Natán y sus hijos - Mirjam Pressler - E-Book

Natán y sus hijos E-Book

Mirjam Pressler

4,0

Beschreibung

Jerusalén, 1192: los caballeros templarios han perdido la Ciudad Santa, todos han sido ejecutados por orden del sultán Saladino. Solo le perdona la vida a uno, al joven Curd von Stauffen, quien a su vez salva de un incendio a Recha, la bella hija del comerciante judío Natán, llamado el Sabio.Alrededor de Natán, judíos, cristianos y musulmanes intentan hallar sentido a sus vidas y convivir de manera pacífica. Sin embargo, el comerciante tiene también poderosos enemigos que conspiran contra su vida.En medio de estas disputas, Saladino se encuentra con Na­tán para poner a prueba su proverbial sabiduría. «¿Cuál es la religión verdadera?», le pregunta. Natán le responde con la famosa parábola de los tres anillos, que sitúa el amor al prójimo y la tolerancia por encima de cualquier creencia.

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Natán y sus hijos

Jerusalén 1192

ÍNDICE

Cubierta

Portadilla

Citas

Personajes

Gesem

Daja

Elías

Recha

El templario

Al-Hafi

Daja

Recha

Sittah

Abu Hassan

El templario

Al-Hafi

Daja

El templario

Gesem

Recha

Elías

Recha

Nota final

Cronología

Citas

Glosario

Créditos

Ama Yavé las puertas de Sión más que todas las moradas de Jacob. se hablan de ti cosas magníficas, ciudad de Dios.

Salmos 87, 2

Dejadla en su risueña locura en la que el judío, el cristiano y el musulmán convivan... ¡qué dulce locura!

Daja, en Natán el Sabio

Personajes

El sultán SaladinoSittah, su hermanaAbu Hassan, un capitán de SaladinoNatán, un comerciante judío de JerusalénRecha, su hijaDaja, la acompañante de Recha, una cristianaGesstrong, un muchacho de la casa de NatánElías, el administrador de NatánJacob, un ayudante de NatánZipora, la cocinera de la casa de NatánCurd von Stauffen, después Leu Von Filnek, un joven templarioAl-Hafi, un derviche al servicio de SaladinoEl patriarca de Jerusalén

Gesem

Debí de quedarme dormido bajo la morera. Me había echado a descansar a media tarde, cuando el calor era insoportable, hasta que me despertaron los gritos, unos gritos altos y estridentes que me hicieron mover las manos involuntariamente para taparme los oídos. Al principio no me di cuenta de que eran gritos humanos, pero luego vi a Daja, el ama, boquiabierta y con la cara desfigurada, retorciéndose e intentando zafarse de la cocinera. «¡Recha! –gritó–. ¡Recha!, ¡Recha!», Zipora y una doncella la sujetaban firmemente y no la soltaron ni siquiera cuando Daja empezó a revolverse y a gritar: «¡Soltadme, tengo que ir a por Recha! ¡Natán no está aquí! Que Dios nos asista, si algo le ocurre a Recha». Sus gritos ensordecían el fragor de las llamas.

Quería levantarme y lanzarme hacia las llamas, quería ser el valeroso héroe que salvara a la hija del señor, ¡yo, yo, yo! Era la oportunidad que Dios, o Alá, me ofrecían para demostrar mi valor. Todo el mundo se enteraría de que soy algo más que un pobre tullido; sobre todo él, Natán, el señor. Sin embargo, el calor del fuego llegó hasta mi morera y el cuerpo empezó a dolerme, ese antiguo dolor agudo que se me extendía desde el lado izquierdo; un dolor que en realidad no debería poder sentir, ya que las heridas que han cicatrizado hace tiempo ya no duelen, ¿por qué las mías sí?

Agachado como estaba bajo la morera, solo podía pensar en una cosa: tengo que sacar a Recha, su padre no está, es mi obligación salvarla; pero, cuando quise ponerme en pie, mi cuerpo no me respondió, las cicatrices me quemaban, el brazo y la pierna izquierdos se me retorcieron como ramas en el fuego y se quedaron rígidos e inmóviles. Empecé a gatear, la hierba me arañaba la piel, el humo me entraba por la nariz y la boca, me ardían los ojos y la tos me hacía estremecerme. Todo se quedó a oscuras.

Antes de quedarme inconsciente, una figura alta apareció frente al fuego: la espalda ancha y blanca se recortaba contra las llamas, los brazos avanzaban, las mangas se agitaban como alas de una gigantesca ave blanca. El desconocido dudó un momento, lo suficiente para que yo pudiera ver la enorme cruz roja de sus vestiduras; luego, pronunció una oración, avanzó hacia el fuego y las llamas se lo tragaron.

La somnolencia se apoderó de mí, una somnolencia odiosa y amenazante con un sueño odioso y amenazante. Lo primero que vi fue el humo, el humo siempre es lo primero que se ve. Salía por la puerta y subía por el muro de la casa en forma de delgados hilos, se ensortijaba y se hacía más denso, ascendía al cielo transformándose en una nube amenazadora. Ya sabía lo que significaba el humo. Antes de que pudiera protegerme del dolor, las primeras llamitas fueron apareciendo bajo el humo hasta convertirse en lenguas de fuego que se mezclaban con el rojo del crepúsculo, de modo que parecía que el cielo ardía. Y finalmente llegó la inconsciencia.

Cuando volví a despertar, la luna estaba alta sobre la ciudadela. Al principio estaba confuso, no sabía dónde estaba, solo fui consciente de que no estaba tumbado sobre mi alfombra de piel habitual, en la cocina, bajo la mesa en la que Zipora prepara gallinas y otra carne kosher1. El suelo bajo mi cuerpo era irregular, podía sentir piedras presionándome la espalda y la hierba en los dedos. Abrí los ojos asustado y vi la copa de la morera sobre mí. Las estrellas iluminaba a través de las hojas y la luna, casi llena, brillaba lo suficiente para permitirme ver que había un grupo de personas frente a la casa; personas cuyas voces me habían despertado. Las voces se oían cada vez más, un pájaro graznaba en el árbol sobre mi cabeza, los chacales aullaban en el olivar tras los muros de la ciudad, las hormigas me corrían por la mano. El olor amargo a madera quemada se me metía por la nariz, pero no lo necesitaba para saber que no había estado soñando. Un escalofrío me recorrió la espalda, la piel de la nuca se me erizó y una certeza me subió por la garganta, dejándome un sabor agrio en la boca: había pasado realmente. Con la certeza vinieron también la vergüenza y el remordimiento por no haber sido capaz de salvar a mi señora, por haber fracasado. Me sentía un inútil, un pobre enclenque, un tullido, incapaz de hacer nada. Incapaz de realizar una gran hazaña, incapaz incluso de mostrar gratitud; indigno del pan que me daban: Recha estaba muerta, la hija del señor había sido víctima del fuego mientras yo estaba tumbado bajo el árbol, inerte e inútil. Y entonces vi claro lo que esto significaba: debía abandonar la casa de Natán, que había sido mi hogar durante más de dos años.

De pronto caí en la cuenta de que las voces que había oído eran altas y excitadas, pero no llantos ni lamentos, nadie se había rasgado las vestiduras ni había invocado a Dios: una tímida esperanza fue abriéndose paso en mí, la esperanza de que el ángel de la muerte hubiera pasado de largo nuestra casa. Además, había oído voces masculinas, pero antes de perder la consciencia solo había mujeres: Daja, Zipora y las doncellas. El único hombre era aquel desconocido...

Levanté la cabeza cauteloso. Al otro lado, frente a la casa, se había levantado un campamento: ardían lámparas de aceite y antorchas, a cuya luz pude ver que un sirviente echaba algo de una jarra a un vaso y se lo daba a un hombre. El corazón empezó a latirme violentamente. Repté sobre la tierra seca para acercarme un poco más, hasta el borde de la explanada pavimentada. Sentía las piedras aún tibias del día anterior bajo las manos y las rodillas y no podía apartar la vista del hombre que se llevaba el vaso a la boca y bebía. Era él, Natán, el señor: debía de haber regresado a casa mientras mi alma se escondía en una madriguera de puro miedo.

Natán estaba sentado sobre una manta púrpura y sostenía a Recha en sus brazos; Recha, su hija, a la que yo había creído muerta. No pude verle la cara, la tenía enterrada en el hombro de su padre, pero sus cabellos centelleaban a la luz de las lámparas como el oro rojizo del brocado bordado en la manta que la envolvía. Natán la rodeaba con un brazo y le acariciaba la cabeza con la otra mano una y otra vez. Frente a ellos estaban sentados Daja y al-Hafi, el derviche amigo de Natán. No me sorprendió verlo, siempre aparece cuando nuestro señor vuelve de un viaje. Parece sentir la llegada de los camellos cuando aceleran el paso al ver los muros de la ciudad. Estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos abiertas sobre las rodillas. Me llamó la atención que llevara vestiduras nuevas y también turbante nuevo, más suntuoso que el viejo; de hecho, demasiado suntuoso para un derviche, y cuando giró la cabeza hacia Daja, pude ver que en sus labios se dibujaba una sonrisa. Me había acercado lo suficiente para oír lo que decían.

–Cálmate, Daja –dijo Natán–. ¿Qué importan estas pequeñas incomodidades, qué importan un par de muebles quemados? Lo más importante es que no le ha ocurrido nada a mi querida Recha. Los sirvientes ya habrán puesto suficiente orden como para que podamos irnos a dormir. Cálmate, Daja, hoy no es día de llorar, debemos agradecer a Dios que haya salvado a Recha. Está viva, qué importa que tenga el pelo chamuscado, el pelo vuelve a crecer. Qué importa que tenga la ropa rajada y con quemaduras, le compraré ropas nuevas, más caras y bonitas que estas, y las heridas del brazo también van a curarse, Recha es joven y está sana. Lo que me angustia es otra cosa: Recha, ¿de verdad no viste al hombre que te rescató del fuego?

Recha levantó la cabeza.

–Fue un ángel, padre –respondió con una voz temblorosa en la que aún se podía oír el miedo a la muerte–. No fue un hombre, fue un ángel del Señor.

Natán le acarició el pelo para tranquilizarla y le subió más la manta de brocado sobre los hombros.

–La niña no está en sus cabales –exclamó Daja inclinándose hacia adelante–, el fuego la ha confundido. Escucha, Natán, ha sido un templario, ya te lo he dicho.

Natán tomó un sorbo del vaso que había sobre la manta frente a él, volvió a dejarlo y se limpió la boca con el dorso de la mano antes de decir pensativo:

–Ya no hay templarios en Jerusalén, el sultán ha ordenado matarlos a todos, algunos dicen que los ha matado él mismo.

–Natán, amigo mío, te equivocas –intervino entonces al-Hafi–. Ha ordenado matarlos, cierto, pero no a todos. A uno no. Lo sé, estuve allí: el sultán miró a ese templario y se puso muy pálido. A ese lo ha dejado con vida.

Natán levantó la cabeza y preguntó incrédulo:

–¿De verdad? ¿Le ha perdonado la vida? ¿Por qué?

–¿Cómo he de saberlo? –contestó al-Hafi encogiéndose de hombros–. ¿Acaso debe el todopoderoso señor de los creyentes rendir cuentas de las decisiones que toma?

–Era un templario –dijo Daja en voz alta.

El diálogo se interrumpió cuando llegaron los camellos. Ante las entradas de los almacenes subterráneos se formaron aglomeraciones, los camelleros chascaban la lengua y mascullaban órdenes; los camellos se agacharon, sus rodillas tocaron el suelo y la carga se balanceó peligrosamente hasta que los animales quedaron con la panza sobre el suelo. Elías y Jacob, los ayudantes que habían acompañado al señor en su viaje, desataron los correajes y se pusieron a descargar los fardos, que fueron bajando de uno en uno al sótano. Los camelleros, envueltos en ropajes negros y armados con cimitarras brillantes, estaban a un lado, callados e inmóviles. Cuando los ayudantes hubieran descargado todos los fardos, los camelleros harían una breve reverencia ante el señor y conducirían a los animales a las tiendas frente a la ciudad.

–¿Qué has traído, Natán? –preguntó al-Hafi–. ¿El viaje ha sido fructífero?

–Dios ha querido que todos mis negocios sean provechosos –dijo Natán–. Con su ayuda soy más rico que antes. Fui a Siria con aceite de oliva y esencias de Jericó y he vuelto con damascos, brocados y oro.

–Dios es grande en su bondad –dijo al-Hafi– y bendice al justo.

Al justo, pensé, a él sí. El dios de los judíos ama al justo, y también lo ama Alá, el dios de los musulmanes. Entonces me acordé del templario y pensé que el dios cristiano desde luego ama al justo, como no podía ser de otra manera. Todos los dioses deben querer a Natán, el señor, famoso por ser justo.

Dos sirvientes sacaron de la casa un sillón medio carbonizado y lo colocaron en una pila de trastos que habían ido amontonando a una distancia prudencial, y luego otros muebles destruidos por el fuego. Podía oírlos jadear mientras sacaban un tablero, negro por el humo y con una esquina quemada: este cayó al suelo y se astilló con un estruendo de madera que rasgó el silencio nocturno. Recha se tapó los oídos con las manos y los dos hombres se irguieron para observar cómo otros llevaban cántaros de agua y la echaban sobre los objetos humeantes para apagar las posibles chispas ocultas y así evitar un nuevo incendio. Zipora barría las cenizas y el hollín delante de la puerta y la explanada hasta el terreno baldío donde se encuentra la morera.

Aún estaba al borde de la explanada, indeciso sobre si ir hacia la casa y averiguar si el extraño era en realidad un templario, o unirme a los que estaban ayudando. Mientras me debatía sobre esto, vi cómo Daja se levantaba y se alisaba la ropa: «Voy a decirle a Zipora que nos prepare una cena ligera, para que no nos acostemos con el estómago vacío, esperad un poco», dijo y se fue a la casa.

Estaba claro que tendría que ir a ayudar a Zipora. Me levanté y caminé hacia la casa, todavía con las piernas temblorosas. Me di cuenta de que cojeaba más que de costumbre, me dolía la pierna izquierda y no podía estirarla. Cuando llegué a la puerta me quedé mirando la sala de entrada, apenas alumbrada con lámparas. Ahí se había desencadenado el fuego: de los valiosos muebles solo quedaban restos carbonizados y en el lugar de la puerta que conducía a la nave lateral de la casa, donde se encontraban las habitaciones de Daja y Recha, quedaba un agujero negro, poco iluminado para ver si el fuego había causado daños allí. El olor era horrible. Daja salió de la cocina, yo me hice a un lado, a la sombra de una columna, y ella pasó de largo sin reparar en mí.

–¿Dónde te has metido todo este rato, chico? –me preguntó Zipora cuando entré en la cocina. Estaba en la mesa, cortando ajo y cebolla–. Está bien que hayas venido. Limpia la mesa del patio interior y lleva dátiles, higos, nueces y queso. Y no te olvides de las jarras de leche agria y vino. Y vasos, ¿me oyes? Recoge también algo de menta y de hisopo, ayudarán a calmar y animar nuestro espíritu.

Me di prisa en hacer todo lo que Zipora me había encargado, luego encendí dos lámparas de aceite y las puse sobre la mesa. Zipora trajo pan y aceitunas encurtidas y mezcló las hierbas con la leche agria; solo entonces llamó a los señores a la mesa.

Los sirvientes comimos en la cocina, incluidos Elías y Jacob, quienes normalmente comían con la familia. Era tarde, todos estaban hambrientos y se abalanzaron sobre la comida con ganas, sobre todo Elías y Jacob. Veía cómo se metían pan y cebolla en la boca y levantaban sus vasos; oía cómo masticaban y tragaban, sin embargo yo no podía probar bocado: aún tenía la garganta cerrada. Zipora me lanzó una mirada inquisitiva.

–¿Por qué no comes nada, chico? –me preguntó. Yo rehuí su mirada.

–Déjalo tranquilo, Zipora –dijo Elías y bebió un trago de vino–. El pobre aún tiene el miedo en el cuerpo, se ve a simple vista.

Me sonrió con esa sonrisa bondadosa que achicaba sus ojos hasta hacerlos parecer los de un gato ronroneando; una sonrisa que siempre me alegraba el corazón. Intenté sonreír a mi vez, pero solo fui capaz de esbozar una mueca. Aun así, Zipora me dejó tranquilo.

La ayudé a recoger la mesa del patio interior y a guardar lo que había sobrado en la despensa, después todos se fueron a dormir y yo me quedé en la cocina, casi completamente a oscuras porque Zipora había apagado todas las lámparas y solo la débil luz de la luna entraba por la ventana. Tanteé mi camino hasta la mesa, desenrollé mi pellejo y me hice un ovillo.

Estaba tan cansado que todos los músculos me dolían, pero ni por esas conseguía quedarme dormido. En cuanto cerraba los ojos, el fuego llameaba bajo mis párpados y su fragor me llenaba los oídos. Intenté pensar en cosas bonitas, porque sabía que los malos pensamientos se convierten en malos sueños, eso es lo que me decía una y otra vez cada noche. Sin embargo, no podía dejar de pensar en el fuego; la pierna empezó a retorcerse otra vez, como si los recuerdos se hubieran aferrado a los músculos y la piel.

Acabé levantándome, cogí el pellejo y me fui al patio interior: allí, bajo la higuera, había encontrado la calma que necesitaba cuando no podía dormir. Por algún motivo bajo el cielo nocturno y las estrellas me sentía más seguro que en la casa. Desenrollé la piel sobre el suelo, me ovillé y cerré los ojos, pero de pronto oí una voz y me incorporé de un salto, asustado. La voz preguntó:

–¿Qué haces aquí, chico? ¿Tú tampoco puedes dormir?

Era el señor. Estaba sentado bajo la higuera, con la espalda apoyada contra el tronco, completamente oculto por la sombra.

Me temblaba todo el cuerpo. Sin pensar, dije:

–Era un templario, yo lo vi.

–Ven, siéntate aquí conmigo –dijo Natán, con una voz que sonaba amistosa–. Aunque los dos tenemos ganas de dormir, podemos charlar un rato.

¿Charlar? ¿Sobre qué? Nunca antes me había dirigido la palabra, únicamente para darme alguna orden. «Trae pan, chico», o «necesito agua, chico», o «corre a llevarle este mensaje a al-Hafi, chico». ¿Qué quería de mí? Sus palabras me asustaban, pero era mi señor, de modo que me levanté y me senté bajo la higuera, a una distancia respetuosa de él.

–¿Cómo te llamas en realidad, chico? –preguntó.

Hay preguntas que hacen que la sangre se escape de mi cabeza y que la boca se me seque tanto que la lengua se me quede pegada al paladar. Esas preguntas son: ¿cómo te llamas? ¿Quién es tu padre? ¿De qué ciudad provienes? Cuando alguien me hace esas preguntas, finjo que no las he oído o me doy la vuelta y salgo corriendo, pero no podía huir de mi señor, debía contestarle. Bajé la cabeza.

–Me llamo jeled. Chico.

–Pero ese no es un nombre –respondió–. ¿Qué nombre te dio tu padre?

Me encogí de hombros, no me atrevía a levantar la cabeza.

–¿Y bien? –repitió, al ver que yo no respondía.

Me costó mucho trabajo hacer salir las palabras de la garganta, palabras que me ardían en la boca.

–No tengo padre ni madre –respondí–. No tengo familia ni nombre. No sé quién soy.

Natán se quedó callado, hasta que pasado un rato preguntó:

–¿Cómo llegaste a mi casa?

–Yo estaba enfermo y Elías me encontró –respondí–, fue él quien me encontró y me llevó con Zipora.

No sé mucho de nada, pero eso lo recuerdo perfectamente. Fue hace dos años y medio, en una noche fría de invierno: yacía enfermo en un nicho junto a los muros de la ciudad y ya creía sentir cómo se cernía el ángel de la muerte sobre mí. Estaba tan enfermo que lo que más deseaba era morir para que terminara mi miseria. Tenía fiebre, llevaba días sin comer ni beber y apenas podía moverme. De pronto, un hombre se acercó a mí y me preguntó algo que no entendí, solo quería que se fuera y me dejara morir. En lugar de eso, el hombre se agachó, me levantó y me llevó por las callejas hasta esta casa. Cuando recobré el sentido, estaba en un lecho mullido, envuelto en una piel. A mi lado estaba una mujer que me daba sopa de pollo: supe enseguida que era sopa de pollo, podía olerla y sentirla, tragaba y tragaba y era incapaz siquiera de dar las gracias. Después volví a quedarme dormido, pero cada vez que despertaba, del sueño o de la inconsciencia, Zipora se sentaba a mi lado y me daba de comer, hasta que sentí que iba recuperando las fuerzas. Esta vez no moriría.

–Me quedé con Zipora en la cocina –dije–. La acompaño al mercado, barro la cocina, sacrifico los pollos, recojo agua de la cisterna... –Ya no se me ocurría nada más. Bajé la cabeza avergonzado, rehuyendo la mirada inquisitiva de Natán.

–Que Dios escriba los nombres de Elías y Zipora en el libro de la vida por lo que hicieron por ti –dijo Natán poniéndome una mano en el brazo. Me estremecí, pero no retiró la mano; al contrario, apretó más aún. Pude sentir su calor a través de la ropa y me invadió un sentimiento extraño: nunca nadie me había tocado de esa manera. Mi primer impulso fue huir, pero me quedé sentado y me abandoné a ese sentimiento.

–¿Te gustaría tener un nombre? –me preguntó de repente con una voz muy suave.

–¿Qué nombre?– pregunté asustado.

Natán rio en voz baja.

–Busca uno.

Me libré de su mano y giré la cabeza avergonzado.

–Ni siquiera sé si soy hebreo o musulmán –dije de pronto–. O quizás puede que cristiano.

–Cristiano seguro que no –respondió Natán riendo–. No importa quiénes fueran tus padres, el hombre necesita un nombre. Busca uno que tenga un significado para ti, como el nombre de un árbol o de un animal fuerte. ¿Como suerte, tal vez? ¿Paz? ¿Qué es lo que más te gusta?

–La lluvia –dije–. Agua que cae del cielo; agua que apaga todos los fuegos.

Esta vez Natán rio con más fuerza.

–Está bien –dijo, levantándose y poniéndome la mano en la cabeza, como para bendecirme–. Entonces, de ahora en adelante te llamarás Gesem, lluvia. Y puesto que todos somos hijos de Abraham, te llamarás Gesem ben Abraham o Gesem Ibn Ibrahim, según quién te pregunte.

Me acarició el pelo brevemente, como me acaricia a veces Elías, haciendo que me sienta como un niño y los ojos se me llenen de lágrimas, reconfortado pero al mismo tiempo desamparado. Bajé la cabeza aún más y Natán dijo:

–Ahora debo reposar, Gesem, ya no soy tan joven y acabo de llegar de un viaje agotador, además del susto de casi haber perdido a mi hija. Que duermas bien, Gesem, y que Dios guarde tu corazón y te devuelva tu alma mañana por la mañana.

Se dio la vuelta y fue hacia la casa con paso cansado y los hombros caídos. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció tras la puerta.

Me tumbé sobre mi piel, mirando el cielo y las estrellas, escuchando el leve susurro de las hojas. De vez en cuando un ave nocturna graznaba o un perro ladraba, a lo lejos los chacales aullaban; por lo demás, todo estaba silencioso. Me sentía inquieto y me llevó un rato poder pensar con claridad. De modo que era así de fácil: tenía un nombre. En el futuro, podría responder cuando alguien me preguntara mi nombre. «Me llamo Gesem», diría, «Gesem ben Abraham».

Nadie necesitaba saber que no había sido mi padre quien me había dado ese nombre, sino Natán, mi señor, al que en Jerusalén llaman el Sabio.

Daja

Yo, Daja, la institutriz y acompañante de Recha, estaba tumbada en mi lecho y respiraba el aire en el que aún flotaba un fuerte olor a quemado, aunque hubiera abierto la ventana de par en par. De fuera llegaban a veces los graznidos de las aves nocturnas y, en la lejanía, los aullidos de los chacales que merodeaban en busca de presas para llenar sus estómagos hambrientos. Oía los tonos siniestros que surgían de sus gargantas, veía las mandíbulas abiertas y los poderosos incisivos frente a mí, la baba cayéndoles. Estaba agradecida por tener una cama en una casa con muros gruesos, no en una cabaña como antes, cuando yacía en mi jergón y oía los aullidos de los lobos. Todo eso ya había pasado, podía estar tranquila y, sin embargo, no podía dormir.

En cuanto cerraba los ojos, veía a Natán frente a mí: cómo había palidecido, cómo la sangre había abandonado su cara cuando oyó la noticia del incendio, cómo había empezado a temblar y había emitido un extraño gemido, un sonido que nunca le había oído antes. Me quedé mirándolo sin saber qué debía hacer. Fue Elías quien se acercó a él y lo rodeó con los brazos. Se quedaron así, como hermanos, hasta que Natán dejó de temblar. Vi que Elías decía algo, pero no pude entender sus palabras.

Luego, Elías condujo a Natán hacia nosotros y este se dejó caer al suelo al lado de Recha, la besó llorando. Después de un buen rato se calmó lo suficiente como para que pudiéramos contarle lo sucedido. No pudimos explicarle cómo se había originado el incendio, pero no nos hizo ningún reproche, dijo que en nuestra calurosa tierra ocurría a menudo y que habíamos tenido suerte de que solo se hubieran quemado muebles y no personas. Después saludó a al-Hafi, que había aparecido poco después del incendio, indicándonos la pronta llegada de Natán, como de costumbre.

Qué despacio pasa el tiempo cuando el sueño nos rehúye. No era por la almohada, el lecho era confortable, con sábanas de seda y los cojines más mullidos que se pudieran imaginar; no estaba tumbada sobre un jergón como cuando era niña en Gunzenhausen, en la cabaña de mi abuela, no se me clavaba la paja ni me arañaba la basta manta. Tampoco se me metía en la nariz el olor a polvo y a putrefacción, sino el perfume aún infantil de la niña tumbada junto a mí, un aroma a vainilla y menta fresca. Me giré hacia un lado, con cuidado de no despertar a Recha: había insistido en dormir conmigo, como cuando era pequeña. Aún estaba confusa por la agitación y se había negado a dormir en su alcoba, donde todavía olía a fuego. Después del miedo que había pasado y del milagro de su salvación no quería estar sola, según había dicho, necesitaba sentir la cercanía de otra persona. Había empezado a llorar, le habían salido manchas rojas en la cara, había cerrado los puños y los había apretado contra los ojos, como hacía cuando era niña. Natán me miró suplicante y creí oír lo que su voz me susurraba en silencio: di que sí, Daja, te lo ruego.

Reprimí una sonrisa: qué fácil era para Recha ganarse a su padre, lo había sido desde que la conocí. Aun así acepté enseguida, no solo porque mi tarea fuera cuidar del bienestar de la niña, sentía una gran alegría al saber que esa noche estaría a mi lado: ansiaba oír su respiración y sentir su calor. Durante años se había tumbado junto a mí o entre mis brazos y, cuando las lámparas de aceite ya se habían apagado, me contaba todo lo que había hecho durante el día, lo que había experimentado, oído y pensado, hablaba de sus miedos y de sus deseos y se quedaba dormida en un instante, en mitad de una frase, a veces incluso en mitad de una palabra. Siempre había admirado esa capacidad suya de quedarse dormida en un momento, de abandonarse al sueño. Admirado y envidiado.

Yo nunca había podido: durante toda mi vida, siempre me había costado dejar escapar al día, incluso cuando era niña. La oscuridad me daba miedo, veía fantasmas en cada sombra y los crujidos de las tablas y las vigas, los ruidos de fuera, del bosque cercano o de las casas y establos de los vecinos se convertían en susurros amenazantes de malos espíritus, el ulular del viento en aullidos demoníacos.

–Eso es culpa de tu conciencia –me decía siempre mi abuela–, es Satán clavando sus garras en tu carne. Tienes que luchar contra él, rezando y trabajando: un hombre que trabaja y vive temeroso de Dios conserva la conciencia limpia y no tiene nada que temer del Diablo. Un hombre que pone su destino en manos de Dios puede dormir tranquilo, porque sabe que el altísimo enviará a sus ángeles a velar por él. Reza, hija mía, reza, abre tu corazón al salvador.

Cómo odiaba sus sermones, su voz gangosa, el índice amenazador con el que siempre me señalaba, como si quisiera agujerearme el corazón con él. Y odiaba sus ronquidos, porque ella siempre podía dormir: apenas había acabado de decir su oración nocturna, apoyaba la cabeza en la almohada y empezaba a roncar. Mi abuela tenía la conciencia limpia, se había dedicado toda la vida a trabajar y a rezar, sin oponerse al destino, lo aceptaba, igual que me aceptó a mí cuando me llevaron con ella al morir mis padres: abrió la puerta, me miró de arriba abajo, se echó a un lado y me dijo: «Entra», sin sonreír.

No me tranquilizaba recordar a mi abuela, por supuesto que no. Cómo iba a tranquilizarme pensar en ella, si nuestras diferencias me habían obligado a irme de su casa. Que Dios la tenga en su gloria, pensaba, seguro que ya se había reunido con el Creador del que siempre hablaba; para mí nunca le quedó una palabra amable.

Me levanté. La noche era tan clara que podía ver perfectamente a Recha a la luz que entraba por la ventana. Estaba de lado, con un brazo doblado con gracia y una mano bajo la mejilla. Me emocioné: exactamente así dormía cuando era pequeña, pero ya no era una niña, podía reconocer las formas de su joven cuerpo bajo las sábanas. Natán debería haberla casado hacía tiempo, ¿cuánto iba a esperar aún? Estaba en edad casadera, dos de sus amigas ya tenían hijos. Sin embargo, yo sabía por qué dudaba, aunque no debería saberlo. Natán nunca me lo había contado, y cuando le pregunté por la madre de Recha, me mandó callar de una manera muy brusca, como nunca antes y nunca después lo había hecho. Fue Elías quien me desveló el secreto, una vez que había bebido demasiado y había estado especialmente hablador.

Recha se movió. Los párpados le temblaban, los labios formaron una sonrisa. Seguro que estaba soñando con el ángel de alas blancas que la había salvado, no había hablado de otra cosa antes de quedarse dormida, me había descrito una y otra vez su belleza, sus ojos luminosos y su resplandor sobrenatural.

Alargué la mano y toqué sus cabellos, suaves y sedosos, pero la retiré enseguida para no despertarla. Qué inocente era aún, pensé, preguntándome si yo habría sido así de inocente alguna vez. En cualquier caso ya no lo era cuando conocí a Gisbert.

Un sábado se extendió el rumor por nuestro pueblo de que unos extraños habían acampado detrás del bosquecillo de abedules. Los jóvenes fuimos hacia allí porque, aparte de buhoneros, traperos, caldereros y de vez en cuando algún saltimbanqui o algún músico, nadie pasaba por nuestro pueblo y ansiábamos algo de variedad. Eran cientos, hombres, mujeres e incluso niños, con carros y equipajes, con tiendas de campaña, vacas, ovejas y cabras. Henrike, la hija de nuestros vecinos, me llevó cerca de una hoguera alrededor de la que estaban sentados caballeros armados, el metal de sus armaduras centelleaba al fuego. Habían dejado sus caballos atados a unos árboles en la linde del bosque y unos sirvientes se ocupaban de ellos. Estábamos allí, contemplando el extraño cuadro con ojos desorbitados, cuando de pronto apareció a nuestro lado un hombre joven, con un jubón de fieltro verde, dos liebres sobre los hombros, atadas, y un arco en la mano. Cuando me miró sonriente, pude ver el hoyuelo en su mejilla, sus ojos brillaban como lagos azules y sus dientes blancos resplandecían. Nunca había visto un hombre tan bello.

Ese era Gisbert, y los extraños eran cruzados de camino a Tierra Santa. Los curas que iban con ellos aparecieron al día siguiente en el pueblo y nos dijeron que nuestros hermanos cristianos de Jerusalén necesitaban ayuda para proteger el Santo Sepulcro y defender la ciudad de Dios contra los infieles, cuyas manos paganas se cernían sobre los santuarios. Debíamos unirnos a ellos y luchar en nombre del altísimo. «Dios lo quiere», decían, «y Cristo será con vosotros». El papa había prometido la absolución de sus pecados y la bendición eterna a todos aquellos que participaran en las Cruzadas.

Qué fácilmente me dejé llevar por el entusiasmo, por la idea de llegar hasta el lejano Jerusalén. Ahora ya no estoy tan segura de que fuera el amor a Dios lo que nos guiaba, el perdón de los pecados y el miedo al purgatorio habían sido seguramente razones más importantes para muchos. Además del ansia de aventuras y de recompensas más terrenales.

Por todas partes los hombres se preparaban para el viaje. Todos estaban inflamados por el mismo furor, se espoleaban unos a otros: nadie quería quedarse atrás, nadie quería renunciar a la vida eterna de su alma y a la salvación del fuego del infierno. Nosotros ayudaríamos a nuestros hermanos cristianos en Jerusalén, protegeríamos el Santo Sepulcro de los ataques de los paganos, construiríamos el reino de Dios en la Tierra. Ese «nosotros» iba haciéndose cada vez más extenso, era como una fiebre, y yo quería formar parte de ella. La noche antes de que la caravana partiera, hice mi hatillo. Era joven y estaba ansiosa de vida, de aventuras, de conocer países lejanos, otras gentes, otros colores y olores. Quería ver las cimas de las montañas cubiertas de nieve de las que hablaban los buhoneros y el mar azul, por donde los barcos navegaban como casas flotantes. Y, sobre todo, quería huir de la lúgubre casucha de mi sermoneadora abuela, que me había abierto la puerta de su casa, pero nunca su corazón, que solo le abrió al Salvador.

Quizás por eso yo no había aprendido a rezar correctamente.

Durante el camino, un cura nos casó a Gisbert y a mí. ¿Fuimos felices? Ya no lo recuerdo. Cuando pienso en el viaje, todo es un caos de palabras e imágenes, de bendiciones y maldiciones, de crueldad y momentos de alborozo y alegría. Sin embargo, el gris predominaba y la euforia al comienzo de nuestro viaje iba desapareciendo a medida que aumentaban las penurias y el hambre. Tampoco habíamos sido conscientes de lo lejos que estaba Jerusalén y lo largo que era el camino; yo, al menos, no tenía ni idea.

Nuestra caravana estaba formada por cientos de personas, quizás miles. No sabía que pudiera haber tanta gente, ni siquiera había sido capaz de imaginarlo, y cada vez se nos unían nuevos grupos. Los caballeros, a caballo y con armaduras, nos guiaban: ellos eran quienes daban las órdenes, quienes decidían dónde acampar, cuándo tomarnos un par de días de descanso. También negociaban con los señores el derecho de paso por sus tierras, comerciaban con mercaderes y decidían dónde podían pastar nuestros animales, los que tiraban de los carros y las vacas, las ovejas, las cabras.

Un par de semanas después el ganado iba menguando, la gente necesitaba alimento y no siempre encontrábamos comerciantes dispuestos a vender a un precio justo. Además, hay que admitir que no todos los cruzados eran personas decentes, también había gentuza, asesinos y ladrones que huían en mitad de la noche con un par de cabezas de ganado para venderlas por su cuenta y hacer fortuna. Los curas y monjes de nuestra caravana los maldecían, pero eso no impedía que otros siguieran su ejemplo.

Nuestro camino nos llevaba entre montañas tan altas que sus cimas siempre estaban cubiertas de nieve y el frío llegaba hasta los valles. Por las noches nos apretábamos unos contra otros como un rebaño de ovejas para no congelarnos. Transitábamos por montañas y precipicios y mirábamos consternados los carros que habían caído al vacío. Atravesábamos bosques fragosos y peligrosos cenagales, sufríamos el hambre y la sed y nos helábamos bajo las tormentas que se desataban de repente. Muchos niños y ancianos no aguantaron las penurias del viaje, murieron y encontraron sepultura en tierra extraña. Pero aun cuando la decepción y la desesperación se cernían sobre nosotros, los monjes conseguían reavivar el viejo entusiasmo necesario para seguir nuestro camino con aliento y confianza renovados.

Los extranjeros, por cuyas tierras viajábamos, no siempre nos recibían cordialmente, aunque fuéramos hermanos cristianos. A menudo nos trataban como enemigos. En un lugar llamado Zemun, creo recordar que en Hungría, algunos fueron a comprar provisiones a la ciudad, pero los húngaros, malditos sean, les quitaron todo lo que tenían y los enviaron desnudos de vuelta a nuestro campamento. Nos vengamos en el siguiente pueblo, matando a golpes a los campesinos y llevándonos cuanto necesitábamos. Aun así, el hambre era a menudo insoportable y la necesidad llevó no pocas veces a la violencia en nuestro campamentos, a veces incluso a escaramuzas con resultado de muerte.