Soy Malintzin - Pedro J. Fernández - E-Book

Soy Malintzin E-Book

Pedro J. Fernández

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Beschreibung

NOBLE Y ESCLAVA, TRAIDORA Y TRADUCTORA, CONQUISTADA Y CONQUISTADORA. Ésta es la historia de la Malinche, la joven que fue regalada al capitán que dirigía a los hombres barbados que llegaron del otro lado del mar, la que dominó tres lenguas —maya, náhuatl y castellano— y la que, con el poder de su voz y su inteligencia, se convirtió en aliada y amante de su señor Hernán y madre de su primogénito. Ésta es también la novela de una mujer que supo sobrevivir al choque de dos mundos. Por medio de la pluma de Pedro J. Fernández, la señora Marina le relata a su hijo Martín Cortés su infancia y adolescencia, su vida con el señor Tabscoob, los secretos de don Hernán, las dudas de Motecuhzoma , los errores de Cuitláhuac, la muerte de Cuauhtémoc, la caída de un imperio y el comienzo de un duro mestizaje.   "¡Yo soy Malintzin! Aquella que nació bajo el nombre de Malinalli y fue transformada en doña Marina a través de un bautismo de fuego y sangre; hija por igual de la diosa Coatlicue y de la Virgen que trajeron los españoles de tierras distantes."

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Para Fernanda Álvarezy Andoni Vales

Una historia que fue sometida a toda clase de tergiversaciones, no sólo por parte de quienes entonces vivían, sino también en tiempos posteriores; porque es lo cierto que toda transición de prominente importancia está envuelta en la duda y la oscuridad. Mientras unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Y unos y otros son exagerados por la posteridad.

TÁCITO

A veces casi sueño que yo también he pasado una vida a la manera de los sabios, y pisé una vez caminos familiares. Tal vez perecí en una autosuficiencia arrogante hace siglos; y en ese acto se elevó una oración por una oportunidad más, así que por instinto con mejor luz, dejada entrar por la muerte, esa vida se borró, mas no tan completamente, pues aún quedaron suficientes restos de ella, tenues recuerdos, como ahora. Una vez más el objetivo está a la vista.

ROBERT BROWNING

¡ESCUCHA, HIJO MÍO!

Sé a qué has venido a mi lecho.

Calla por un momento, porque yo soy la mujer de muchas lenguas. Hoy llegarán a ti palabras de lo que no puede ser creído, de lo que no debe ser olvidado, de lo que no debe morir mientras el tiempo sea tiempo... y lo llevarás por siempre en tu corazón.

Escucha mis sueños de piedra, de fuego y de humo, de vida y muerte... escucha esta historia, espejo, para que reflejes en ella lo que llevas en tu espíritu.

Escucha tú también, Coatlicue, pues tu falda de serpientes, tu cintura rodeada de cráneos y tu mirada de reptil serán invocadas entre nosotros. ¡Más viva que nunca!

Deja que las palabras liberen las cadenas de tu espíritu, permite que sean viento, tierra, sueño; olvida todo lo que conoces y vuelve a soñar que el mundo se crea de nuevo entre aguas turbulentas y ríos de fuego. Yo, Malintzin, no soy lo que otros te han hecho creer. Mucho se ha hablado de mí, pero es momento de que te cuente sobre el camino de piedras, los dioses muertos, las enfermedades horribles y las noches tristes que nos han traído hasta aquí.

¡Escucha, hijo mío!

¡Escucha!

Y mis palabras serán las tuyas...

Ik’

Viento

Sueños de Piedra Muerta

COMENZAMOS A MORIR con el primer aliento de vida. El día que lo entendí, el cielo nocturno tronaba furioso; chocaban entre sí nubarrones sin forma, fríos truenos anunciaban la próxima tormenta que habría de inundar los rincones ocultos de la selva. El viento soplaba en círculos violentos desde lo más alto del cielo, agitando las nubes, las copas de los árboles, las hojas de las ramas más largas, el nido de un águila. El mundo en movimiento estaba lleno de vida, pero al mismo tiempo mostraba su poder de destrucción. Escuché círculos de viento cuando me asomé por la entrada de la casa; un escalofrío subió por mi espalda como si una serpiente de nieve se enredara en mis huesos y los apretara.

Sabía que los dioses estaban inquietos porque sentía su aliento enojado.

—Sería típico del viejo egoísta morirse un día como hoy —escuché la voz de mi madre, la de una mujer que apenas llegaba a los treinta años; usaba el cabello largo, tenía los ojos pequeños como granos de cacao y, en la piel, el color gris de la arena húmeda. Las otras tres concubinas, un poco más jóvenes, se quedaron calladas en una de las esquinas del cuarto. Estaban asustadas, rezaban.

Yo volví al rincón para sentarme en cuclillas; jugaba a preparar las tortillas en un metate de piedra pequeño que me había regalado papá en las últimas fiestas de Tláloc, dios de la lluvia, lo mismo que un comal más chico que mi cara. Ahí molía la nada y cocía el aire… pasaba tardes enteras imaginando que hacía la comida, platicando conmigo misma sobre lo que me había pasado durante el día.

—¿Bebió el agua hervida con hierbas, como le ordené? —preguntó el Tiempero.

—Desde hace tres noches, pero su pecho sigue muy hinchado. Es un viejo egoísta. Antes del amanecer, el señor que gobierna sobre el lugar de los muertos habrá venido por su espíritu.

—Si bebió el agua, recuperará la salud.

El idioma que usaban era el popoluca; mismo que todos hablábamos en Oluta, el pueblo donde nací. Aunque también sabíamos maya y náhuatl, pues pasaban muchas personas que hablaban esas lenguas para vender o comprar conchas de colores y otros tesoros del mar. Así fue como todos en la casa las aprendimos.

Me detuve, levanté la cabeza. El Tiempero era un hombre arrugado, con el cabello blanco como la espuma que dejan las olas al chocar con la playa. Solía vestir una pieza sencilla de algodón blanco, y papá lo iba a buscar cada vez que se sentía mal, porque él sabía qué hierbas tenían el poder de sanar dolencias de cuerpo y espíritu. Además, decían por ahí, adivinaba el futuro sólo con mirar las estrellas durante largo rato. Hasta sugería que no estaban fijas, sino que se movían muy quietecitas en el cielo, y que eso también definía nuestro destino.

—Será mejor preparar los rituales funerarios. Si no se acercara la tormenta, si las nubes no taparan el cielo, estoy segura de que verías en el futuro titilante que tengo toda la razón. Eres un necio también, ¿para qué levantas tanto la cabeza? Un día de estos olvidarás que la vida está aquí abajo, que en la tierra es donde se vive, se sufre, y se muere. Deja el cielo a los dioses.

El Tiempero sacudió la cabeza mientras soltaba un suspiro.

—Rezaré toda la noche para que encuentres el sosiego que te hace falta. Volveré en la mañana para revisar al enfermo. Verán que tengo razón… si no quieres verme, que me reciba alguna de estas mujeres.

Mientras el pobre hombre hacía a un lado la cortina gris que teníamos a la entrada de la casa, escuché el trueno, como tambor de guerra, seguido de la lluvia potente que caía sin tregua sobre el pueblo.

Ya solos, mamá soltó para sí:

—¡Viejo tonto!

Luego aventó su collar de conchas hacia la esquina en donde temblaban las otras concubinas; una de ellas lo recogió, pues todo lo que venía del mar tenía un gran valor para nosotras.

Yo, asustada, bajé la cabeza. Volví a preparar tortillas imaginarias en el comal de juguete. Tláloc, dios y señor de la lluvia, debía estar molesto por algo. No era usual que los cielos se abrieran de esa manera, con tanta furia. Cada rayo era sólo el preludio de un rugido terrible.

Cerré los ojos muy fuerte. Al menos el miedo servía para matar el hambre. Con la visita del Tiempero, ni siquiera habíamos cenado. Ay, ojalá hubiera sobrado alguna tortilla del mediodía o un guiso de pescado. A mamá, eso no le importaba. Caminaba de un rincón a otro del cuarto, como si aquélla fuera su prisión, como si tuviera la necesidad de salir corriendo pero tuviera que quedarse ahí. El único lugar al que no se acercó fue precisamente a donde yo jugaba, pues a mi lado estaba papá. Se encontraba recostado bocarriba en su petate. Una manta vieja cubría todo su cuerpo, y sus manos reposaban sobre el pecho inflado. Estaba pálido, sudaba. Desde hacía horas había cerrado los ojos como si durmiera, pero no era así. Más bien tenía tanta fiebre que no podía mantenerse despierto. Sus labios se movían como si dijera algo, pero ningún sonido salía de su boca, ni siquiera una palabra. Respiraba muy rápido. Temblaba.

Yo sólo tenía ocho años. Creía que si rezaba con suficiente fuerza, los dioses escucharían mis plegarias, mis pensamientos ocultos… Toqué a papá. Su brazo se sentía frío. Estaba segura de que podría hablar con él por la mañana, que tal vez el Tiempero no se había equivocado, porque él conocía el mundo a través de las estrellas.

—¡Anda! ¡A dormir, Malinalli! —me ordenó mamá con un grito.

Yo quería quedarme con él, pero no era costumbre que las mujeres durmieran en el cuarto del señor de la casa. Nosotras teníamos el nuestro, más pequeño, al otro lado del patio. Ahí cuidábamos que el fuego del hogar no se apagara, se preparaba la comida y se trabajaba el algodón para la ropa de todos en la casa. Levanté mis juguetes, los apreté contra mi pecho y salí del cuarto.

Mis pies descalzos sintieron la tierra húmeda, las gotas frías cayeron sobre mi frente. Aullaba el viento cual ocelote negro.

Entré a nuestra habitación y las otras hijas de papá estaban ahí. Las otras concubinas entraron detrás de mí, y comenzaron a preparar el espacio para que durmiéramos. Al menos una de ellas se apiadó de mí y me calentó un par de tortillas en el comal para matar el hambre antes de dormir.

No pasó mucho tiempo cuando mamá entró y me vio sentada en el piso.

—¡Te dije que te durmieras! ¿Por qué no me obedeces?

No quise decir nada, así que me recosté en mi petate. Me cubrí con una manta mientras mamá se sentaba frente al fuego del hogar para cuidarlo y para calentarse.

Cerré los ojos.

Poco después comenzó la furia de la tormenta. Primero escuché algunas gotas gruesas chocar sobre las hojas de los árboles. Luego, al aire violento que enfriaba todo el pueblo. Se abrieron los cielos, gritaron los dioses. Apreté mis piernas contra mi pecho y temblé con los ojos cerrados, hasta que…

Unos ojos de piedra me miraban desde lo alto; en mi mundo de sueños no había color. Poca luz, muchas sombras, y un silencio largo como la existencia del mundo. Yo conocía a la señora. Su rostro eran dos serpientes que se juntaban, cráneos blancos rodeaban su cintura y su falda estaba hecha de culebras vivas. Tenía los pechos secos, y sus manos y pies no eran sino terribles garras. Ella, Coatlicue, era madre de la noche, de los secretos, de todo aquello que se encuentra oculto por designio de los dioses. Ella había entrado a mis sueños y había levantado su mano derecha para señalarme, pero no a mí, sino a lo que se hallaba detrás de mí: una ciudad muy grande, llena de fuego y humo, que se consumía. Relámpagos de sangre atravesaban el cielo y…

Me senté. Abrí los ojos. Una luz blanca y el ácido olor de la tierra húmeda lo llenaban todo. Las gotas que caían de los árboles eran la única prueba de que había estado lloviendo toda la noche. Me llevé la mano al pecho, mi corazón latía muy rápido. Tenía un miedo terrible, la imagen del fuego y el humo no me dejaba. Intenté acomodarme y me quité la manta que se había enredado entre mis piernas. Sin importarme el frío, o que los demás aún durmieran, salí al patio. El cielo era blanco, apenas había luz. Intenté evitar los charcos que se formaban en el lodo, pero los dedos de mis pies se mojaron. Llegué al cuarto de papá, dos esclavos suyos estaban esperando a que despertara para llevarle algo de comer.

No sé por qué, pero empezó a dolerme el estómago. Entré al cuarto con mucho cuidado y me acerqué a él. Sin querer, toqué su mano… fría...

¡Era una mano muerta!

Volví a tocarla para darme cuenta de que lo había perdido para siempre. El señor que mora sobre el lugar de los muertos había venido a recoger su espíritu por la noche.

Una punzada me atravesó el pecho, me subió por la garganta y me arrebató las palabras. Nunca había sentido tanta tristeza.

Apreté los labios mientras lágrimas salían de mí sin que yo pudiera evitarlo. Me aferré a su cuerpo sin espíritu, lo abracé por última vez, lo llamé por su nombre, le pedí que me respondiera. ¡Tenía tantas ganas de contarle mi sueño y que él me consolara!

Pero él no respondió, la vida se le había ido. No tendría la oportunidad de escuchar su voz nunca más... ¡Nunca!

—Viejo necio —exclamó mamá, quien había estado viendo aquella escena sin haber querido compartir ni siquiera un poco de consuelo para mí; en lugar de eso, escupió cerca de la puerta y salió de la casa.

Yo me quedé ahí, abrazada al cuerpo muerto de papá, llorando con la misma fuerza con la que lo había hecho Tláloc durante toda la noche.

Ese día conocí la muerte. Y supe que yo también moriría. Así los dioses un día dejarán de soplar vientos fríos sobre la Tierra, porque su aliento se habrá detenido... y llegará el día en el que los hombres olvidarán sus nombres.

Cuando la noticia se dio a conocer, hombres y mujeres de Oluta pidieron ver al muerto. Mamá los dejó entrar en grupos pequeños.

De acuerdo con las creencias de nuestro pueblo, durante los próximos días nos preparamos para su entierro. Mamá hizo traer a un sacerdote de un templo que quedaba cerca de Citlaltépetl, el volcán de la cumbre nevada. Él procedió a hacer los ritos necesarios: desde los rituales ocultos hasta los rezos enredados.

Después de lavar el cuerpo de mi padre, le llenaron la boca con maíz molido y una piedra de jade.

Aunque no estaba permitido que una chamaca viera estos rituales, ni mamá ni las otras concubinas estaban para cuidarme, por lo que pude escabullirme al cuarto donde tenían el cuerpo de papá. Ahí, me asomé con mucho cuidado y lo vi todo. Cómo le rezaban y le lloraban; cómo le envolvían cada parte con las mantas de algodón. Sobre aquel bulto, que tenía forma de hombre, colocaron una máscara de barro, en la cual habían pintado unos ojos y una boca.

Dolía sentir que me faltaba un trozo de vida.

Antes de que cayera el sol, su xoloitzcuintle fue sacrificado, y también envuelto en una manta. Los dos habrían de arder, de irse al lugar de los muertos, donde no hay puertas ni ventanas, donde sólo un perro puede ayudarte a pasar las horrorosas pruebas dispuestas por el Señor de la Muerte.

¡Cómo me pesaron esas horas de luto! No sólo porque mamá, las otras concubinas y sus hijos e hijas lloraban a todas horas y arrastraban los pies en el patio. Tampoco porque no pudimos ver el sol, velado por las nubes de tormenta que amenazaban con quedarse para siempre; ni siquiera por el Tiempero que se paseaba por Oluta, apoyado en un viejo palo de madera, para gritar (a todo aquel que deseara escucharlo) que pronto veríamos los presagios de la destrucción de nuestro mundo. Más bien, sentí la extrañeza de aquellos días en la ausencia de papá, en no verlo en su cuarto, en no escuchar su voz dar órdenes a sus esclavos, negociar algún trueque con los mexicas o contarme la historia de cómo los dioses nos formaron como al maíz.

En la muerte, cuanto más pesa el silencio, más duele la ausencia.

Mientras moría el día, su cuerpo permaneció sobre una piedra larga. Ahí llegaron sus amigos, algunos de Oluta, otros de pueblos cercanos. Lloraban y tocaban la máscara de barro como si se tratara del rostro de papá. Le reclamaban a Mictlantecuhtli por habérselo llevado. Cierro los ojos y recuerdo una de sus voces, seca, desgarrada, triste, que entonaba un viejo cantar en náhuatl:

Por eso lloro, me aflijo,

quedo abandonado entre la gente de la Tierra.

¿Qué quiere tu corazón, Dador de la vida?

Que salga de tu pecho la miseria.

Que supure cerca de ti tu dios.

Cuando terminaron los hombres, las concubinas de papá hicieron lo mismo. Una a una se acercaron al bulto aquel para llorarle. Mamá fue la primera porque era la favorita, y yo la escuché murmurar entre dientes:

—¡Viejo necio! —antes de sollozar y dejar que las otras concubinas se aproximaran. Una de ellas, la más joven, incluso bailó alrededor del cuerpo mientras se despedía de él.

Ni sus hijos e hijas, ni yo misma, pudimos acercarnos. Nos dolía demasiado el corazón, pero no nos estaba permitido volver a la casa. El atardecer pronto llegaría a su fin, comenzaría a oscurecer. Si las nubes no hubieran cubierto el cielo, quizá habríamos podido ver un atardecer brillante, como los que tanto le gustaban a papá.

El sacerdote se aproximó con una antorcha en la mano. La roja luz del fuego nos empapó a todos. Sombras largas aparecieron debajo de nosotros, de los troncos de los árboles y también de sus hojas.

Yo no quería ver, mas no cerré los ojos. Apreté las manos, aguanté los sollozos, tragué saliva. Para distraerme, intenté pensar en aquel sueño en el cual se me había aparecido Coatlicue hecha de piedra. No pude hacerlo. Tras un largo silencio, fuimos espectadores mudos de cómo la antorcha se acercaba al cuerpo de papá, y al de su perro, y se prendían juntos. Lo último en desaparecer fue la máscara de barro. Un momento luminoso para una vida que se convertía ya en recuerdo.

Polvo fue lo que quedó. Cenizas y pedazos de huesos, recuerdo de una vida que me hubiera gustado conocer, porque nadie me la había contado. ¿De qué sirve llevarse secretos y verdades a la tumba si los muertos no pueden hablar después? Lo que quedó de papá fue envuelto en otro petate, el cual enterramos en el patio de la casa.

Recuerdo que el viento sopló durante días, y yo me quedaba en el patio, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Me gustaba imaginar que el aire no era el aliento de los dioses, sino el espíritu de todos aquellos que han muerto, que nos acompañan, nos murmuran y nos guían.

Los muertos no se olvidan, nos hablan a su manera, nos dicen cómo actuar y hacia dónde debemos caminar. Y cuando más desesperados nos sentimos, nos dan un poco de esperanza para seguir.

De niña no lo sabía. Me preocupaba más por el viento, por los juegos y por las tortillas calientes, hasta por cómo mi cuerpo cambiaba para convertirme en mujer, y pensaba en el hombre desconocido con el que compartiría mi lecho algún día.

El mundo cambiaba a mi alrededor y yo no me daba cuenta.

Muerto el cacique del pueblo, otro ocuparía su lugar, siempre y cuando los mexicas estuvieran de acuerdo con ese otro hombre que tomara el poder.

Debí saber qué sucedería, pues yo ya entendía cómo funcionaban las cosas.

En cuanto la noticia de la muerte de papá se extendió por toda la región, empezaron a llegar hombres extraños a Oluta. Muchos de ellos eran guerreros o comerciantes mexicas. Se paseaban por el pueblo, miraban las casas de adobe y, en especial, a las mujeres. Comencé a sentir el peligro cuando se metieron a nuestra casa y pidieron hablar con los hombres más viejos del lugar. Fue una reunión corta, los mexicas sabían lo que querían, y nuestra gente estaba dispuesta a entregarlo con tal de no entrar en guerra con ellos.

Luego fueron todas las concubinas de papá a la reunión, mientras yo me quedé muy quietecita junto al fuego del hogar. Hacía como que jugaba con el comal de juguete, aunque el momento no era para divertirse. Estaba sola, pues las otras hijas de mi padre limpiaban el patio, y los hijos habían salido del pueblo para cazar un venado para la cena.

Algo no estaba bien, yo lo sabía. El aire era de un color diferente, y yo tenía esa vaga idea de que mi vida pronto cambiaría. Mi espíritu se encontraba inquieto.

Me senté, apreté las rodillas contra mi pecho y escuché el crujir del fuego.

En una de ésas, hasta le pedí a Coatlicue que detuviera la mano de todo aquel que osara dañarme, y que me ayudara a encontrar la tranquilidad, así como ella calma las estrellas que acompañan a la luna.

Pero no pude, mi corazón palpitaba con miedo.

Con la última luz del día, vi a mamá entrar al cuarto.

Dos comerciantes mexicas, viejos, arrugados, con la piel que les colgaba en la barbilla y el cabello de un gris espantoso, entraron detrás de ella. Al mirarme, mojaron sus labios con la lengua y un brillo de deseo iluminó sus ojos.

Mamá se sentó frente a mí y apartó un mechón de cabello que caía por mi frente.

—Malinalli, estos hombres son enviados del señor Motecuhzoma, huey tlatoani de Tenochtitlan. Han pedido comida, mantas y mujeres, y han mostrado mucho interés en ti. No quieres que Oluta padezca una guerra, ¿verdad? A partir de hoy, serás su esclava… tu libertad será el precio a pagar para que todos conservemos la vida.

Se me fue el aire.

Sentí como si el corazón se me hiciera un nudo.

El ritual

CUANDO VINE AL MUNDO, hijo mío, habían terminado ya los días calurosos. Los vientos soplaban con fuerza, llevándose el verde de los árboles. Las hojas se volvieron amarillas y cayeron. Se secó la tierra. Así nací, con el frío cruel. Me arroparon con mantas de algodón para que dejara de llorar. Mamá me apretó contra su pecho para darme calor, y dormimos las dos durante horas junto al fuego del hogar.

“Malinalli” fue el nombre que me pusieron, en honor a la diosa de la hierba, porque papá decía que yo estaba llena de vida y que encontraría mis raíces a pesar de la tormenta. Mamá dijo que no era buena idea, porque era un signo terrible… era un nombre que acarrearía desgracias a mi destino. Papá no lo creyó nunca y yo tampoco, al menos hasta que escuché a mamá decir:

—A partir de hoy, serás su esclava…

Temblé de miedo, pensando en lo que estaba por venir.

Apenas tuve esa tarde para alistarme. Nunca esperé dejar atrás mis juguetes tan pronto, nunca esperé convertirme en mujer en tan sólo un día. Nunca… porque a la vida no le importa lo que tú esperes de ella. Ya tiene sus planes. El mío era prepararme para ser esclava y no podía llevar nada conmigo. Mejor dicho, casi nada.

Recuerdo que mamá se volvió hacia los comerciantes mexicas y les pidió que nos dejaran solas por un momento. Ellos aceptaron, aunque no estaban muy de acuerdo. Los vi apretar los labios cuando salieron, pero se quedaron en el patio, no me fuera yo a escapar. No lo hubiera intentado; de ser descubierta, me habrían matado.

Miré a mamá, no sabía qué decirle. Ella tampoco. Era un silencio que nos dolía. Se sentó detrás de mí, sentí una caricia en la cabeza, luego sus dedos pasaron por mi cabello delgado, negro, largo, pues solía llegarme hasta la cintura. Lo separó en tres partes…

—Si pudiera, Malinalli, ofrecerme en tu lugar, hoy mismo perdería mi libertad. No está en mí, ellos son los que han elegido por nosotras. Mientras Oluta no tenga un hombre que lo defienda, los mexicas continuarán pidiendo más y más… ya sabes lo que va a pasar cuando no podamos pagar ese tributo, ¿verdad?

—Lo sé, mamá —respondí.

Sentí cómo me iba haciendo una trenza, poco a poco. Parecía que mi cabello estaba hecho de hilos de maguey, a los cuales había que darles forma. Mientras tanto, yo tenía la mirada puesta sobre la tierra apisonada, podía escuchar los pasos de los mexicas allá afuera, sabía que ellos destruirían mi pueblo cuando no pudiera pagarse el tributo. Por un momento imaginé las casas destruidas y las piras funerarias para todos los muertos.

—Nosotras no hemos decidido las reglas de este mundo. Los hombres creen que somos débiles porque no cazamos como ellos, ni nos dedicamos a la guerra, pero no se han dado cuenta de que nos necesitan. Sin nuestro trabajo en la cocina no tendrían qué llevarse a la boca. ¿Quién les haría la ropa que usan? Ellos no saben de la vida, porque no han llevado una dentro de sí. Ellos creen que son dueños de todo, porque son tan necios que no han entendido que en el equilibrio está la perfección. El mundo necesita de hombres y mujeres. ¿Acaso dirías que la diosa Coatlicue es débil por ser mujer?

—No —respondí, apenas con un hilo de voz.

Durante algunos segundos más, mamá tejió la trenza. Cuando terminó, me pidió que me levantara.

—Ya eres una mujer. Saldrás al mundo para ser esclava de tu destino. Quítate esos trapos que llevas puestos.

Así lo hice. Me quité la vieja tela con la que me había cubierto durante los últimos meses y mamá me ofreció un huipil blanco que me quedaba un poco grande. También zapatos de piel de venado. Entonces comprendí el ritual apurado, a través del cual ella me había hecho mujer. Ya tenía el peinado, la ropa y los zapatos de una mujer. Sí, pero era tan sólo una niña.

Levanté la mirada y la vi. Ella me dio un beso en la frente.

—No estabas preparada para dejar de ser niña, pero una nunca está lista para crecer. Oluta siempre será tu casa. Mientras el mundo permanezca, siempre podrás volver. Mi espíritu estará aquí para encontrarse contigo, hija mía. Yo te traje libre a este mundo, y este mundo me obligó a entregarte como esclava. Que sea para tu bien, Malinalli.

Mis ojos se humedecieron, sentí deseos de abrazarla, pero al mismo tiempo la odiaba por lo que me estaba haciendo. Tantos humores encontrados luchaban dentro de mi corazón por dominarlo como guerreros en una batalla, pero quise ser fuerte. Por eso, me dije: “Malinalli, no derrames ninguna lágrima frente a ella”, no fuera a ser que pensara que yo era débil. Porque en mi mundo, la tristeza no era un símbolo de fortaleza. Quise que el último recuerdo que mi madre tuviera de mí fuera el de una niña con el espíritu duro, dispuesta a aceptar el funesto destino que me deparaba, aunque no fuera cierto.

Quiero que sepas que nunca estuve preparada para la adversidad, para que unos extraños me arrancaran de mi hogar, para la muerte de mi padre ni para ser lanzada a lo desconocido. Si yo hubiera tenido la opción de elegir, habría rechazado ese llamado a la aventura. Hubiera preferido ser feliz, estar tranquila, junto al fuego del hogar, soñando con el guerrero que habría de convertirme en la madre de sus hijos.

Cuando una es joven, hijo mío, no entiende que la vida no es para ser amaestrada por los buenos deseos, sino para vivirla desde la expectativa y la incertidumbre. Así que, bajo un atardecer gris, inicié mi marcha. Me alejé para siempre de la casa en la que vi la luz por primera vez y en la que conocí la naturaleza de la muerte.

Agradecí, al menos, tener zapatos nuevos para iniciar el viaje. Lo hice sola. Ni mamá ni las concubinas quisieron salir a verme por última vez. Quizá la culpa de haberse deshecho de mí era demasiada, al menos eso es lo que he pensado durante todos estos años.

Lo que yo sentía era una pena tan profunda que no tenía ganas de hablar ni de pensar. A mi alrededor crecía un silencio que nunca he sabido explicar. Dentro y fuera de mí no había palabras, sólo sentimientos oscuros. Era tal ese silencio que ni siquiera tuve fuerzas para pedirle ayuda a nuestra madre Coatlicue, para que viniera en mi auxilio. Hasta llegué a pensar que nunca más hablaría. No tenía palabras porque mi corazón no tenía pensamientos. Mi silencio era total.

Esos primeros pasos fueron los más difíciles. Bajé la cabeza y apreté contra mi pecho las mantas que les habían dado en Oluta. Mantas, collares, conchas y yo, ése había sido el botín de los mercaderes mexicas, el que habían ganado gracias a que los guerreros de Tenochtitlan habían presionado a los hombres de mi pueblo. Cerré los ojos por un momento, escuché los pasos de los dos comerciantes, a cinco guerreros mexicas y a otros dos esclavos (hombres, casi niños) al caminar. A veces pisaban una hoja, otras un charco, casi siempre caminábamos sobre lodo.

Era yo, para aquellos mercaderes, como una piedra, silenciosa, callada… un “algo” de valor, pero ¿para qué? ¿Cuál esperaban ellos que fuera mi destino? No lo compartían, porque no hablaban conmigo, no sentían compasión por la niña que yo era. No les importaban las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y mojaban la tierra bajo mis pies.

Caminamos hasta antes de que la luz se apagara. Encontramos un espacio abierto, con pocos árboles, y ahí nos sentamos. Encendieron un fuego. La noche caía, el cielo nocturno se había salpicado de estrellas frías. La luna era un cuerno amarillo. El aire estaba quieto. Los tres esclavos nos sentamos cerca del fuego. Nos dieron un tamal duro que nos ayudó a matar el hambre.

Uno de los mercaderes se sentó entre nosotros y comió en silencio. Su presencia me dio miedo. Se trataba de un hombre delgado, moreno, de rostro lampiño y una nariz larga con un pedazo de jade que la atravesaba. Dos pequeñas piezas de obsidiana le colgaban de cada oreja. No llevaba más que un trozo de tela que le cubría la cintura y la pelvis, así que su pecho estaba al descubierto. Cuando terminó, me volteó a ver y respiró con furia. No le gustó ver que no me había terminado el tamal.

—Ésta no quiere cenar… qué desperdicio.

Yo lo miré con el mismo silencio que llevaba por dentro y me apuré el resto del tamal. Nos dieron un poco de agua de un río cercano, así que pude apaciguar la sed que sentía.

—¿Algún dios burlón te arrancó la lengua? —se mofó el otro mercader. Yo bajé la cabeza, esperando desaparecer con el mundo. Empecé a desear que la diosa Coatlicue surgiera de entre las sombras para llevarme adonde fuera.

Nos recostamos en unos viejos petates que llevaban, y nos cubrimos con las mantas que habían dado los pobladores de Oluta. Me acosté bocarriba para intentar dormir, pero no pude. Cerraba los ojos, pero no podía entrar al mundo de los sueños. Sólo veía el rostro de mi mamá despidiéndose de mí. Cuando los abría, sólo contemplaba el cielo estrellado. Ahí estaban, quietecitas las estrellas, sin moverse, a pesar de lo que el Tiempero decía acerca de ellas. ¿Podrían las estrellas haberme revelado si estaba en peligro o si habría de morir al día siguiente?

Papá… él sí era más de la idea del Tiempero; decía que toda nuestra vida podía verse en los cielos. Recuerdo que una vez me contó que, cuando yo era muy pequeña, apareció una estrella a la mitad del día. Era grande, atravesaba el cielo, con una cola larga de fuego, como si se hiciera acompañar de raíces rojas. Yo no lo creí, pero mamá decía que ella también la había visto. Todos en Oluta, y en los pueblos cercanos, fueron testigos de eso.

En todos los pueblos sintieron miedo, porque de acuerdo con las antiguas tradiciones, aquél era un presagio funesto, un signo de que algo terrible se acercaba: destrucción, muerte, el fin de nuestro mundo.

Pues bien, hijo mío, aquella noche, convertida en esclava, recordé aquello y me dije: “Éste es el fin de mi mundo”. Cada noche se destruye todo, cada mañana vuelve a crearse. Cuando no hay libertad, cuando toda esperanza está perdida, cualquier momento de existencia duele. A mí ¿qué me iban a contar de presagios?

Entonces pensaba que si cayeran las ciudades, no me importaría.

Con esa idea me fui quedando dormida sin que me percatara. No tuve sueños, fueron devorados por alguna criatura. No sé por cuánto tiempo dormí, pero fue más del que hubiera esperado.

Seguramente estarás preguntándote por qué no aproveché la noche para escapar, ¿verdad? No habría sido tan fácil hacerlo, los soldados mexicas habían tomado turnos para no dormir y vigilarnos. Podría haber muerto con tan sólo intentar buscar mi libertad. Si me convertía en un problema para ellos, o en una molestia, se desharían de mí rápido. Poco les había costado mi vida, así que no valía nada para ellos.

Pues bien, desperté y me encontré con que los otros dos esclavos, aquellos hombres que eran casi niños, se habían sentado en sus respectivos petates y miraban el montón de ceniza, donde había estado el fuego.

El cielo era amarillo. El aire comenzó a moverse y nos dio frío.

Me cubrí con una de las mantas y me levanté. Necesitaba estirar las piernas para despertar.

Uno de los guerreros me gruñó:

—No te alejes, mujer.

Lo miré en silencio, no le respondí, pero creo que le di la confianza necesaria para que no me siguiera, así que caminé un poco. Al principio, sólo me acerqué a la ceniza humeante, y luego levanté los ojos hacia el cielo y en lo alto vi una forma negra que se deslizaba. ¡Un águila! Era una imagen muy rara, hijo mío. La seguí con la mirada y continué caminando. No me di cuenta de cuánto me estaba alejando de los guerreros, o de hacia dónde iba.

Entonces escuché unos murmullos y me sentí atraída por ellos. Caminé hacia allá hasta que sentí que mis pies se hundían en la tierra húmeda. Me apoyé en el tronco de un árbol viejo para no caerme, y los vi. Supe que hablaban de mí, aunque no me llamaban por mi nombre, sólo decían “la mujer de Oluta”.

—Y cuando la entreguemos en Tenochtitlan, nuestra paga será grande. Hace mucho que no vendemos una mercancía tan bonita como ésa —dijo en náhuatl el primero de ellos.

El otro soltó una risotada, mientras respondía:

—El pueblo será feliz cuando ella sea llevada a lo más alto del Huey Teocalli, le abran el pecho con un cuchillo de obsidiana y le ofrezcan el corazón a Tláloc.

Y las risas fueron el anuncio de que habría de morir.

Mamá sabía que me había vendido para morir sacrificada.

El rapto

¡MIS DÍAS ESTABAN CONTADOS!

Por un momento creí que sólo había nacido para eso, para que mi corazón fuera devorado por los dioses. El silencio que habitaba dentro de mí se volvió más grande y le salieron espinas que me agujeraron el estómago. No podía respirar. Mis dedos se aferraron al tronco del árbol mientras escuchaba aquellas palabras.

Ay, pero ellos ya me habían visto. No podía permitir que supieran que ya había escuchado que me venderían para un sacrificio. Seguramente se preguntaban por dónde había venido y dónde estaban los guerreros mexicas y los otros esclavos. Intenté correr de regreso, pero de pronto sentí un pinchazo en el tobillo. Pensé que había sido un alacrán, así que me arrodillé por un momento para ver la herida, pero en lugar de eso sólo había una rama seca con un poco de sangre.

—¿Qué haces aquí? —escuché la voz de uno de los mercaderes mexicas, luego me agarró del huipil para levantarme.

Pude ver sus ojos llenos de furia. Esperaba una respuesta mía, pero yo no dije nada. El silencio y la tristeza de mi corazón me lo impedían.

—Deja a la mujer de Oluta, habrá nacido sin habla —le dijo el otro.

El primero gruñó y me empujó de regreso hacia donde estaban los guerreros y los esclavos; caí sobre un petate que no era el mío. Ellos me miraron hacia abajo. Era la única mujer del grupo, y eso me hacía menos para ellos.

Me sentí mal cuando decidieron castigarme por haberme alejado del grupo principal. No, no me golpearon ni me gritaron. Sólo no me dieron nada para comer antes de volver a caminar. Teníamos un largo trayecto por delante. Tras los primeros pasos escuché mi cuerpo, el hambre. Me llevé las manos al vientre porque hacía ruidos. Ay, si tan sólo hubiéramos pasado por un árbol que tuviera un poco de fruta. Lo que fuera que pudiera llevarme a la boca.

Quise, mejor, llevar mi mente a otros lugares. ¿Sabes, hijo mío? Estas tierras estaban llenas de misterios, de animales coloridos que se arrastraban, que corrían y volaban, de insectos que ofrecían muerte o alimento. Caminar por sus rincones, entre los árboles, por los ríos, junto a las montañas nevadas, bajo atardeceres encendidos o amaneceres tiernos, era distraerse o encontrarse.

También era perderse… olvidar el hambre, mi casa y el dolor que sentía en los pies. Yo no estaba acostumbrada a caminar durante tanto tiempo. Apenas había salido de Oluta un par de veces con papá para conocer la playa. No me imaginaba que el mundo fuera tan grande, tan lleno de vida, tan lleno de hombres y mujeres con miedo… tan lleno de una tristeza profunda.

Después de caminar un rato, comencé a sentirme más cansada de lo que yo hubiera esperado. No era sólo el dolor de las piernas, sino que ya no las sentía como parte de mi cuerpo. Parecía que ya no tenían sentimientos, ya no hacían lo que yo les pedía. Tropecé con una piedra y caí sobre la tierra en medio de una nube de polvo. Apenas me dio tiempo de meter las manos para no lastimarme la cara. El huipil que me había dado mamá quedó manchado de lodo y se rompió un poco del hombro derecho.

Primero me di cuenta de ello, luego intenté ponerme de pie, aunque me resbalé un par de veces en un charco que se encontraba entre la hierba. Respiraba muy rápido. Ninguno de los hombres que estaban ahí me ayudó a levantarme. Los guerreros habían soltado unas risotadas espantosas con mi caída, mientras que los mercaderes sólo me llamaban con insultos. Los otros dos esclavos tenían miedo de que los fueran a castigar si intentaban ayudarme, así que se quedaron quietecitos. Me veían con ojos grandes y seguramente pensaban que yo era una tonta y que sólo daba problemas. Tal vez…

Cuando me levanté, intenté agitar mis manos para quitarme el lodo y un poco de sangre, y las sequé en el borde bajo de mi huipil. Luego, lo sacudí para limpiarle la tierra que había quedado. Los guerreros dijeron que debíamos detenernos para descansar. ¡Qué alivio! Al menos podría sentarme en el tronco de un árbol caído y recuperar el aliento. Uno de los mercaderes me ofreció un poco de pescado seco para comer. Lo acepté y le sonreí, pero daba lo mismo que lo hubiera hecho o no. Su mueca de asco no cambió al verme.

Mientras estábamos ahí sentados, aproveché para estirar las piernas y dejarlas descansar un rato. Poco a poco empecé a sentirlas, primero con un hormigueo y luego estuvieron listas para reiniciar la larga caminata.

Mientras estábamos ahí, escuché unos golpes pequeños y rápidos, cada vez más cerca. ¿Qué era eso? Me volví hacia atrás justo a tiempo para ver pasar a un hombre fuerte que corría a toda velocidad. Fueron sólo unos segundos, pero recuerdo las piernas musculosas, el pecho desnudo, la mirada al frente. Llevaba una bolsa tejida en la espalda.

Al volver en mí, abrí tanto los ojos que uno de los guerreros mexicas me explicó en náhuatl lo que pasaba, sin que yo le preguntara nada:

—Ése era uno de los esclavos de Motecuhzoma. Cuando el huey tlatoani quiere pescado, entonces se manda un mensaje. Cada uno de estos esclavos recorre una parte del camino con el mensaje hasta una playa cercana a tu pueblo, Oluta. El pescado se cubre con sal para que los esclavos puedan llevarlo así hasta Tenochtitlan. Motecuhzoma lo pide un día y al siguiente lo tiene con él.

Le respondí con una sonrisa, pero el guerrero tampoco me la devolvió.

El mundo me parecía un lugar tan gris, tan vacío de sentimientos. Ya no sabía qué tan lejos estaba de mi casa, o si podría cambiar mi futuro de alguna forma.

Comencé a creer que tal vez los dioses no estaban ahí. ¡Qué sentimiento tan aterrador! Todo en lo que había creído cambiaba de golpe. De repente, a pesar de mis sueños, de lo que me habían enseñado desde niña, de lo que siempre había pensado como verdadero, me sentí huérfana. Algo crecía dentro de mí. Eran las sombras de la desesperanza que se sumaban al silencio y la tristeza.

Por primera vez, quise morir. Supuse que podría ver de nuevo a papá, que podría alejarme de los comerciantes mexicas que querían que yo fuera sacrificada, que se terminarían las dudas sobre si los dioses existían o no.

Así, reanudamos la marcha. Me obligaban a caminar hacia mi destrucción, y lo hice, porque entonces creí que sólo había una razón por la cual había nacido en ese mundo: encontrar el silencio y entregar el corazón a un dios que se alimentaba de la sangre de hombres y mujeres. ¿Y si dejáramos de alimentarlos? ¿Y si permitiéramos que el mundo terminara y fuera destruido? ¿Acaso sería tan malo? Después de todo, alguna vez lo había soñado, yo lo había visto, había estado ahí. Algún día, el mundo sería destruido, y yo quería que ese día llegara, pero no lo hizo.

A veces miraba mis pies para no tropezar. Otras veces miraba hacia adelante para encontrarle sentido a mis desgracias. Durante un tiempo muy largo caminamos todos en silencio. Un guerrero iba al frente, luego los tres esclavos. Detrás de nosotros, los dos mercaderes, y al final el resto de los guerreros.

De repente escuché un sollozo, me volví hacia el esclavo que se hallaba a mi izquierda y noté que tenía las mejillas húmedas. No sabía desde hacía cuánto estaba llorando, pero se encontraba muy triste. Me dio lástima, muchísima. Tuve ganas de ponerle un brazo en el hombro, de decirle algo. Tal vez extrañaba su pueblo, a sus hermanos o a sus padres. Debió ser un niño al que cuidaban mucho, porque su cuerpo no tenía marcas, tampoco había jade u obsidiana que le atravesara las orejas, el labio o la nariz. El otro esclavo tampoco. No estaban hechos para vivir en un mundo salvaje. ¿De dónde venían y cuál era su destino? Nunca lo supe. Tal vez el silencio había echado raíces en sus entrañas como en las mías, porque no hablaban.

¡Qué terrible es el dolor que se oculta! El dolor que no se abre al mundo se agusana en la memoria y aparece cuando menos lo imaginas. Yo nunca tuve tiempo de llorar la inesperada muerte de papá, la manera en que fui arrancada de mi hogar y en la que perdí la fe, de modo que ese dolor alimentó las sombras de mi espíritu.

Todo el grupo caminó hasta que el cielo se encendió, como si las nubes se hubieran convertido en troncos que alimentaran el fuego del hogar. El sol se hacía cada vez más grande y naranja mientras perdía su calor. Cuando nos envolvió una brisa fresca, uno de los guerreros nos advirtió que lo mejor sería detenernos y descansar. Los mercaderes protestaron, dijeron que no llegaríamos a tiempo a Tenochtitlan. No hubo forma de que cambiara el rumbo de las cosas. Los guerreros estaban cansados y habían tomado una decisión.

Aún no había aparecido la primera estrella cuando se escuchó el canto de los chapulines, el cual me arrulló durante la noche. Después de cenar sobre los petates, seguimos el mismo ritual de la noche anterior. Los esclavos nos cubrimos con una manta. Estaba tan cansada que cerré los ojos y no supe de mí durante un tiempo. No soñé con la señora de la falda de serpientes, ni con las ciudades que se cubrían de humo antes de desaparecer. Tampoco con los guerreros, los mercaderes o los esclavos. En mis sueños, me encontraba en casa, junto al fuego del hogar, con aquel comal pequeño que papá me había regalado. En el metate de juguete, palmeaba la masa invisible a la que luego habría de darle forma con mis manos, tal como había visto a mamá hacerlo muchísimas veces, para después ponerla en el comal y cocinar las tortillas. Sí, hijo mío, dirás que son tonterías, juegos de niña, pero eso era yo entonces… aún una niña a la que otros trataban como si fuera una mujer. Aquella noche fue la última vez que soñé con el pasado, me despedí de él.

Desperté con la idea de que me habían quitado un peso de encima. Me sentí aliviada. Me invadió una luz blanca antes de que abriera los ojos. Apenas amanecía. Me estiré un poco y me quité la cobija. Los otros esclavos ya comían algo. Me había despertado tarde, pero al menos me lo habían permitido. Me imagino que pensaban que si dormía un poco más, aguantaría mejor la caminata del día. Intenté acomodarme un poco el cabello y el huipil, aún manchado de tierra. Me dieron otro tamal y me dijeron que antes del mediodía llegaríamos a un pueblo, en el cual podríamos comer un guisado caliente y tortillas frescas. Nada más de escuchar aquello, sentí que la boca se me llenaba de saliva y mi estómago comenzó a hacer ruidos. ¡Al fin podría comer!

Poco después recogimos nuestras cosas y comenzamos la marcha del día. Todavía era temprano, pero ya empezaba el calor. Respiré profundo, abracé el silencio que crecía dentro de mí y di el primer paso.

Llevábamos un largo rato de camino. Cada vez podía andar un poquito más sin cansarme, y eso me daba gusto. Ese día no encontramos troncos para sentarnos, así que lo hicimos sobre la hierba verde. En aquella ocasión no hubo nada de comer, solamente queríamos descansar. Un gran sol amarillo brillaba sobre el cielo azul; yo sentía las gotas de sudor sobre la frente y en todo mi cuerpo. En ese momento necesitaba un baño; me hubiera encantado quitarme la ropa, sumergirme en agua fresca y lavarme un poco. No me gustaba el olor que despedía mi cuerpo.

De pronto, sentí que alguien tocaba mi hombro. Levanté el rostro, era uno de los guerreros. Noté el sudor en su pecho lampiño, quemado por el sol; los músculos se le marcaban. No sé por qué me fijé en sus brazos y en sus pezones morenos. Se abrieron sus labios oscuros:

—¿Se oyen las aguas de un río cercano? Si tienes sed, bebe, pero si no vuelves pronto, ya aprenderás a respetarnos.

Lo vi con ojos muy grandes. No le respondí, ni siquiera con un gesto. Me apoyé en la hierba para levantarme y me sacudí la tierra que tenía en las manos. Fui hacia el agua; sólo de escucharla, mi espíritu parecía refrescarse. Tenía la lengua seca, lo mismo que el paladar. Ya no tenía saliva que tragar. Caminé sola, escuché mis pasos, respiré profundo. ¡Qué sol hacía!

Me recargué un momento en un árbol para descansar bajo la sombra sin saber que alguien me observaba a lo lejos.

Volví a caminar hacia el río y lo encontré rápido. Ahí estaba, lleno de vida, con pececillos rojos que se movían. Me arrodillé, hice un cuenco con mis manos y lo llené de agua. Entonces bebí un par de veces. Luego mojé un poco mi cara; el agua estaba fría, las gotas caían por todos lados. ¡Qué delicia!

El día parecía bueno, agua fresca, comida caliente y….

¡Sentí cómo unas manos grandes me tomaban de la cintura! Eran fuertes y me levantaron con violencia. Moví las manos para que me soltaran. Abrí la boca para gritar, mas nada salió de ella. Sacudí las piernas como si pateara el aire, pero no sirvió.

¡Dos hombres desconocidos me llevaban a la fuerza!

Señor Tabscoob

AL PRINCIPIO LUCHÉ para que me dejaran libre, pero entendí que no podría escapar. Aquellos hombres eran fuertes y sabían bien qué hacer conmigo. No importaba cuánto pateara, no podía mover las manos.

Por si acaso, me cubrieron la boca, no fuera que se me ocurriera gritar y llamar a los guerreros mexicas para que vinieran a rescatarme. En el jaloneo, sentí cómo se rompía un poco más de mi huipil, del lado derecho de mi cadera. Aquellos hombres me arrastraron por la hierba hasta otra parte del río, en la cual habían escondido un bote pequeño entre los pliegues del agua. Me empujaron hacia él para obligarme a subir. Abrí los ojos con miedo, no sabía qué querían de mí, así que cerré las piernas y las apreté lo más fuerte que pude. Sentí que una lágrima se me escapaba. El mundo parecía vacío, sólo estábamos nosotros; nadie más, ni siquiera los dioses.

De pronto se subieron al bote y uno de aquellos hombres lo empujó de la orilla para que la corriente nos arrastrara. El otro se sentó muy cerca de mí y me acarició el brazo. Con asco, bajé la cabeza. Sabía bien lo que querían hacer conmigo.

Los dos tenían los ojos rasgados, de un negro profundo que no dejaba de mirarme. Llevaban el pecho desnudo y se cubrían la pelvis con pieles de ocelote que llegaban hasta la mitad del muslo. En los brazos se habían pintado, seguramente con carbón, varios glifos que representaban viento, agua, fuerza. Los dos tenían cicatrices en las mejillas y a lo largo del pecho. También usaban huaraches, algo rotos por el uso.

Así los recuerdo, hijo mío, en la barca en la que me llevaban. Con una rama larga iban dándole sentido a ese bote que navegaba por el río.

Me asomé, el agua parecía un pedazo de tela arrugado del color del maíz azul. Ahí estaba mi reflejo, el de Malinalli, la hierba del destino torcido, la del corazón silencioso, la que una vez más no sabía qué sería de ella. Podía verlo reflejado. La Malinalli del agua ya no podía sonreír, tenía los ojos tristes y el cabello revuelto por la pelea con aquellos hombres. Ahí estaba, la niña que había sido lanzada a los horrores del mundo para satisfacer a los dioses, si es que acaso yo les importaba algo. ¡Cómo me gustaría olvidar aquello! El verdadero reflejo de una persona es doloroso. Es más fácil engañarnos para creer que somos felices que entender cómo somos en realidad.

Ah, pero uno de los hombres se dio cuenta de que yo estaba asomándome al agua, así que me jaló de regreso al bote. Habrá pensado que quería echarme al río para escaparme. Me senté bien y lo miré a los ojos. Podía sentir cómo me desnudaba con la mirada y quién sabe cuántos pensamientos más ensuciaban su espíritu. Estaba viendo cómo levantaba una mano para tocarme cuando sentí que el bote golpeaba contra algo. Tal vez era una roca. Después de eso, la barca empezó a agitarse y saltaban gotas de agua por todos lados.

La corriente del río comenzó a cambiar, se volvió violenta. No sólo navegamos cada vez más rápido, sino que empezamos a movernos de lado a lado. Cuando casi chocábamos contra una piedra, sentí un dolor en el estómago, un miedo terrible de que la barca pudiera voltearse y yo me golpeara con una roca.

Así como el agua comenzó a moverse con más fuerza, también lo hizo mi corazón. Me aferré a cada lado de la barca con dedos temblorosos. Cerré los ojos y rompí el silencio para repetir en mi mente: “Que esto termine, que esto termine…”.

¡Y otro golpe contra una piedra!

Las gotas frías salpicaron mi rostro. Apreté los labios, intenté respirar cada vez más lento, pero no podía calmarme.

La corriente nos hizo chocar contra uno de los bordes del río. La barca se levantó. Pensé que nos volcaríamos, pero volvió a caer en el agua con un ruido espantoso.

Un pensamiento llegó a mi cabeza: los dioses me habían rescatado de ser sacrificada en Tenochtitlan sólo para morir ahogada. Sentí el viento en mi rostro, mis dedos estaban tensos.

¡Lo que hubiera dado por poder gritar!

No sé cuánto duró aquel viaje salvaje. Más tiempo del que yo hubiera esperado… o querido. Cuando por fin llegamos a tierra firme, bajé de la barca y caí sobre mis manos. Tenía el estómago revuelto y unas tremendas ganas de vomitar. Mi respiración estaba demasiado agitada y ¡no me sentía en tierra firme! Parecía que todo el mundo se agitaba y se movía tanto como aquel bote.

Me tomó algunos momentos de respirar por la boca el permitir que todo volviera a ser como antes, a que mi estómago se calmara y que el mundo dejara de girar a mi alrededor. Quizás aquellos hombres que me habían secuestrado sufrían los mismos males, porque se recargaron en dos árboles cercanos para respirar. Claro, sin quitarme un ojo de encima, no fuera a ser que a pesar de todo lo vivido en el río intentara salir corriendo. Nunca lo hubiera logrado, estoy convencida de que me habrían alcanzado en poco tiempo. Y además ya estaba cansada de ir de aquí para allá, de caminar sin rumbo, de no tener un hogar, de extrañar…

Levanté el rostro, las nubes parecían apilarse unas sobre otras. Hasta lo más alto donde alcanzaba la vista, cada una tenía diferentes blancos y grises. ¿Cuánto mide el cielo? Ay, hijo mío, no sé qué necesidad tengo de preguntarle a la vida lo imposible, si sé que el viento no tiene las respuestas.

¿Por qué no conozco la libertad? Ésa habría sido otra pregunta que podía haber hecho para que nadie me la respondiera. Ni siquiera aquellos dos hombres que me habían convertido en su propiedad tan sólo porque lo habían deseado. Lo malo de ser una cosa es que cualquiera puede robarte como tal… ¿Tendría derecho a mis pensamientos y sentimientos o acaso mis señores esperaban que siguiera los suyos? Eso tampoco lo supe…

Muy cerca del río se encontraba Potonchán. Aquello no era un pueblo pequeño como mi natal Oluta. ¡Todo lo contrario! Lo hubieras visto entonces, hijo mío, eran cientos de casas construidas con piedra y cal. Hombres, mujeres y niños caminaban, reían al saludarse; las mujeres se encontraban para platicar sobre los últimos rumores. Escuché el ruido, las palabras altas, los susurros. ¡Cuánto extrañaba eso!

—Esto es Potonchán —dijo uno de los hombres que me había robado; por eso conocí el nombre del pueblo y entendí que estaba en la zona maya, porque Potonchán quiere decir “región de cielo” precisamente en esa lengua.

Si te lo estás preguntando, para mí sí era un pedacito de cielo. La selva se mezclaba con las casas, y los pájaros de color azul, rojo y verde surcaban el cielo. Se sentía el calor húmedo en los huesos y la amenaza de la lluvia que no llegaría ese día. El clima era muy parecido al de mi casa, así que me dije: “Iré hasta donde me lleve el viento, porque si sigo resistiéndome a sus cambios, él me romperá”. Por eso no me quejé cuando aquellos hombres me empujaron por las calles de la ciudad, cuando no me dejaron cruzar miradas con la señora llena de canas que me vio con lástima, ni cuando tuve que detenerme un momento porque un niño perseguía a su cachorro y me dijeron que siguiera caminando, que más valía que me portara bien o tendrían que castigarme… Mientras tanto, yo pensaba en qué diría papá si me hubiera visto así. ¿Se habría enojado o hubiera dicho que así estaba escrito en las estrellas y no podría escapar a mi destino?

Las calles eran anchas, el dulce aroma de las flores nos rodeaba, el del epazote del mercado, el del maíz al calentarse; el viento caliente, el olor de mi sudor y el de otros, el copal amargo de algún templo cercano... Llegamos a la casa más grande y alta de todas. Entonces comprendí que mi nuevo dueño no sería un hombre cualquiera, sino un gran señor.

Entramos a un primer cuarto, en el cual todas las paredes estaban pintadas de rojo. Lucía aún más siniestro por la luz que apenas llegaba desde fuera. Luego entramos a un patio más grande, donde alcanzaban a verse muchas otras habitaciones.

Uno de los hombres se quedó conmigo mientras el otro fue al siguiente patio.

Ahí nos quedamos los dos, en silencio, envueltos por una luz blanca y el aire fresco, bajo las nubes grises, hasta que vino a mí una mujer que no tendría ni diez años más que yo. Sin decirle nada a aquel hombre, me apartó. Así cruzamos ese patio.

En el momento en que entré al segundo cuarto, no pude creer lo que veía. Había niñas y mujeres de todas las edades. Sentí cómo su mirada se posaba en mí, entendí su lástima. Eran esclavas como yo, mujeres sin libertad de escoger, mujeres que seguían órdenes, que no se sentían con el derecho de abrazar sus recuerdos para sentirlos cercanos. Mujeres que no se sentían mujeres.

Aquella que me había llevado hasta ahí se colocó frente a mí. Era más alta que yo por una cabeza, pero me miraba con una ternura que no puedo describir. Al fin alguien me veía como una niña y entendía mi miedo. Sentí una caricia suya en mi mejilla y cómo me peinaba con sus dedos.

—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó en maya. Su voz era dulce y pausada, casi como si pensara bien cada palabra antes de decirla.

Yo la miré sin abrir los labios. El silencio que habitaba dentro de mí no me permitió responderle.

—No tengas miedo, aquí cuidamos de todas. Dime tu nombre —insistió aquella mujer.

No lo hice.

Ella comprendió mi dolor, hijo mío, porque no preguntó por mi nombre una tercera vez. No era necesario. En lugar de eso, me pidió que me sentara, me quitó los zapatos que me había dado mamá y luego hizo lo mismo con el huipil roto. Sólo entonces descubrí moretones de todas las veces que me había caído, en los brazos, en las piernas. Cada vez que los tocaba, me dolía.

—No te preocupes, curaremos también tu espíritu —me explicó la mujer, y le creí.

Una de las niñas se acercó con un cuenco hecho de alguna semilla hueca. Bebí lo que había en su interior. Era agua caliente con flor de azahar. En un principio lo rechacé y saqué la lengua, quería que ellas entendieran que no me había gustado, pero después escuché que una niña me suplicaba que bebiera, luego otra, ¡y otra más! Bueno, tampoco es que me hubieran robado de los mercaderes mexicas tan sólo para traerme a un pueblo y darme veneno. Bebí, y entonces me sentí un poco mejor. Una cálida sensación me llenó desde la punta de los pies hasta el pecho. Todo mi cuerpo se relajó y el miedo comenzó a desaparecer.

Luego me cubrieron los moretones con raíz de polmoché machacada en mollicaxtli