Noches tórridas - Corazón al desnudo - Wendy Etherington - E-Book
SONDERANGEBOT

Noches tórridas - Corazón al desnudo E-Book

Wendy Etherington

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Noches tórridas. Gavin Fortune, un mujeriego buscador de tesoros, estaba tras la pista de un barco hundido, y Brenna McGary estaba decidida a impedírselo. ¡Había que preservar el pasado! Cuando el intrigante ex jefe y mentor de Gavin llegó y empezó a crearles problemas a todos, Brenna tuvo que unir sus fuerzas a las de él. Pero si no tenía mucho cuidado, sería la siguiente en sucumbir a los irresistibles encantos de Gavin Fortune. Corazón al desnudo. La periodista Glynna McCormick se vio obligada a estar con el sexy fotógrafo Jake Dawson en aquel hotel que sólo admitía parejas. Aquello sólo podía desembocar en algo muy tórrido… Lo que ella no esperaba era que, al volver al mundo real, siguiera existiendo la atracción que había surgido entre ellos. Ninguno de los dos tenía el menor interés en mantener una relación seria, así que podrían disfrutar de una aventura sin compromisos y sin límites...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 537

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Etherington, Inc. Todos los derechos reservados.

NOCHES TÓRRIDAS, Nº 41 - mayo 2011

Título original: Irresistible Fortune

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Cynthia Myers. Todos los derechos reservados.

CORAZÓN AL DESNUDO, Nº 41 - mayo 2011

Título original: Taking It All Off

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-329-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen flores: JULIASHA/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Noches tórridas

Wendy Etherington

1

Brenna McGary abrió la puerta del centro de belleza de Courtney. Saludó con la mano a la recepcionista, a dos peluqueras y a las manicuras y se dirigió hacia Courtney, la dueña del local. Sloan Kendrick, su amiga y compañera en la Sociedad Histórica, estaba sentada en la butaca de Courtney con el pelo rubio lleno de envoltorios para hacerle mechas.

—Ya verás cuando leas lo último —la saludó Brenna agitando el Palmer's Island Herald.

Sloan siguió ojeando una revista de moda.

—Ese majadero de Jerry Mescle es demasiado plúmbeo para mí. Haznos un resumen.

—Gavin Fortune forma parte del equipo de investigación.

Para fastidio de Brenna, no recibió la noticia con el mismo arrebato de ira que ella, sino con una serie de suspiros cansinos y las mejillas sonrojadas.

Courtney dejó el peine y le arrebató el periódico a Brenna.

—¿Hay alguna foto?

Dos peluqueras abandonaron a sus clientas para mirar por encima del hombro de Courtney. Sloan, aunque felizmente casada, se inclinó.

Brenna puso los ojos en blanco. Claro que había una foto. ¿Qué gracia podía tener ser un oportunista codicioso y sin principios si no eras también el hombre más apasionante del planeta? Gavin Fortune, sin duda, cumplía los requisitos aunque tuviera ese nombre absurdo que tenía que haberse inventado.

Hacía poco, un equipo de investigadores de Miami había encontrado un barco de la época de la guerra de Secesión a unos kilómetros de la costa de Palmer's Island y había empezado los preparativos para recuperarlo. El Carolina había surcado las aguas entre Estados Unidos y el Caribe desde 1861 hasta la primavera de 1863, cuando su tripulación llegó al puerto de Charleston y se unió los confederados, además, había saqueado todos los mercantes que había podido.

Los marineros, corsarios en el mejor de los casos y piratas en el peor, lucharon valientemente por el Sur durante cinco meses, hasta que la Unión lo hundió el 16 de septiembre. El emplazamiento del pecio se había convertido en una leyenda fascinante para los lugareños porque se rumoreaba que el barco llevaba un cargamento muy valioso. Al parecer, la tripulación estaba transportando al capitán James Cullen, el infame pirata, con su cofre repleto de joyas y monedas de oro.

En esos momentos, el equipo de Miami, con el afamado buscador de tesoros Gavin Fortune a la cabeza, se había convertido exactamente en lo que Brenna y otros integrantes de las sociedades históricas de Charleston y Palmer's Island habían temido más: un saqueador de tumbas.

—Es una pena que el Herald no pueda imprimirse ya en color —comentó Courtney sacudiendo con pena la cabeza llena de rizos rojizos.

—Es un sueño hasta en blanco y negro —añadió Sloan mientras Courtney le daba el periódico a las peluqueras para que lo vieran de cerca.

—¿Un sueño? —preguntó Brenna con un bufido—. ¿Estáis locas? Gavin Fortune es el diablo. El enemigo. La escoria de la sociedad. El secretario del grupo de Charleston me ha contado que ha creado una página web: www.muerteafortune.

Las amigas de Brenna la miraron fijamente.

—Por Dios, Bren —Sloan ladeó la cabeza—. Agradecemos que nuestros miembros sean apasionados, pero siempre que se paguen las cuotas, el asesinato no es parte de la ceremonia de admisión.

—Tienes que hacerte unas mechas para serenarte.

Courtney la tomó de la mano y la sentó en otra butaca. Brenna se cruzó de brazos casi sin mirarse los mechones rubios y rojizos en el espejo.

—Os dije que esa gente no tenía buenas intenciones.

—Siempre supusimos que les interesaba más el tesoro que el aspecto histórico del descubrimiento —Sloan consiguió esbozar una sonrisa apenada aunque Brenna supo que le daba igual—. Aquella foto parecía más de un anuncio de trajes de baño que de una iniciativa científica seria.

Brenna la recordó y la sangre le bulló otra vez. El equipo estaba posando en el muelle principal del puerto con dos chicas en biquini que sujetaban un cofre de plástico dorado.

—Sin embargo, hay muchos museos que se benefician de este tipo de hallazgos —siguió Sloan.

—No cuando la rata de Fortune anda por medio —Brenna sacudió la cabeza—. Se zambulle, rapiña todo lo que tenga valor y vende el tesoro al mejor postor. Le da igual si se vende el conjunto entero o dividido en un millón de partes. Tenemos que impedirlo.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —Courtney le soltó la coleta y le peinó el pelo—. Es rico, famoso y encandila a los medios de comunicación.

—No me preocupa tanto él como individuo. Me preocupa la opinión pública —intervino Sloan.

—Está fascinada —corroboró Brenna.

—El alcalde ya se imagina a Palmer´s Island como un destino turístico a escala nacional.

—Creí que estaba intentando hacer un campo de golf para campeonatos profesionales —comentó Courtney.

—Me parece que prefiere un arcón lleno de oro y joyas con más de cien años de antigüedad —replicó Brenna con un suspiro.

Courtney tomó unos mechones de Brenna y los miró detenidamente.

—Hace un mes que no los toco. ¿Cómo es posible que hoy tengan mejor aspecto?

—Porque su pelo es perfecto, como siempre —contestó Sloan.

—Bueno… —Brenna se encogió de hombros.

Su padre era un irlandés pelirrojo y su madre una rubia impresionante del Sur.

—Gracias —añadió Brenna para no parecer demasiado vanidosa aunque el pelo era una de las pocas cosas que le gustaban de sí misma—. Sin embargo, ¿no podríamos seguir con el tema?

—¿El pelo o los buscadores de tesoros imponentes? —preguntó Courtney.

—Los buscadores de tesoros amorales —puntualizó Brenna.

—Voto para que te enfrentes a él.

Brenna miró fijamente a Sloan al oír esas palabras.

—¿Yo?

—Claro. Estoy segura de que no es capaz de resistirse a un diablillo irlandés enrabietado.

Esa comparación, dicha por otra persona, le habría molestado mucho. Su pequeña estatura era un motivo de conflicto. Sin embargo, Sloan y ella eran amigas desde el instituto. Sloan había sido la jefa de las animadoras y ella una campeona de gimnasia. Habían luchado hombro con hombro para que las tomaran en serio como atletas estando rodeadas de jugadores de baloncesto, béisbol y fútbol americano que eran más grandes y fuertes y que practicaban unos deportes que el distrito escolar financiaba. Brenna incluso consiguió una beca para la Universidad de Florida y fue campeona universitaria en ejercicios de suelo antes de que una serie de lesiones de rodilla la retiraran del deporte.

—Creo que no es una buena idea —replicó Brenna por fin—. Estoy demasiado furiosa para ser racional.

—Siempre eres racional —le rebatió Sloan—. Tratas con jóvenes todos los días y puedes con ellos. Un buscador de tesoros sin escrúpulos debería ser pan comido.

—Estoy de acuerdo —intervino Courtney con un brillo de entusiasmo en los ojos marrones—. Tú eres quien ha investigado. Lo sabes todo sobre Gavin Fortune y sus artimañas.

Brenna miró a Sloan y a Courtney.

—¿Estáis seguras de que no es una maniobra para que os cuente de primera mano cómo es de impresionante ese tipo?

—¡No! —contestó Courtney aunque se sonrojó demasiado para ser convincente—. Somos de la Sociedad Histórica. Deberíamos tener un representante oficial para que esa gente sepa que estamos vigilándolos.

Brenna se pasó la mano por su minúsculo cuerpo.

—¿Estáis seguras de que soy la persona idónea?

—Completamente —contestó Sloan.

—Tú serías mejor —insistió Brenna cuando la indignación había dejado paso al recelo—. Eres la presidenta de la sociedad. ¿Por qué yo?

—Porque yo tengo una pistola y sé usarla.

Durante el corto trayecto al puerto, Brenna empezó a dudar mucho del plan. Efectivamente, Sloan era la hija del anterior sheriff y tenía cierta tendencia a ser impulsiva y apasionada, pero era la cabecilla. ¿Acaso no era su obligación ocuparse de los problemas espinosos?

Era posible que ella, Brenna, hubiera sido la que había empezado a plantear que había que vigilar la excavación del pecio, pero tenía motivos personales que había que tener en cuenta. Además, aunque estaba indignada, eso de que estaba demasiado furiosa para ser racional había sido una excusa muy mala. Ella era, sobre todo, una mujer de palabras, no una luchadora.

Podía intimidar fácilmente a unos alumnos del instituto con la mirada, pero enfrentarse a un hombre de la… envergadura de Gavin Fortune, a juzgar por lo ceñida que llevaba la camiseta en la foto del periódico, no era una cuestión de fuerza.

Como Palmer's Island era una isla del océano Atlántico cerca de Charleston, Carolina del Sur, de unos cinco kilómetros de ancho y algo más de siete de largo, el trayecto desde la peluquería, que estaba en el centro, hasta el puerto, que estaba en un extremo, duraba alrededor de tres minutos, aunque la temporada turística de verano estuviera en su punto álgido. Dejó Beach Road, que recorría la isla a lo largo y permitía vislumbrar el mar entre casas de playa fabulosas, y buscó un sitio libre en el repleto aparcamiento.

Las espigadas palmeras con palmas que oscilaban ligeramente por la brisa estaban flanqueadas por otras parientes de la misma especie más bajas y que formaban arbustos. Unas nubes blancas como el algodón eran lo único que salpicaban el cielo. Aunque el puerto estaba junto al canal navegable que entraba en la isla, la distancia que había entre el canal y el Atlántico era de unos sesenta y cinco metros.

Carr Hamilton, su amigo y abogado, vivía en una casa moderna y muy bonita que había en el extremo opuesto de la calle. Miró hacia allí y se preguntó si estaría en casa y debería pedirle que la acompañara en ese desagradable enfrentamiento con Gavin Fortune.

Después de desechar la idea y de encontrar un sitio libre en la última hilera, apagó el motor y se miró en el retrovisor. Facciones pequeñas, piel blanca y, según su padre, ojos verdes como los tréboles. Se puso un poco de pintalabios rosa aunque sabía que nunca sería una modelo de portada por mucho maquillaje que se pusiera ni aunque se operara. Tomó el teléfono móvil. Debería llamar a Sloan para que la acompañara. Los hombres caían rendidos a sus pies, tanto antes como después de haberse casado con su misterioso e impresionante marido.

El único varón que últimamente se acurrucaba junto a ella era Shakespeare Fuzzyboots, un gato persa de pura raza.

Con el móvil en la mano, miró el periódico que había tirado en el asiento del acompañante y se encontró con los dientes perfectos y la sonrisa rebosante de seguridad en sí mismo del doctor Gavin Fortune. ¿Doctor? ¡Ja! Seguramente tendría un título honorífico de alguna universidad a la que habría donado un montón de dinero. La biografía que vio en internet era vaga y se centraba en los magníficos tesoros que había encontrado y de los que se había lucrado, no decía nada de la titulación que tenía para buscarlos.

Salió del coche con una firmeza renovada. Ella sí había estudiado. Tenía un título universitario en Magisterio, con especialización en Literatura, que había utilizado en distintos institutos del Sur. Además, había viajado por Asia y Europa, incluida Grecia. Efectivamente, vivía en una isla pequeña, pero había vuelto hacía dos años, cuando su madre se rompió la cadera jugando al tenis y necesitó su ayuda. Que supiera que iba a quedarse allí no la convertía en alguien poco sofisticado. La isla despertaba su sentido de la poesía y de la historia y su intenso disfrute de la belleza. No se ocultaba allí. Desde luego, no estaba acordándose de cuando se encontró a su último novio en la cama con otra.

Cuando el oficial del puerto le indicó que el equipo de investigación había alquilado el amarre cuarenta y dos, recorrió el embarcadero entre lanchas fuera borda, barcos de motor y barcos de vela. Casi había llegado cuando se le ocurrió que quizá estuvieran todavía en el pecio saqueando todo lo que encontraban de valor. Sólo pensar en semejante atrocidad hizo que acelerara el paso. Para su alivio, vio un barco de motor muy grande con el nombre Miami Heat. Había tres hombres en proa, pero ninguno era Gavin Fortune. Se dieron cuenta de que estaba acercándose y uno de ellos, moreno y con aspecto hispano, se dirigió a ella con una sonrisa.

—¿Está buscando al doctor Fortune?

¿Cómo lo había sabido?

—Sí, efectivamente.

—Creo que puedo ayudarle —replicó él con una sonrisa más amplia todavía.

—Es muy amable, pero tengo que verlo a él.

El hombre se encogió de hombros, le ofreció la mano para ayudarla a subir y señaló hacia la popa.

—Ya ha rechazado a tres hoy, señorita, pero buena suerte…

Sus pasos vacilaron. Tres mujeres. Ya habían acudido otras y se apostaba su colección de primeras ediciones de Yeats a que no habían ido a recriminarle sus actividades sin escrúpulos. ¿Tan insensibles eran las mujeres de Palmer's Island?

Lo encontró apoyado en la barandilla de popa y concentrado en un montón de papeles que tenía en la mano. Estaba preparada para su pelo ondulado, color castaño claro y recogido con una pequeña coleta en la nuca, pero, al acercarse, él levantó la cabeza y sus ojos color avellana y los hoyuelos en las mejillas resultaron mucho más impresionantes que los que había visto en la pantalla del ordenador o en el periódico. Sin embargo, lo que estuvo a punto de pararle el corazón fue que llevaba un traje de buceo mojado, que sólo le tapaba la parte inferior del cuerpo, y que de cintura para arriba todo eran músculos estilizados y piel bronceada. Ella lo miró sin poder articular palabra y él suspiró.

—A ver si lo adivino. Eres una submarinista aficionada y siempre te ha fascinado la Historia.

Ella parpadeó al oír su voz grave con acento del sur. Podía ser de Texas. Aunque le costó, levantó la mirada y lo miró a la cara. Su boca se secó al instante.

—Eh... no… —consiguió decir ella.

Él se puso completamente recto, imponente en su estatura de casi uno noventa, y se acercó a ella.

—Mira, preciosa, tengo mucho trabajo y…

Se detuvo a unos centímetros y ella empezó a sudar, aunque no fue por el sol abrasador.

—¿Cuánto mides?

A esas alturas, ella debería estar acostumbrada a esa pregunta, pero él consiguió sorprenderla.

—¿A qué viene eso?

—Medirás como metro y medio.

Ella miró sus sandalias con plataformas que le daban unos diez centímetros más a su estatura y le dijo la verdad en tono desafiante.

—Un metro cincuenta y un centímetros.

Cuando ella volvió a levantar la mirada, tenía los ojos de él clavados en los de ella.

—¿A qué te dedicas?

—Soy profesora.

—¿Historia…? ¿Sociales…?

Ella por fin consiguió acostumbrarse a su impresionante presencia y se cruzó de brazos.

—Para que lo sepa, de Literatura Inglesa. Vuelvo a preguntárselo, ¿a qué viene esto?

—Vaya, otra incondicional de las hermanas Brontë.

—Prefiero a Jane Austen.

Él pareció más defraudado todavía si eso era posible.

—Hoy estaba de buen humor, de verdad.

Él dobló los papeles que llevaba en la mano, pasó junto a ella y se dirigió hacia la cabina que había en el centro del barco. Brenna, que no vio otra alternativa, lo siguió sin atreverse a mirar la parte de atrás del traje de buceo, que era como una segunda piel.

—Es urgente que hable con usted, señor Fortune.

Para sorpresa de ella, él no le corrigió el apellido, que seguramente sería falso.

—Me llamo Gavin y estoy seguro de que es un asunto tremendamente importante, pero tengo trabajo —él se dio la vuelta al llegar a la puerta de la cabina—. Si me excusas…

Cerró la puerta corredera. Ella, boquiabierta, se quedó unos segundos al otro lado de la barrera de cristal. La idea de tener que explicarle a Sloan que el hombre al que había llamado «diablo» la había excitado, intimidado y rechazado en menos de tres minutos hizo que agarrara el tirador y abriera la puerta. Dentro había una mesa con dos bancos de plástico negro a los lados, un sofá igual en el extremo opuesto del barco, una cocina y un amplio puesto de mando. En el lado de popa había una puerta cerrada que, seguramente, daría a un dormitorio. Como Fortune no estaba por ningún lado, supuso que se habría metido en ese camarote.

Llamó a la puerta.

—Señor Fortune, represento a la Sociedad Histórica de Palmer's Island y es imprescindible que hable con usted.

Silencio. Pegó la oreja a la puerta y le pareció oír agua. ¿Estaría en la ducha? No importaba. Podía esperar.

Se sentó en el sofá y se recitó algunos poemas para distraerse y que su cabeza no formara la imagen de Gavin Fortune desnudo entre gotas de agua. Sin embargo, uno de Robert Frost que se llamaba El camino no elegido hizo que clavara la mirada en la puerta cerrada y se preguntara qué había detrás. Hizo un esfuerzo de concentración monumental y se recordó que no era una acosadora de famosos cualquiera. Estaba allí con un propósito serio. Tenía a la justicia, la historia y la verdad de su lado.

Él salió con unos pantalones cortos de color caqui y nada más. Ella, literalmente, inclinó la cabeza. ¿Estaba absolutamente decidido a pulverizar su indignación?

Para más fastidio y bochorno, él ni siquiera se dio cuenta de que estaba sentada en el sofá hasta que abrió la nevera, sacó una botella de agua y se dio la vuelta para volver al dormitorio.

—¿Cómo has entrado? —le preguntó parándose en seco.

Satisfecha por haberlo pillado desprevenido, cruzó las piernas.

—Por la puerta.

—Entonces, vuelve a salir por donde has entrado. Estoy muy ocupado.

Cuando él empezó a dirigirse al dormitorio otra vez, ella se levantó y lo siguió. Desprendía un aroma a mar y cítricos con madera que ella intentó no inhalar demasiado profundamente. Unas gotas de agua le caían del pelo ondulado, que, libre de la coleta, le llegaba casi hasta los hombros. El cambio lo hacía más atractivo si eso era posible. Ella se aclaró la garganta.

—Señor Fortune, represento a la Sociedad Histórica de Palmer's Island y…

—¿Por qué no a la Sociedad en Defensa de los Libros Aburridos o a la Sociedad de Planteamientos Innecesarios?

Brenna entrecerró los ojos, pero no iba a rebajarse al nivel del insulto. Sin embargo, él siguió antes de que ella pudiera abrir la boca.

—Mira, preciosidad, me encuentro con mujeres de tu tipo en cada sitio por donde paso. Brenna creyó que era imposible sentirse más insultada o furiosa.

—¿De mi tipo?

—Sí. Idealistas. Sin hombre ni nada mejor que hacer que importunar a las personas que trabajan arduamente para luego escribir cartas insultantes al periódico local y al ayuntamiento. ¿Tienes un gato?

¿Podía saberse qué tenía que ver?

—Estoy aquí —empezó ella con su tono de profesora de inglés— para hablar de las tumbas que está importunando usted y de la gran tragedia de la que piensan lucrarse usted y sus hampones.

Él se rió y eso, una vez más, aumentó fastidiosamente su atractivo.

—¿Mis hampones?

—Sí, bueno…

Seguramente, había sido bastante insultante. Al fin y al cabo, el hombre hispano había sido muy amable.

—Su tripulación —corrigió ella.

—Entre los tres suman cinco licenciaturas. Te das cuenta de que esa gran tragedia ocurrió hace casi ciento cincuenta años, ¿verdad?

—No importa.

—Además, era un barco pirata, no un barco de la beneficencia.

—Muchos de esos barcos llamados piratas ayudaron en la guerra.

—Por un precio.

—Ese barco ayudó a los confederados y lo hundieron los yanquis. Estoy aquí para defender al noble sacrificio de la tripulación.

Él ladeó la cabeza y la miró con detenimiento, como si fuese la primera vez que la veía.

—Ojos verdes —musitó—, piel muy blanca, pelirroja, genio endiablado… ¿Irlandesa por casualidad?

Ella levantó la barbilla.

—Soy sureña. Desde hace ocho generaciones para ser exactos.

Él, delicadamente, apoyó los dedos en la hendidura de la barbilla.

—Es posible, pero hay alguna irlandesa temperamental en una de esas generaciones.

El deseo le atenazó las entrañas y estuvo segura de que a él le había pasado lo mismo porque el tono dorado de sus ojos se oscureció. Clavó la mirada en sus labios y se quedó allí. Ella apretó los puños para contener el impulso de pasarle los dedos por el pecho bronceado y comprobar si los músculos eran tan graníticos como parecían.

—Bueno, esto es bastante inadecuado, ¿no? —preguntó él en voz baja.

—Yo…

Brenna retrocedió sin saber si le preocupaba más la reacción que había tenido o que él se hubiera dado cuenta de la atracción que había entre ellos.

—Tenemos que hablar del pecio —concluyó ella.

—Muy bien —él la rodeó y se dirigió hacia el dormitorio—. Vamos a tomar una cerveza y podrás contarme tu trágica causa.

Ella miró el reloj.

—Son las tres de la tarde.

—¿Y qué? Me pondré una camiseta.

Cuando volvió, llevaba una camiseta gris y se había recogido el pelo con una cinta de cuero que, sin duda, también habían usado los piratas cuyo tesoro estaba empeñado en encontrar. Ensimismada, casi ni se dio cuenta de que lo tenía delante. Su impresionante pecho se elevó y volvió a descender cuando suspiró. Él también miró el reloj.

—No es una propuesta muy complicada. ¿Cerveza o no?

Parecía imprudente pasar más tiempo del estrictamente necesario con ese hombre. Sin embargo, hacía tanto tiempo que no miraba a un hombre con algo parecido al deseo, que le costaba dejar que la sensación se esfumara. Había estado segura de que su ex novio había aniquilado sus impulsos sexuales a la vez que su futuro en común.

—¿Puede ser un té helado? —preguntó ella al cabo de un rato.

Él frunció los labios mientras apoyaba una mano en su espalda para que saliera por la puerta.

—Veré lo que puedo hacer.

Una vez fuera, se había levantado viento y ella tuvo que sujetarse el vaporoso vestido para que Gavin Fortune y su tripulación no pudieran ver sus bragas de encaje morado.

Un tipo rubio con gafas de montura metálica sonrió y dio un codazo al hispano mientras se acercaban.

—Págame, Vázquez.

—¿Estáis jugando al póquer? —preguntó Fortune—. Creí que íbamos a programar el VCR.

—Nada de cartas —contestó el hispano mientras dirigía una mirada fugaz a Brenna—. Es otro tipo de apuesta.

—¿VCR? —preguntó ella.

—Vehículo por control remoto —contestó Vázquez señalando hacia un aparato que estaba en una mesa.

Parecía pesado y complicado, con muchas partes metálicas y tubos. Eso fue lo único que ella pudo ver.

—En esencia, es un robot submarino —le explicó Fortune al darse cuenta de su perplejidad—. Nos permite grabar vídeo y reunir datos sin un submarinista.

Ella asintió con la cabeza. Él había tenido razón cuando se refirió a la inteligencia de la tripulación.

—Ah…

—Pablo, te presento a… —Fortune no siguió y la miró con sorpresa—. ¿Cómo te llamas?

—Brenna —contestó ella, mirándolo con reproche por no haberse molestado en preguntárselo—. Brenna McGary —añadió, tendiendo la mano a Pablo.

—Pablo Vázquez —se presentó él, señalando al rubio—. Éste es Dennis Finmark y aquél, Jim Upton.

Brenna estrechó la mano de Dennis y saludó a Jim, quien era alto, delgado y moreno y estaba atando un cabo a un saliente metálico. Todos parecían normales y simpáticos, no seguidores del diablo. Ella meditó sobre lo que significaba eso mientras Fortune la ayudaba a bajarse del barco, pero tuvo que llegar a mitad del embarcadero para saber por fin sobre qué había sido la apuesta.

—Habían apostado si podría conquistarte o no —sugirió ella.

—¿Cómo dices?

—Ya habías rechazado a tres mujeres hoy.

—¿Por qué lo sabes?

—Pablo me lo contó —ella se paró y lo miró de arriba abajo—. ¿Ser abyecto e irresistible se hace crónico?

—No…

Ella no hizo caso de su tono burlón y lo señaló con el dedo.

—Esto no es una conquista. Es una conversación de trabajo.

—Lo que diga, señorita McGary. Es señorita, ¿verdad?

—Sí, pero ¿qué le importa?

Él siguió andando.

—Sólo quería darle el tratamiento correcto.

Eso, sin duda, era una pulla porque ella insistía en no tratarlo de doctor. Si quería que lo hiciera, primero tendría que enseñarle su diploma. Además, un diploma de la Universidad de Deslumbrantes Pechos Desnudos y Hoyuelos no contaba.

Cuando llegaron al final del embarcadero, Fortune giró a la derecha en vez de seguir recto, donde estaba The Night Heron, el bar del puerto.

—El bar está allí —dijo ella, parándose.

—Vamos a dar un paseo por la playa hasta Joe's.

—¿Conoce el Coconut Joe's?

—¿No lo conoce todo el mundo?

Dado que él no se había molestado en ponerse calzado, ella supuso que Joe's era más adecuado por su estilo despreocupado. Se quitó las sandalias de plataformas y bajó las escaleras hasta la arena caliente y casi blanca.

—¿Desde cuándo lleva en la isla?

—Dos días.

—¿Hasta cuándo piensa quedarse?

—Lo que haga falta.

Vaya, no era muy hablador, aunque ella tampoco había esperado que lo fuera. Él había abandonado la expresión arrogante y desdeñosa y estaba mirando al horizonte. ¿Quién era ese hombre?

Hablaron poco hasta que subieron las escaleras que llevaban a Joe's, que se elevaba sobre la arena sujeto por unos pilotes de madera. La decoración, descuidada pero agradable y con las consabidas tablas de surf y redes de pescadores en las paredes, reflejaba perfectamente el estilo relajado de Palmer's Island. Además, la comida era de primera categoría.

Para escapar del calor sofocante, Fortune pidió a la camarera que los sentara dentro, con el aire acondicionado, en vez de en la terraza con mamparas. Brenna, sin saber por qué, tuvo la sensación de que él habría preferido quedarse fuera, pero que había decidido entrar por deferencia hacia ella. Evidentemente, el calor estaba afectándole al cerebro.

Ella pidió té con azúcar y él cerveza. La camarera, que se llamaba Tammy, sonrió con coquetería al hombre que tenía enfrente y casi ni se dignó a mirarla.

—¿No eres el tipo del periódico? —le preguntó Tammy a Fortune cuando volvió con las bebidas—. Eres una especie de científico guay.

Fortune le dirigió una sonrisa arrebatadora llena de hoyuelos.

—Arqueólogo marino.

Brenna estuvo a punto de atragantarse con el té. ¿Se había vuelto loco?

La camarera abrió los ojos como platos, se inclinó hacia él y le ofreció, como a la mitad del restaurante, una visión espléndida de su escote.

—¡Caray! ¿Qué es eso?

—Investigo bajo el mar. También he estudiado historia a fondo.

Brenna tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerlos ojos en blanco. ¿Ése era el título que se había imaginado?

—Me encantan todas esas cosas viejas —afirmó la camarera.

—¿De verdad? Las cosas viejas son mi especialidad.

Brenna no pudo soportarlo más. Dio dos sorbos de té y levantó el vaso casi vacío.

—¿Podría rellenármelo, por favor?

La camarera la miró con aversión, pero se incorporó y tomó el vaso.

—¿No es usted la profesora que le dio Ciencias al hijo de mi hermano el año pasado?

—De Inglés y Literatura, en realidad.

—No te preocupes, preciosidad —dijo Fortune inclinándose hacia Brenna mientras Tammy se alejaba—. Puedo con todas.

2

—Es una reunión de trabajo.

Ese tono melindroso tenía algo muy excitante. Gavin no podía recordar cuándo fue la última vez que disfrutó tanto por que lo regañaran.

—Entonces, ¿por qué ahuyentas la posibilidad de que me divierta?

—Usted es un degenerado —contestó ella frunciendo el ceño.

—¿De verdad? —preguntó él aunque por primera vez en mucho tiempo le habría gustado no parecerlo—. Al menos, me divierto.

—Yo también me divierto.

—¿Sí? ¿Tu gato y tú os desmadráis los viernes por la noche y pedís una pizza de anchoas en vez de una de queso?

Ella se puso roja como el tomate por el esfuerzo de contener la ira… la pasión que él quería ver más que cualquier otra cosa.

—No me caes muy bien.

—Es una pena. Tú sí me caes muy bien.

Gavin se dejó caer contra el respaldo, dio un sorbo de cerveza y observó que ella se quedaba pálida en un instante.

—¿De verdad crees que sólo se necesitan unos buenos melones e interés por las cosas viejas para captar mi atención?

—Las reliquias del siglo XIX, que no tienen precio, son miradas a nuestro pasado, a cómo vivimos y de dónde venimos. Representan a las personas que se sacrificaron por el mundo que disfrutamos ahora y soñaron con él. Nos recuerdan nuestros errores y logros, nuestras tragedias y triunfos. No son cosas y nunca se les debería llamar así.

Él advirtió que había brotado la pasión. Se excitó aunque se maldijo para sus adentros. Había modelado su imagen con mucho cuidado. Podría ser una farsa en gran medida, pero su popularidad y fama de temerario le proporcionaban los contratos importantes. No podía arriesgarse a quedar en evidencia, ni siquiera por una mujer tan excitante y tentadora como Brenna McGary. Efectivamente, estaba cansado de fingir y algunos de los rumores que se le habían atribuido habían llegado demasiado lejos, pero hacía mucho que había tomado un camino y ya no sabía cómo podía cambiarlo. Tenía que proteger unos objetos como nadie más podía hacerlo. Si los idealistas encantadores como Brenna tenían que odiarlo para que pudiera alcanzar los objetivos más altos, se aguantaría y haría el sacrificio.

—Un discurso muy bonito —comentó él, intentando parecer impresionado, pero no demasiado—. Entiendo que la Sociedad Histórica te valore.

—Me valoran y por eso me han enviado a enfrentarme con usted.

Él extendió los brazos como si le ofreciera el pecho como diana.

—Enfréntate.

—Queremos que los objetos recuperados del barco se reúnan en una colección. Queremos que el público y los investigadores puedan verlos y estudiarlos. Queremos que se intente encontrar a los descendientes de las víctimas si se recupera algo con un monograma o un emblema familiar.

—De modo que quieres que encuentre el tesoro, pero también quieres decirme cómo hacerlo.

Ella pareció molesta por la afirmación.

—No en el sentido técnico. Está claro que tiene un equipo capacitado y los medios adecuados. Sólo queremos que muestre cierta ética. No sería un disparate que tuviera algo de respeto por la tarea que está llevando a cabo. Además, no queremos que se subasten los objetos como si fuesen ganado.

—Tengo un contrato con los descendientes la naviera que era propietaria del Carolina.

—¿El capitán Cullen no era el propietario del barco?

—Si lo era, nunca registró la compra. Es posible que lo ganara en una partida de cartas o que se lo quedara por la fuerza, pero los últimos documentos que hemos encontrado indican que el propietario es la Sea Oats Shipping Company y los objetos que encuentre le pertenecen.

—Sin embargo, negoció un porcentaje para usted y no irá a decirme que declara todo lo que encuentra.

A Gavin le habría gustado saltar vehementemente por la acusación, pero la verdad era que se la merecía. Había estado en un grupo que había cometido ese delito.

—Hay muchos tesoros ahí abajo. Es probable que uno sea un cofre lleno de oro y joyas. Es imposible que los propietarios lo metan en la vitrina de un museo y cobren cinco dólares la entrada para que cualquier pueda verlo cuando podrían obtener millones si lo venden.

—Entonces, ¿no ha encontrado el cofre?

—Todavía, no.

—Pero cree que está allí.

Él se encogió de hombros.

—Las leyendas suelen tener algún fundamento real. Yo, personalmente, creo que podríamos encontrar un cofre, pero uno utilizado como señuelo. Los piratas eran astutos y cautelosos cuando se trataba de sus botines. ¿Por qué uno tan bueno como Cullen iba a irse de la lengua con éste? —Gavin rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de bronce que dejó en la mesa—. La he encontrado hoy.

—Es un centavo con la cabeza de un indio —dijo ella tomándola—. Alrededor de 1860. Es de la Unión, no de los confederados.

—Y el Carolina asaltaba buques mercantes de la Unión en el Caribe. Los ojos verdes de ella se abrieron de par en par al mirarlo.

—Al menos, ha estudiado la historia un poco.

—¿Por qué no…? —él no siguió. Se le ocurrieron veinte motivos para que no se confundiera a Gavin Fortune con un hombre estudioso—. Tuve un poco de tiempo durante el vuelo desde Miami.

La camarera volvió para ver si Gavin quería otra cerveza. No la quiso y Brenna tampoco quiso otro té. Al parecer, la reunión había terminado.

Gavin se alegraba y lamentaba separarse de ella. Había leído algunos relatos de los capitanes que se habían encontrado con Cullen y el último estaba en francés. Sacar algo en claro de los distintos dialectos y de las expresiones anticuadas exigía mucha concentración.

Pese a que Gavin el Degenerado la dejaría pagar, él no llevaría la farsa hasta ese extremo. Las profesoras estaban vergonzosamente mal pagadas y él, al fin y al cabo, tenía mucho dinero para gastar.

Sin embargo, no se le pasaba la sensación de inquietud que le había atenazado las entrañas desde que oyó su apasionado y sensato listado de peticiones sobre la búsqueda del pecio. Seguía sintiendo la frialdad de la realidad incluso al caminar con los pies descalzos por la arena ardiente. Quería saber más, mucho más, sobre Brenna McGary y no podía. Al menos, como le habría gustado.

Estaba interesado en saber cómo interpretaba los distintos relatos sobre el capitán Cullen. ¿Era el despiadado aniquilador de todos y cada uno de los barcos del Caribe o, por contraste, el marino caballeroso que devolvía a puerto seguro a los pasajeros de los barcos que abordaba? ¿Qué era un intento de la Confederación para justificarlo y qué un intento de la Unión para vilipendiarlo? ¿Era parte de la leyenda de los piratas? ¿Era una mezcla de las dos cosas?

Aunque se había criado en Texas, Gavin sabía que Carolina de Sur era un elemento completamente distinto dentro de la cultura del Sur. Fueron los primeros en segregarse y todavía ondeaban la bandera de su Estado con tanto orgullo como la nacional. En cierto sentido, seguían siendo unos verdaderos rebeldes.

Le habría gustado oír sus teorías casi tanto como pillarla sola, excitada y desnuda. ¡No era un degenerado, pero sí era un hombre! Se había acostumbrado a fingir que le excitaban las mujeres a las que no les interesaban las mismas cosas que a él. Mujeres que querían saber cuánto valían las cosas y no lo que significaban.

—¿Por qué le gusto? —preguntó ella de repente.

¡Caray! Se resistió a caer en la banalidad y las palabras bonitas. Seguramente, le gustaría Yeats, pero no se le ocurrió ninguna cita concreta.

—¿Por qué no? —preguntó él.

—¿Por qué no iba a ser así? —ella tenía la cara levemente girada y él no podía verle los ojos—. Por de pronto, no tengo unos buenos melones ni suelo llamar «cosas» a los tesoros históricos.

—No. Todo lo tuyo es diminuto —él esbozó una sonrisa instintivamente—. Menos la boca.

—Me ayuda cuando quiero controlar a mis alumnos. ¿Quiere saber por qué no me gusta?

Él no estaba seguro de que pudiese soportar más juicios de ella, aunque estuvieran justificados.

—Es por la coleta. Estoy seguro de que no te gustan los hombres con pelo largo.

—No. El pelo está bien… le sienta bien.

—No entiendo mucho de zapatos. ¿Eres una de esas mujeres que se compran zapatos como sustituto del sexo?

—Rotundamente, no.

—Entonces, será porque soy un oportunista amoral que saquea tumbas.

—Efectivamente, eso es una parte importante.

¿No era todo? ¿Tenía más defectos aparte de su imagen de villano?

—¿Cuál es la otra parte?

—Partes, en plural. No me gustan las personas que me consideran débil por ser pequeña.

Por fin algo a lo que podía replicar con toda sinceridad.

—Yo nunca, ni por un segundo, he dado por supuesto que fueses débil.

—Me alegro. Tampoco me gusta que sea incoherente.

—¿Incoherente? —repitió él, intentando acordarse de la última vez que una mujer lo sorprendió tanto.

—Unas veces parece absorto en sí mismo y, entonces, dice algo inteligente, casi inspirador. Es interesante.

No podía permitir bajo ningún concepto que pensara que era interesante. Su perspicacia podía arruinarlo todo.

Habían llegado a las escaleras que subían al embarcadero y ella se puso los zapatos.

—Gracias por concederme su tiempo. Seguro que nos veremos…

—¿No quieres venir un rato a mi casa?

—¿Su casa?

—Sí, mi barco —él hizo un gesto con la cabeza hacia el puerto—. Puedo decirles a los muchachos que salgan una hora o así.

—Vaya, ¿toda una hora?

—O así.

—No, gracias, señor Fortune.

—Llámame Gavin.

—¿No prefiere doctor Fortune?

—Ni hablar. Hace que parezca el malo de un tebeo. ¿Qué te parece doctor Kensington? —hizo una mueca con los labios—. No. Eso hace que parezca un severo profesor de literatura inglesa.

—Yo ni tengo un doctorado ni soy severa.

—Pero lo parece. Yo tengo dos y no lo parezco.

—Dos ¿qué?

—Dos doctorados.

—¿Dónde?

—En Cambridge y Princeton. También hice un máster de historia europea en Oxford. Por diversión.

Brenna empezó a reírse hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Claro, por diversión —consiguió decir ella cuando se tranquilizó un poco—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por liquidar cualquier posible atracción que hubiese podido sentir, engañosamente, por usted.

Dicho lo cual, ella subió las escaleras y se dirigió hacia el aparcamiento. Él se había imaginado que ella no se tomaría en serio ni sus títulos verdaderos ni sus falsas proposiciones de mal gusto, pero no había esperado que su reacción le decepcionara tanto.

Entonces, se acordó de Yeats.

Aquí anclaremos nuestro barco solitario

y vagaremos para siempre con las manos entrelazadas,

murmuraremos con delicadeza labio contra labio

por la hierba, por la arena,

murmuraremos lo lejos que están la tierras convulsas

Dos días después, Brenna se apoyó en el mostrador de la biblioteca aunque distrajese a Sloan, que estaba trabajando. Todo el mundo estaba trabajando. Quizá debiera buscarse un trabajo para el verano.

Naturalmente, debería estar concentrada en el asunto del Carolina para la Sociedad Histórica. Eso la llevó directamente a donde había jurado no ir.

—Es un egocéntrico insufrible y un oportunista amoral que saquea tumbas.

—Te has olvidado de «impresionante» —añadió Sloan sin dejar de teclear en el ordenador.

—Su físico no entra en esto.

—Yo diría que sí. Según Helen, es más deslumbrante que el sol del Cuatro de Julio.

Helen también era de la Sociedad Histórica y socia del padre de Brenna. Los dos eran los mejores agentes inmobiliarios de la isla. En general, Helen tenía buen gusto con los hombres y, teóricamente, no se equivocaba en ese caso, aunque Brenna detestara reconocerlo.

Había pasado dos días desquiciada por su encuentro con el doctor Gavin Fortune, cuyo misterio se había hecho más profundo todavía. Tuvo que indagar, pero con la ayuda de la especialista informática de la Sociedad, una jovencita que se llamaba Penelope Waters, no encontró ni rastro de títulos superiores, sólo un secreto bajo siete llaves.

No siempre se había llamado Fortune. Se cambió el nombre hacía unos años. Cuando Brenna preguntó cómo se llamaba antes, Penelope le dio una respuesta muy extraña.

—Nadie lo sabe. El juez de un tribunal federal declaró secretos los registros.

Hermoso, misterioso y, seguramente, brillante. Era una pena que fuese un imbécil.

—Helen también dice que siente algo por ti —siguió Sloan.

—Sea lo que sea, puede guardárselo.

—Al parecer, sintió una desilusión enorme al ver que Helen era la nueva representante de la Sociedad Histórica para tratar el asunto del pecio.

—No me extraña. No se atreverá a ser tan desagradable con Helen como lo fue conmigo.

Por fin, Sloan dejó de mirar la pantalla del ordenador.

—¿Por qué fue desagradable exactamente?

—Se rió de mi gato, de mi temperamento y de mi franqueza. Se burló de las hermanas Brontë y de Jane Austen. Por eso.

—Eso ya me lo habías contado. Sigo creyendo que tuvo que pasar algo más para que te ahuyentara de esa manera.

—No me ahuyentó —replicó Brenna con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿por qué mandaste a Helen para que lidiara con él?

—Porque no puedo soportarlo.

Sloan la miró a los ojos.

—¿Estás segura de que no es porque te gusta demasiado?

—Por si no te habías dado cuenta, señora presidenta, está destruyendo la historia de nuestra isla.

—No sé nada de eso.

—Señora Kendrick —una niña morena de unos diez años se acercó al mostrador—. Tengo que encontrar algunos libros para mi hermano pequeño. ¿Puede ayudarme?

—Claro —contestó Sloan saliendo del mostrador—. ¿Cuántos años tiene?

—Cuatro —la niña arrugó los labios—. No sabe leer todavía, pero le gusta fingir.

—Seguro que podremos encontrar algo que le ayude a eso.

Brenna apoyó la barbilla en un puño mientras se alejaban. ¿Sloan estaba defendiendo a Fortune? ¿Qué era todo eso?

Era posible que ella fuese especialmente sensible sobre ese asunto, pero el resto de la Sociedad tenía que estar de acuerdo en que Fortune y su tripulación no eran beneficiosos para la isla. Hasta su padre, quien siempre vivía en el presente más absoluto salvo que un poco de historia le ayudara a vender algo, estaba preocupado por el destino del Carolina. Sus padres, antes de embarcarse en un crucero de un mes, la animaron a que no dejara de vigilar lo que hacían con el barco. Se preguntó qué habría pensado su abuela de todo eso.

Ella se había criado oyendo las historias de Lucy McGary, su bisabuela, quien fue conservadora de un museo en Washington. En 1942, el museo la eligió para que transportara unos lienzos de un artista famoso hasta Londres. Desgraciadamente, los alemanes bombardearon su barco convencidos de que transportaba munición para los aliados. Su bisabuela y otras cincuenta personas murieron. El embalaje impermeable de los lienzos también acabó en el fondo del mar.

Hasta 1992. Ese año, los descendientes del artista convencieron a los antiguos propietarios del barco para que intentaran localizar los cuadros perdidos, que en ese momento valían millones.

El equipo encargado de la búsqueda, encabezado por el doctor Dan Loff, quien más tarde se haría famoso por ser el mentor de Gavin Fortune, rebuscó en el barco hundido para encontrar el tesoro. Cuando su familia se enteró de que había recuperado el valioso broche cuajado de piedras preciosas del su antepasada, volaron hasta Nueva York con pruebas de que les pertenecía y la esperanza de reclamarlo.

Loff ya lo había despiezado y había vendido las perlas y esmeraldas una a una. Por eso, si tenía cierto resentimiento hacia los buitres como Loff y Fortune, creía que también tenía motivos.

Sin embargo, cuando Sloan volvió, intentó dejar a un lado los agravios personales y pensar con lógica. No haría que un alumno lo pasara mal porque sus padres hubieran sido groseros. Quizá se hubiese equivocado al etiquetar a Fortune. No era tan necia como para pensar que la belleza equivalía a ser estúpido. Sloan, por ejemplo, no tenía la imagen de bibliotecaria típica, pero hacía muy bien su trabajo.

Aun así, Fortune seguía siendo un imbécil. Tuvo un momento de duda cuando creyó que se había equivocado con él. Cuando él habló del capitán Cullen, captó algo en su tono. ¿Pudo ser entusiasmo? Entonces, reconoció que lo había leído durante el vuelo desde Miami. Seguramente, tendría un equipo de colaboradores que le reunía los datos que él necesitaba para sus conferencias de prensa.

¿Por qué había cambiado de nombre? ¿Quién había sido antes? ¿Por qué tenía que ocultar su origen y por qué había mentido sobre sus títulos si tenía alguno? Desde luego, ser un intelectual no encajaba con su imagen de bebedor de cerveza descalzo, con coleta y mujeriego.

—¿Te había comentado que mañana voy a hacer una fiesta en casa? —le preguntó Sloan mientras volvía detrás del mostrador.

Brenna hizo un esfuerzo para olvidarse de Gavin Fortune.

—¿Una fiesta?

—Sí. Sólo la Sociedad, algunos de sus patrocinadores y el alcalde.

—Parece divertido. ¿Puedo hacer algo para ayudar?

Eso, para que Fortune dijera que no se divertía. Además, seguro que no había pizza con anchoas. Sin embargo, ¿cómo se había enterado de eso?

—Sí —Sloan sonrió y a Brenna no le gustó nada esa sonrisa—. No enfurezcas con Gavin y su equipo. Son los invitados de honor.

—¿Nunca has oído decir que se atrapan más moscas con un poco de miel?

A pesar de que Sloan estaba clavándole los dedos en el brazo, Brenna no iba a salir de la cocina. No iba a ver a ese hombre. Invitado de honor…

—«La única forma de tener un amigo es serlo» —sentenció Brenna.

Sloan dejó de intentar arrastrarla.

—¿Yeats? —le preguntó.

—Emerson. También me gusta. «No traicionarás a tus amigos por los arqueólogos marinos impresionantes».

—¿Lo dice el Deuteronomio? —preguntó Sloan con sarcasmo.

—Lo dice el evangelio según Brenna.

—Creí que habías dicho que no es impresionante.

Andrea Landry, otra amiga y compañera del instituto, abrió la puerta.

—¿No ha habido suerte? —preguntó a Sloan mientras miraba a Brenna.

—Es más fuerte de lo que parece.

—¿Voy por el sheriff? —preguntó Andrea.

—¿Hace falta?

Las otras dos mujeres no le hicieron caso, pero Brenna se sintió más animada al darse cuenta de que el sheriff seguramente tendría el buen juicio de no meterse en medio de una pelea entre mujeres, aunque estuviese casado con una de las participantes.

Efectivamente, Tyler Landry, el sheriff, asomó la cabeza por la puerta, vio la expresión de Brenna, Sloan y Andrea y se dio media vuelta. Y eso que había sido marine…

Sus amigas, en absoluto desalentadas, se limitaron a tomar a Brenna en brazos y a llevarla hasta el recibidor. Algunas veces no soportaba ser tan pequeña. La dejaron en el suelo, aunque no le soltaron los brazos, y la llevaron al salón.

—Recuérdalo —le pidió Sloan mientras saludaba con la mano al alcalde—. Nostras somos las abejas, tú eres la miel y él es la mosca que queremos atrapar.

Brenna miró a sus dos amigas.

—Estáis de guasa.

—En absoluto —replicó Andrea sin alterarse.

—Olvidándonos de las metáforas, él es un tipo impresionante al que le gustan las chicas impresionantes —le explicó Sloan.

—Y tú eres una chica impresionante —añadió Andrea por si no había captado la alusión.

Brenna la captó, pero no quería hacerlo. Gavin Fortune no le gustaba y no quería estar cerca de él. El cuerpo de él, mojado y sin camisa, se le presentó en la cabeza como un destello y se le encogió el estómago. No podía sentirse atraída por él. Era injusto que el único hombre que la había excitado desde hacía dos años tuviese los mismos principios y naturaleza que una hiena.

—Sloan tiene los pechos más grandes —se defendió Brenna con el pulso acelerado por el pánico.

—Eres la única chica impresionante y soltera —le recordó Andrea.

—No creo que tenga muchos reparos en ese sentido.

—Pero Aidan y Tyler sí los tienen —intervino Sloan.

—Las amigas deberían anteponerse a los maridos —argumentó Brenna a la desesperada.

Miró por la habitación para buscar a Gavin Fortune y lo encontró en un rincón del salón rodeado, como era de esperar, por un grupo de mujeres sonrientes. Además, una de ellas resultó ser Penelope Waters. No podían permitir que clavara sus garras en la inocente Penelope. Sin embargo, ¿por qué iba a ser ella quien fuera a su rescate?

—Helen y Courtney están solteras.

—Pero le interesas tú —dijo Sloan.

Brenna abrió los ojos como platos.

—¿Queréis que lo seduzca para que se pliegue a nuestras exigencias?

—No sé si hace falta que llegues tan lejos… —empezó a decir Andrea.

—Pero tampoco pasaría nada —terminó Sloan con una sonrisa.

—No queremos que Brenna pase un mal rato —replicó Andrea con cierta vacilación que dio esperanzas a Brenna.

—¿Quién está hablando de pasarlo mal? —le rebatió Sloan—. Estoy segura de que es fantástico en la cama.

—Desde luego, parece estar en forma —concedió Andrea lentamente—. Además, no le falta seguridad en sí mismo.

Sloan miró elocuentemente a Andrea.

—A ti de te dio resultado seducir al hombre de tus sueños…

—¡Chicas…! —Brenna reclamó su atención, ya que estaban dispuestas a arrojarla a las fauces del lobo—. ¿Os acordáis de mí? ¿No creéis que debería tener algo que decir en la conspiración que estáis tramando?

—No —contestó Sloan sin dudarlo—. Estás demasiado implicada emocionalmente.

—Además, tú fuiste quien se apasionó con ese proyecto —añadió Andrea—. ¿No quieres salvar el Carolina y su tesoro?

Eso había sido un golpe bajo.

—¡Gavin Fortune no es el hombre de mis sueños!

—Tus pullas me duelen mucho, mi reina irlandesa.

Brenna miró hacia el círculo de mujeres donde había estado Gavin minutos antes. Las mujeres seguían allí, pero Gavin, no. Estaba justo detrás de ella.

Se dio la vuelta y el brusco movimiento hizo que Sloan y Andrea la soltaran. Por fin se sintió libre y con ganas de salir corriendo, pero se encontró clavada en el suelo, atrapada por la mirada burlona de los ojos color avellana de Gavin Fortune. ¿Qué habría oído?

—Por cierto, soy fantástico en la cama —él esbozó una sonrisa tentadora—. Me entusiasma nadar y todo es cuestión de vigor, claro.

Pese a comentarios como ése, el cuerpo de ella se sentía atraído por él. Era humillante.

¿Acaso no se había reído de él la última vez que se vieron? ¿Acaso no había pensado que él había destruido toda posible atracción al mentir sobre sus títulos? Sin embargo, ¿había mentido?

Como ella se quedó muda y furiosa, Sloan y Andrea se presentaron. Los tres charlaron amigablemente mientras a ella le subía la presión sanguínea y le recordaba a su libido que no estaba tan necesitada como para plantearse, ni remotamente, la posibilidad de entregarse a su enemigo. Ni siquiera para proteger un tesoro de valor incalculable. Aunque los dedos le temblaran por tenerlo al alcance de la mano. Además de otras partes más íntimas del cuerpo.

—¿Sigues demasiado intimidada como para dirigirme la palabra? —le preguntó él.

Brenna lo miró con furia.

—En absoluto.

—Comprobaste que soy más inteligente que tú y mandaste a tu amiga agente inmobiliaria para lidiar conmigo.

—¿Qué inteligencia? —replicó ella con los dientes apretados—. Mintió sobre sus títulos.

—¿Eso crees? —sus ojos color avellana dejaron escapar un destello—. ¿Crees que no sé lo que estoy haciendo?

Ella no pensaba caer en sus provocaciones.

—Estoy demasiado ocupada para tratar con usted.

—Una lástima —él se inclinó tanto, que ella pudo oler su colonia embriagadora y ver los puntos dorados en sus ojos—. Me gustaría mucho que volvieras.

—¿De verdad? —preguntó ella después de tragar saliva.

—Claro —él se incorporó con una expresión engreída—. Si no, Helen acabará vendiéndome media isla.

Brenna notó que se acaloraba por dentro.

—Con todo el dinero que ha conseguido con malas artes, podrá permitírselo.

—Puedes estar segura —replicó él con la misma acritud—. Sin embargo, estoy seguro de que, si me ofrecieras una eminente cita de algún tedioso poeta inglés, podrías cambiarme la vida, podrías conseguir que me diera cuenta de lo equivocado que estoy y que donara todos mis beneficios a algún destartalado museo.

—Caray… —exclamó Andrea con asombro—. Helen tenía razón sobre vosotros dos.

—Sí, echáis chispas —corroboró Sloan.

Brenna miró con furia a sus amigas.

Andrea era historiadora del arte y experta en hacer tasaciones. ¿Por qué no trataba ella con el arrogante buscador de tesoros? Sloan era la presidenta de la Sociedad Histórica. Debería ser quien se las viera con sus artimañas y tozudez.

Entonces, como un ángel bajado del cielo, vio su salvación.

Carr Hamilton, otro amigo del instituto, había empezado a salir con una agente del FBI cabezota y que siempre iba armada. Aunque empalagosamente enamorada de Carr, Malina Blair era muy intimidante para todos los demás. Era perfecta.

Brenna, sin mirar a quienes la rodeaban, fue directamente junto a Malina e interrumpió sin contemplaciones el beso que estaba dándole a Carr como saludo.

—¿Qué opinas del asesinato por encargo? —le preguntó Brenna con alivio al notar que llevaba el arma en la cartuchera.

Malina abrió como platos los ojos color turquesa y luego los entrecerró.

—Según a quién tenga que matar —Malina ladeó la cabeza—. Me imagino que yo soy la asesina en este supuesto…

Brenna la agarró del brazo para llevarla hacia el grupo que rodeaba a Gavin Fortune.

—Naturalmente.

3

Brenna estaba en la terraza mirando las estrellas. Hacía calor y habría estado mejor dentro, con el aire acondicionado, pero hacía tiempo que la fiesta había perdido el interés, si lo había tenido alguna vez. Deseó que pudieran lanzarla a una estrella. La tercera por la derecha parecía pacífica y acogedora. Además, estaba a años luz de Gavin Fortune.

Evidentemente, ya no había justicia en ese planeta. Hasta Malina estaba obnubilada por él. La implacable agente le había dado una palmada en el hombro.

—Ser un conquistador no es delito —le había dicho.

Brenna estaba ensimismada en su resquemor y recelo cuando oyó que la puerta se abría y volvía a cerrarse. No tuvo que darse la vuelta para saber quién iba a acompañarla. Además, no estaba tan dominada por la melancolía como para no darse cuenta de que necesitaba disparar primero.

—No me gusta.

Él se apoyó en la barandilla al lado de ella.

—Pero a todas tus amigas sí les gusto. Eso tiene que fastidiar.

—No sabe cuánto.

—¿No es posible que estés empeñándote demasiado en que no te guste?

Ella, con los ojos fuera de las órbitas, volvió la cabeza para mirar su perfil.

—¿Está delirando?

Él, en absoluto ofendido, ladeó la cabeza como si lo pensara.

—No lo creo, pero si estuviera haciéndolo, ¿cómo iba a saberlo?

—¿No le extraña que cada vez que lo veo quiera salir corriendo en sentido contrario?

Él se inclinó hacia ella.

—Acéptalo, te atraigo físicamente.

—Seguro… —replicó ella en tono sarcástico.

Con la esperanza de que él no pudiera oír los latidos desbocados de su corazón, apoyó el antebrazo en la barandilla, hizo un esfuerzo para aguantar su mirada y se acercó hasta que las caras casi se rozaron.

—Seguramente sea por todos los halagos que me hace a mí y a las cosas que me importan —añadió ella con ironía.

—Soy un científico —explicó él, mirándole los labios—. La ley me exige que odie la literatura.

—No parece alguien muy respetuoso de la ley. ¿De verdad detesta los clásicos o es que ya no se lleva leerlos?

—Dickens tuvo su momento y me gusta Yeats, pero prefiero los modernos cuando quiero disfrutar con la lectura.

La verdad era que tenía un rostro impresionante.

—Muy bien, pero le agradecería que no despreciara las cosas que me gustan.

—Y yo te agradecería que no me juzgaras sin conocerme siquiera.

Él se pasó la lengua por los labios y ella tuvo que contener un gemido.

—Lo intentaré.

—Haremos una cosa. Si limito al mínimo mis comentarios desdeñosos sobre los poetas ingleses y la tediosa literatura del siglo XIX, ¿participarás en un experimento?

—¿Qué experimento?

—Besarme.

Ella se quedó sin respiración y se le paró el pulso. ¿Tendrían razón Sloan y Andrea? ¿Estaba sacando conclusiones precipitadas? ¿Encajarían bien Gavin y ella? ¿Saldría algo de todo ese asunto de las moscas y la miel? Quizá, llevados por esa atracción, podrían encontrar algún aspecto en común.

—No he dejado de pensar en ti desde que el otro día me dejaste tirado —siguió él en un tono indolente con acento texano.

Ella tosió para aclararse la garganta.

—Yo también he pensado un poco en usted.

Sus dientes perfectos resplandecieron al sonreír.

—Algo sobre las palabrotas y llamarme por mi nombre, ¿verdad?

—Se ha inventado sus títulos.

—¿De verdad? —preguntó él sorprendido.

—He pedido a la especialista en informática de la Sociedad que indagara un poco. Descubrió que se había cambiado de nombre. ¿Algo que decir?

—Fortune es descriptivo… y sexy. ¿No te lo parece?

Eso no era una respuesta. Era una confirmación o una negativa.

—De acuerdo, es algo. Antes lo vi hablando con ella.

—¿Con quién?

—Con mi especialista en informática, Penelope Waters —Brenna entrecerró los ojos—. De quien tiene que apartar su radar inmediatamente.

—No tonteo con niñas.

—Ni con camareras de grandes pechos.

—Por algún motivo, las pelirrojas temperamentales me parecen fascinantes de repente. ¿Vas a dejarme que te bese o no?

—Estaba esperando. ¿Está seguro de que su reputación de libertino es merecida? Hasta el momento…

La besó en la boca. Sus labios eran cálidos, persuasivos, sabían tentadoramente a whisky y prendieron una chispa de deseo en sus entrañas. Le tomó la cara con una mano y se la inclinó para profundizar el beso. Ella estrechó al cuerpo contra el de él y lo agarró de la camisa de algodón mientras intentaba no acercarse más. Era increíble. Cerró los ojos para no oír a su conciencia, que le recordaba a gritos que estaba besando a su oponente.

—La verdad es que no necesito complicarme la vida así en este momento —susurró ardientemente él contra su mejilla.

—Eres insoportablemente arrogante —replicó ella rodeándole el cuello con los brazos y estrechando los pechos anhelantes contra el pétreo pecho de él.

—Eres demasiado seria —le reprochó él acercando los labios otra vez—. Además, podrías hablar mucho menos.

A ella le encantó la manera de silenciarla. Tenía una boca grande y la avidez se extendió e intensificó por sus entrañas. La tomó del trasero y la estrechó contra su erección. Ella gimió.

El calor que brotó entre ellos hacía unos días se puso al rojo vivo, calcinó todas sus promesas de mantenerse alejada de ese hombre y la dejó palpitando.

No sólo la había excitado, estaba a punto de estallar. Aun así, no tenía aventuras de una noche y no podía imaginarse algo que durara más de una noche con Gavin Fortune.

Eran adversarios en el mejor de los casos y enemigos acérrimos en el peor. Él pareció pensar lo mismo en el preciso instante en el que lo pensó ella porque se apartaron de un salto a la vez.

—No podemos hacer esto —dijo él con la respiración entrecortada y mirándola con incredulidad.

—Tú empezaste —le acusó ella molesta porque sólo quería volver a estar entre sus brazos.

—¿Yo? Estabas entregada.

—Disculpe, señor Delirante, pero fue usted quien propuso el experimento.

—Lo cual fue un disparate absoluto. No te deseo lo más mínimo.

—Ni yo a ti —todas las células de su cuerpo la llamaron mentirosa—. No tendré ningún inconveniente en cumplir con la obligación que tengo con la Sociedad Histórica y comprobar todo lo que hacéis tu tripulación y tú.

Él cruzó los brazos e intentó parecer ofendido, pero ella pudo captar el deseo que todavía reflejaban sus ojos cuando la miró a los labios.

—Estamos en verano. ¿No puedes dejar a un lado tus manías de profesora hasta septiembre?

—Desdichadamente para ti, no.

—Muy bien.

—Perfecto.

Se miraron con furia y la respiración entrecortada y, acto seguido, estaban entrelazados.

Gavin se dejó caer contra el respaldo de la tumbona en la cubierta del Miami Heat y cerró los ojos deslumbrado por el sol.

—Me he metido en un problema peliagudo, amigo.

Pablo, también en una tumbona, no necesitó que le explicara el problema.