Mujer equivocada - Mercedes Rosende - E-Book

Mujer equivocada E-Book

Mercedes Rosende

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Beschreibung

Úrsula está insatisfecha. Demasiado fea, demasiado hambrienta, demasiado sola..., su vida no transcurre en absoluto como le gustaría. Su hermana es más guapa, su vecina más feliz, y ¿quién puede mantener eternamente una dieta de sopa de verduras? La misteriosa llamada de chantaje que recibe, informándola de que su marido ha sido secuestrado y pidiendo un millón de rescate, la sacará de ese estado. Aunque hay un detalle: Úrsula no tiene marido, pero su insaciable curiosidad por la vida de los demás le impide revelar la confusión. Así descubre su talento criminalista, que la lleva a una aventura tan extraña como grandiosa. Con una prosa agilísima, mordaz, de una ironía y, también, de un calado apabullante hábilmente enmascarado tras la aparente ligereza de su trama, Mercedes Rosende nos sumerge en el particular universo, delicioso y sórdido a la vez, de una de las más peculiares protagonistas de novela negra surgidas en los últimos años. La sin par Úrsula, cuyas andanzas se han traducido al francés, al alemán, al italiano y al inglés y que, de boca en boca, de mano en mano, reseña a reseña, se está convirtiendo, pese a sus kilos de más, a su eterna insatisfacción y a su humor —tal vez demasiado negro—, en un fenómeno en toda Europa.

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Seitenzahl: 219

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«No sé si soy escritora, me parece que soy una impostora que escribe para ser otras personas. Siempre quise ser otros, y la manera más fácil de ser un ladrón o una asesina o un policía corrupto, sin el peligro de ir a la cárcel o de que me maten, es la literatura. Así nace la vocación de escritora, ligada a esa curiosidad por la vida del otro, a las ganas de meterme en el pellejo de los demás.»

Mercedes Rosende nació en Montevideo y actualmente vive en España. Es escritora, columnista en medios escritos y Magíster en Derecho.

Sus obras publicadas son Demasiados blues (2005), que fue premio en el concurso de la Intendencia Municipal de Montevideo, La muerte tendrá tus ojos (2008 y 2022), con el que obtuvo el primer premio del Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, Mujer equivocada (2011), publicada también en Argentina, Francia, Italia y Alemania, El miserere de los cocodrilos (2016), publicada en Alemania, Gran Bretaña e Italia, Qué ganas de no verte nunca más (2019), publicada en Alemania y Gran Bretaña, e Historia de mujeres feas (2020).

Por el cuento Ceremonia recibió el primer premio en el Concurso de Cuentos del Festival Buenos Aires Negra y Semana Negra de Gijón, en 2014.

Fue ganadora del premio LiBeraturpreis edición 2019, otorgado por Litprom de Frankfurt.

Mujer equivocada

PROPUESTA DE CONTRA

Úrsula está insatisfecha. Demasiado fea, demasiado hambrienta, demasiado sola..., su vida no transcurre en absoluto como le gustaría. Su hermana es más guapa, su vecina más feliz, y ¿quién puede mantener eternamente una dieta de sopa de verduras? La misteriosa llamada de chantaje que recibe, informándola de que su marido ha sido secuestrado y pidiendo un millón de rescate, la sacará de ese estado. Aunque hay un detalle: Úrsula no tiene marido, pero su insaciable curiosidad por la vida de los demás le impide revelar la confusión. Así descubre su talento criminalista, que la lleva a una aventura tan extraña como grandiosa.

Con una prosa agilísima, mordaz, de una ironía y, también, de un calado apabullante hábilmente enmascarado tras la aparente ligereza de su trama, Mercedes Rosende nos sumerge en el particular universo, delicioso y sórdido a la vez, de una de las más peculiares protagonistas de novela negra surgidas en los últimos años. La sin par Úrsula, cuyas andanzas se han traducido al francés, al alemán, al italiano y al inglés y que, de boca en boca, de mano en mano, reseña a reseña, se está convirtiendo, pese a sus kilos de más, a su eterna insatisfacción y a su humor —tal vez demasiado negro—, en un fenómeno en toda Europa.

Mujer equivocada

Mujer equivocada

MERCEDES ROSENDE

 

Primera edición: junio de 2023

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

Título original: Mujer equivocada

© 2017, Mercedes Rosende

© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.

Esta edición de Mujer equivocada se publica en acuerdo con Ampi Margini Literary Agency y la autorización de Mercedes Rosende

ISBN: 978-84-19615-12-1

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

Si uno comienza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del Día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente.

THOMAS DE QUINCEY,Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes

DÍA UNO

1

Hola, Úrsula, bienvenida al mundo de los gordos, donde todos los espejos te dan malas noticias.

Pienso: el sobrepeso llegó sigilosamente, casi sin que me diera cuenta. No, no es cierto que no me diera cuenta, un día te aprieta un botón, otro día te cuesta un poco cerrar el cierre, y ninguno de esos datos tomados en forma aislada significan nada: la menstruación te hincha, son gases, es retención de líquidos, ¿no tendré un fibroma? Hasta hace poco tiempo el médico encontraba equilibrada mi relación peso-altura, está en un percentil saludable, me decía. ¿Cuándo fue que la salud empezó a ser más importante que la belleza? ¿Después de los setenta, setenta y cinco kilos? ¿Desde cuándo a alguien le importa tener cintura, piernas, caderas saludables?

—¿Cómo le quedó? —escucho gritar a la vendedora.

—No me entra, ¿me trae un talle más?

—No tenemos, ese era el más grande.

Paf, recibo el sopapo.

Un calor súbito trepa desde mi pecho a la cara, las orejas me arden. El vestido, que no bajó más allá de la cintura, queda trabado entre las axilas y la cabeza al intentar sacarlo, y la tela espesa me sumerge en una oscuridad sin aire. Hago fuerza, tiro hacia arriba, trato de liberarme, agito los brazos, mis codos empujan, la puta que la parió a la vendedora, ¿cómo que no hay otro talle?, las nalgas golpean contra las paredes de madera del probador que de pronto me aprietan, me comprimen, me ahogan. No logro sacarme el vestido, no veo nada y me falta el aire, la transpiración me moja la espalda, el pecho, y este trapo de mierda que no sale, por Dios, ¿por qué no sale?, tironeo con más fuerza sin pensar en las costuras pero pensando en la mujer que está ahí fuera, la bronca que crece, las ganas de llorar y salir y tirarle el vestido en la cara, hago fuerza, tiro y tiro, me lo arranco, cruje el hilo roto, suena la tela desgarrada.

Emerjo y respiro. Respiro.

Me veo en el espejo bajo esa luz impiadosa: una mujer agitada, enrojecida, jadeante, desgreñada, los ojos desorbitados, una mujer que desborda en su ropa interior.

Mirate, Úrsula, mirate con atención. Esos rollos a la luz de los 500 watts, la grasa que la iluminación resalta y dramatiza, que el sudor hace brillar. ¿No te reconocés? Hola, te presento: sos la gorda. Ese pliegue debajo del rostro es tu papada, ese bulto en medio del cuerpo es tu panza, y por detrás hay un gran culo.

Nadie puede querer a una gorda, me susurra Papá al oído.

El espejo, la luz que golpea sin clemencia sobre mi cuerpo, una patética mujer pasada de peso en ropa interior. Basta, no miro más.

Me visto como puedo, los dedos torpes abrochan botones en ojales equivocados. La cartera cae al suelo y ruedan monedas, pañuelos, peines, una barrita de cereales, galletitas, chocolates mordidos y mal envueltos. Recojo todo, me acomodo el pelo. Que no esté la vendedora, que no esté parada ahí, que se haya ido a venderle a otras mujeres su ropita de Lilliput.

Abro la puerta del probador, salgo con el vestido en la mano, la vergüenza hecha un ovillo en mi puño.

Busco con la mirada: la vendedora muestra un pantalón blanco a una mujer de mi edad, pasados los cuarenta. Ella lo toma y se lo mide sobre la ropa, lo apoya sobre sus caderas delgadas, perfectas. A esas caderas no les importa el percentil ni la relación peso-altura. Adivino la pregunta que le hace a la vendedora. ¿Me quedará bien?, ¿será mi talle? La vendedora asiente, mohín, sonrisa, estás en el sitio indicado, baby.

La gordura llegó sin que me diera cuenta, decía. Mentira. La culpa la tienen los materiales con que fabrican la ropa: lycra, elastano, spandex, esos tejidos hacen que un talle 44 se transforme en un 46 y hasta en un 50, sin que la usuaria advierta los cambios. La grasa se expande y la contiene el spandex; silencioso, artero, disimula el rollo, camufla con comodidad el mondongo incipiente.

¿La gordura llegó sin que me diera cuenta? Mentira. Verdad: los textiles elásticos te confunden y nadie se mira tanto al espejo después de los cuarenta. Y si te mirás, ahí está la miopía, generosa, que tiende un manto difuso a la imagen, una aureola de normalidad o al menos de indefinición y de sombra.

Mentira, más mentiras, siempre supe que sería gorda. Aun sin serlo. Papá trató de advertírmelo, y la tía Irene… La pobre tía Irene.

Antes de huir de la tienda miro a mi alrededor. Es día de liquidación, el local está lleno de mujeres que revuelven un mar de blusitas, remeritas, shorcitos que lucirán sobre sus cuerpitos este verano. Hurgan en estantes, canastos, encuentran algo de su talle que sacaron de abajo de un revoltijo, corren a los probadores con el botín, esperan su turno en la fila. Charlan y ríen, se miran, se reconocen entre ellas: la cofradía de las bellas, el club de las delgadas. Las miro desde la puerta y con el vestido en la mano, quiero tirarlo al suelo y pisotearlo, gritar que no me importa nada si me entra o no esa ropa de porquería, esos trapos de mierda, salir y pegar un portazo.

Camino despacio, doblo el vestido y lo dejo sobre el mostrador, musito una disculpa al aire, a la nada, no quiero verles las caras, no quiero mirarlas, me voy en silencio por la puerta de adelante como si fuera la puerta de atrás. La calle me recibe, me pierdo en la multitud, me traga el anonimato del gentío.

Hoy empiezo la dieta.

—Deme un tique de estacionamiento.

—¿Tu matrícula, preciosa?

El tipo me sonríe, me mira. El kiosco huele a comida, detrás de la cortina que lo separa de la vivienda alguien manipula ollas, platos, una voz femenina canturrea una cumbia o quién sabe qué ritmo tropical. Paseo la vista entre la mujer desnuda del almanaque tapada con un neumático, y los culos que saltan de las tapas de las revistas exhibidas en los anaqueles. Si me concentro puedo imaginar que soy la ninfa del neumático, que tengo una cintura y un culo de revista satinada. El kiosquero sonríe y me mira las tetas, que empujan la remera de spandex comprada hace unos años. Miro la revista, la otra revista, el almanaque, imagino que soy ellas.

Me acodo en el mostrador y me acerco al hombre del kiosco que mira mi cuerpo, que lo recorre y sonríe. Sin desviar la vista de sus ojos estiro el escote de la remera hacia abajo, lo estiro casi hasta llegar al pezón, me detengo ahí unos instantes, y luego lo bajo un poco más, un poco más. El tipo deja de sonreír, deja de mirarme. El olor espeso a lentejas y carne grasosa invade el espacio, se instala con solidez de objeto en el aire.

—¿Matrícula? —susurra.

—AXB 1890 —digo lentamente la combinación de números y letras, sin sacarle los ojos de encima.

El tipo vuelve a mirarme, esta vez a la cara y no a la teta que asoma, luego dirige la vista hacia la cortina, enseguida los ojos descienden al papel en el que escribe, de pronto apurado, mi matrícula.

Arranca la hoja de un tirón.

—Son diez pesos —dice, con un hilo de voz.

Lentamente me acomodo la ropa, parsimoniosamente me cubro la teta y le pago, él me entrega el tique y me devuelve el cambio sin levantar la vista, sin volver a mirarme. Lo miro y susurro.

—Cagón.

Salgo resuelta, me apuro o no llego a tiempo a la reunión.

2

«Reuniones de Gordos Anónimos Miércoles Hora 11», leo desde lejos las gruesas letras azules que sé de memoria.

Camino por el corredor, un pie después del otro, vamos, Úrsula, tenés que resistir a la tentación de dar la vuelta y escapar, vos podés, tomá fuerza que podés, respirá hondo. ¿Ves que es fácil?, un paso más, ya estás parada frente a la entrada. Adelante, Úrsula, vamos, que es solo respirar hondo, tomar el picaporte, empujar la puerta.

Entrar.

Y ya puedo anticipar todo lo que sucederá de ahora en adelante: sé que cuando entre a la sala del fondo de la parroquia de Punta Carretas sentiré que son patéticos, ridículos, me preguntaré a qué he venido.

¿Dónde te has metido, Úrsula?, ¿quiénes son estos? La misma sensación de ajenidad de siempre, ese sentimiento de no pertenecer, la sospecha que este ritual es una copia de una copia de una copia hecho para otros, pensado para países que no son el mío, para gente que no soy yo.

Antes de abrir la puerta sé que todos se saludarán con abrazos excesivos, se mirarán de frente y a los ojos, se tomarán de las manos en una fórmula repetida, de ceremonia excesiva y programada del reencuentro cuando solo pasó una semana desde la última reunión. Las presentaciones, la distribución de las sillas, los saludos, las preguntas y las respuestas, todo es de manual, un manual escrito para gordos foráneos que son otros gordos y no estos, y no nosotros, me digo, me corrijo, pero sigo allí parada, la mano en el picaporte, la respiración agitada, el desgano, el desprecio, el sentido del ridículo, las ganas de volver a salir a la calle, doblar la esquina, olvidarme para siempre de ellos, de todo lo que nos separa y de todo lo que nos une.

En el momento que entre a la sala del fondo de la parroquia de Punta Carretas seré una gran pelota que llega de la calle, un globo aerostático que camina y se acerca a otras pelotas y a otros globos, sentiré que el crujido del suelo de madera que piso es excesivo, que el aire que exhalo es demasiado, que el espacio que ocupo es enorme. Sin embargo, o quizá por eso, participaré de la ceremonia, saludaré con enormes abrazos, miraré a los ojos a otros que como yo mirarán a los ojos, tomaré sus manos rechonchas entre mis manos rechonchas. Y pensaré que no sería malo morir en uno de esos momentos y en medio de esas efusiones, que ya no empezaría ninguna dieta, nunca.

Ninguna dieta, nunca. Esas dos palabras juntas, «dieta» y «nunca», suenan a clausura de todos los sufrimientos.

Hago un esfuerzo adicional, tomo aliento, empujo un poco más la puerta. Y cuando entro a la sala del fondo de la parroquia de Punta Carretas recuerdo que fue Luz quien me trajo aquí, hace dos, tres años, cuando mi peso había aumentado demasiado y ya no me sentía capaz de salir por mí misma de la espiral en la que me habían hecho entrar unos helados a medianoche y una milanesa extra en el almuerzo.

Lo supe al trasponer la puerta la primera vez: en estas ceremonias me sentiría a salvo, pero no de los chocolates ni de las cervezas en las tardes de verano, no del fantasma amenazante de las tortas de crema y los chivitos; la sala del fondo de la parroquia de Punta Carretas y los abrazos excesivos, la celebración del rencuentro después de siete días y las manos apretando las manos serían un muro intangible pero sólido que se interpondría entre Úrsula y el desprecio del mundo.

Sí, los encuentro patéticos y miserables, a veces los odio, siempre me dan lástima. Y también los necesito.

Sigo viniendo, entablo conversaciones, me someto a sesiones de abrazos con un grupo que cumple con los ritos del manual y que se ocupa de reconstruirme una vez por semana de 11 a 12:30. Son mis hermanos.

El primer saludo es el de Aurelio: me cerca, me rodea, y aunque no le veo la cara sé que al abrazarme cierra los ojos, lo oigo respirar, suspirar como un bebé cuando su madre lo levanta de la cuna, exhalar como quien echa su cansancio sobre la almohada. Me dejo abrazar, huelo la bergamota y la madera de cedro en su perfume, algo de vainilla, lo escucho, siento otra vez su respiración, y me pregunto dónde estoy, qué hago, por qué estoy, recuerdo vagamente que los odio y los desprecio, pero no hay respuestas, solo unos brazos que me rodean, el perfume y el sonido de la respiración, y me hundo, me siento desaparecer en su pecho todavía rollizo a pesar de Cormillot, de Atkins, me hundo y se hunde más, nos fusionamos, nos mezclamos, y emergemos del abrazo en un nacimiento lento que lava una semana de vergüenza y humillaciones.

Después todo empieza de nuevo como cada semana: el ritual de la balanza, las presentaciones y los relatos de los que vienen por primera vez, los comentarios a coro del grupo (¿por qué estos grupos responden a coro como en una tragedia griega?). Toma la palabra una mujer a quien ninguna empresa de aviación dejaría viajar sin pagar dos pasajes.

—Lo peor fue la cena de Fin de Año de la empresa donde trabaja mi esposo. Yo había adelgazado doce kilos y me sentía estimulada, que podía llegar a bajar los cincuenta que todavía me sobraban, podía hacer frente a las miradas, a las sonrisas burlonas. Me había hecho ropa por primera vez en muchos años, un vestido de tafeta opaca azul oscuro, me había mirado al espejo y me había maquillado, me había vuelto a mirar de frente y de perfil con la ropa flamante, había llegado al salón de fiestas con la mirada en alto: les sonreí a todos y hasta me pareció que me miraban como a una mujer y no como a una ballena escapada de un acuario. Conversábamos con los compañeros de Juan Carlos, me presentaban a sus mujeres, yo me sentía partícipe del festejo, volvía a pertenecer a la raza humana, formaba parte del universo. Alguien elogió mis aros de turquesas sobre la piel bronceada, separé el pelo para que se vieran, moví la cabeza para sacudirlos, me exhibí. Me animé y hablé, conté de mis logros con el jardín de la casa, de mi proyecto de volver a estudiar. Y entonces pasamos a las mesas, a ocupar las sillas, mi marido apartó el asiento para que me sentase. Todavía sonreía cuando me senté. Supongo que se me borró la sonrisa en el preciso instante en que me apoyé y las patas de la silla de plástico temblaron, se abrieron apenas hacia afuera, sentí una vibración en mi cuerpo, las sentí separarse de a poco en una inexorable cámara lenta y empezó a invadirme el horror, escuché —todos escucharon, Dios mío, todos— el ignominioso crujido del material al romperse, y entonces la caída, el lento descenso al infierno. De lo que sucedió después solo recuerdo los ojos clavados en mí, las expresiones de unas caras inclinadas desde lo alto, las miradas que caen verticales sobre una mujer-ballena tendida en el suelo. Las miradas. Y después ni eso, nada, dejé de ver, me enceguecieron las lágrimas.

En las reuniones de Gordos Anónimos no hay silencios: cuando alguien termina de contar algo, el grupo responde a coro, decía, como en una tragedia griega. O mejor, como en una secta satánica, y algunas veces hasta he imaginado que aparecerá Bette Davis y querrá convertirme, como a todos los habitantes del pueblo, y yo trataré de escapar, tendré que correr entre las plantaciones de maíz, inútilmente, porque sus ojos me estarán esperando por donde sea que salga.

Son patéticos, los odio, y a veces les tengo miedo.

Otro toma la palabra, sin intervalos.

Si llora, lo consuelan. Si no llora, le preguntan.

Nunca se produce un vacío.

Todos consolamos a Ada, pobre Ada, seis meses haciendo dieta para ir a esa fiesta, seis meses de arduo camino para llegar a esa silla y derrumbarse ante la risa de la gente. También odio a la gente.

—¿Alguien quiere sugerirle a Ada una estrategia para esta próxima semana? —pregunta Susana.

Bien, Susana, esta chica ha hecho los deberes, ha leído el capítulo exacto del manual perfecto.

Todos apoyamos, todos sugerimos como una gran y única voz.

Hay que reconocerlo: exigido a fondo el mecanismo funciona, el manual rinde lo suyo, y por eso estamos acá. A medida que pasa el tiempo yo también consuelo, pregunto y aconsejo: entro en el concepto, me integro. Un hombre con cintura desbordante dice haber bajado dos kilos, lo felicitamos, lo aplaudimos; Adriana cuenta que no pudo resistirse a una mousse de chocolate con nueces, la entendemos, la confortamos, la animamos a ser más fuerte. En algún momento dejo de ser yo y empiezo a ser ellos, me sorprende, cada vez me sorprende escuchar mi voz en el coro, sentir mis palmas cumpliendo su rol en los aplausos, intervenir en ese ritual que antes y después critico. ¿Cómo lo logran?, ¿cuándo y por qué me hacen abandonar las reticencias?, ¿qué hacen para reclutarme? Soy una mujer manipulable, pienso, un día vendrá ese personaje de Bette Davis y yo seré de los suyos sin oponer resistencia, me uniré a la cofradía del pueblo que rinde culto al dios de las cosechas y sacrifica a los forasteros, integraré el aquelarre, sin dudas ni cuestionamientos, solo para sentirme cobijada por la masa.

Termina la sesión y nos levantamos, otra vuelta de abrazos, la mano gordita en la mano gordita, las últimas efusiones, las despedidas apretadas. Ni ajena ni globo aerostático ni pelota, ya no neumático, no más frases con la palabra «nunca»: en algún momento la mujer remplazó a la ballena. El grupo que me absorbe y me sustrae la voluntad me devolverá a la calle, totalmente humana. Y así, una vez más, salgo de la sala del fondo de la parroquia de Punta Carretas, traspongo la puerta, parpadeo, y vuelvo a odiar la futilidad de sus argumentos, me río de su optimismo a la violeta, desprecio la copia de la copia de la copia de un manual extranjero. Y una vez más, salgo misteriosamente confortada.

3

Camino de prisa la cuadra que separa la calle Colón de la plaza Zabala, llego a la puerta del edificio, introduzco la llave, la giro, empujo, aprieto el interruptor para encender la luz —una vez, dos, varias veces—, y descubro que no funciona. No hay electricidad, pienso, maldita sea, y cuando tomo conciencia del desastre siento un escalofrío.

Si se vive en un quinto piso y hay corte de luz, se está frente a un inconveniente.

Si se vive en un quinto piso, hay corte de luz, se tienen muchos kilos de más y nada de entrenamiento físico, se está casi frente a un cataclismo.

Puedo esperar abajo, sentarme en un banco de la plaza, pero recuerdo que otras veces ha habido cortes producidos por fallas en el tablero del edificio y hubo que llamar a la empresa de electricidad, que tardó horas en llegar. ¿Qué puedo hacer dos, tres, cuatro horas sentada en un banco de plaza? Puedo ir a un bar y pasar el rato, puedo ir al cine y ver una, dos películas, puedo cenar afuera. No estaría mal, no. Una vez que decido hacerlo recuerdo que salí sin las tarjetas, el dinero en efectivo apenas me alcanza para un café, y los bancos están cerrados.

Voy a subir, decido. Lo iré haciendo despacio. Lo haré a mi aire.

Subo los primeros escalones, uno y otro y otro, no más de un tramo seguido y descanso.

Respiro, otra vez, otro tramo. Un pie detrás del otro, vamos, un esfuerzo más. Así subo hasta el segundo piso en poco más de un minuto. Me siento bien, la respiración algo agitada, pero resisto. Me envalentono, acometo el siguiente, ya no falta tanto. Un escalón y otro y otro, comienzan a temblarme apenas los muslos, me detengo, descanso, no tengo apuro. Otro poco, ahora el temblor me paraliza y la respiración se dispara enloquecida, quedo inmóvil en la escalera, agotada, jadeando, quiero respirar y no encuentro la manera de hacer entrar el aire en mis pulmones. No puedo seguir, me siento, casi me acuesto en los escalones, espero un tiempo largo, larguísimo, hasta que vuelve el resuello. Me pongo de pie y empiezo de nuevo. De alguna forma llego al cuarto piso y me derrumbo. Los pulmones son bolsas de dolor concentrado, el aire me pasa chiflando entre los dientes y siento latir el corazón en la boca, en la garganta, en el cráneo.

El edificio, privado del sonido de radios, televisores, computadoras, equipos de audio y hasta de heladeras, de calefones, aspiradoras y lavarropas, está sumido en un silencio profundo de glaciar o de desierto. Los que vivimos sumergidos en el alboroto de la ciudad nos asusta estar frente a una repentina ausencia acústica, nos perdemos en la inmensidad plana y sin referencias del vacío. Después de un momento, mi oído empieza a rastrear, a escanear en busca de ondas audibles.

Al principio no percibo nada, nada me llega hasta este escalón donde estoy sentada en la media luz que entra por la banderola, solo escucho mi respiración que todavía tiembla aunque se va normalizando. Detrás del sonido de fuelle que sale de mi garganta, nada. Recupero el ritmo, respiro más suave, más espaciado, y el silencio se va haciendo más hondo, más profundo, más oscuro a pesar de la banderola y su luz que se ha ido volviendo mortecina. El edificio parece deshabitado de voces, de gritos de niños, conversaciones, ladridos, tal vez porque es temprano y todavía no llega la gente de sus trabajos, o porque los que están se encuentran paralizados por la confusión que genera no tener energía eléctrica, enfrentarse al silencio.

Así quedo, expectante, a la pesca del menor sonido.

Tanto deseo escucharlo que al principio no sé si es real o lo estoy imaginando. Primero es un suspiro, una inspiración muy leve que creo reconocer, una respiración apenas agitada, casi como la mía en este momento, y luego otra vez el silencio que me hace creer que fue una alucinación. Contengo el aliento, se alborotan mis sentidos solo de imaginarlo, aguardo con los músculos en tensión como un animal al acecho. Pero pasan los segundos y no vuelvo a escuchar nada.