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Orgullo herido Sabrina Philips ¡Kaliq Al-Zahir A'zam no puede creer la audacia de Tamara Weston! Esta joven timorata que una vez rechazó su petición de matrimonio se ha convertido en top model, y expone su cuerpo en grandes carteles publicitarios a la vista de todos. Kaliq todavía desea a Tamara, así que se las arregla para que regrese a su país y trabaje para él, posando con las joyas reales que debía haber lucido si hubiera accedido a ser su esposa. Está decidido a tener la noche de bodas que le fue negada… El deber de un jeque Jane Porter La oveja negra de la poderosa familia Fehr, el hijo mediano, Zayed, ha abjurado del amor y del matrimonio. Este príncipe es feliz recorriendo los casinos de Montecarlo. Pero una tragedia familiar le convierte en heredero del trono de su reino. La costumbre dicta que una esposa ha de estar sentada a su lado y él ya tiene pensada la novia... Rou Tornell es una mujer decidida e independiente y no se casará con Zayed por obligación, aunque quizá el deseo pueda ayudar a persuadirla...
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 425 - febrero 2022
© 2009 Sabrina Philips
Orgullo herido
Título original: The Desert King’s Bejewelled Bride
© 2009 Jane Porter
El deber de un jeque
Título original: Duty, Desire and the Desert King
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-497-3
Créditos
Orgullo herido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
El deber de un jeque
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
INCLÍNATE un poco más hacia delante. Oh, sí, así.
Kaliq apretó los dientes y contuvo su impulso de golpear al indeseable que estaba mirando lascivamente a la modelo tras la cámara. Al verla de nuevo, sintió un aguijón de deseo. Ella era la misma encarnación del diablo.
Colocada delante de un telón de fondo con tonos de fuego, la modelo tenía un gesto de puchero provocativo y ofrecía cada centímetro de su piel para disfrute de él, de él y de todos los hombres. Aunque no estaba técnicamente desnuda, ese pedacito de tela dorada brillante, que habría sido utilizada en Qwasir como una mosquitera, apenas cubría sus pechos exuberantes y le llegaba sólo a la mitad de los muslos. El vestido servía más bien para ensalzar su esbelta figura que para cubrirla. Él nunca había visto nada tan parecido y tan alejado, al mismo tiempo, de sus propias fantasías.
Cuando los focos iluminaron la piel bronceada y los rizos castaños de la modelo, Kaliq tuvo que reprimir una risa sardónica. ¿Qué era lo que ella le había dicho? ¿Que quería libertad para vivir su vida lejos de la atención pública que él atraía? Era el mismo diablo, sin duda, pensó él, leyendo el logo de la enorme botella de perfume que se suponía que era el centro de la sesión de fotos. Cualquiera podría ser excusado por no fijarse en el perfume, sin embargo.
Durante su viaje a la embajada de Qwasir en París, Kaliq había visto por primera vez un cartel con la provocativa imagen de una mujer que le resultaba, al mismo tiempo, familiar y extraña. Entonces, de pronto, empezó a encontrarse por todas partes con aquellos ojos grandes y engañosos y aquellos labios rosas. Las investigaciones de su ayudante, habían confirmado sus temores. Era Tamara Weston. Nunca antes se había sentido tan furioso.
Debió de haberlo sospechado, pensó Kaliq. Después de todo, incluso cuando ella había sido su huésped, demasiado joven para ser mujer pero ya no una niña, había sido demasiado activa para su edad y para su sexo, por muy formal que hubiera parecido. Pero hacía siete años, su belleza había estado acompañada de una inocencia que él había creído realzaba su atractivo. Al recordar lo engañado que había estado, se enojó aún más. ¿Qué era lo que había hecho que Tamara hubiera rechazado el honor de ser su esposa? ¿Acaso la idea de compartir su cuerpo con un solo hombre le resultaba poco excitante? ¿O quizá lo único que ella buscaba era la fama?
Daba igual, se dijo Kaliq, apoyándose en el quicio de la puerta. No se podía retroceder en el tiempo, no podía cambiar el respeto que una vez había tenido por ella, pero el futuro era una historia diferente. Nunca más volvería a darle a Tamara la oportunidad de elegir. Estaba decidido a no volver a equivocarse.
Mientras Henry hacía otro de sus comentarios obscenos, Tamara dejó que su mente vagara. ¿Qué expresión pondría aquel lascivo tipo si ella se inclinara hacia delante lo suficiente como para quitarle de un golpe esa mirada indecente?
Tamara se dijo que lo mejor que podía hacer era ignorarlo. Todo trabajo tenía su lado malo, pensó. En los últimos pocos años, había tenido más trabajos de los que podían contarse con los dedos de las manos y, tal vez, de los pies. Pero, aparte de algunos tipejos groseros como Henry, ella tenía que admitir que el trabajo de modelo tenía más pros que contras. Ojala lo hubiera considerado antes, se dijo. Pero, aparte de su altura de uno setenta y cinco, de su estructura corporal y del color cálido de piel que había heredado de su madre, ella nunca había creído que su aspecto tuviera nada de especial. Y, después de ver cómo el divorcio de sus padres había sido explotado en la prensa, no había querido ninguna profesión que la obligara a estar bajo el escrutinio público.
Sin embargo, cuando Lisa, una amiga del colegio, le había pedido que posara para su primera colección de diseños de moda, Tamara había aceptado, como un favor. Su sorpresa había sido enorme cuando, tras pisar la pasarela, el gigante Cosméticos Jezebel le había hecho una oferta para ser el nuevo rostro de su marca.
Al principio, Tamara se había mostrado reticente a aceptar pero, después de enterarse del salario, no había podido pasar por alto la oportunidad. Quería poder ofrecerle a Mike algo más que sólo su tiempo libre. Lo que no había esperado había sido que el trabajo consistiera en mucho más que tener un aspecto espectacular durante unas pocas horas al día. Porque, además de ser física y mentalmente agotador, tenía que ingeniárselas para transmitir la emoción que cada sesión fotográfica requiriera. Eso le había parecido un reto estimulante pero, si lo pensaba bien, podía deberse a que representar los papeles que le pedían le evitaba tener que contemplar quién era ella en realidad. Por otra parte, aunque prescindiría encantada de la intrusión de la prensa en su vida privada, sus viajes a nuevos destinos y conocer a gente nueva lo compensaban con creces. Lo importante era que, después de haber estado yendo de un empleo a otro, al fin creía haber encontrado su lugar en el mundo, una sensación que no había tenido desde hacía años, desde… que había estado en un lugar muy diferente, hacía mucho tiempo.
Y, desde que se había convertido en el nuevo rostro del perfume Jezebel, las casas de moda y las revistas de alta costura la aclamaban como una de las modelos más atractivas del mundo. En unos pocos meses, había pasado de ser una chica más a ser reconocida en todas partes y a posar para sesiones de fotos en todo el mundo. De hecho, el día anterior el ayudante de Henry acababa de informarle de que la esperaban a la semana siguiente en Oriente Medio. Ella estaba impaciente por ir.
Pero ese día, desde el momento en que había entrado en el estudio, Tamara se había sentido incómoda, como si todas las buenas vibraciones de su entorno se hubieran evaporado al instante. De pronto, tuvo la sensación de que no era sólo su aspecto lo que exhibía ante el mundo, sino su alma también. No podía explicarse por qué. Los comentarios de Henry no eran más groseros de lo habitual. El vestido que llevaba y el escenario no eran diferentes de otros muchos en los que había posado. ¿Sería quizá por las cámaras extra que el ayudante de Henry había mencionado?
Tamara se movió inquieta, fijándose en las personas y el equipo que, normalmente, ignoraba. La selva de objetivos apuntándola no era más densa de lo normal. Aun así, tenía la incongruente sensación de estar siendo observada de forma diferente. Y su instinto le gritaba que corriera, que escapara antes de que fuera demasiado tarde.
Diciéndose que se habría levantado con el pie izquierdo esa mañana, Tamara inclinó la cabeza hacia un lado, como le indicaban, dejando que su largo cabello le cayera por encima del hombro. Entonces, de pronto, captó algo en la periferia de su campo visual. O, mejor dicho, a alguien. Una figura alta oculta en las sombras, apartada de todos los demás.
Tamara sintió que el corazón le dejaba de latir y se le subía a la garganta. No era capaz de distinguir la cara del extraño desde el ángulo en que se encontraba. No podía ser, se dijo. Él nunca iría allí. No sería más que otro de los clientes potenciales de Henry, intentó pensar, para calmarse. Sin embargo, su instinto le decía que no era así.
–Me encanta ese aspecto sonrojado de expectativa, Tamara. No te muevas.
Pero Tamara no estaba escuchando y giró la cabeza. En ese instante, se quedó sin aire en los pulmones y sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago.
O en el corazón.
Ella reconocería ese perfil en cualquier parte. El aspecto regio de sus rasgos. La cabeza morena y orgullosa. El porte autocrático de su alta figura. Estaba segura de que era él. Podía haber hombres tan altos, tan atléticos y bien proporcionados, pero nadie tenía un porte como el suyo. Su cabeza y sus hombros estaban por encima de los demás presentes, no sólo de forma literal. Emanaba una seguridad aplastante. Él sabía que, en el momento en que entraba en una habitación, ya fuera anunciado como Kaliq Al-Zahir A’zam, príncipe de Qwasir, o no, las partículas del aire cambiaban y todas las personas posaban la atención en un hombre que no podía ser ignorado.
Tamara tragó saliva y cerró los ojos, deseando poder ser invisible. Pero sólo consiguió sentirse más a la vista, casi desnuda, detrás de la oscura y penetrante mirada de él.
¿Por qué diablos había ido él allí?, se preguntó Tamara. ¿Acaso tendría algún interés financiero en Cosméticos Jezebel? Era una de las marcas más exitosas del mundo pero, ¿desde cuándo tenía un jeque que acercarse a esa industria para conseguir algo de dinero extra? Kaliq compraba caballos de carreras como otras personas compraban palomitas, sólo para entretenerse un poco. Ella se habría reído de su propia patética reacción, si no hubiera sido porque el corazón le latía como loco y estaba demasiado concentrada en mirar a cualquier parte menos en dirección a él.
¿Por qué estaba allí?, volvió a preguntarse Tamara. Sin duda, después de todo aquel tiempo, Kaliq no podía haber regresado para recordarle a ella lo que se había perdido. No, él le había dejado muy claro que no quería volver a verla. Tenía que haber alguna explicación lógica.
–Bien, Tamara. Aunque tu perfil tembloroso abre un mundo nuevo de… posibilidades, nos aleja un poco del objetivo de esta sesión. Démoslo por terminado por hoy.
Por una vez en la vida, Tamara se alegró de oír la voz de Henry. Aunque sentía curiosidad, su necesidad de escapar era aún mayor. Si era rápida, podría ir al camerino que había detrás del escenario y salir por la puerta trasera. Pues, por inimaginable que fuera la razón por la que Kaliq estaba allí, era preferible no descubrirla que tener que encontrarse de frente con su mayor fracaso. Ya era bastante malo no haber podido dejar de pensar en él durante todos aquellos años.
Sin embargo, Tamara no fue lo bastante rápida. En cuanto se puso una chaqueta sobre el vestido, llegó al camerino y abrió la puerta, se dio cuenta de que él había sido más rápido.
–¡Kaliq!
No había razón para sorprenderse, se dijo Tamara. Porque si Kaliq tenía la intención de hablar con ella, lo haría sin dejar que nada interfiriera en sus planes. Con las piernas cruzadas de manera informal, la esperaba sentado en la silla que había en medio del camerino, como si fuera un trono.
Tamara no se atrevió a mirarlo a los ojos. Mirarlo de cerca era mucho más peligroso que hacerlo a distancia. Ella nunca lo había visto fuera de Qwasir y le sorprendió, más que nunca, el aspecto exótico que él tenía, con su piel color aceituna, el pelo lustroso, negro y rizado. Aunque Kaliq llevaba un impecable traje de chaqueta negro, esa ropa occidental sólo parecía resaltar lo mucho que él pertenecía al desierto.
Tamara se quedó parada en la puerta, intentando poner en orden sus emociones. En parte, lo odiaba por aparecer ante ella justo cuando estaba empezando a olvidarlo, a él, el único hombre del que se había creído enamorada. Y, en parte, se sentía como si estuviera despertando de un largo letargo y aquél fuera el primer día de la primavera. Tardó un poco más en darse cuenta de que debía haberse inclinado ante la presencia del príncipe y de que su atuendo informal debía de romper, al menos mil reglas de conducta de Qwasir. Sin embargo, ella no le prestó atención a ese detalle. Aunque Kaliq sí, pues la estaba mirando con un aire tan censurador que ella pensó que, si no decía algo, la habitación se prendería fuego.
–Lo creas o no, no esperaba invitados –señaló Tamara y miró a su alrededor, hacia las ropas y el maquillaje repartidos por todo el camerino, esperando que eso explicara lo horrorizada que estaba.
–No me digas que actuar es otro de tus talentos ocultos –repuso él, mirando hacia el ramo de flores que había sobre la mesa–. No creo que estés poco acostumbrada a encontrarte con admiradores en tu camerino, ¿verdad?
Tamara se sonrojó de forma involuntaria ante la insinuación. Hasta ese momento, ella había creído que había dejado de sonrojarse, una tendencia común en su infancia. Las flores habían sido un regalo de agradecimiento de Mike, pero era de esperar que, a los ojos de Kaliq, ser modelo y ser una cualquiera debían de ser sinónimos. ¿Pensaba él que recibía a un admirador diferente cada día? Qué equivocado estaba.
–La verdad es que…
–No hace falta que te hagas la inocente conmigo ahora, Tamara –la interrumpió él.
–¿Nunca te han enseñado a dejar que las personas terminen de hablar?
Kaliq levantó de golpe la cabeza, como si la idea de que alguien lo corrigiera fuera del todo extraña para él, como intentando comprobar si había oído bien.
–Estaba a punto de decir que la mayoría de la gente presta atención al signo de «privado» que hay en la puerta –indicó ella y, entonces, se dio cuenta de que Kaliq podía ser muchas cosas, pero sin duda no era como la mayoría de la gente.
–La privacidad no es un lujo con el que yo esté familiarizado –repuso él, afilando la mirada–. Son gajes del oficio, como alguien comentó alguna vez.
Tamara se encogió al reconocer las palabras que ella había dicho una vez y, en el fondo, se sintió halagada porque él lo recordara. Sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que, al ignorar el signo de la puerta, Kaliq acababa de demostrar que seguía sin preocuparse por los deseos de nadie que no fuera él.
Tamara se puso tensa.
–Aun así, tú siempre fuiste muy estricto en lo que respecta a la propiedad, si no recuerdo mal.
–Pues deja que te recuerde que tú dijiste que no podrías sobrellevar una vida sometida al escrutinio público. Pero ahora te conocen en todo el mundo. Es curioso cómo cambian las cosas, ¿no crees?
Kaliq se recostó en la silla, esperando su respuesta. Se estaba divirtiendo mucho, observando cómo Tamara intentaba defenderse a sí misma.
Seguía teniendo influencia sobre ella, se dijo Kaliq. Sus mejillas sonrojadas lo demostraban, desde él momento en que ella lo había visto. Cuando había estado intentando escapar.
No iba a dejarla escapar. Eso lo tenía claro. No importaba lo mucho que ella fingiera su inocencia o se sonrojara. Él no iba a mostrar ningún signo de debilidad. A pesar de ello, aunque sabía que ella había perdido su virtud, no pudo evitar sentir las llamas del deseo, al mirarla. Por otra parte, se sintió poseído por una necesidad aún mayor. La de hacer aquello despacio. Había esperado ya lo suficiente pero, ¿qué sentido tendría no saborear el momento? Como un águila que hubiera pasado una larga noche agazapada en el desierto, ¿por qué apresurarse sin cuidado y precisión al tener la primera oportunidad de cazar a su presa? Era mejor esperar a la lenta y perfecta culminación de su plan.
–Dime por qué estás aquí, Kaliq –dijo Tamara y se abotonó la chaqueta hasta el cuello, como si el gesto fuera una invitación a que él se fuera.
Sin embargo, él no se inmutó.
No era probable que Kaliq hubiera ido desde tan lejos sólo para recordarle sus propias palabras, pensó Tamara. Sí, era cierto que ella le había dicho que nunca habría querido lidiar con la fama que atraía su posición real. Pero, en aquel tiempo, ella habría dicho cualquier cosa con tal de no dejarle saber lo mucho que la había herido. De todos modos, Kaliq no la habría escuchado, se dijo. Sabía que había empezado a odiarla en el momento en que ella se había negado, sin importarle cuál había sido la razón.
–La paciencia es una virtud, Tamara. Supongo que aún eres capaz de tener alguna, ¿no?
Tamara sintió que la sangre la hervía de rabia.
–Es mejor perder virtudes que ganar defectos, alteza –le espetó ella y se inclinó, haciendo una reverencia llena de burla–. Al menos, tú solías fingir respetar a todo el mundo por igual. Ahora veo que eso sólo se aplica a la gente que obedece todos tus deseos.
–Entonces, es una suerte que tengas la oportunidad de arreglar tus faltas –señaló él con ojos brillantes.
Tamara se puso aún más tensa. ¿Kaliq no esperaría de ella… acaso pensaba que… sería posible?
Kaliq hizo una pausa con la superioridad de un hombre que estaba acostumbrado a que la gente se doblegara ante sus palabras.
–He venido a contratarte.
–¿Contratarme? –repitió Tamara. Kaliq lo hacía sonar como si ella fuera una herramienta eléctrica necesaria para hacer algo de bricolaje en el palacio, pensó.
–No te sorprendas tanto, Tamara. Éste es tu trabajo, ¿no? Aparecer dónde y cómo te pagan para hacerlo.
Sus palabras hicieron que Tamara se sintiera avergonzada de la primera cosa de la que se había sentido orgullosa en muchos años.
Kaliq continuó, ignorando la reacción de ella.
–Eso responde a tu pregunta de por qué he venido.
–¿De qué estás hablando?
–Quiero que hagas de modelo para mí.
–¿Modelo de qué?
–De los zafiros A’zam.
LOS ZAFIROS A’zam?, repitió Tamara para sus adentros. Se quedó mirándolo, con incredulidad.
A cualquier persona podría parecerle que le estaban ofreciendo la mejor oportunidad de toda su carrera como modelo, el honor de posar con las joyas reales de Qwasir, los zafiros más antiguos y preciados del mundo. Pero Tamara sabía que el honor no tenía nada que ver con eso. Lo que Kaliq buscaba era venganza. Porque las joyas no eran sólo un valiosísimo legado de su dinastía, sino que eran las gemas que, según la tradición, lucía la prometida del príncipe real. Las joyas que ella habría llevado si hubiera aceptado.
Sí, Kaliq sabía muy bien cómo hacer una oferta en apariencia perfecta. Pero, de ningún modo, Tamara iba a aceptar ser su juguete. Abrió la boca para decírselo pero, en ese instante, la puerta se abrió de golpe detrás de ella.
–Su alteza, príncipe A’zam, mis más sinceras disculpas… ¡No tenía ni idea de que hubiera llegado! –exclamó Henry, entrando en la habitación como un torbellino, haciendo reverencias–. Mi asistente acaba de informarme. Oh, el servicio está cada vez peor. Habría mandado un coche de inmediato si lo hubiera sabido, perdóneme. Por favor, permítame que le ofrezca algo de beber…
Tamara cerró la boca de nuevo, sintiéndose cada vez más intranquila. ¿Henry había estado esperándolo? ¿Formaba parte, de algún modo, del plan de Kaliq?
Kaliq levantó la mano e indicó a Henry que se enderezara.
–No importa –dijo Kaliq, enojado al ver cómo Henry había entrado sin llamar en el camerino–. Como puedes ver, la señorita Weston me ha permitido disfrutar del placer de su intimidad, igual que le permite a todos –comentó y, con gesto burlón, se volvió hacia Tamara–. Deberías quitar la señal de «privado» y cambiarla por algo más apropiado. ¿«Acceso sin restricciones», quizá?
Henry sonrió, mostrando sus dientes amarillentos.
–Oh, sí, es una bendición trabajar con Tamara. No es una mujer de hielo, como la mayoría de las modelos hoy en día, ya sabe a qué me refiero –dijo Henry y le guiñó un ojo a Kaliq, luego asintió hacia Tamara, como si le estuviera haciendo un valioso cumplido.
–Sé muy bien a qué te refieres –replicó Kaliq, marcando las palabras.
Un escalofrío recorrió la espalda de Tamara.
–De hecho, creo que Tamara estaba a punto de expresar su entusiasmo por la noticia de que su próximo trabajo será para mí –añadió Kaliq y la miró, esperando una respuesta.
–¿Quién puede culparla? –intervino Henry–. La chica de Jezebel posando con las joyas reales… ¡Eso sí que es publicidad! –dijo y sonrió de nuevo.
Por segunda vez en ese día, Tamara sintió la urgencia de abofetearlo. Así que Kaliq había hablado con Henry antes que con ella. ¿No sería ése…? Oh, cielos. Ésa era la sesión en Oriente Medio que Emma había mencionado y que a ella tanto le había emocionado.
–La verdad es que… –comenzó a decir Tamara, con voz más fuerte de lo que había pretendido, llamando la atención de ambos hombres–. Lo que iba a decir es que, por muy honrada que me sienta, como tú dices, alteza, no deseo aceptar tu oferta.
Si la escena hubiera estado dibujada en un tebeo, después de las palabras sarcásticas de Tamara, Henry habría aparecido dibujado echando humo por las orejas. Se giró hacia Tamara, como si fuera una niña mimada con una rabieta injustificada.
–Estás contratada por Cosméticos Jezebel y, como su alteza ha organizado esta oportunidad única a través de la compañía, me temo que tus impetuosos deseos no cuentan para nada.
–Todo el mundo tiene elección –replicó ella en voz baja, mirando hacia Kaliq–. Sólo porque alguien espere que me comporte de cierta manera, no significa que yo tenga que seguir el guión.
Por primera vez, Tamara percibió algo parecido a un sentimiento en los ojos de Kaliq. Aunque sólo fuera su orgullo herido.
Henry se movió hacia ella como un toro al ataque.
–Si rechazas esta oferta, tu contrato con Jezebel está terminado, Tamara.
Kaliq se levantó de forma abrupta entre ellos y, ante su regia figura, Henry se sintió forzado a dar un paso atrás.
–Gracias, Henry. Estoy seguro de que la señorita Weston sólo está abrumada por la enormidad del trabajo. Estará preocupada porque no sabe cuál es el comportamiento adecuado que deberá mostrar en Qwasir. Por favor, déjanos solos. Yo la tranquilizaré.
Frustrada porque, de un plumazo, Kaliq la había acusado de no tener integridad ni capacidad de hablar por sí misma, Tamara observó cómo Henry salía. No esperó escuchar sus pisadas alejándose. Sabía que se quedaría escuchando detrás de la puerta, preocupado porque ella pudiera truncar uno de los tratos más lucrativos para Jezebel.
Pero Henry no era importante. Se trataba de Kaliq. Tamara se giró para darle la espalda y, en una milésima de segundo, Kaliq se colocó frente a ella. De pronto, la calidez de él la envolvió, junto con su aroma especiado. Sándalo. Ámbar. No, se dijo ella. No olvidaría su resolución sólo porque él tuviera un atractivo tan poderoso.
–Puede que estés acostumbrado a que tu posición y tu riqueza te den todo lo que deseas, Kaliq, pero te prometo que a mí no me tendrás.
Tamara dio un paso atrás, sonrojándose aún más. No había pretendido que sus palabras sonaran así. Ella sabía que Kaliq no la deseaba. Incluso en el pasado, no había sido para él más que una lista de atributos apropiados.
–Vamos, Tamara, no finjas que esto no te gusta –señaló él con ojos brillantes–. Las joyas reales serán televisadas en todo el mundo. Habrá altos dignatarios, reyes, la élite del mundo. Exactamente lo que a ti te gusta. No hace falta que simules timidez ahora.
–Firmé un contrato con Henry, no contigo.
–Sí. Parece que, además de perder la moralidad, te has vuelto muy severa.
–Aun así, has hecho tratos con Henry para usarme del modo que mejor te plazca. No sois tan diferentes Henry y tú.
–¿Eso crees? –dijo él, sin sentirse ofendido, mirándola con arrogante seguridad–. Yo te pagaré lo que él te paga en un año, sólo por este trabajo. Recházame y perderás ambos empleos.
Tamara sabía que la fortuna de Kaliq tenía más ceros de los que cabían en una calculadora común pero, también, sabía que él no solía tirar el dinero. Kaliq deseaba cumplir su plan y lo había diseñado como un juego de ajedrez, utilizando a Henry como una de las piezas para atraparla. Sin embargo, lo cierto era que Henry y Kaliq no se parecían más que una rata y un puma. Y, aunque sentía aversión por el chantaje que Kaliq le proponía, una parte de ella deseaba aceptar. Porque, si no tenía en cuenta sus sentimientos personales, era una oportunidad increíble para su profesión. Y, sobre todo, porque se había sentido más viva en esos últimos diez minutos que en muchos años, a pesar de todo.
Tamara apartó la mirada y empezó a ocuparse en doblar algunas ropas que había en la silla a su lado.
Mirarlo era demasiado peligroso, pensó ella. Su piel era tan tentadora como su postre favorito de chocolate. Sus grandes manos le recordaban cómo una vez la habían sostenido con tanta ternura y fuerza. ¿Qué pasaría si entraba en su vida por segunda vez, cuando él parecía tan decidido a herirla?, se preguntó.
–Ya tienes mi respuesta. Estoy segura de que no te costará mucho encontrar a otra persona.
–No quiero a otra persona.
Al oírlo, a Tamara casi se le cayó la falda que estaba doblando.
–Mi padre está enfermo –comenzó a explicar él, con voz tensa–. La prensa de todo el mundo tiene puestos los ojos en él y mi pueblo está molesto. Y quiero distraerlos de su estado de salud, exhibiendo el tesoro más antiguo y valioso de Qwasir en una gala real.
Tamara le observó el rostro, como si fuera el de un jugador de póquer a punto de revelar su jugada.
–¿Quién mejor para eso que la modelo de la que habla todo el mundo, quien también resulta ser la hija del antiguo embajador en Qwasir? Los titulares estarían servidos –continuó él.
Tamara respiró hondo ante la nueva revelación. Así que era eso. Ella había leído noticias en los periódicos sobre la mala salud del rey Rashid y comprendía que sus súbditos estuvieran inquietos. Lo comprendía demasiado bien. Porque sabía que el príncipe real debía casarse para poder heredar el trono. Exhibir las joyas convencería a su pueblo de que planeaba casarse pronto.
Kaliq pensaba usarla como peón, se dijo Tamara. Había sido una tonta al creer que quería hacerlo por motivos personales. La quería sólo como distracción política, como un mago usa a su asistente para cautivar la atención del público.
Tamara lo observó mientras él miraba por la ventana. Durante un instante, le sorprendió pensar que allí fuera estaba la ajetreada ciudad de Londres, pues se sentía como si no hubiera nada más en el mundo que ellos dos. Pero no se trataba de eso, aquello era sólo una maniobra táctica, se recordó. Y, por alguna razón, al saberlo, fue capaz de dejar sus sentimientos de lado. Los negocios eran los negocios y no iba a echar su carrera por la borda por él. Si lo hacía, estaría renunciando a todo por lo que había luchado. Mucho peor, estaría dándole razones para pensar que todavía la importaba.
No, no dejaría que eso sucediera, decidió Tamara. No era más que un viaje de trabajo como cualquier otro y, después, además de mantener su contrato, quizá sería capaz de librarse de la sombra del pasado. Dejaría de preguntarse si había tomado la decisión correcta al rechazar a Kaliq y sabría que sí lo había hecho. ¿Acaso los últimos quince minutos no lo habían demostrado?
–¿Posar con las joyas durante una tarde, por lo mismo que cobro en mi contrato anual con Jezebel? –preguntó ella con el tono más frío que pudo fingir.
Kaliq se giró con gesto serio. Así que, al contrario de lo que había intentado hacerle creer, ella no era diferente, pensó. Podía ser manipulada por dinero y fama como cualquier otra mujer.
–Dentro de cinco días –dijo él.
Durante un minuto, Tamara lo miró como si estuviera loco, pues ni siquiera él era capaz de organizar un evento así en menos de una semana. Pero, entonces, se dio cuenta. Todo estaba ya preparado, ¿no era así? Sólo faltaba que ella asumiera su papel. Una vez más. Eso fue lo que más la molestó.
–¿Y si me niego? ¿Cancelarías toda la gala?
Kaliq sonrió con condescendencia.
–Si yo no estuviera presente, no habría gala. Si tú decides que prefieres tirar por la borda tu carrera, te puedo asegurar que no me costará mucho encontrar una sustituta.
Tamara sabía que él tenía razón. Y lo odió por ello.
Kaliq continuó hablando, como si su plan nunca hubiera sido cuestionado.
–Naturalmente, en el interludio serás requerida para unas cuantas tareas más –afirmó él y la recorrió con la mirada de modo sensual–. Ensayos y esas cosas. Aparte de eso, podrás pasar tu tiempo libre como quieras.
Tamara intentó relajarse, pero no lo consiguió. Tenía los músculos demasiado tensos por la excitación de estar a su lado. No, cinco días en compañía de aquel hombre no curarían eso pero, al menos, ella ya era lo bastante mayor como para no confundir el atractivo de Kaliq con otra cosa.
–Te recogeré mañana a las siete, en tu casa.
Kaliq se dirigió a la puerta. A Tamara le chocó que él no quisiera quedarse más, aunque fuera para hablar durante la cena. Pero, claro, ella iba a ser tratada como nada más que un maniquí. Él era demasiado frío, demasiado racional e impasible. Contratarla había sido sólo un detalle más en su plan y era evidente que ella ya había ocupado demasiado de su precioso tiempo.
–Cuanto antes terminemos, mejor –murmuró ella.
Kaliq tenía la mano en el picaporte cuando la oyó. De repente, se dio la vuelta, como si hubiera sido provocado. En un instante, su cara estaba a la misma altura que la de ella y muy, muy cerca.
Tamara pudo sentir el cálido aliento de él sobre los labios. Una oleada de excitación la recorrió por toda la piel, hasta la punta de sus pechos. Kaliq le tocó la mandíbula con un dedo, le levantó la barbilla y posó la mirada en sus labios.
–Oh, yo haré que sea mejor, Tamara –dijo él con voz ronca y seductora, como si pudiera percibir la tensión sexual que envolvía a su interlocutora–. Mejor que cualquier cosa que hayas experimentado antes. Y será pronto.
Kaliq se acercó un milímetro, demasiado cerca como para que Tamara pudiera pensar en nada más que besarlo. Ella cerró los ojos y acercó el rostro de forma instintiva. Pero, con un rápido movimiento, él le tomó la mano. Provocativamente despacio, se la llevó a la boca.
De algún modo, el gesto fue tan íntimo que hizo que a Tamara le temblaran las rodillas. Sentir los labios de él sobre su piel le dio mucho más calor que los focos del estudio, haciendo que el deseo ardiera con fuerza dentro de ella. Kaliq la miró con los ojos entornados, con tanta intensidad que ella se quedó sin respiración.
Tamara tuvo que obligarse a apartar la mirada.
–Kaliq, sólo se trata de negocios, nada más.
Él no respondió. Soltó la mano de Tamara y, con el pulgar, le rozó el labio. Ella tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para no probarlo con la punta de la lengua.
Kaliq sonrió.
–Me alegro de que estemos de acuerdo. Un negocio no cerrado. Pero por poco tiempo.
Dicho aquello, Kaliq se apartó y abrió la puerta de golpe, dejando a Henry al descubierto y a Tamara hecha un lío.
HABÍA sido el beso. El beso que ella no podía sacarse de la cabeza. ¡Y eso que él no había hecho más que posar los labios sobre su mano! ¿Qué habría pasado si la hubiera besado en cualquier otra parte del cuerpo?
Tamara se dijo que no debía pensar en eso y se destapó, harta de intentar dormir. Porque, aunque había caído rendida por el sueño, se había despertado de nuevo, excitada por la fantasía de estar a solas con él, desnuda, con los malditos zafiros.
Se sentó en la cama, levantándose el pelo con las manos para refrescarse el cuello, mirando hacia la oscuridad, avergonzada de sus propios deseos. Sabía que lo que había pasado entre ellos no significaba que él la deseara. Lo que pasaba era que Kaliq tenía la habilidad de jugar con las fantasías de las mujeres y, así, conseguir sus propósitos. En el momento en que él la había tocado, cuando se había llevado su mano a los labios, ella se había sentido transportada en el tiempo siete años atrás, sumida en una completa vulnerabilidad.
Un hecho valía más que mil palabras, ¿no decía eso el refrán?, se recordó. Aquel simple gesto la había hecho revivir otro tiempo y otro lugar, al instante. En el momento en que él la había tocado, había dejado de ser una modelo de veintiséis años, forzada a hacer una elección que sería mala en cualquier caso. No, cuando él le había besado la mano, había vuelto a ser aquella adolescente de ojos grandes, con el mundo a sus pies.
Tamara recordó con tristeza aquel verano en que había cumplido diecinueve años, cuando había creído que su vida iba a comenzar de veras. Porque, aunque era hija de una estrella occidental de la gran pantalla y un diplomático extranjero, hasta ese momento su vida no había tenido nada de emocionante. El trabajo de su padre, con sus continuos viajes, y el vertiginoso ritmo de vida de su madre los había conducido al divorcio cuando ella había tenido trece años. Entonces, el internado se había convertido en su hogar. Su padre le enviaba regalos desde todos los países que visitaba y su habitación estaba llena de fotos de su madre, pero ella lo hubiera cambiado todo por irse de vacaciones con su familia. Desde siempre, había sentido la inquietud de encontrar su lugar en el mundo. Y no había tenido ningún deseo de seguir estudiando ni de repetir el intento fallido de matrimonio de sus padres.
Por eso, cuando su padre le dijo que quería que lo visitara en Oriente Medio durante una semana, Tamara se había sentido muy feliz. Como si, al fin, las puertas de su futuro fueran a abrirse. ¡A Qwasir! Incluso antes de que su billete de avión llegara por correo, ella se había sumergido en todos los libros que había podido encontrar sobre el país, anotando fragmentos de información como si fueran la llave dorada a su futuro.
Cuando el avión había aterrizado en Qwasir, no se había sentido decepcionada. Aquel país no sólo había satisfecho sus expectativas, sino que las había superado. Un coche la había estado esperando, para llevarla a través de la ciudad y del inmenso desierto hasta el palacio real. Todo le había parecido rebosante de color, calor, vida. Como si todo ese tiempo hubiera estado viviendo en un estanque de piedra y por fin hubiera logrado escapar al gran océano.
El chófer la había guiado a través de las enormes puertas del palacio y le había pedido que esperara en el atrio de mármol blanco. Le había parecido un laberinto de habitaciones y pasillos y se había sentido en medio de la leyenda de Teseo y el Minotauro, deseando explorar todo aquello.
Al encontrarse sola, Tamara había caminado de puntillas hasta la primera puerta a su izquierda, donde había encontrado una habitación llena de mostradores de cristal. Parecía ser una sección del palacio abierta al público. Había entrado, con los ojos fijos en una fotografía en color del rey Rashid con su difunta esposa, Sofía, en su día de boda. Era una versión más grande de la imagen en blanco y negro que había visto en su guía de viajes. Lo que más le había llamado la atención había sido la mirada de Sofía, como si en ese instante la reina hubiera descubierto su lugar en el mundo.
Entonces, Tamara había bajado la mirada al mostrador de cristal que había bajo la fotografía y había abierto los ojos de par en par, maravillada, al ver que contenía el mismo collar que Sofía había llevado en la foto. Los famosos zafiros A’zam.
–Me temo que ya está cerrado.
Tamara se había sobresaltado al descubrir que no había estado sola y se había girado de golpe para localizar el origen de aquella voz tan profunda.
Apoyado en el quicio de la puerta, había encontrado a un hombre diferente a todos los que había visto antes, y no sólo por su indumentaria oriental. Un hombre con porte de rey, capaz de dejarla sin respiración y llenarla de excitación.
–Lo siento, es que… es tan hermosa que no pude evitar mirar –se había disculpado ella.
–La joya suele causar ese efecto… la gente no puede evitarlo. Por eso, sólo exhibimos una réplica.
Tamara se había mostrado confundida durante un momento.
–Lo cierto es que estaba hablando de la foto –había dicho ella.
Él había abierto los ojos de par en par, sorprendido.
–Es una exhibición muy bonita. Debe de ser un placer trabajar aquí –había añadido ella.
–Pues sí –había replicado él, suavizando su expresión–. Y, sin duda, tendrá tiempo para continuar admirándolo mañana, señorita Weston. Hasta entonces, deje que le muestre su habitación –había indicado, señalando hacia la puerta–. Su padre le manda disculpas por no poder recibirla en persona. Está en una conferencia… sobre seguridad, por cierto –había comentado, mirándola con ironía.
–Llámame Tamara, por favor. Y, como parece que ya sabes, soy la hija de James Weston. Es un placer conocerte… –había dicho ella y se había quedado mirándolo con gesto interrogativo.
–En Qwasir, tenemos la tradición de no compartir con nuestros huéspedes nada más que los nombres hasta que nos sentamos a la mesa con ellos –había explicado él con una media sonrisa, haciéndole a Tamara una señal para que lo siguiera.
–Eso he leído –había replicado Tamara, sin amedrentarse–. Pero ya que tú has roto con esa tradición, sabiendo tanto sobre mí, pensé que quizá esperabas que yo ignorara esa costumbre.
Él la había mirado de pronto, sorprendido, y Tamara se había preguntado si lo habría ofendido. Sin embargo, los ojos de él habían mostrado una mirada divertida y retadora.
–Muy bien –había dicho él, tendiéndole la mano–. Soy Kaliq Al-Zahir A’zam y mi padre es el rey Rashid de Qwasir. Bienvenida a nuestro palacio.
¡El príncipe!
En ese instante, Tamara había pensado que debía hacer una reverencia, pero se había sentido demasiado avergonzada y abrumada como para moverse. ¡Claro que él había pertenecido a la realeza! ¿Cómo, si no, habría podido desplegar tal aura de magnificencia? Aunque ella había sabido que el rey vivía en un ala del palacio, no había contado con la posibilidad de relacionarse con la familia real. Según los libros que había leído, el príncipe de Qwasir pasaba la mayor parte del tiempo estudiando en el extranjero. No había esperado encontrarlo merodeando por el palacio. ¡Ni, mucho menos, confundirlo con un guarda de museo!
Tamara se había sonrojado y había extendido la mano también. Él se la había estrechado, haciendo que algo parecido a una corriente eléctrica la recorriera.
–Es un honor conocerlo –había dicho ella, inclinando la cabeza, sin atreverse a mirarlo.
Pero, impresionada, se había dado cuenta de que él había seguido observándola, inclinando la cabeza a su vez, hasta que ella había vuelto a mirarlo.
–Llámame, Kaliq, por favor.
–Lo siento –había dicho ella, apartando la vista–. No esperaba… No sabía qué esperar.
–Tú tampoco eres lo que me esperaba.
Tamara había bajado la mirada hacia el sencillo vestido rosa y blanco que llevaba. Sin duda, él había estado acostumbrado a mujeres que se lanzaban a sus pies, cubiertas de joyas y ricos ropajes.
–No me malinterpretes, Tamara –había dicho él, llevándose la mano de ella a los labios–. Casi nada me sorprende últimamente. Había olvidado lo delicioso que es.
Entonces, cuando él había posado los labios en su mano, Tamara había levantado la vista y había notado algo indescriptible entre ellos. Algo que le había parecido tan único y más precioso que todos los tesoros de esa habitación.
En ese mismo instante, Tamara había sentido que desaparecían sus viejas inseguridades, su miedo a llevar la ropa inadecuada y decir las palabras incorrectas, su sensación de no estar a la altura. Al mirarlo, ella había pensado que no eran más que un hombre y una mujer, que podían pertenecerse el uno al otro.
Pero eso había sido entonces, se recordó Tamara, encendiendo la lámpara de su mesilla de noche. Mirando hacia atrás, se dijo que no podía haber estado más equivocada. Sin poder evitarlo, recordó la semana increíble que había seguido a aquel día, las horas que habían pasado juntos, hablando de todo y de nada mientras el padre de ella trabajaba. Recordó cómo él le había hablado con entusiasmo de sus estudios en Europa y le había animado a seguir estudiando. Pero todo aquello no había tenido nada que ver con el respeto ni con la tolerancia. Él había intentado confinarla en otro estanque de piedra, aunque diferente del que ella provenía.
Era mejor que no lo olvidara, se dijo Tamara. No debía permitirse sentir nada por él, como había sucedido el día anterior en el camerino. Al menos, debía haber sido capaz de ocultar sus sentimientos, como hacía a diario delante de las cámaras.
Tamara tomó el teléfono móvil de la mesilla para ver la hora. La seis y veinte de la mañana. Un mensaje nuevo. Contuvo el aliento antes de abrirlo. Era de Emma, la ayudante de Henry:
Henry dice que por favor seas puntual para el príncipe A’zam. Buena suerte. Besos. Emma.
Al leerlo, Tamara se imaginó esperando como una chica obediente en la entrada, a las once en punto. Aquel pensamiento le hizo sonreír. Sin duda, había otro modo de hacer las cosas. Una manera que no le hiciera sentir como si ya hubiera perdido…
Tamara descubrió que no era demasiado fácil reservar un vuelo de última hora, ni hospedaje en el desierto, a las seis y media un martes por la mañana. Sin embargo, el reto le daba la satisfacción de hacer algo, en vez de quedarse allí sentada esperando su destino. Se sintió aliviada al pensar que, así, podría dedicarse al trabajo manteniendo su independencia, sin dejarse distraer por la formidable presencia de Kaliq a cada momento.
El sol aún no había salido. Tamara bajó su maleta de ruedas por las escaleras del piso que alquilaba. El dueño estaba dispuesto a vendérselo, pero ella no se había decidido todavía a comprometerse. Aunque la casa tenía muchas ventajas, como la de estar al lado de la estación de tren, con línea directa al aeropuerto.
Pero, justo cuando iba a empezar a caminar hasta la estación, vio que había un coche con ventanas tintadas, parado en la acera contraria. A pesar de ser negro, era tan llamativo como una pantera en el Ártico. Era grande y lustroso, no era el tipo de coche que sus vecinos podían permitirse.
–¿Vas a algún sitio, Tamara?
El suave acento que interrumpió la quietud de la mañana la sobresaltó. Pero, al instante, toda su adrenalina se convirtió en rabia.
–¿Acaso crees que ser príncipe te da derecho a acosar a la gente, además de a chantajearla? –le espetó ella, sin dejar de andar.
–Sólo vigilo lo que es mío.
–¿Perdón? –dijo ella, deteniéndose, aunque sin mirarlo.
–Ahora eres mi empleada, ¿no? Ya que sueles ignorar lo que es bueno para ti, pensé que era mejor asegurarme de que no hicieras nada estúpido. Parece que ha sido una precaución acertada.
–Pues te equivocas. Yo nunca rompo mi palabra. Ni creo que adelantarme a Qwasir para cumplir con mi trabajo sea una estupidez.
–Sin duda, me equivoqué –susurró él, acercándose a ella–. Debí haber adivinado que te morías por empezar a quitarte las ropas.
–No habías mencionado que tuviera que quitarme ninguna ropa. Te agradecería que especificaras lo que se requiere de mí, si es que mis obligaciones no son como se me informó al principio.
–Creo que tú sabes muy bien lo que se requiere de ti.
Tamara se giró de golpe. Kaliq sonreía, como si estuviera disfrutando de la conversación.
–Acepté posar con unas joyas. Si eso es lo que quieres, entonces estamos de acuerdo.
–Lo dices como si lo que se te pedirá hacer fuera a cambiar tu respuesta, Tamara –repuso él, apretando la mandíbula–. No me creo que tengas una moral tan rígida.
¡Cielos, parecía salido de la Edad Media!, se dijo Tamara. Ella nunca había posado para ninguna revista pornográfica, ni siquiera había salido en ninguna fotografía llevando menos ropa de la que la mayoría de la gente se ponía para ir al supermercado en verano. Pero él estaba intentando provocarla, ¿no era así?
–No quería decir eso –respondió ella con frialdad–. Lo que me pidas hacer sólo puede aumentar el precio de mis honorarios.
–¿Y cuánto cobras, Tamara, por una noche, por ejemplo?
Tamara lo miró con odio.
–El sexo puede estar incluido en el contrato de todas tus empleadas femeninas, Kaliq, pero no en el mío.
–¿Qué te hace pensar que tiene que estar escrito, cuando tú sabes bien que se sobreentiende?
Tamara se esforzó por mantener el control, se dio media vuelta y siguió caminando.
–¿Adónde diablos crees que vas?
–A tomar un tren.
–Entonces, Tamara, está claro que no cobras lo suficiente –dijo él, tomándola del brazo para detenerla.
–Puede que el transporte público te suene a chino, alteza –le espetó ella, apartándose, y señaló al caro vehículo que había aparcado al otro lado de la acera–, pero es una forma muy adecuada de transporte.
–¿Por qué conformarte con lo adecuado cuando puedes tener lo mejor, Tamara? –susurró él–. Mi jet privado te está esperando.
–También me esperan mi vuelo charter y el hotel que he reservado.
Kaliq pareció exasperado.
–¿Crees que es seguro que una mujer joven viaje sola a Qwasir?
–Si no lo fuera, supongo que el príncipe debería estar ocupándose de ello, en vez de perder el tiempo buscando a alguien que pose para sus joyas.
–Sucede que nuestras culturas son diferentes, Tamara –afirmó él, enojado.
Tamara asintió y agarró su maleta una vez más.
–Harías bien en no olvidarlo –dijo ella–. Nos vemos allí.
–Me temo que no, Tamara.
–¿Qué diablos quieres decir?
–Significa que te necesito de una pieza. Viajar en mi avión y alojarte en mi palacio forman parte del contrato. Ahora, sube al coche.
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