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Volver a Polonia. Volver a Łódz´. Volver a donde todo empezó. Buscando una procedencia y una identidad perdidas en las calles de una ciudad que el odio convirtió en gueto, en muerte, en ceniza. Como un peregrinaje, un nieto empujado por la revelación de su abuelo, salvado por un boxeador polaco en Auschwitz, visita las calles de sus ancestros de la mano de un personaje enigmático e hipnótico, madame Maroszek, que le llevará por las luces y sombras de esos mismos muros, esas mismas fosas, esa misma casa perdida; páginas y canciones que como un rumor sordo nos recuerdan que la memoria debe escribirse y decirse. Eduardo Halfon, autor imprescindible en el panorama literario en español, ilustrado por David de las Heras, es responsable de una historia infinita de amargura y humor.
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Eduardo Halfon
Eduardo Halfon, Oh gueto mi amor
Primera edición digital: mayo de 2018
ISBN epub: 978-84-8393-631-3
Colección Voves / Literatura 258
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© Eduardo Halfon, 2018 © De las ilustraciones: David de las Heras, 2018
© De esta portada, maqueta y edición:
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Todosle decían madame Maroszek. Un amigo francés, en un café de Saint-Nazaire —ubicado dentro de la antigua e inmensa base que los nazis, durante la guerra, habían usado para el almacenaje de submarinos—, fue el primero en hablarme de ella. Me dijo que no tenía teléfono ni correo electrónico, pues no confiaba en la tecnología, y que cualquier comunicación con ella debía ser por correo postal. Me dijo que le gustaba escribir cartas largas —con sus anécdotas e historias— y también recibirlas. Me dijo que prefería si se le escribía a mano. Me dijo que podía escribirle en español, pues ella hablaba perfecto español (luego me enteraría de que hablaba más de diez idiomas). Me dijo que madame Maroszek, quizás, podría ayudarme a encontrar lo que estaba buscando en Polonia.
Yo le escribí de inmediato, y empezamos así una relación epistolar pausada pero constante. Sus cartas —en letra cursiva, exquisita, anacrónica, como de pluma fuente— siempre las escribía en papeles tamaño medio folio o un cuarto de folio, de distintos matices de color blanco o grisáceo o amarillo pálido, y todos con el membrete de algún hotel de Łódz´. Me gustaba imaginármela paseando por los pasillos de los hoteles de su ciudad y entrando a las habitaciones abiertas y robándose de las mesas de noche esos folios membretados. Recibí cartas suyas del Grand Hotel, del Andel’s Hotel, del Hotel S´wiatowit, del Hotel Focus, del Hotel Łódzki Pałacyk, y del viejo y famoso Hotel Savoy, donde yo me estaba hospedando, y en cuyo lobby por fin la conocí.
Supe que era ella al nomás verla entrar. Tal vez porque, mientras recibía y leía sus cartas, me la había imaginado exactamente así: chaparra y robusta y con un aire de aristocracia. Pero de aristocracia impropia, demasiado trabajada. Daba ella la impresión de haber pasado horas frente al espejo, perfumándose, pintándose el rostro, tiñéndose y peinándose el pelo cobrizo, combinándose cada joya, cada arete, cada perla, cada anillo y pulsera dorados, cada pañuelo o mantón o chal de seda, hasta conseguir allí en el espejo, todos los días, la misma imagen. Como una actriz en el camerino del teatro convirtiéndose en su personaje, diariamente, minuciosamente, porque sabe que toda su obra, que toda su existencia, depende de ello.
Yo soy madame Maroszek, exclamó a medio lobby, mi mano presa entre las suyas.
Vodka y arenque. Eso nos separaba. Sobre la mesa habíacuatro vasos pequeños con un vodka espeso y frío, y en medio de los cuatro vasos, brotando como una extraña planta grisácea de un quinto vaso pequeño: las colitas de cuatro arenques enteros, encurtidos o quizás crudos. Wódka Żołądkowa Gorzka, decía en el borde de cada uno de los vasos, en letras negras. Madame Maroszek levantó un vaso de vodka, señaló las letras con la uña color carmesí de su dedo índice, y seria, viéndome o retándome, tradujo al español: Vodka amargo para el estómago. También levanté uno de los vasos. Bienvenido a Łódz´, Eduardo, dijo, su acento pesado, su tono ronco y solemne. Do dna, dijo. Significa hasta el fondo, dijo. Es nuestra costumbre. Brindamos únicamente con la mirada, y nos empinamos todo el vodka. Lo sentí más dulce que amargo, más tibio que frío. Luego vi cómo madame Maroszek estiraba su mano regordeta y colmada de anillos y pulseras, cómo dejaba su vaso sobre la mesa, cómo cogía un arenque desde la cola y lo sostenía en el aire (su pequeño cuerpo arqueado, su piel tersa y tornasolada chispeando con los destellos de luz fluorescente del bar), cómo ella se reclinaba despacio hacia atrás, abría la boca y depositaba allí todo el arenque. Apenas masticó. Apenas tragó. O tal vez ni siquiera tragó y el arenque, brillante, plateado, se deslizó solito hacia abajo.
Madame Maroszek abrió el paquete que estaba sobre la mesa, sacó un cigarro largo y delgado, y lo encendió. Popularne, leí en el paquete, en grandes letras rojas. Ahora ella me miraba en silencio: sus brazos cruzados, su mirada intensa y negra y sobremaquillada. Esperaba, supuse, a que yo cogiera un arenque e hiciera lo mismo. Ese era el trato. Así era la costumbre. Me ajusté un poco el gabán color rosa que aún tenía puesto, acaso porque hacía frío dentro del bar o porque madame Maroszek tampoco se había quitado su regio y bultoso abrigo de piel. Estiré una mano y pinché una de las colitas con mis índice y pulgar y sentí que el pescadito brincó un poco. Pero está vivo, dije o pregunté, asustado. Madame Maroszek no dijo nada. A lo mejor no me escuchó. Intenté de nuevo y esta vez el arenque se quedó quieto y me dejó cogerlo de la cola, una cola húmeda y ligosa y algo suave. Es posible que al alzarlo me golpeara un aroma a amoníaco. Aunque es igual de posible que únicamente imaginé ser golpeado por un aroma a amoníaco. ¿Cómo se dice arenque en polaco?, le pregunté, intentando no ver al pobre pescadito aún en el aire, todo tieso ante mí. Se dice s´ledz´, susurró. Ya. No pude repetir la palabra. No sabía qué más preguntarle. No sabía qué más decirle. Solo suspiré ligero y eché la cabeza hacia atrás y abrí la boca y dejé que el pescadito cayera tibio sobre mi lengua y empecé a masticar lo más rápido posible, mientras madame Maroszek me observaba incrédula y confundida y yo me ponía verde y hacía un esfuerzo por no escupirlo sobre la mesa y salir corriendo del bar como un niño malportado. Sabroso, logré balbucear.