Aventura apasionada - Wendy Etherington - E-Book

Aventura apasionada E-Book

Wendy Etherington

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Beschreibung

No era producto de la imaginación del teniente de policía Wes Kimball. Cara Hughes, la investigadora de Atlanta, era impresionantemente sexy, esbelta, llena de curvas… y se decía que dormía con una navaja bajo la almohada. Wes iba a tener que luchar contra la atracción que sentía por ella. Cara se sentía igualmente intrigada, pero ambos estaban dedicados a su trabajo y sabían que su aventura acabaría tarde o temprano. Aunque no podían negar lo apasionante que podía llegar a ser un romance temporal...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Wendy Etherington

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aventura apasionada, n.º 92 - agosto 2018

Título original: Sparking His Interest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-873-4

1

El teniente de policía, Wes Kimball, detuvo su furgoneta detrás de dos coches patrulla... la totalidad del parque automotor del departamento en Baxter, Georgia. El coche de bomberos y la ambulancia completaban la colección de vehículos municipales.

A menos de cien metros de distancia, el almacén aún echaba humo. A la luz de la luna creciente, podía ver a los equipos de emergencia alineados junto a la acera... sombras en la noche que libraban una batalla que el calor y las llamas ya habían reclamado. No obstante, dos equipos de bomberos apuntaban mangueras hacia la estructura tambaleante del edificio.

Deseando tener una taza caliente de café, bajó del vehículo y se dirigió con andar firme hacia la escena. El penetrante olor a gasolina lo envolvió.

Se detuvo y respiro hondo. «Estupendo», pensó.

El segundo incendio en igual número de semanas que involucraba gasolina y un edificio propiedad de un importante hombre de negocios de Baxter. La segunda vez que lo llamaban en plena noche para ir a investigar. La última, había sido la sede de una inmobiliaria; en esa ocasión, un almacén de suministros. Como era el único policía de la ciudad que se ocupaba de los casos de incendios provocados junto con el departamento de bomberos, y había estado enfrascado en el primer incendio durante los últimos días, supuso que al amanecer el alcalde se pondría en contacto con él. Eso le dejaba únicamente tres horas para encontrar una pista. Habiendo dormido sólo cuatro horas.

Encorvó los hombros para protegerse del vivo viento de octubre y se acercó al semicírculo de policías que había al lado del coche de bomberos. Era un gran inicio para un jueves.

—¿Es bastante pronto para ti? —preguntó Eric Norcutt, compañero de instituto y policía también.

—Condenadamente pronto —replicó.

Otros dos miembros del departamento de policía de Baxter se pusieron firmes.

Wes asintió.

—Buenos días.

Le devolvieron el gesto sin decir nada. Como era conocido casi tanto por su temperamento como por su elevada tasa de casos resueltos, no podía objetar nada. Siempre se decía que debía analizar ese rasgo de su carácter... por lo general después de algún enfrentamiento con su jefe o con su hermano mayor, jefe de bomberos.

—¿Cuál es la situación del almacén? —preguntó.

—Siniestro total —repuso Norcutt—. Igual que el otro lugar.

Un grito se elevó en el aire, luego se oyó un ruido estruendoso. Una viga grande cayó de la planta superior. Pero los bomberos no cejaron en su empeño y continuaron bañando el edificio humeante, imagen de orgullosa dedicación. Sin duda discípulos de su hermano Ben, réplica casi exacta de su heroico padre... hacía tiempo que Wes había dejado de afanarse por estar a su altura. Siempre se había sentido una especie de advenedizo en su familia, y probablemente siempre sería así.

Volvió a otear la zona y se puso rígido al reconocer a dos figuras de pie a un lado. El alcalde, cuya planta corpulenta resultaba inconfundible, y Robert Addison, el dueño del edificio, parecían enfrascados en una profunda e intensa conversación.

—Los bomberos llegaron hace cuarenta minutos —continuó Norcutt—. Encontraron el almacén ya cubierto en llamas. Por culpa de la sequía que hemos tenido todo el verano, les preocupa que las chispas se extiendan por el campo. Han empapado todo bien, pero basta con una sola.

—¿Y qué sospechas tienen?

No hacía falta que dijera nada más. Todos los ciudadanos, ya fueran policías, bomberos o civiles, sabían que el jefe de bomberos del condado había declarado que el primer incendio había sido provocado.

—Ella está aquí —Norcutt indicó el almacén con la cabeza—. ¿Qué te dice eso?.

Al parecer, su participación en el caso iba a acabar esa mañana. No importaba. Tenía otros casos de los que ocuparse.

Ella era la capitana de bomberos, Cara Hughes. Presumiblemente, la mejor investigadora de incendios provocados del estado, aunque en persona jamás había trabajado con ella. Ben la había consultado por teléfono después del último incendio y obviamente la había llamado para que dirigiera la investigación de forma oficial. Wes sabía poco de ella. Era una mujer dura, seria y respetuosa de las reglas.

Y le esperaba un camino complicado. El departamento de bomberos y de policía de Baxter, compuesto en exclusiva por hombres, sin duda aportaría algún comentario estúpido y machista sobre la incorporación de Hughes al caso. Personalmente, a Wes le importaba bien poco que quien investigara fuera un alienígena con antenas verdes en la cabeza.

—Ben la llamó —indicó con sencillez.

Norcutt cruzó los brazos fornidos.

—Nosotros podemos llevar el caso.

Técnicamente, un caso de incendio provocado pertenecía a la jurisdicción del departamento de bomberos.

—Lo más probable.

—Diablos, Wes, no necesitamos que una mujer lleve nuestros casos.

—No creo que tengamos elección —miró a su amigo—. Tengo entendido que realmente es buena.

El otro puso los ojos en blanco, como diciendo «¿cómo puede ser buena una mujer investigando?»

—Relájate, Norcutt. Dudo que te obligue a llevarle el bolso.

La cara del otro se puso colorada. Los demás agentes rieron entre dientes.

Cansado de ese vínculo de machos, se acercó al almacén, con cuidado de no interponerse en las tareas de los bomberos. El olor a humo, a madera quemada y a gasolina impregnaba la atmósfera. En el otro incendio se había usado gasolina como catalizador, aunque las autoridades no habían sospechado de inmediato que fuera provocado. La gente hacía cosas asombrosamente estúpidas con los líquidos inflamables, como almacenarlos junto a calentadores, ordenadores u otros tipos de equipos inductores de chispas.

Pero el primer incendio no había sido un accidente descuidado, y también ése olía a premeditación.

Acababa de rodear la esquina de la parte de atrás del almacén, concentrado en comprobar los muelles de descarga, cuando la vio.

Con unos vaqueros gastados, botas negras y una chaqueta negra de cuero, se arrodillaba en el suelo en un charco circular de luz, que debía proceder de una fuente alternativa de energía, ya que hacía tiempo que se había cortado la electricidad del edificio. Tenía un pelo oscuro y lacio que le llegaba hasta los hombros y una mandíbula sorprendentemente delicada.

Extendió la mano para pasar los dedos por el suelo cubierto de ceniza, y Wes notó una pistolera en el costado izquierdo. Le resultó curioso. No conocía a nadie del departamento de bomberos que fuera armado.

De pronto ella alzó la vista y la mirada firme se clavó en la suya. Era atractiva, pero no hermosa; sin embargo, le resultó imposible apartar la mirada, como si lo mantuviera hechizado con esos ojos azules verdosos.

«Como el mar Caribe», pensó de forma romántica y ridícula.

—Debes de ser Wes —comentó con voz ronca y sensual.

—Sí —se recobró lo suficiente para extender la mano—. Wes Kimball.

Ella se incorporó y le estrechó brevemente la mano. Tenía una piel suave y cálida.

—Cara Hughes. Tu hermano me pidió que me ocupara de este caso.

Wes metió las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros.

—Lo supuse al enterarme de que estabas aquí.

Miró por encima del hombro de él antes de volver a centrarse en Wes.

—Tienes una especie de comité de bienvenida.

—Era nuestro caso antes de que vinieras tú.

Un destello de resentimiento fulguró en esos ojos asombrosos.

—Éste era y sigue siendo el caso del departamento de bomberos.

Los rumores habían soslayado todo lo bueno: inteligente, dedicada a su trabajo, sensual, esbelta pero curvilínea. Inclinó la cabeza en aceptación.

—Lo que pasa es que estamos acostumbrados a llevar nosotros las cosas.

—¿Y no necesitáis que nadie de Atlanta interfiera en vuestro dominio?

Él sonrió.

—Yo puedo llevar mi dominio perfectamente bien, gracias. No vas a decirme que no estás acostumbrada a cierta resistencia.

Ella cruzó los brazos.

—De hecho, la mayoría de la gente se aparta de mi camino.

—Supongo que sí, con semejante artillería en el escenario de un incendio.

Se sonrojó.

—Olvidé que estaba ahí. La costumbre, supongo, al tener que salir tarde por la noche.

—Importante en Atlanta, estoy seguro. Pero llama un poco la atención en Baxter —y lo excitaba. Era un poli, podía disparar cuando fuera necesario, pero no era un chiflado de las armas. Entonces, ¿por qué la idea de una mujer que trataba una pistola con la misma familiaridad que la mayoría de las mujeres un reloj le disparaba el deseo en las entrañas?—. Imagino que no voy a tener que decirte que no vas a tenerlo fácil. Éste era nuestro caso.

Ella suspiró.

—Ahora es mi caso. Y era y sigue siendo un caso del departamento de bomberos. La policía no tiene...

—Cuando dijo nuestro, me refería a la ciudad. Ya hemos llevado casos de incendios premeditados con anterioridad —aunque ninguno de esa magnitud.

—¿Tú personalmente?

—Sí.

—Y no te gusta cederle tu poder a una desconocida —hizo una pausa—. A una mujer.

—Ya he trabajado con mujeres.

—Cuando no te quedaba otra alternativa —hizo una mueca.

Era evidente que asumía lo peor de él. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Sucedía con todos.

Reconocía que, en ocasiones, la fuerza de sus convicciones lo había impulsado a obrar y opinar con dureza, pero deseaba poder conectar con esa parte de sí mismo que lo hacía sentir como si se hallara del otro lado de la valla, alejado de todo el mundo... en especial de su familia. Suponía que su postura a veces defensiva surgía de haber perdido a su padre siendo muy joven, de querer estar siempre a la altura de su ideal y de sentir que jamás lo lograba.

¿Cómo explicar que lo único que hacía que ya se sintiera útil era solucionar casos? ¿Cómo explicar lo que era vivir en su familia demasiado exitosa, con un hermano que era un jefe de bomberos reverenciado, un cuñado que imponía respeto sin abrir la boca, una hermana que era una próspera mujer de negocios y otro hermano que era un bombero que... bueno, tenía el respeto de todas las mujeres de la ciudad?

Simple. No lo hacía.

Ella le evitó una respuesta grosera.

—Ben tiene derecho a incorporar a expertos de fuera si así lo decide.

—¿Y tú añades una muesca más en el cinturón?

Si esperaba que se ruborizara por la analogía tosca, estaba equivocado.

Sonrió.

—Puedes apostar el trasero.

Le devolvió la sonrisa. Y lo cautivó el humor en sus ojos y la curva de sus caderas, acentuada por los vaqueros ceñidos.

Se acercó con el corazón desbocado. Dobló los dedos, las manos deseando tocarla, a pesar de que su cerebro reconocía que era algo poco inteligente. Fue el olor a gasolina lo que al final le devolvió la cordura. Dio un paso atrás y metió las manos en los bolsillos.

—Y bien, ¿se trata de otro incendio provocado?

Ella parpadeó y luego carraspeó, como si se hubiera visto atrapada en el mismo hechizo que él.

—Hay suficiente gasolina para abrir una petrolera, así que da esa impresión. No sabré nada con certeza hasta que pueda entrar en el edificio.

—El sistema de aspersores fue desactivado en el otro incendio. Se desconectó la válvula de control de agua.

—Pero no las líneas telefónicas con el sistema de seguridad. De modo que cuando los detectores de humo se dispararon, el sistema llamó a los bomberos. Un pirómano inepto.

—Supongo que no se dio cuenta de que también tenía que cortar las líneas de teléfono.

—¿Sabía que debía desactivar la válvula de control de agua, pero no el teléfono o los detectores de humo? —preguntó ella con una ceja enarcada.

Eso mismo también le había preocupado a él del incendio anterior.

—El edificio está en el bosque. Si las llamas se hubieran descontrolado, podría haber desencadenado un incendio forestal —apuntó él.

—¿De modo que tenemos un pirómano con conciencia ecológica?

—O alguien cuyo resentimiento sólo es con el propietario del almacén.

—Robert Addison. ¿Cómo es?

Seguramente, ella acababa de verlo en actitud de confianza con el alcalde. ¿O no?

—¿No lo conoces?

—No.

«No te has perdido mucho. Es un imbécil», pensó Wes, aunque controló el impulso de decirlo.

—Es evidente que no eres uno de sus fans —añadió ella. Sorprendido, la miró—. Para ser poli, tus ojos son fáciles de leer.

—Y yo que pensaba que era un buen jugador de póquer.

Ella siguió mirándolo, y por sus ojos pasó algo parecido a un interés, descarnado y sexual.

—Tal vez sea más observadora que los demás.

Aunque él quebrantaba las reglas más a menudo que jugaba con ellas, no cedería a esa atracción. Cara Hughes no parecía la clase de mujer que cayera ante los cumplidos y una cena. Parecía reservada y solitaria. Seria y fácil de enfadar.

Como él.

Se sentía peligrosamente fascinado por ella.

¿Sentiría ella también una conexión o simplemente le proyectaba los deseos propios sin fundamento alguno en la realidad? Sin duda estaba quedando como un idiota... mirándola, sonriéndole, las manos hormigueándole por la necesidad de tocarla.

—Bueno, dejaré que te pongas a trabajar. Creo que ya puedo volver a la cama —Wes dio media vuelta. Comprendió que le gustaba y no le habría importado que trabajaran juntos. Siempre que pudiera controlar el impulso poderoso de saltar encima de ella.

—De hecho, no me vendría mal tu ayuda —musitó después de que él se hubiera alejado unos pasos. Cuando se dio la vuelta, prosiguió—: Ben dijo que le gustaría que tuviera un enlace con la policía local.

—Le encantará que me hayas elegido a mí.

—De hecho, él sugirió tu nombre —ladeó la cabeza.

«¿Ben?», quiso repetir con incredulidad. Para ser opuestos, se podía afirmar que se llevaban bastante bien. La última primavera incluso habían acortado una extraña distancia cuando Ben se había casado con una mujer con la que él había salido brevemente. Por desgracia, en lo demás seguían chocando. Le habría gustado sentarse con unas cervezas de por medio y hablarle a su hermano de todas las inseguridades y las ansiedades que le producía tener que estar a la altura del heroísmo de los Kimball. Pero no lo había hecho.

Probablemente, porque el conflicto databa de muchos años, cuando Ben se había visto obligado a adoptar el papel de cabeza de familia después de que su padre muriera combatiendo un incendio y de que su madre se hubiera desmoronado y alejado emocionalmente de todos ellos.

Sin embargo, su hermano menor, Steve, quien también era bombero, nunca parecía tener conflictos con nadie. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo quería estar con él. ¿Por qué él no podía seguir el ejemplo de Steve?

Cara se acercó a él, recordándole que había otros asuntos que requerían su atención.

—Robert Addison.

Wes indicó con la cabeza hacia atrás.

—Está allí. Pregúntaselo tú misma.

Ella giró la vista.

—¿Está aquí?

—Hablando con el alcalde. Es el edificio de Addison. Alguien lo llamó, supongo.

—Supongo —repitió ella, luego movió la cabeza—. Hablaré con él. Pero ahora lo que quiero saber es qué piensas tú.

Sabiendo que lamentaría su sinceridad, respondió:

—Lleva ropa cara, conduce un coche llamativo, posee una enorme mansión sureña sobre una colina. Apuesto a que su ropa interior exhibe el logo de un diseñador. Es sofisticado y refinado —la miró—. A las damas parece gustarles.

Ella puso los ojos en blanco.

—Bravo. ¿De cuánta riqueza estamos hablando?

—Varios millones.

—¿Negocio estable?

—Está bien diversificado.

—¿Malos hábitos?

Le encantaba su naturaleza suspicaz.

—No que yo sepa.

—Quieres decir, nada que puedas probar.

Nada que pudiera sustentar. Aparte de una experiencia personal, todo era intuición. Una reacción instintiva que decía fango cada vez que Addison se acercaba. Fango caro, pero que aún manchaba.

Ella se puso a caminar a su lado.

—¿Enemigos?

—Abundantes.

Ella se detuvo con un resplandor en los ojos... como el de una cazadora.

—¿Sí?

—Es rico, de modo que a algunas personas eso les molesta automáticamente. A lo largo de los años, ha despedido a unos cuantos trabajadores. Más resentimiento. Trata a la gente como si estuviera por debajo de él. Y yo... —calló. Eso era privado. Y algo antiguo.

—¿Qué? ¿Por qué me da la impresión de que aquí hay algo personal?

Debería haber supuesto que no lo dejaría correr.

—Simplemente, no me gusta.

—No parece un tipo agradable.

«Dejas que tus sentimientos personales se mezclen con tu juicio profesional». El sheriff, su hermano, hasta el alcalde le habían dicho eso a menudo. ¿La gente realmente conseguía separar lo personal de lo profesional? ¿Acaso otros polis miraban a un violador y pensaban «ha quebrantado la ley, ha violado el cuerpo de una mujer, su seguridad personal» y no pensaban también «es basura que deberían encerrar de por vida»?

«No lo creo».

Al cuerno.

—No es un tipo agradable —corroboró, mirándola a los ojos.

—Mmmm —sonrió de repente—. Al menos no tendremos carencia de sospechosos.

La sonrisa le resultó más tentadora por la expresión seria que había encontrado al conocerla.

Se la devolvió.

—Probablemente, no.

Ella respiró hondo y una vez más sus ojos reflejaron más que un simple interés en el caso.

—Va a ser interesante trabajar contigo, teniente.

Él se le acercó un paso.

—Y también contigo.

El corazón se le desbocó al estudiarla. Estaba loco sintiendo eso. Con tanta rapidez. Tanta intensidad. Jamás había trabajado con alguien que le gustara. ¿Podría soslayar las chispas de atracción? ¿Ser profesional? ¿Reservado? Casi hizo una mueca.

Tendría que hacerlo. Y más si en el proceso podía causarle algunos problemas a Robert Addison.

La mirada de ella se clavó en un punto por encima de su hombro. Entrecerró los ojos. Plantó las manos en las caderas.

—¿Hay algún motivo por el que Elvis tenga interés en este incendio?

Wes ni se molestó en darse la vuelta. Desde luego, la vida iba a ponerse interesante.

—Oh, sí. Es el alcalde.

—Wes, estoy seguro de que te encontrarás plenamente preparado para explicar esta última agresión a nuestra antes segura comunidad a las nueve de la mañana en mi despacho —anunció el hombre al acercarse hacia ellos—. El señor Addison está muy inquieto por este último ataque.

Cara lo miró fijamente. Había visto muchas cosas terribles y demenciales en su carrera, pero un alcalde corpulento con un mono blanco de poliéster y lentejuelas, con el pelo engominado y teñido de negro, largas patillas y gafas de sol doradas y enormes, en el escenario de un incendio a las dos y media de la mañana, resultaba algo nuevo.

—Desde luego, alcalde Collins —Wes señaló a Cara—. ¿Te han presentado a Cara Hughes? Es la mejor investigadora de incendios provocados del estado. Ella dirigirá el caso.

Cara le dedicó una mirada que prometía venganza por haberla entregado al alcalde chiflado.

El alcalde plantó las manos en las caderas, gesto que echó para atrás la capa corta incorporada al mono y resaltó el cinturón grande engastado con diamantes de imitación. A pesar de las gafas de sol que llevaba, Cara pudo sentir la mirada evaluadora. Esperó en silencio. Muchos padres adoptivos y supervisores habían cuestionado su idiosincrasia a lo largo de los años. Hacía tiempo que se había vuelto inmune, y siempre era interesante ver en qué categoría la situaba cada persona.

Elvis, el Alcalde, eligió soslayarla.

—Baxter es una ciudad segura —le dijo a Wes—. No necesito que esto aparezca mañana en los periódicos.

—Sigue siendo segura —dijo Wes, con los ojos azules llenos de una contención violenta que, sin duda, el alcalde ni notó.

A Cara, sin embargo, le resultó fascinante su estado emocional.

Prácticamente podía palpar la necesidad suprimida de respeto, éxito y, en última instancia, aceptación. Como entendía esas mociones probablemente mejor que nadie, era fácil detectarlas en otras personas. Seguro que a Wes no le encantaría descubrir que conocía su secreto, aunque no tenía intención de intimar lo suficiente como para contárselo.

—Veo que ya nos hemos conocido todos —dijo Ben al acercarse a ellos con el uniforme completo de bombero. Apenas miró a su hermano. Tampoco le prestó mucha atención al alcalde.

—Sí, señor —repuso ella—. Pero estoy ansiosa por entrar en el edificio.

—Adelante. Empiece por el lado derecho del edificio, la entrada al despacho. Está intacto por ahí. Aún tengo hombres comprobando la estabilidad en la zona del almacén. La autorizarán en cuanto puedan.

Cara asintió, extrayendo los planos del edificio del interior del bolsillo de la chaqueta.

—¿Cuáles son sus primeras impresiones? —quiso saber Ben.

—Es imposible confundir la gasolina. Supongo que como la última vez —miró brevemente al alcalde—. Sabré más en uno o dos días.

Ben asintió y esbozó una leve sonrisa, los dientes blancos debajo de la cara tiznada de hollín.

—Bien —hizo una pausa y se volvió hacia Elvis—. Alcalde Collins, sé que está ansioso por dejar que se pongan a trabajar.

El otro asintió en dirección a Cara y Wes.

—Desde luego. El señor Addison y yo esperamos pistas sólidas de inmediato.

—¿El señor Addison se encuentra en el escenario? —preguntó Cara.

—Lo estaba, pero se marchó. Es un hombre ocupado.

Cara no pudo imaginar qué negocio podía requerir su presencia a esa hora de la noche. Debía de haber comprendido que los investigadores querrían hablar con él, lo que la llevó a preguntarse por qué los había esquivado.

El alcalde se dio la vuelta en compañía de Ben, musitando algo acerca de la inteligencia de poner a desconocidos y rebeldes a cargo de la investigación más importante del año.

—Tú debes de ser la desconocida —dijo Wes.

—Entonces, tú eres el rebelde —repuso con fingida sorpresa.

Wes extendió la mano hacia el edificio.

—¿Vamos?

Desterró el cosquilleo que esa boca sensual y el pelo revuelto por el viento le provocaban en el estómago. La concentración en el trabajo la ayudaría durante la investigación.

—Adelante.

Mientras se dirigían hacia el edificio aún humeante, Cara estudió los planos.

—El despacho del director está por aquí —dijo al acercarse a la puerta, intacta y mantenida abierta por una piedra—. Si es que se puede llamar despacho. El espacio del edificio está dedicado a almacenaje.

—Después de ti, capitana.

Lo miró con ojos centelleantes por encima del hombro, notando la expresión divertida pero exasperada en su rostro.

—Malditos títulos —musitó ella—. Hacen que quiera saludar.

Él sonrió, y de pronto Cara sintió una súbita afinidad con Wes, como si también él pensara que el ceremonial en casi todos los puestos públicos era ridículo.

—Mmm, ¿señorita Hughes, entonces? O tal vez... Cara.

Al oír su nombre salir con tanta facilidad y seducción de sus labios, experimentó un sobresalto que no había esperado. Su nombre jamás había sonado tan exótico. Íntimo. El calor se extendió por su cuerpo antes de que pudiera detenerlo.

—Es una pena que debamos ceñirnos a los títulos para mantener la integridad profesional —entrecerró los ojos y volvió a dedicarle la atención al plano.

—¿Y los saludos?

No podía imaginar a Wes Kimball saludando a nadie, de modo que la pregunta pareció irrelevante. Pero hizo que se preguntara por qué el teniente coqueteaba con ella.

De algún modo, él había logrado entrar en su espacio personal con un par de palabras y sin acercarse físicamente.

—Nada de sal... —calló al cruzar el umbral del despacho. El agua aún chorreaba de los aspersores montados en el techo.

—No es un pirómano muy meticuloso, ¿verdad? —comentó Wes con sequedad a su espalda.

Viendo el daño en el exterior del edificio, la media docena de bomberos que aún luchaban con las secuelas del incendio, la tensión y la suspicacia que sin duda abrumarían al alcalde, a la ciudad y a los investigadores, Cara suspiró.

—A mí me parece que sí lo es.