buscó «Vassalos, Grecia».
El primer enlace que apareció fue: Vassalos, Transportes Marítimos, Egnoussa, Grecia.
Averiguó que las Oinousses eran un pequeño archipiélago del mar Egeo, cerca de Turquía. Egnoussa, con una extensión de catorce kilómetros y apenas cuatrocientos habitantes, era la más poblada de las islas. Pero contaba con unas mansiones fabulosas donde residían los magnates del mundo naviero.
Su encuentro con Dev había sido algo inolvidable. Tenía un carisma muy especial y hablaba un inglés impecable. Pero, cuando pensaba en ello, se daba cuenta de que su acento no era neoyorquino.
¿Habría venido de una isla griega? Eso explicaría su afición por los deportes acuáticos.
¿Sería Egnoussa el lugar donde vivía? ¿Podría pertenecer a esa familia Vassalos tan importante? No sabía qué pensar, pero, cuanto más reflexionaba sobre ello, todo parecía encajar. Lo de tener el aspecto de un dios griego le sentaba como anillo al dedo.
Siguió buscando en Google y encontró más información. De Atenas a la isla de Chios se podía llegar en avión en muy poco tiempo. Una vez allí, un barco hacía el trayecto a Egnoussa en menos de una hora. En la isla, había solo un taxi y un hotel con doce habitaciones.
Comenzó a darle vueltas a la idea. Podía llevar algunas fotos que se había hecho con él y enseñárselas a alguien de la empresa de transportes a ver si lo conocía. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su bebé. Utilizaría sus ahorros para llegar hasta allí.
Llamó al médico para preguntarle si estaba en condiciones de volar. Él le dijo que sí, pero solo dentro de las veintiocho primeras semanas. No parecía haber, por tanto, ningún problema. Afortunadamente, tenía el pasaporte en regla. Antes de decidirse a pasar las vacaciones en el Caribe, había pensado ir con sus amigas a la Riviera Francesa o a la italiana y habían arreglado los pasaportes.
Tal vez no consiguiese nada yendo a Grecia, pero tenía que intentarlo. No podía seguir con esa duda atormentándola toda la vida. No quería hacer como su madre. Ella, al menos, podría decir a su hijo que había hecho todo lo humanamente posible para localizar al hombre que había dicho llamarse Dev Harris.
Su vida no iba a ser nada fácil de ahora en adelante. Tendría que decir a su jefe que estaba embarazada. Podría darse por satisfecha si conseguía que le diera un trabajo como recepcionista hasta que naciera su bebé. Si no, tendría que empezar a buscar otro trabajo cuando volviese de Grecia. Ahora tenía que ganar dinero suficiente, no solo para terminar de pagar la hipoteca, sino también para atender los gastos de su hijo.
28 de julio
Nikos llevaba dos semanas navegando con el Diomedes, pero esa tarde había atracado en el puerto deportivo de Egnoussa para repostar. Tan pronto como comprase algunas provisiones y alimentos, zarparía de nuevo. Aún necesitaba ayuda para desplazarse, pero había cambiado las muletas por un bastón que solo utilizaba cuando estaba muy cansado.
Yannis, su hombre de confianza, un marinero que llevaba más de cuarenta años al servicio de su familia, acababa de terminar las faenas de amarre cuando el padre de Nikos se acercó a ellos.
–¿Dónde has estado, Nikos?
–Donde he estado desde que me dieron el alta en el hospital, navegando por la costa.
Y tratando de rehabilitarse de su trastorno por estrés postraumático.
A pesar de la medicación que tomaba, había tenido dos episodios bastante severos. El médico le había dicho que irían remitiendo con el paso del tiempo, pero que podría llevarle meses o incluso años. De momento, Nikos había hecho del pequeño yate su casa. Una casa a la que nadie, excepto Yannis, tenía acceso.
Lo que su familia no sabía era que había estado con los afligidos padres de Kon. Y con Tassos, el hermano casado de Kon. Había hablado con él de muchas cosas.
Tassos era solo un año mayor que Nikos y vivía en Oinousses, una isla cerca de Egnoussa. Antes de la muerte de Kon, los tres habían estado muy unidos.
Tassos trabajaba en el departamento de ingeniería de una empresa petrolífera. Nikos y él habían estado hablando sobre la grave crisis financiera de Grecia y sobre el futuro del país.
–¡Llevo una hora llamándote por teléfono! ¿Por qué no me respondías? –dijo su padre algo molesto, desde el muelle.
–He estado comprando algunas cosas con Yannis. ¿Ocurre algo?
–Tienes una visita –respondió el padre, con gesto nervioso.
–Si se trata de Natasa, creo que estás perdiendo el tiempo.
–No, no es ella.
–No acierto a imaginar quién puede ser tan importante como para que te hayas tomado la molestia de venir a verme.
Los ojos del padre de Nikos, tan oscuros como los suyos, lo miraron detenidamente.
–¿Conoces a esta mujer? –preguntó su padre, sacando del bolsillo un par de fotos.
En una, estaba Stephanie con Nikos, los dos muy sonrientes, en la lancha de buceo. Angelo había tomado la foto. En la otra, aparecían abrazados en la playa, justo después de la puesta del sol. Con el vestido que ella llevaba, parecía un fruta dorada bajo las últimas luces del atardecer. Eso era lo que él le había dicho, entre otras cosas. Delia, la camarera del hotel, había sacado la foto.
–Deduzco que esta es la mujer que ha desplazado a Natasa de tus pensamientos. Cometiste una imprudencia dejándote fotografiar en el Caribe, estando aún en servicio activo –dijo su padre–. ¿Qué representa ella para ti, Nikos? Después de ver estas fotografías, creo que puede significar más de lo que me imaginaba. Tiene una belleza y una inocencia a flor de piel que podría engañar a cualquier hombre. Incluso a ti, hijo mío. Nunca has mirado a Natasa ni a ninguna otra mujer con los ojos con que miras a esa víbora. Admito que tiene una belleza diabólica, pero no deja de ser una víbora mercenaria, una mujer que conoce el precio de su belleza y que ha venido a atraparte. Después de lo que le pasó a Kon hace años, supongo que comprenderás que una extranjera que está de vacaciones en el Caribe solo puede ir buscando una cosa. No dejes que te atrape. Te conozco muy bien y sé que, si está embarazada, no es de ti sino de otro.
Las palabras de su padre cayeron en el corazón de Nikos como un cuchillo muy afilado. Recordó con dolor la tragedia de Kon. ¿Se repetiría con él la misma historia? ¡No era posible! Nadie podía saber quién era él en el Caribe. Nadie.
–¿Quieres decir que ha estado en la empresa? –dijo él, pasándose la mano por el pelo.
–Sí. Llegó en un taxi, se acercó al mostrador y solicitó hablar con el señor Vassalos. Cuando le enseñó las fotos a Ari, él me llamó por teléfono a casa. Le dije que la llevara a mi despacho. Te está esperando allí para hablar contigo.
Aún no podía creerlo. Eso no era propio de Stephanie. Hubiera jurado que ella estaba dispuesta a darle todo sin pedirle nada a cambio. Había confiado plenamente en ella. Le habría confiado su vida. Y ella a él. Sería terrible averiguar que se había equivocado con ella.
–¿Has llegado a algún tipo de compromiso con ella?
–Eso no es asunto tuyo, pero la respuesta es no –replicó él con aspereza.
Estaba desconcertado. La Stephanie que conocía y a la que había mandado aquellas gardenias, nunca habría intentado perseguirlo. Habría comprendido que aquello había sido una señal de despedida. ¿Cómo podía haberlo encontrado? ¿Era dinero lo que buscaba? Un embarazo accidental estaba descartado. Había tomado precauciones. Pero, como su padre había dicho, podía estar embarazada de otro hombre.
–No es de extrañar que hayas tratado a Natasa con tanta indiferencia. ¿Qué piensas hacer, hijo?
–Nada –respondió él, devolviéndole las fotos–. Dale instrucciones a Ari para que le diga que estoy fuera del país y que no volveré.
Nikos vio un destello de satisfacción iluminando la mirada de su padre. Aún seguía alimentando la esperanza de que Natasa y él llegaran a casarse muy pronto.
–No te preocupes. Yo me encargaré de ella.
Stephanie se sentó en la silla, preguntándose si valdría la pena todo lo que estaba haciendo. Había visto la cara de contrariedad en la mirada del recepcionista cuando le enseñó las fotos.
El hombre había hecho una llamada, hablando algo en griego que ella no había podido entender. Luego la había llevado al despacho en el que se encontraba ahora y le había dicho que kyrie Vassalos llegaría en pocos minutos.
Miró a su alrededor. Las paredes estaban llenas de fotos de barcos de todo tipo. Parecía casi un museo naval.
Pensó que aquel largo viaje había sido en vano. ¿Qué sentido tenía tratar de localizar a un hombre que no quería que lo encontrara? Pero una voz interior le dijo que tenía el derecho y el deber de informarle de que iba a tener un hijo.
Llevaba ya esperando una hora. Estaba convencida de que le iban a decir que estaba en paradero desconocido. En ese caso, se marcharía de Egnoussa sin volver la vista atrás. Ahora ya sabía que él era un miembro de la familia Vassalos. Eso era todo lo que su hijo necesitaría saber.
Pasaron otros diez minutos. No podía quedarse allí sentada por más tiempo. Decidió ir a decirle al hombre de la recepción que volvería más tarde. Hacía muy buen tiempo. Unos treinta grados. Podría dar un paseo por el puerto.
Cuando se levantaba para salir, el hombre de la recepción entró en el despacho.
–¿Señorita Walsh? Siento la tardanza. Parece que kyrie Vassalos se encuentra fuera del país y no se sabe cuándo volverá. Lo siento –dijo el hombre, devolviéndole las fotografías.
Todo era tal como se había imaginado. Pensó dejar una tarjeta de la agencia de viajes Crystal River Water Tours donde ella trabajaba, pero cambió de opinión en el último momento.
–Gracias por su tiempo.
–De nada, señorita –dijo el hombre con una sonrisa irónica.
Se guardó las fotos en el bolso, salió del despacho y se dirigió a la salida del edificio. Si se daba prisa, aun tendría tiempo de tomar el próximo barco a Chios. Después de todo, el viaje no había sido en vano. Había hecho lo que debía hacer por su hijo. Y eso era lo único que importaba.
Se dirigió hacia el puerto por las pintorescas calles pavimentadas con losas, contemplando las mansiones techadas con tejas al estilo arquitectónico de la isla del Egeo.
Al llegar al muelle, se sentó en un banco a tomar un poco el sol. La isla era un verdadero paraíso. De ahí debía de haberle venido a Dev su gran afición por el mar y el buceo.
¿Sería un playboy? ¿O, tal vez, un magnate que buscaba diversión en cualquier parte del mundo? No sabía nada de él. Podría incluso estar casado y tener hijos.
Se estremeció solo de pensarlo. Si fuera así, nunca se perdonaría haberse acostado con el marido de otra mujer. Su esposa habría sufrido mucho en caso de haber visto su tarjeta de la agencia de viajes. Se alegró de no haberla dejado.
Sintió náuseas al pensarlo. Sacó un sándwich y una botella de agua del bolso. El médico le había dicho que tenía que comer con regularidad. Tenía hambre. Cosa rara en ella.
Cuando terminó el sándwich, sacó una bolsa de uvas que había comprado en un mercado de frutas. Llevada por un impulso, le ofreció algunas a la anciana que acaba de sentarse a su lado.
–Gracias –dijo la mujer.
–Por favor, tome más si le apetece.
Ella asintió con la cabeza.
–¿Es usted turista?
–No –respondió Stephanie–. He venido a ver a una persona, pero no estaba en la isla.
–¡Ah! Yo estoy esperando a una amiga.
–¿Vive usted aquí?
–Sí.
–¿Conoce a la familia Vassalos?
–¡Y quién no! Ese de ahí es uno de sus barcos –dijo la mujer, señalando a un hermoso yate blanco de trece a quince metros de eslora, atracado en el puerto–. ¿Por qué lo pregunta?
–He venido a ver a su hijo.
–Tienen dos hijos. Uno trabaja aquí. Al otro, nunca lo he visto. Está siempre fuera.
Stephanie se puso de pie. Tal vez no estuviera todo perdido.
–Me alegro de haber hablado con usted. Puede quedarse con las uvas. Creo que me voy a dar una vuelta por aquí hasta que llegue mi barco.
Sin perder un segundo, se dirigió al yate. Tal vez alguno de los tripulantes pudiera decirle dónde localizar a Dev. Había hecho un viaje tan largo...
Al acercarse un poco más, vio que se trataba de un yate de lujo, dotado de las últimas tecnologías. Ese tipo de embarcaciones que veía de vez en cuando en las aguas de Florida.
Pero no vio a nadie a bordo.
–¿Hola? ¿Hay alguien por ahí? –preguntó ella en voz alta.
No obtuvo ninguna respuesta.
Vio unas tumbonas en la cubierta y, un poco más allá, junto a la popa, unos esquís acuáticos, una cuerda y... un equipo de buceo. Le dio un vuelco al corazón al verlo.
Llamó de nuevo. Pero nadie le respondió. El barco con destino a Chios aún no estaba a la vista, así que decidió esperar un poco más por si aparecía alguien.
Se sentó en el espigón del muelle mirando al mar.
Al cabo de unos minutos, vio el barco a lo lejos, dirigiéndose a la bocana del puerto.
Era hora de irse. Había llegado al final de su viaje. Con la cabeza gacha, se dirigió a la zona de embarque. Chocó entonces contra un cuerpo masculino, duro como una roca. Sintió, al instante, unas manos agarrándola con fuerza para evitar que se cayera.
Creyó reconocer el tacto de esas manos a través de la blusa. Pero, cuando levantó la cabeza, no vio nada familiar en los brillantes ojos negros que la contemplaban como si ella fuera un extraterrestre.
–Dev...
Sí. Era él. Pero estaba tan cambiado y tenía una expresión tan amenazadora que no podía creer que fuera el mismo que había estado con ella en el Caribe. Él la soltó como si se tratara de un hierro al rojo vivo y siguió caminando.
–¡Dev! –exclamó ella, llamándolo a gritos–. ¿Por qué no me saludas? ¿Qué te ha pasado?
Él siguió caminando, sin volver la cabeza.
Aquella tarde, cuando ella leyó la nota de las gardenias, pensó que nunca podría sentir un dolor semejante. Pero se había equivocado. El dolor que sentía ahora parecía llegarle hasta la médula de los huesos.
«Déjalo que se vaya, Stephanie. Déjalo que se vaya», le dijo una voz interior.
Se dio la vuelta y siguió su camino, alejándose de él.
Cuando estaba ya cerca de la puerta de embarque, oyó su voz profunda llamándola.
–¡Stephanie! ¡Vuelve!
Ella giró la cabeza y lo miró por encima del hombro.
–Cuando te fuiste del Caribe con tanta prisa, me quedé preocupada por si estabas enfermo, pero veo que te encuentras bien. No te preocupes, ya me voy, no volveré a molestarte.
–Vuelve, Stephanie. Vuelve o me veré obligado a ir a por ti.
Con el corazón desbocado, se dirigió hacia él. Cuando llegó a su altura, sintió que le fallaban las piernas. Él la ayudó a subir al yate y a sentarse en uno de los bancos de la cubierta.
A pesar de su aspecto melancólico, estaba increíblemente atractivo. Aunque había perdido peso. Llevaba unos pantalones cargo blancos y una camiseta gris de cuello redondo. Tenía el pelo más largo. Un pelo negro, ligeramente ondulado, que hacía juego con su tez bronceada.
Él se apoyó contra un costado del barco, agarrándose al borde de la cubierta con las piernas abiertas. Esas mismas piernas que ella había envuelto alrededor de la suyas, tanto bajo el agua como en la cama. Pero se le veía demacrado, como si estuviese enfermo. Ella había acertado en dos cosas: se había marchado del Caribe por alguna urgencia y era griego de los pies a la cabeza.
–He oído que te presentaste en las oficinas de la empresa, pero nunca pensé que te encontraría en el Diomedes. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Ya te lo he dicho. Después de los días tan felices que pasamos juntos, te fuiste tan de prisa que temí que hubiera podido sucederte algo malo. Y... necesitaba verlo por mí misma.
–Pensé que te lo había dejado todo claro con la tarjeta que te envié con las flores.
–Ya, pero aún así, pensé que podía haber algo más.
–Te lo preguntaré de nuevo. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Vine a Grecia para verte, pero me dijeron que estabas de viaje de negocios. El hombre de la recepción no me dio más información, por eso estaba tratando de encontrar a alguien que pudiera darme una pista de dónde estabas. Pero no vi a nadie.
–Sin embargo, a pesar de ello, te quedaste esperando. ¿Tan desesperada estabas? Me sorprende que no hayas venido antes.
¿Desesperada? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Cómo podía haberse convertido en una persona tan diferente en solo unas semanas? Una cosa era que no quisiera volver a verla y otra muy distinta que se comportase como si la odiara. Trató de conservar la calma.
–Me habría presentado aquí al día siguiente, si hubiera sabido dónde vivías. Pero la nota que me dejaste no decía dónde podía encontrarte.
–Fue un descuido por mi parte –replicó con sarcasmo–. Tengo que admitir que me sorprende que usaras esa excusa para ocultar quién eres realmente.
–¿Y quién soy realmente? –preguntó ella, alzando la barbilla–. Allí, en el Caribe, yo tampoco sabía quién eras tú. Me dijiste que te llamabas Dev Harris y que trabajabas en una empresa de exportación de Nueva York. Pero eras un submarinista consumado. A tu lado, Angelo, el monitor, parecía un principiante.
Dev clavó su mirada en ella. Sus ojos de azabache parecían más sombríos que nunca.
–Tú también hiciste muy bien tu papel de seductora.
–¿Seductora? No sé de qué me estás hablando.
–Vamos, Stephanie. El juego ha terminado. No creo que tu trabajo te permita viajar por medio mundo si no es con un objetivo claro. Sin embargo, tengo que admitir que desempeñaste tu papel con mucha maestría. Tuve suerte de poder librarme de ti a tiempo.
–¿A tiempo de qué? –preguntó ella, deseando no comprender el alcance de unas palabras tan ofensivas–. Es curioso que tú digas eso. Yo fui la que debí haberme ido antes de allí.
–Y ahora tienes problemas, ¿verdad?
–Sí –respondió ella en voz baja, sin pestañear.
Un problema que vendría envuelto en una mantilla de bebé, acompañado de un biberón, entre otras cosas, pensó ella.
–Así que has venido aquí para continuar lo que dejaste, ¿no es así?
Ella tragó saliva. No entendía por qué le decía esas cosas. No era el mismo Dev que conocía, pero, si dejaba que siguiera hablando, tal vez conseguiría saber lo que estaba pasando.
–Solo si aún me deseas.
–Es una proposición interesante. ¿Por qué no haces algo para que... te desee? –dijo él, arrastrando las palabras–. Si puedes lograr esa proeza, dejaré que tú misma marques el precio.
–¿De qué precio estás hablando? –exclamó ella sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
Dev entornó la mirada hasta casi convertir sus ojos en estrechas rendijas negras.
–De una forma u otra, el dinero es la única razón por la que estás aquí.
–¿Eso crees?
A pesar de su crueldad, sus insultos le daban fuerzas para seguir con el objetivo que le había llevado hasta allí. Lo que más deseaba era llegar al fondo de aquella pesadilla. Se acercó a él y le pasó los brazos alrededor del cuello.
–Te he echado de menos –susurró ella, besándolo en los labios–. No sabes cuánto.