Morir de pie. Última confesión de Emiliano Zapata - Pedro J. Fernández - E-Book

Morir de pie. Última confesión de Emiliano Zapata E-Book

Pedro J. Fernández

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Beschreibung

CAMPESINO, REVOLUCIONARIO, CAUDILLO MUERTO Pocos personajes en la historia de México han sido tan fieles a sus principios como Emiliano Zapata Salazar, el incansable luchador que buscaba la justicia social, la libertad, la igualdad y la devolución de la tierra a sus legítimos dueños. Antes de morir en Chinameca en 1919, asesinado por órdenes de Venustiano Carranza, el Atila del Sur recuerda su infancia en Anenecuilco, su amistad con el yerno de Porfirio Díaz, su participación en la Revolución al mando del Ejército Libertador del Sur, sus noches con su querida Josefa Espejo y sus desacuerdos con Francisco I. Madero, quien fuera su padrino de boda. Pedro J. Fernández nos muestra en esta novela el alma del más idealista de los revolucionarios. Desmitificar a los héroes —seres humanos que dudaron y lloraron, que amaron a sus hijos, a sus padres y a sus hermanos— es otra manera de honrarlos. ¡Que viva Zapata! "¡Que no termine la lucha agraria! ¡Que se abran las gargantas y se escuche el clamor: tierra y libertad; la tierra es de quien la trabaja!"

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A Andoni, por supuesto.

También a Mónica Farrera, a Javier Fernández,

a Jorge y Moisés Quintanilla, a Juan Pablo González,

a Alejandro Xoconostle, a Bernardo Valladares,

a Diego Méndez, a Rodrigo González y a Gonzalo Maldonado.

Ayudad, pues, a la Revolución. Traed vuestro contingente, grande o pequeño, no importa cómo, pero traedlo. Cumplid con vuestro deber y seréis dignos; defended vuestro derecho y seréis fuertes, y sacrificaos si fuere necesario, que después la patria se alzará satisfecha sobre su pedestal inconmovible y dejará caer sobre vuestra tumba un puñado de rosas.

Manifiesto a la nación del

general Emiliano Zapata, octubre de 1913

La cuestión agraria es de tan alta importancia, que considero debe estar por encima de la alta justicia, por encima de esa justicia de reivindicaciones y de averiguaciones de lo que haya en el fondo de los despojos cometidos contra los pueblos. No pueden las clases proletarias esperar procedimientos judiciales dilatados para averiguar los despojos y las usurpaciones, casi siempre prescritos; debemos cerrar los ojos ante la necesidad, no tocar por ahora esas cuestiones jurídicas, y concretarnos a procurar tener la tierra que se necesita.

Discurso a la Cámara de Diputados,

pronunciado por Luis Cabrera en diciembre de 1912

Voy a decir verdades amargas, pero nada expresaré a usted que no sea cierto, justo y honradamente dicho.

EMILIANO ZAPATA

Querido lector:

A CIEN AÑOS DE SU MUERTE y ciento cuarenta de su nacimiento, este “Año de Zapata” debemos reconocer el legado revolucionario e ideológico del caudillo en la construcción del México moderno y la lucha agraria. Su Plan de Ayala fue uno de los pilares de la lucha armada y de la Constitución de 1917, y sus exigencias permanecen vigentes en este México herido.

Quise dar voz a uno de nuestros héroes nacionales para ir más allá de la acartonada figura que suele ilustrarse en los eventos oficiales, y retratar al hombre más allá del mito, al hijo, al padre y al mexicano que defendió sus ideales hasta la muerte, que amó desmesuradamente la tierra y que enfrentó batallas con gran habilidad sin saber cuál sería el resultado. Creo que dejar de idealizar a nuestras figuras históricas nos ayudará a comprender su verdadera grandeza.

Espero, lector, que la siguiente historia te lleve a una reflexión sobre qué fue aquella lucha armada que marcó los primeros años del México del siglo XX, y de los hombres y las mujeres que nos dieron patria.

Debo advertirte que esta novela no está escrita de forma cronológica, por lo que he decidido acompañar el libro con una breve cronología con la historia de Emiliano Zapata y la Revolución mexicana.

Así pues, a un siglo de la lamentable desaparición de uno de los personajes más significativos de la historia de América Latina, sólo puedo decir: ¡Zapata vive!

PEDRO J. FERNÁNDEZ

Ciudad de México,

6 de febrero de 2019

Ce

1919

I

DECÍA MI MAMÁ que el mundo está lleno de umbrales, aunque no siempre podamos verlos; en los espejos, en las nubes, en los templos y hasta en el propio cuerpo.

Al cruzar el primero del mundo, dejas de estar en el más allá y de trancazo existes, conoces el frío. La luz te ciega y te arrancan del seno materno para que conozcas la vida. Por eso la primera reacción de todo hombre al nacer es el llanto.

A mí me pasó en Anenecuilco, según dicen, un 8 de agosto de 1879.

No hubo signos maravillosos que predijeran mi llegada a este mundo, ni viejas matronas que soñaran con mi nacimiento; tampoco apareció en oráculos ni en escritos proféticos. Como el noveno hijo de la familia, mis padres, Gabriel Zapata y Cleofas Salazar, esperaban que mi parto fuera igual a los otros. Imagino que en cuanto empezaron los dolores mis hermanos encendieron velas al Señor de Anenecuilco y fueron a buscar a las parteras; mientras mi madre se ponía de cuclillas para pujar, como era costumbre en el pueblo.

Así, en medio del dolor, traspasé el umbral.

Después de horas de intensa agonía y tras el sano alumbramiento los rezos que habían llenado el silencio se convirtieron en cantos a la vida y a la Virgen, y se abrieron muchas botellas de aguardiente para celebrar mi nacimiento.

Ellos no sabían que mi destino estaba sellado desde aquel día, pues mi alma venía hecha de tierra y agua, pero, sobre todo, de pólvora que encontraría el fuego necesario para hacer arder a México.

También crucé un umbral cuando fui bautizado en la iglesia del pueblo, y años después, para tomar el cuerpo y la sangre de Cristo por primera vez, aunque los misticismos mejor se los dejo a las viudas supersticiosas y, sobre todo, a los curitas caprichosos que bastante han ayudado a que el jodido no se levante del polvo.

Bienaventurado el paraíso de los ignorantes, porque son esclavos de la tiranía… No, mi religión es otra. Como siempre he dicho: si no hay justicia para el pueblo que no haya paz para el gobierno.

Fueron ellos, los del gobierno, los que empezaron este borlote... Yo, quien decidió que era tiempo de mandar todo al carajo.

II

Hace unos días, en abril de 1919, crucé otro umbral para entrevistarme con Jesús Guajardo. Esta vez en una casa, o mejor dicho, un cuarto de Tenancingo, en el Estado de México. Las paredes estaban desnudas como el hueso blanqueado, con cuarteaduras desde el techo hasta el piso, como arañas negras impregnadas en el yeso. Recuerdo una luz gris que entraba por la ventana.

Guajardo me vio y se levantó de la silla. Se veía como un catrín pazguato, muy delgado y de ojos como el color de la ceniza de un cigarro a medio apagar. Le temblaba tanto el labio inferior que le era imposible esconder su nerviosismo.

Tenía, a lo mucho, treinta años el escuincle.

—Mi general Zapata, recibí la nota que me hizo llegar. Vengo a ponerme a sus órdenes —exclamó como un autómata que ha ensayado muy bien sus líneas.

Lo miré de arriba abajo; le quedaba grande el uniforme y llevaba las botas llenas de lodo. Eso sí, se había puesto harta cera en el bigote para que le quedara a la usanza de la capital.

Chupé el puro que llevaba en la boca y solté, con desprecio, una bocanada de humo.

—Y usté, ¿qué dijo? Este tarugo ya cayó, ¿no? —respondí—. Si a leguas se ve que sigue obedeciendo las órdenes del general Pablo González. Mire nomás, todavía trae el uniforme de los federales; y la meritita verdá, pos sí me interesa que se una a mis filas, pero pos no me fío de usté… Trae las manos muy manchadas de sangre.

—Mi general, si usted mandó esa nota a la cantina donde yo estaba, sabe bien que no estoy contento con las decisiones militares que ha tomado el general González y cuantimenos que el viejo barbas de chivo del presidente Carranza. Mis hombres y yo estamos con usted y su lucha agraria. Estamos cansados de tanta matazón y creemos que juntos podemos llegar a la victoria.

Un discurso conmovedor, sin duda, pero ridículo. Parecía hecho para darme la razón, y, además, nunca he confiado en los hombres que tropiezan las palabras. De adulados está lleno el camposanto.

—Mire, mejor regrésese a Morelos y no vuelva a aparecerse por aquí, porque en una de ésas no me agarra tan de buenas y le mando meter una bala por… donde más le duela. Tiene la boca muy grande, y la... reputación muy chiquita, señor Guajardo. Usté todavía juega a la guerra, cuando le tiene miedo a la vida.

Me encaminé a la entrada, con la intención de terminar de fumarme mi puro lejos de ahí. Cuando escuché la voz desesperada de Guajardo.

—¡No se vaya! Que si me devuelvo para el campamento y el general González se entera que estuve aquí con usted, me manda fusilar por traidor.

Me volví para verlo. Los dedos de sus manos no se podían estar quietos; respiraba muy rápido y tenía los ojos húmedos, aunque no lloraba. Sólo mostraba su cobardía.

—¡Tengo armas! —continuó—, muchísimas armas para que reinicie la lucha… parque también… y hombres que quieren luchar. Puede volver a armar a su ejército y recuperar Cuernavaca... Comenzar otra vez el reparto de tierras. Por lo que más quiera, escúcheme. Usted sí es hombre, no como los federales a los que he servido. Conoce los crímenes de los González, no se los tengo que repetir.

Me llevé el puro a la boca.

—Habla… —exclamé, en medio de una nube de humo.

—Ese maldito de Carranza… le tiene miedo a usted, porque la gente lo sigue y lo escucha. Porque no se ha vendido a su gobierno, ni a los gringos, ni a los alemanes, ni a los rusos. Su lucha, don Emiliano, no tiene precio… Yo quiero ser parte de ella. ¡Hasta la victoria con mi general Zapata!

—¡O hasta su chingada madre, Guajardo! —lo interrumpí—. Mire, los halagos se los deja a los muertos que no hicieron un carajo en vida, porque entre los vivos nos hablamos claro… Así, derechito se lo digo y escúcheme bien: no confío en usté, pero me interesan las armas; así que le voy a pedir una cosa para probar su lealtad y no se la voy a repetir.

—¡A sus órdenes!

—A ver, pele bien la oreja: si quiere ser parte del Ejército Libertador del Sur, va y me chinga a Victorino Bárcenas. Luego me lo arresta a él y a todos sus hombres. No me ha dejado en paz en los últimos meses y necesito quitármelo de encima para seguir la lucha.

Vi a Guajardo tragar saliva.

—¿A… Bárcenas? Pero es un militar muy capaz… muy bueno en el campo de batalla, sus hombres lo respetan. Además, siempre está cerca del general González… No creo que se pueda.

—¿Está usté tan tarugo que tiene que repetir las órdenes que le estoy dando? Va, se chinga a Bárcenas y luego vuelve. A ver si tiene los tamaños necesarios para luchar a mi lado.

Torpe, asintió en silencio; aunque tenía la cara descompuesta. Lo dejé ahí, carraspeando como un animal moribundo, y salí de aquel cuarto. Por un rato anduve sorteando las piedras del camino, mientras terminaba de fumar el puro, y mis hombres agarraban el valor para preguntarme cuál era mi plan.

Cuando al fin lo hicieron, ya casi llegando a la plaza del pueblo, me fui, como quien dice, por la tangente:

—¿Verdá que ya no hacen a los mexicanos como antes? Se nos están acabando los hombres con arrojo...

Y ellos no entendieron un carajo, pero siguieron caminando conmigo; soplaba un viento cargado de bochorno húmedo.

En silencio recorrí la plaza del pueblo, mientras cavilaba.

No sé cuántas veces me sentí igual, solo; pero digo solo mientras estaba rodeado de gente; solo con mis muertos, con los campos de batalla ensangrentados en la memoria y el trueno de las pistolas; solo con la idea de la Revolución dándome vueltas en la cabeza, y los dos grandes umbrales: la guerra y la muerte.

Y es que la Revolución en México es un juego de cuidarse las espaldas de los amigos, anticiparse a las traiciones usando la inteligencia como un método premonitorio, y explotando la habilidad de conseguir armas para ganar o perder plazas; matar y morir por el bien de la patria (o por el de uno mismo).

Fui hasta la casa que usábamos como cuartel general y agité la mano derecha para espantar a las moscas que zumbaban cerca de la entrada. Me dejé envolver por el humo del fogón; sin duda en la cocina ya se estaban preparando para la comida.

¡Y yo con esa mentada hambre!

A veces no sé qué me da por no desayunar… Será, supongo, por recordar el hambre que vi en mi niñez, en mi querido Anenecuilco.

No sé, será por eso.

Cuando entré al cuarto que hacía de cocina, no encontré cortinajes en las ventanas, ni muebles fastuosos, sino tres formas de mujer con faldas largas ceñidas a la cintura y con remiendos en la tela a lo largo de la caída, trenzas mezcladas con listones verdes y blusas de algodón que me dejaban adivinar tres pares de senos morenos y, en cierta medida, castos.

Ahí me quedé, recargado en el dintel, dándole las últimas chupadas a mi puro, mientras ellas movían las caderas para hacer pulpa chiles en el molcajete, preparar las tortillas con las palmas de sus manos y usar una cuchara de madera para darle vuelta a los frijoles que tenían en la lumbre. Hubiera dado lo que fuera por un buen caldo de gallina, pero no teníamos con qué.

Dejé caer el puro y lo pisé con la punta de mi bota. Decidí aventurarme al comal y robarme una tortilla calientita para hacerme un taco con sal.

Haciendo tiempo mientras llegaba la hora de comer descubrí que mi hambre no era sólo de caldo de guajolote.

Las mujeres siguieron moviendo las caderas mientras preparaban los frijoles.

Esa tarde, mis hombres y yo nos sentamos en los petates y nos comimos un buen plato de frijoles, cocinados lentamente en manteca de cerdo y hojas de epazote en una cazuela de barro. Prácticamente los últimos que nos quedaban en el almacén de comida, y que, yo decidí, eran para todos. ¿Por qué iba yo a comer algo diferente a mis hombres? La lucha armada no es para que los generales busquen la gloria o la comodidad. Ésta no es una guerra de ricos o de pobres, sino para que todos jalemos parejo.

Ahí sentados, hombres y mujeres de diferentes rangos y edades querían saber de mi reunión de mediodía. Hice el plato a un lado; todas las miradas estaban puestas sobre mí:

—El mentado Guajardo nunca luchará contra uno de los hombres de Pablo González. Lo único que hice fue ponerlo entre la espada y la pared; a ver si de una buena vez se decide a estar con mi ejército o con el de los contras. Bastante cansado estoy ya de la destrucción y la muerte que causa González día y noche.

—¿Y si no regresa? —me preguntó una coronela de melena negra que apodábamos Lupe, la veloz.

—Pos me deshice del cabrón por la buenas…

Y era cierto, lo había mandado lejos con la idea de no volver a encontrarlo, pero aquello no resolvía mi problema. Mi ejército estaba diezmado, apenas si nos quedaban armas, y las balas que teníamos no alcanzaban ni para media batalla. ¡Ni qué hablar de la moral de mis hombres!

Ellos rieron por mis palabras, pero sabía que estaban rotos por dentro.

Ansiaba… no, más bien necesitaba recuperar Morelos, Anenecuilco y Cuernavaca, y de ahí planear el derrocamiento de Venustiano Carranza. ¿Me apoyaría en Pancho Villa? Sí, lo estaba considerando como una posibilidad; mientras más pelados fuéramos, sería más fácil apoderarnos de la capital. Otra vez.

Lo discutimos todos con un segundo plato de frijoles, que acompañamos con las tortillas que nos hizo doña Elena.

Por la tarde fui hasta el cuarto que me servía de dormitorio y me senté junto a una ventana. Me serví una copa de coñac, que más que llenarme de ideas sobre mi futuro militar, me sumergió en el típico estado melancólico en que uno no es amo de sus recuerdos, sino que éstos corren libremente por la cabeza.

Me acordé, por ejemplo, de cuando conocí a Porfirio Díaz, allá en la casa de su yerno, de los juegos enrevesados de canicas que mi hermano Eufemio y yo practicábamos cuando éramos niños y de todas las ocasiones en que Josefita y yo habíamos dado rienda suelta a la pasión que sentíamos entre nosotros.

¡Ay, mi pobre esposa! Desde que nos fuimos a Cuernavaca y luego huimos al Estado de México, la tengo de un lado para el otro, siempre escondida para que mis enemigos no la arresten y la ajusticien por algo que yo hice…

Pensando en ella, y en otros recuerdos, sentí unos dulces labios sobre mi mejilla, y sonreí… Lupe, la veloz, se me había metido al cuarto sin que yo me diera cuenta, y así, sin más, había comenzado a desabotonarme la camisa. Su apodo no se debía a que ella fuera muy rápida en hacer las cosas, sino todo lo contrario, y en ese momento disfrutaba sus manos acercándose a mi pelvis.

Antes de que cayera la noche, cerré las cortinas y ahuyenté los recuerdos rancios con mis besos húmedos sobre la piel de aquella mujer. Ella, dócil como el agua, y yo firme como la tierra de Anenecuilco.

Luego, cuando cayó la noche azul y cerré los ojos, vi calaveras de jade brotar de las buganvilias muertas. Y es que los sueños también son umbrales a tiempos diferentes y circulares que lo vuelven a uno clarividente, a mundos tan ajenos que parecen construidos con nácar y mármol, a lugares tan lejanos como la pirámide de Cholula o el puerto de Tampico.

Así la noche mexicana se convierte en un umbral mágico imposible de describir. El día, en otro.

III

La verdá es que no pude olvidar a Guajardo con el paso de los días. Al contrario, me lo imaginaba muerto de miedo sin saber si prometerme más armas o de plano ir con el general Pablo González, como perro con la cola entre las patas, a decirle: “¿Sabe qué? No pude ganarme la confianza de Zapata. Encuentre otra forma de deshacerse de él”.

No deseaba su muerte, pero me hubiera hecho muy feliz pasarlo por las armas y verlo desmoronarse sin vida junto al paredón de fusilamiento.

Fui tonto, menosprecié a Guajardo. Olvidé que en México la guerra es un umbral que transforma a los hombres. Un cobarde puede volverse un dictador feroz, un hombre orgulloso tiembla al momento de disparar un revólver, y un valiente orador suele encontrar el miedo a la hora de probar sus palabras.

Así, aunque mi primera impresión de Guajardo era que se trataba de un iluso cobarde, pronto me llegaron noticias que cambiaron mi percepción de él. A través de una carta que me envió, y que luego pude comprobar por las noticias que llegaban al pueblo, me enteré de que Jesús Guajardo había resultado más cabrón que bonito, y había atacado Jonacatepec, donde acampaban los hombres de Bárcenas.

Corrió la sangre y tronó la pólvora.

En cuestión de unas horas había dominado el terreno, haciendo prisioneros a cuarenta y nueve soldados federales y al propio Victorino Bárcenas. Luego, por iniciativa propia, Guajardo ordenó el fusilamiento de los prisioneros, quienes uno a uno fueron atravesados por las balas, cayendo como muñecos de trapo.

En resumen, el precio de su lealtad fue de cuarenta y nueve vidas… Cuarenta y nueve pelados federales. Y si no fueron cincuenta se debió a que perdonó a Bárcenas.

No lo salvó, ni tampoco le hizo un flaco favor al dejarlo con vida. Quería entregármelo como un sacerdote mexica ofrece un corazón sangriento a su dios; aquella era una ofrenda de paz, pero también un sacrificio con un tufo a muerte.

Yo, todavía receloso de aquella situación, mandé a dos de mis hombres a comprobar que todo lo que se me había dicho fuera verdá. Y ellos regresaron un par de días después con descripciones de cómo lucía el campo de batalla, lleno de manchas sangrientas, cadáveres desnudos y uniformes desgarrados; hablaron de pasto quemado y cañones humeantes. Describieron la muerte sin hacerlo.

Guajardo, por su parte, me escribió una carta larga, en la que, con urgencia, me pedía una fecha para que lo incorporara a mi ejército, ya que, además de las armas que me había prometido, aseguraba tener catorce mil cartuchos.

Yo la leí en mi cuartito de paredes cuarteadas y ahí mero le escribí la respuesta. Me temblaba la pluma mientras la sumergía en el pote de tinta… ¡Catorce mil cartuchos! Más que suficientes para infundirle temor a Carranza y voltear las reglas del juego a mi favor.

Le respondí a Guajardo que viniera al pueblo, que me entregara todo lo que tenía, y que podría incorporar a todos sus hombres.

¡Yo ya no veía el fin de la mentada lucha! Con las armas y mi experiencia podría conseguir justicia para los espíritus de mis antepasados, ya en otro umbral de la existencia.

Cuando terminé la carta, hice que me trajeran la caja de latón que siempre me acompañaba. Sólo acaricié los bordes filosos y la textura metálica de la cerradura. Sabía los secretos que escondía: el fuego que encendía mi alma y me inspiraba a seguir luchando por la tierra, por mi pueblo y por la patria.

Dentro estaba mi mayor secreto.

No la abrí; la dejé a un lado preguntándome cuántos fantasmas había dentro, y cuántos hombres habrían de morir antes de que no me causara dolor abrir la mentada tapa.

Levanté el puro del cenicero y me lo llevé a la boca. Sólo entonces comprendí que se había apagado. Estaba yo bastante cansado de esconderme en Tenancingo cuando podría estar luchando por la tierra y la libertad de los pueblos de Morelos.

¿Cuántos años llevaba ya en esto? Ocho. No, más bien nueve… Acababa de cumplir nueve años de arriesgar la vida por un México mejor, por la tierra y por la libertad.

Un país no merece tanta guerra para encontrar la paz. Mucho menos éste.

IV

En el Estado de México las mañanas se despiertan con ventiscas poderosas, aun en pleno abril; levantan hojas y remueven el polvo de las calles sin pavimentar. A veces se meten a las iglesias hasta cubrir a los santos, y otras ayudan a que las palomas vuelen más alto.

—¿Ya vio, general? —me preguntó Agustín Cortés, uno de mis ayudantes más fieles, mientras señalaba el cielo con su dedo índice—. ¿Qué le dije? Que hoy sí nos iba a llover. Las tormentas de abril son rete famosas en todo el estado. Uno nomás oye el trueno, y así, al ratito, ya todas las calles son ríos de mugre y granizo… Y no hay nada que hacer.

—Así es la guerra —respondí—. Te atacan en cualquier chico rato y si no te defiendes, también corren ríos de sangre y muerte, y ya no hay nada que hacer.

Agustín me ha de haber oído apesadumbrado. Estábamos sentados en la plaza del pueblo y aprovechó mis palabras para sentarse un poco más cerca.

Por allá jugaban unos niños con un trompo de madera, y más cerca, dos jóvenes casaderas y de buena familia caminaban con el paso apretado, seguramente con miedo de que los revolucionarios les fueran a hacer algo.

¡Ridículas! No saben que la comodidad es el mayor enemigo de la Revolución.

—¿Ya tiene noticias del Guajardo ese? No se fíe, mi general. Una cosa es que ya no esté con el general Pablo González y otra que sea leal a usted. ¡Ya sabe cómo está la cosa! Cada uno jala agua para su molino, mientras los pozos de la patria se secan. En tiempos de don Porfirio…

—Ni me hables del tirano ese —murmuré.

—… los hombres eran un poco más leales. Claro, a don Porfirio, pero leales al fin y al cabo. No que ahora… ¡Ya quisiera el señor Carranza ser la mitad de hombre que don Porfirio o que usté mero!

—¿No quieres saber mejor lo que decía la última carta que me envió Jesús Guajardo? El barbas de chivo me tiene hasta la coronilla.

—Ándele, mi general, cuénteme todo el borlote que se traen con eso de que no quiso venir hasta acá… O más bien, no quiso obedecerlo. Digo, porque quiere servir bajo sus órdenes y a la primera siente que se manda solo.

Hice una mueca. Agustín tenía un talento muy particular, el de sacarme de mis casillas a la mínima intención. Si no fuera porque es un buen amigo, y un valiente soldado, hace mucho que lo hubiera mandado a su casa a estar con su mujer.

—Está mejor en Chinameca. Tiene control de la plaza; allá tiene a Bárcenas y las armas que me va a entregar. De todas maneras me mandó un caballo alazán que se llama As de Oros. Mañana salimos a reunirnos con él. Partimos por la tarde…

Espero que me vaya mejor que hace unos años, cuando las tropas de Porfirio Díaz quisieron emboscarme ahí mismo; desde entonces le traigo ojeriza a Chinameca.

Agustín asintió.

—¿Sabe qué le digo, mi general? Se me hace que sí nos va a llover. Yo que usted me andaba con cuidado estos días; luego no se siente lo duro, sino lo tupido.

Mi respuesta fue una mirada de reproche que él entendió muy bien, porque se quedó callado el resto de la tarde.

Lo curioso fue que esa noche me arrulló el tormentón que azotó el pueblo y que sí dejó ríos de mugre y granizo… tal como había dicho Agustín.

V

Partimos según lo estipulado.

¡Qué magnífico es recorrer los campos de México! Se mezclan los terrones con el pasto que crece salvaje, el musgo que se adhiere a las rocas sin forma y las vetas que crecen en robles y ahuehuetes. Montado sobre mi caballo, dejé atrás Tenancingo y me dirigí a la hacienda de Chinameca, escoltado por cien hombres, en una caravana en la que también nos acompañaban algunas soldaderas.

Iba montado sobre el As de Oros, con mi sombrero de charro; el bochorno se me metía hasta los huesos y me empapaba la espalda, haciendo que el pantalón se me pegara a los muslos. He aprendido a engañar el miedo, callando los pensamientos de mi alma y andando siempre adelante. Ni siquiera durante mis derrotas en el campo de batalla he considerado rendirme, ¿por qué habría de hacerlo en ese momento? Sin embargo, mi estómago era un abismo, llenado por un presentimiento funesto de espinas.

El aire todavía se sentía pesado. Todavía… desde 1910.

En el camino encontramos casquillos por doquier, madera quemada, caminos que no llegaban a ningún sitio… el México de siempre luchando para sobrevivir, campesinos arando, el silencio, los pasos de mi caballo obedeciendo mis órdenes. Esperaba hallar a cualquier pelado colgado de algún poste o algún árbol, como tantas otras veces, pero en aquella ocasión no sucedió; sentía que caminábamos sobre un cementerio.

Llegó la noche, y no pude dormir, por cuanto soñaba con un camino largo coronado por calaveras de jade como si fueran estrellas, lleno de umbrales lunares de los cuales provenían las voces sin cuerpo que me llamaban: Emiliano, Emiliano… ¡Ven!

Y yo no entré en ninguno, porque quise caminar hasta llegar al final.

Después de desayunar, me alejé de la tropa. La brisa era una con el rocío y la lluvia que había caído por la noche.

Otra vez tuve dudas en si debía seguir, o volver al pueblo.

No llegó ningún aviso premonitorio que me orientara. En lugar de eso, reflexioné por un largo rato antes de tomar una decisión.

Se la comuniqué a mis hombres y monté el As de Oros.

Antes del mediodía surgió la Hacienda de Chinameca, entre los campos de caña y los canales que los irrigaban.

Emergió a lo lejos, como una bruma blanca, que se convirtió en un edificio de forma definida, dos plantas bien cimentadas, arcos y columnas, lo mismo de piedra que de ladrillos porosos y escondrijos varios. Sabía que dentro tenían una de las máquinas más modernas para la producción de azúcar y miel, con ayuda de campesinos que trabajaban en condiciones terribles, claro.

Mi tropa y yo llegamos a un campamento cercano y fue el mismo Jesús Guajardo quien salió a recibirme.

Bajé del caballo; mis hombres hicieron lo mismo.

—Cumplí sus órdenes, mi general —había un ligero temblor en su voz, pero sonreía.

Estaba lleno de una emoción que no puedo describir.

La luz blanca quemaba desde lo alto. Me sequé la frente con un pañuelo.

—¿En dónde tienes las armas?

—Guardadas en la hacienda. Ahí mismo mandé encerrar a Bárcenas para que usted disponga si quiere mantenerlo bajo arresto o, ya de plano, le damos el tiro de gracia para que sepa que con el Ejército Libertador del Sur nadie se mete.

—¡Tráetelas, pues! —respondí.

Avancé por el terreno, antes de que volviera a escuchar la voz de Guajardo.

—Mi general, antes de entrar a la hacienda y que le traiga las armas y el parque, me gustaría que me concediera el honor de comer conmigo. Mire, allá dentro tenemos dispuesta la mesa y, espero que no le moleste, pero hasta mandé traer un tequila con el que podemos brindar por la caída de Carranza. ¿Cómo la ve? Allá dentro lo espero. No se va a arrepentir. Dentro de una de las bodegas tengo todos los rifles, carabinas, fusiles y pistolas que le prometí. También el parque. ¡Hágame ese honor, general! Los triunfos siempre se celebran con una buena comida y un caballito de tequila. ¿A poco no?

Me volví a secar el sudor de la frente mientras él se alejaba.

Encendí un puro y contemplé el arco de entrada.

El terrateniente Palacios, junto con Agustín, se acercó para decirme que todo se veía seguro y que Guajardo esperaba dentro de la Hacienda de Chinameca.

Tuve mis dudas, pues si entraba a la hacienda y se trataba de una trampa, estaría muerto; pero si me acobardaba y me quedaba fuera, perdería por completo la moral de mis hombres y, sin tener armas ni parque, tendría que enfrentar una muerte sin honor. La vida me había llevado hasta ese punto, como una partícula de ceniza sin voluntad que es arrastrada por el viento hasta desvanecerse.

Una bocanada de humo tras otra reflexioné sobre lo que debía hacer, y recordé la voz de mi madre hablando sobre los umbrales como puertas a otros mundos y nuevos destinos… Y ahí tenía uno.

Escuché el arrastre de un río cercano cuando subí a mi caballo y le pedí a Agustín que cabalgara detrás de mí, sólo para protegerme.

El As de Oros avanzó en cuanto lo espoleé en el costado y caminó directamente hasta el arco, funesto umbral que sería mi perdición. Tragué saliva, el corazón también era un tambor de guerra, cada vez más rápido.

Y es que en cuanto lo atravesé y entré a la Hacienda de Chinameca, escuché eso… el silencio.

Un profundo silencio cómplice.

¿Dónde estaba Guajardo?

¿Y sus hombres? ¿Y el parque?

Escuché, a lo lejos, el toque del clarín; tres veces sonó.

Erguí la espalda con una sonrisa, creyendo que aquel toque tan grato había sido en mi honor militar; mas vi el brillo de los cañones de pistolas que se apostaban en el techo y que apuntaban directamente hacia mí.

¡Carajo!

Apenas me dio tiempo de llevar la mano al cinto para tomar mi pistola cuando comenzaron las explosiones.

El aire se tornó en una lluvia de balas que cayeron en diagonal sobre mí, en polvaredas sangrientas que brotaban de mi pecho cada vez que era atravesado; como Cristo siendo azotado; como la patria herida por los abusos de sus gobernantes. Agustín cayó primero; lo mismo hizo su caballo herido.

Yo quise mantenerme firme, pero el As de Oros se levantó en dos patas. No pude aferrarme a él, mis dedos cedieron. Escuché mi aliento asustado al caer. Sentí el golpe en el costado, en mis muslos y en mi rostro.

El caballo se fue galopando, y yo me quedé aquí: en el tronar de las balas, en el charco de sangre que crecía debajo de mí.

Me faltaron las fuerzas para estirar la mano y alcanzar la pistola, pero mis dedos largos del color de la tierra ya no obedecían mis órdenes. Tampoco mis hombres.

Qué difícil fue jalar aire mientras las balas seguían hiriendo mi cuerpo.

Me invadió el frío.

¿Sólo con una traición pudieron vencerme?

¿Merecía que mi desencarnación fuera algo más que un engaño vil?

Y sin embargo, no quise aceptar la derrota…

Si tan sólo mis dedos pudieran alcanzar esa pistola que tengo enfrente.

Ya casi… ya casi...

Apenas puedo tocar el mango… Sólo un poco más...

Lo que mi madre nunca me dijo, pero la vida me enseñó a golpes, es que el cruce de algunos umbrales, como la muerte, suele ser inmediato, definitivo y doloroso, pero siempre es el inicio de la siguiente batalla.

La vida es un conjunto de guerras, y la guerra es un cúmulo de vidas. Algunas veces son causa de alegría, otras veces vienen acompañadas de lágrimas que duran hasta la siguiente ocasión en que se nos presenta la oportunidad de cruzar un umbral a otra dimensión.

Así me pasó el día que caí en Chinameca y comprendí todo...

Ome

1918-1919

I

NO ME PUEDO LEVANTAR.

Intento tomar la pistola, hacer que mis piernas me hagan caso o al menos abrir los labios partidos y mentarles la madre; pero ya no puedo. Así de jodido es el fin de los que hemos sido traicionados.

La vida no es un evento al azar tras otro, todo está relacionado. Y cuando podemos verla completa, desde el nacimiento hasta la muerte, es cuando entendemos que, en México, el tiempo es circular. Siempre se luchan las mismas batallas, contra los mismos enemigos, para conquistar los mismos sueños inalcanzables: tierra y libertad; ésos fueron los míos.

Desde Anenecuilco hasta Chinameca estuve en una noria infinita que finalmente se ha detenido a causa de las balas que atravesaron mi pecho. Supongo que vendrán otros hombres y otras mujeres a perseguir mis ideales. Muchos Emiliano Zapatas, con otros nombres, pero con la misma alma hecha de pólvora, lodo y sangre, como la de todos los mexicanos.

Sin embargo, quiero saber cómo llegué hasta este momento. ¿Acaso he fracasado en esta mísera existencia que viví por México? ¿Por qué ahora, que en mi boca se hace una pasta con el polvo, el sudor y la sangre, veo la vida entera pasar ante mis ojos cuando nunca me interesó el pasado caduco, sino un mejor futuro?

Vienen a mí los recuerdos, primero los más recientes y poco a poco los más lejanos, todos revueltos… pues soy esclavo del tiempo circular y de sus designios caprichosos. Me parece que adentrarse a una vida es desentrañar un laberinto, desde el centro hacia fuera; habrá pasadizos sin salida, fantasmas en los rincones, peligros escondidos y monstruos ancestrales.

Es irónico que sólo en la muerte se halle la respuesta a las preguntas que nos hicimos en vida.

II

Todo comenzó con la tierra, ese polvo marrón como la piel de nuestra gente; esos terrones que se desmoronan en las manos; el material que cubre cada rincón de este país y que no permanece estático, pues transmuta la muerte en vida, las semillas en maíz, frijol, caña de azúcar, arroz, árboles que dan manzanas. Ese lugar mágico donde podemos echar raíces como un maizal y sentirnos en casa, es más útil que el oro, tiene textura, sabor y, cuando llueve, un olor ácido que sacude el alma; pero también la tierra tiene un destino más funesto, pues se convierte en la última morada de todo ser que ya no puede burlar a la muerte y debe esconderse bajo una lápida de piedra.

¡Malhora el momento en que los ricos descubrieron su valor!

El indiscriminado robo de tierras a los pueblos de México no comenzó a finales del siglo pasado, cuando Porfirio Díaz era el presidente; aunque su Ley para la Enajenación de Terrenos Baldíos, de 1894, permitió que muchos hacendados se hicieran dueños de grandes porciones de tierra, o más bien que las arrebataran a los pueblos y las pusieran a su nombre.

¡Nos las robaron legalmente! Moralmente siempre fueron nuestras.

¿Y qué pensó Porfirio Díaz que iba a pasar con toda esa gente a la que, de un día p’al otro, habían dejado sin casa y sin tierra para sembrar?

Hubo progreso en su dictadura, al menos eso predicó; creció la industria nacional y algunos hombres amasaron fortunas impresionantes, pero el pobre no traga porque el de al lado sea rico. Sobre todo cuando la miseria de unos se hace más grande a costa de que la riqueza de otros también crezca. México es la tierra de toda desigualdad. Detrás de cada decisión de gobierno en México hay demasiadas personas que pagan las consecuencias: usualmente ganan los que tienen poder y pierden los más pobres. A los que están en la política les va bien, porque esos soberanos riquillos están más preocupados por engordar en sillones de terciopelo que en aprender lo que es ganarse la vida dignamente; en cambio, en los pueblos, como el mío, se vivió el hambre y la miseria.

Para darle algo de comer a sus familias todos esos hombres y esas mujeres de los pueblos tuvieron que ir a pedir trabajo a los mismos hacendados que les habían quitado las tierras. ¿Todo para qué? Apenas si ganaban unos centavos para comer, o unas fichas que sólo eran válidas en las tiendas de raya del patrón. Otros rentaron las tierras que antes habían sido suyas, para continuar con la siembra de azúcar.

Y si así nos vamos, dando tumbos hacia el pasado para descubrir que el tiempo se repite, Benito Juárez se las dio de muy indígena y hasta lo nombraron Benemérito de las Américas por haber luchado contra el emperador Maximiliano, pero ¡mangos! No ayudó a los pueblos, ni respetó la propiedad de las tierras; ni porque teníamos los títulos de propiedad otorgados durante el virreinato.

Sebastián Lerdo de Tejada, el otro “gran” liberal, tampoco hizo mucho por nosotros, los verdaderos dueños de esas tierras.

Su hermano, Miguel Lerdo de Tejada, fue responsable de la Ley Lerdo, de 1856, la cual nos fregó todavía más, porque benefició a los hacendados, y los jueces hicieron mano negra para quitarnos las tierras y dárselas a ellos, a los ricos, porque podían pagarlas y nosotros no.

Y si nos vamos todavía más p’atrás, cuando gobernaba Antonio López de Santa Anna y Guadalupe Victoria, o cuando todo era la Nueva España, salíamos peor. En esos tiempos no había más organización que las tierras y las propiedades amasadas a la mala por la Iglesia católica… Y para colmo de males, los pobres le hacían caso a los curitas que todos los días les robaban.

No, si está cabrón ser pobre en México, porque te jode el gobierno, te chinga la fe y, hagas lo que hagas, hay que pasar miserias para matar el hambre. Ah, pero eso sí, todo mientras los políticos hablan del progreso que supuestamente vive México y que sólo ven ellos. Los que creen que nuestro país está muy bien es porque no han visto más allá de la capital.

Anenecuilco perdió sus tierras en 1607. Entonces gobernaba el virrey Luis de Velasco. Nos las quitó la Hacienda de Hospital. Ninguno de los gobernantes que vinieron después nos ayudó a recuperarlas; como ya dije, nos fregaron más.

Con ese pasado tan mísero, ¿cómo no iba a tomar las armas en el presente para construir un nuevo futuro? Yo estaba decidido a romper el tiempo circular a balazos, o con mi propia vida.

III

El que también volvía a las andadas en 1918 era el general Pablo González (junto a su compinche Jesús Guajardo)… Hasta la boca del estómago se me hace chicharrón nada más de acordarme de él, porque no era el general serio que se ve en las fotografías. Detrás de sus lentes redondos se escondían los ojos de un demonio, cuyas pupilas brillaban cada vez que uno de mis hombres moría. No exagero, González demostró ser un hombre terrible. Era tal su crueldad, que a veces caminaba entre los muertos, o junto a los ataúdes, sólo para ver los cuerpos hinchados traspasados por las balas. Si no había pólvora para fusilar a los vivos, señalaba un árbol o un poste de luz, y ahí mero los mandaba colgar, y sonreía hasta que se dejaran de mover, y el cadáver se tornara azul, y el muerto se quedara quieto tras un vaivén terrible.

No conforme con la destrucción de aquellas vidas, Pablo González ordenaba el robo de ganado y la quema de las casas. De los pueblos, sólo quedaban ladrillos negros, la paja regada que alguna vez perteneció al relleno de colchones y cojines, y las viudas que se inclinaban sobre los cadáveres y sollozaban. Los niños descalzos que lloraban, no sólo lo hacían por sus padres muertos, sino por el hambre. Las nubes de moscas recorrían los campos y el tufo a podrido llenaba las nubes.

Cuatro jinetes azotaban los campos cada vez que los soldados federales salían a pelear: guerra, hambre, peste y ¡muerte! ¿No sería el Apocalipsis una alegoría premonitoria de lo que es hoy la Revolución en México?

Según me dijeron, una tarde Pablo González señaló el cielo rojo de todo atardecer mexicano y respiró profundo. Carraspeó y escupió junto al cadáver de un viejo tirado bocabajo en el pasto. Gruñó y dijo:

—Hacia allá vamos, a cumplir las órdenes del presidente Carranza.

—¿A dónde, general?

—¿Cómo que a dónde, pendejo? A chingarnos a Zapata —y sonrió largamente.

Yo andaba precisamente allá, en Cuernavaca, cuando Agustín llegó corriendo a decirme que Pablo González se acercaba con todo su ejército, y supe, sin preguntar, que lo había enviado Venustiano Carranza a pacificar Morelos.

Sí, “pacificar”. Dichosa palabrita que usan los políticos mexicanos cuando no quieren decir que van a matar a alguien (y en eso Porfirio Díaz fue el maestro). Eso merito quería hacer Pablo González conmigo y con mis hombres… O bueno, lo que quedaba de ellos: pacificarnos.

Recuerdo que el silencio era penetrante en Cuernavaca. Mis hombres no querían hablar, bajaban la mirada y tragaban saliva. No era por el respeto que les imponía yo; más bien andaban todos turulatos, medio pálidos, con la idea de que ellos podrían ser los siguientes en morirse. Y es que yo no estaba para batallas, cuando el tiempo circular había traído una terrible enfermedad a la ciudad.

El sol quemaba. Me ajusté el sombrero sobre la cabeza y seguí caminando por el centro de la ciudad, junto a la imponente e innecesaria estructura que era el Palacio de Cortés, hasta perderme en una callejuela cuyo nombre no puedo recordar ahora. Atraía las miradas de los pobladores que iban al mercado y seguramente se preguntaban por qué se me veía tan preocupado.

Yo iba con el paso firme y Agustín trataba de alcanzarme.

—¿No me oye? Ya viene el general González, que Dios lo mande a los apretados infiernos...

Mas yo no estaba de humor para hacerle caso, cuantimenos sabiendo que la muerte rondaba en cada esquina. Dando la vuelta a la izquierda en un tronco con largas ramas sin hojas, me acerqué hasta una pequeña casa. Había cuatro ventanas en el primer piso, todas cubiertas con sus cortinas blancas. No se me olvida que la puerta de entrada estaba abierta de par en par.

—¿A qué vino? ¿Le duele algo? De seguro tanta guerra y tanta matazón se le metió en la cabeza y ahora tiene que exorcizarlas de sus sueños porque no lo dejan dormir.

—¡Qué me duele nada ni qué ocho cuartos! —respondí—, ni has entrado a la casa, así que deja de andar de bocón. Sólo nos la prestaron para que pudiéramos tener a nuestros enfermos en camillas y los pudieran curar aquí en lugar de tenerlos en el campo. Al menos aquí tenemos un par de médicos…

—Matasanos les decía mi papá —me interrumpió—, que llegó un día con un catarro y un menjurje que le había dado el médico. ¿Sabe cómo estaba al día siguiente? Tenía una neumonía marca, usted disculpe por lo que voy a decir… pero la neumonía era marca diablo. ¡N’ombre! Yo por eso ya no me fío de ellos, que luego lo dejan a uno peor y pa’ qué quiere uno...

Hice sonar la campana. Esperé, mientras me acariciaba el bigote, y me amarré bien el gazné verde al cuello.

Por la puerta se asomó un hombre, ya maduro. Usaba lentes redondos y un bigote de aguacero que medio le tapaba los labios. Conocía muy bien a ese médico: Fidel Bernal. Me quité el sombrero cuando lo vi.

—General, no debería estar aquí —dijo él, mientras parecía limpiarse las manos con un trapo sucio de mugre y sangre.

—Tanta muerte le enrevesó los pensamientos, doctor —susurró Agustín, como quien cuenta una travesura.

Por suerte, el doctor Bernal no le hizo mucho caso. Más bien posó su mirada en mí, como si quisiera regañarme por algo.

Hasta levantó la ceja y tensó los músculos del cuello.

—Quiero saber cómo están los enfermos, doctor. En el desayuno me dijeron que habían traído tres más. Oiga, la cosa está más grave de lo que me habían dicho. Esto ya parece un panteón.

Se me encogió el estómago cuando vi su reacción. Se me apretaron los hombros, mientras el médico se quitaba los lentes y movía los labios para abrirlos, pero hablar parecía dolerle… y mucho. Suspiró, tragó saliva y al hablar se le quebró la voz:

—¡Y sabe Dios cuántos enfermos más traigan en lo que queda del día! Hoy se nos murieron dos hombres, una joven embarazada y tres niños. Siempre es lo mismo. Llegan con fiebres altísimas, casi de cuarenta grados; les duele todo el cuerpo. Se retuercen en las sábanas, sudan toda la noche y no pueden dormir. Tosen sangre y estornudan hasta que la nariz se les pone roja. Se convulsionan, tienen extrañas visiones de otros tiempos que les dan vueltas y vueltas en la cabeza, y cuando ya no tienen fuerzas, simplemente abandonan este mundo.

—¡Santa María de Guadalupe! —exclamó Agustín al santiguarse.

—Hasta tres días tardan en morir. Algunos solamente viven algunas horas —continuó el doctor—. La enfermedad actúa tan rápido que apenas si podemos hacer algo. Además, usted sabe, don Emiliano, no nos damos abasto con los heridos; los medicamentos escasean y nosotros mismos nos la estamos jugando al estar aquí. El riesgo de contagio es altísimo. Recuerde que se lo dije la última vez que vino a verme.

Unos zopilotes negros dieron vueltas en el cielo rasgado de nubes.

—No, pos siendo así la cosa, déjeme pasar. Al menos para darles ánimos… Y si se me van a morir hoy en la noche, al menos quiero despedirme antes de que se los lleve la huesuda.

—Sabe que no puedo hacer eso, don Emiliano. Usted es muy valioso para la causa, y si entra, quién quita que también se nos enferma. ¡N’ombre! Yo sé lo que le digo, mejor déjelo así. No entre. Mire, escúcheme bien, esta gripe arrasó con la población de España, y a los gringos no les fue nada bien. ¿Para qué se mete dónde no debe? Mire, usted haga sus batallas, que los médicos lucharemos las nuestras.

Antes de que pudiera protestar, Agustín me jaló de la manga:

—Viene Pablo González, general. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Esta gripa nos dejó muy diezmados. Casi no tenemos hombres y seguramente el catrín ese viene bien armado —respondí.

—Por eso —insistió Agustín—. ¿Qué hacemos?

El médico arqueó las cejas en espera de mi respuesta.

Pablo González, entretanto, supo que yo estaba cerca de Cuernavaca, pues el cielo se tornaba en bochorno cada vez que un grupo de mariposas volaba sobre él. Y comenzó a planear, con cierta desidia, la mejor manera como habría de atacarme. Quizás quería sitiarme o emboscarme a la mitad de la noche; habrá apretado los dientes mientras pensaba cómo me pondría su pistola en la frente para hacerme un tercer ojo, sin entender que muerto el perro no siempre se acaba la rabia. ¡Y vaya que mis hombres tenían mucha rabia!

¿Qué puedo decir? Al cabrón le estaba yendo bien en el campo de batalla. Y hubiera querido ir sobre mí, pero tenía órdenes de Carranza: debía avanzar sobre Cuautla antes de entrar a Cuernavaca.

La gripe, el tifo, el paludismo y la disentería seguían matando a mis hombres en todo el estado.

Parecía que no sólo el gobierno, sino también el tiempo circular y el mundo, estaban en nuestra contra.

IV

A Agustín le tembló la quijada cuando yo terminaba de comer y él se presentó con el semblante roto a sentarse en el comedor. Todos se le quedaron viendo. Se notaba que venía desde muy lejos porque estaba muy sucio y cansado.

—Me choca cuando vienes todo enlodado a verme, te hubieras cambiado la ropa antes de venir. ¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté.

—Cayó Cuautla, mi general.

Todos los que estaban conmigo bajaron los cubiertos; se les había quitado el hambre del espanto. Luego se me quedaron viendo, como si esperaran que dijera algo. Yo, tan calmado como mis nervios me lo permitieron, le dije: