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Estaba seguro de que, en dos semanas, conseguiría que ella cumpliera los votos matrimoniales Temblando de miedo, Libby Delikaris reunió fuerzas de flaqueza para enfrentarse a su marido y pedirle el divorcio. Pero él resultó ser más despiadado de lo que recordaba, y pronto todos sus planes se vinieron abajo. Rion Delikaris siempre había sabido que Libby volvería tarde o temprano. La había esperado con paciencia. Pero ya no era el pobre chico de los suburbios, y estaba dispuesto a enseñarle a su esposa lo que se había perdido.
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Seitenzahl: 234
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Sabrina Philips. Todos los derechos reservados.
UNA ESPOSA DÍSCOLA, N.º 2119 - noviembre 2011
Título original: Greek Tycoon, Wayward Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-053-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
ME TEMO, señor Delikaris, que sigue aún por detrás de Spyros en las encuestas de opinión. Orion contempló la gráfica que se proyectaba en la pared y observó la expresión pesimista de su director de campaña, que estaba sentado junto a él en la mesa de reuniones. Un gesto de contrariedad se dibujó en su rostro. Orion era un hombre acostumbrado al éxito y eso era lo que esperaba de todas las personas de su equipo. Para eso las pagaba.
–Hemos acortado, sin embargo, la ventaja que les separaba, Rion –continuó el hombre algo nervioso utilizando su diminutivo– . El último enfoque de la campaña, basado en un programa de inversión para ayudas a la vivienda y a la construcción de un nuevo hospital, ha dado sus frutos. Sólo que no ha llegado a alcanzar los objetivos que nos habíamos marcado.
Pulsó el mando a distancia que tenía en la mano y apareció un nueva gráfica apoyando sus palabras, pero que sólo contribuyó a irritar aún más a Orion, ya que ponía de relieve las desviaciones de las predicciones de su equipo.
–Así que, a pesar del esfuerzo que hemos hecho para acomodar nuestras políticas a las necesidades de Metameikos, un hombre que es tan corrupto como lo fue su padre, sigue siendo el candidato más popular, ¿no es así? –dijo Orion, pellizcándose el puente de la nariz y mirando muy serio a todos los asistentes–. ¿Alguien puede darme una explicación?
Se hizo un silencio largo y tenso que rompió finalmente una voz desde un extremo de la mesa.
–Tal vez los ciudadanos no conectan con usted.
Todos los miembros del equipo contuvieron la respiración. Rion levantó lentamente la cabeza para ver quién había hablado. Era Stephanos, un ayudante de su gabinete de prensa, reclutado recientemente para su campaña. Era el más joven del equipo.
–Adelante, exponga su opinión.
–La gente le ve como un soltero multimillonario que ha decidido de la noche a la mañana convertirse en su líder político –Stephanos hizo una pausa esperando alguna palabra de reproche por parte de Rion que no llegó, sin embargo, a producirse, cosa que le animó a seguir su exposición–. Sus promesas pueden ir en línea con las necesidades de la ciudadanía, pero los resultados muestran claramente que la gente no confía en que usted vaya a cumplirlas. Quizá piensan que todo esto para usted no es más que un juego, un mero capricho, para demostrarse a sí mismo que puede tener éxito en cualquier empresa que se proponga. Tal vez piensen también que, teniendo en cuenta sus negocios en Atenas, no podría dedicar el tiempo necesario para desempeñar eficazmente su cargo. Cosa que, por supuesto, no es cierto, pero ellos no lo saben. La gente prefiere votar lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Orion contempló a Stephanos detenidamente. El muchacho tenía agallas. Eso le gustaba. Le recordaba a sí mismo en otro tiempo. Él también sabía que el mundo de la política era muy diferente del de los negocios, que la gente votaba con el corazón más que con la cabeza, pero lo que no se le había ocurrido pensar era que la gente pudiera verle como un advenedizo.
–¿Y qué se supone entonces que tengo que hacer?
Los miembros del equipo se miraron entre sí con cara de perplejidad. Su jefe de campaña parecía ofendido.
Stephanos respiró hondo y continuó:
–Para que la gente tenga confianza en usted, necesita verle como uno de ellos. Ver que sus preocupaciones, sus principios y sus problemas, son los mismos que los suyos, que participa de los viejos valores tradicionales griegos.
–Yo me crié en Metameikos –dijo Orion muy serio–. Me eduqué con esos valores tradicionales que usted dice, y con ellos he llegado a donde estoy ahora.
–Entonces convénzales de que sigue pensando igual –replicó Stephanos con entusiasmo–. Que la casa que ha comprado allí no es para usted una simple propiedad más, sino que piensa establecer allí su residencia.
–¿Y cómo sugiere que haga eso?
–¿Quiere que le sea sincero? –exclamó Stephanos, con un ligero tono de indecisión en la voz–. Creo que la mejor solución sería que volviera a Metameikos con una esposa.
La expresión hasta entonces receptiva de Rion se desvaneció de inmediato y su rostro se ensombreció súbitamente.
–Eso es inaceptable. Espero que tenga una alternativa.
Libby miró extasiada el logo espectacular en 3D de la empresa Delikaris girando ostentosamente frente a las puertas giratorias de cristal de la entrada, y se dijo una vez más que estaba haciendo lo correcto. Era lo mismo que se había estado diciendo desde que la habían llamado para que sustituyera a Zoe, como guía turística por Grecia, durante su permiso por maternidad.
Había estado, sin embargo, buscando excusas toda la semana para no presentarse en Atenas y ahora le daban tentaciones de darse la vuelta y salir corriendo. Pero sabía que sería ridículo. Estaba haciendo lo correcto. Ya era hora de que ambos rehicieran sus vidas de una vez por todas. ¿Qué otra cosa podía hacer después de llevar cinco años sin hablar con Rion?
Estar de nuevo en Atenas, volver a ver el ayuntamiento y el antiguo bloque de apartamentos le había traído viejos recuerdos. Pero eso era todo: recuerdos. Se sentía así porque no se habían vuelto a ver desde entonces, y aún recordaba al hombre del que una vez había estado enamorada, aunque probablemente ni siquiera le reconociese ahora cuando le viera.
Debía de estar muy cambiado. Igual que ella. Mientras ella había estado fuera, trabajando como guía turística en viajes de bajo costo por todo el mundo, sin otra cosa que su libro en la mano y su mochila a la espalda, él debía haber pasado todos esos años trabajando duramente para conseguir forjar aquel imperio.
¿Era por eso por lo que ni sus abogados ni él habían llegado nunca a ponerse en contacto con ella? ¿Había estado tan enfrascado en su trabajo que había pasado por alto todas las cuestiones legales?
Cuando Libby se decidió finalmente a atravesar la puerta, se encontró en un hall de recepción muy espacioso y lleno de luz.
–¿Puedo ayudarle en algo? –le dijo una elegante recepcionista, mirando con gesto indulgente su vestido suelto y sencillo y sus humildes sandalias planas de cuero.
Libby miró a su alrededor y se dio cuenta entonces de que era la única mujer en el concurrido hall de entrada que no llevaba un vestido elegante y unos zapatos de aguja de al menos diez centímetros. Pero no dejó que eso le intimidara.
–Quería ver a Orion Delikaris…
–¿Tiene usted cita?
Libby sabía que tratar de hablar con él en su oficina era casi una misión imposible, pero sin su dirección, ni la forma de conseguirla, no había tenido otra alternativa.
–No, pero como es la hora del almuerzo pensé que…
La recepcionista hizo un gesto negativo con la cabeza y sonrió irónicamente.
–El señor Delikaris no hace ningún descanso para almorzar. Es un hombre muy ocupado.
Libby no necesitaba que nadie se lo recordase. No podía haber un hombre más ocupado que él en todo el mundo. Pero, quizá, después de cinco años, podría dedicarle diez minutos…
–De todos modos, ¿sería tan amable de avisar al señor Delikaris y dejar que sea él quién decida si quiere recibirme o no? –dijo Libby recalcando con dulzura, pero con firmeza, cada una de sus palabras.
Ella había negociado en cierta ocasión el alquiler de veintidós camellos para poder hacer el tour nocturno a través del desierto que tenía programado la agencia, y poder solventar así la avería imprevista del autocar destinado a tal fin, así que no iba a dejarse intimidar ahora por una jovencita que presumía de elegancia y buenos modales y se daba tanto pote.
La recepcionista suspiró con escepticismo, tomó con indolencia el teléfono con una de sus cuidadas manos y pulsó un botón con el dedo.
–Electra, querida, siento molestarte, pero tengo aquí a una mujer que insiste en querer ver al señor Delikaris. Umm… Sí, otra… en fin, tiene la esperanza de que si él sabe que está aquí se dignará recibirla… Sí, ahora se lo pregunto… ¿Cuál es su nombre, por favor? –dijo la joven volviéndose hacia Libby.
–Me llamo Libby Delikaris. Soy su esposa.
El silencio más absoluto se adueñó de la sala de reuniones.
–Me temo que no tengo ninguna alternativa –respondió Stephanos– . Puede pasar en Metameikos todo el tiempo que quiera, apoyando a las empresas de la ciudad, asistiendo a los eventos locales y tratando de granjearse la amistad del alcalde, pero no creo que nada de eso pueda convencer a la gente de que realmente tiene intención de establecerse allí. Sólo viéndole casado y del brazo de su esposa se fiarían de usted.
–¿Es que no me ha entendido? –exclamó Rion con un gesto de disgusto–. No quiero volverle a oír a hablar de eso.
Stephanos se quedó sorprendido de ver que el hombre que había jurado no detenerse ante nada con tal de ganar esas elecciones se negase de forma tan rotunda a considerar siquiera su propuesta, pero decidió que sería más prudente no insistir por el momento.
–Bueno, la verdad es que, bien pensado, tampoco eso habría sido una garantía. Aparecer casado, de la noche a la mañana, con una mujer con la que no ha mantenido un noviazgo serio durante algunos años podría parecer un ardid publicitario, sobre todo ahora, estando tan cerca las elecciones.
Sonó en ese momento el interfono que había junto a Rion.
–¿Sí? –dijo él con voz cortante.
–Siento mucho interrumpirle, señor Delikaris, pero hay una mujer en el hall de recepción que insiste en hablar con usted.
–¿Y de quién se trata, si puede saberse?
Hubo una pausa tensa y prolongada.
–Dice que se llama Libby Delikaris y que es… su esposa.
Rion se quedó inmóvil. No podía moverse. Se lo impedía la oleada de satisfacción que le embriagaba en ese momento. Había vuelto.
Era un momento que había estado esperando con ansiedad durante mucho tiempo, quizá demasiado. Y no porque le importara mucho lo que ella pudiera decirle, pensó para sí, sino porque ahora, al fin, podría cumplir su venganza.
Se levantó del asiento con aire victorioso, mirando a los miembros de su equipo con el rabillo del ojo. De repente, se dio cuenta del momento tan oportuno que ella había elegido para volver a verle, justo cuando más necesitaba dar a todo el mundo la imagen del hombre prototipo de los valores tradicionales griegos. Sus ojos cobraron un brillo especial y su boca esbozó una sonrisa sardónica. ¡Sí, había llegado en el momento más adecuado!
–Gracias. Hágala pasar en seguida –dijo Rion muy sereno, apretando el botón del interfono.
Percibió la cara de sorpresa de todos los que estaban sentados alrededor de la mesa. Era comprensible; nunca la había mencionado. No le gustaba hablar de sus fracasos ni del pasado y ella caía dentro de ambas categorías, por lo que había procurado no pensar siquiera en ella. Y a veces hasta lo había conseguido.
–Les pido disculpas, señores, pero me temo que tendremos que continuar esta reunión en otro momento.
Los hombres despejaron la sala sin decir una palabra. Todos, menos uno: Stephanos.
–¿Sabe? Se me acaba de ocurrir una forma alternativa de convencer a la gente de que usted es de ese tipo de personas responsables en las que uno puede confiar –dijo Stephanos con ironía, mirando a Rion a los ojos, mientras se dirigía a la puerta, andando hacia atrás–. No hay nada que derrita tanto los corazones como un rencuentro y una reconciliación.
Libby no había utilizado el apellido de su esposo desde hacía cinco años, ni se había presentado como su esposa en ningún sitio durante todo ese tiempo. Y a juzgar por la cara de sorpresa de la recepcionista, Rion tampoco había hecho nunca la menor mención de ella. Sin embargo, la orden escueta pero determinante que la joven había recibido del señor Delikaris para que dejase pasar a aquella mujer a su despacho no dejaba lugar a dudas sobre su identidad. En pocos segundos, la prepotente jovencita pasó a convertirse en la personificación de la amabilidad y la cortesía. Libby le dijo que prefería no usar el ascensor y ella le explicó con todo detalle cómo subir por las escaleras al despacho de Delikaris, ubicado en la última planta del edificio.
Mientras subía las escaleras, Libby trató de ignorar la angustia que sentía en el estómago y que parecía atenazarla. Tenía que controlarse. Si había habido alguna vez algo entre ellos, hacía ya mucho que había muerto. Tenía que dejar a un lado las emociones. Trató de convencerse a sí misma de que aquello iba a ser sólo una formalidad, una simple charla amistosa entre dos personas que se habían conocido en el pasado pero que ahora eran virtualmente extraños el uno para el otro. Quizá cuando todo hubiera acabado se sentiría con esa sensación de libertad plena que siempre había estado buscando pero nunca había conseguido encontrar. Intentó aferrarse a esa idea al llegar a la planta superior. Pasó junto a una amplia terraza que parecía una pista de aterrizaje para helicópteros, y luego a través de un largo pasillo hasta encontrar una puerta grande de caoba en la que figuraba el nombre de Orion Delikaris en letras doradas. Llamó con los nudillos.
–Adelante.
Nada más pasar y verle, Libby comprendió que todo lo que se había ido diciendo mientras subía las escaleras, sobre sus emociones muertas, había sido una solemne estupidez.
Orion Delikaris le seguía pareciendo el hombre más deseable sobre la faz de la tierra. No había esperado que hubiera cambiado en lo sustancial, pero sí que la edad y el dinero hubieran producido en él ciertas alteraciones. Sin embargo, para su sorpresa, todo en él, salvo el traje tan caro que llevaba, estaba exactamente igual a como ella lo recordaba. Su mandíbula fuerte y orgullosa, su pelo negro y brillante, y aquellos ojos marrones como el chocolate líquido que habían alimentado sus fantasías de muchacha y encendido su pasión de mujer. Esos ojos que la habían mirado con amor el día de su boda y luego con deseo por la noche.
Parpadeó confusa, tratando de alejar esos recuerdos. Sintió de nuevo el impulso de salir corriendo para huir de sí misma y de aquellos pensamientos.
–Hola, Rion –consiguió decir.
Rion la recorrió con los ojos, molesto consigo mismo al comprobar la excitación que seguía produciendo en él después de los años. Pero se dijo que era sólo porque aún seguía viéndola como la mujer que lo había rechazado. Tan pronto comenzara a pedirle que volviera con ella su deseo se desvanecería. Sin embargo, le molestaba que se hubiera presentado allí de esa manera, y especialmente con aquel aspecto tan… diferente. Ya no tenía aquella melena rubia y sedosa que le caía por los hombros, ahora llevaba el pelo muy corto y con un estilo que él consideraba muy poco femenino aunque, sin embargo, resaltaba la delicadeza de sus facciones. Y aquella figura menuda y pálida, que una vez le había cautivado, había dado paso a un cuerpo más excitante, lleno de curvas sensuales y seductoras, sobre una piel tostada y dorada por el sol.
Apretó los dientes. Seguramente llevaría una vida regalada de fiesta en fiesta, se dijo él. Tomando el sol y luciendo su cuerpo por las playas del Caribe y yendo de compras por tiendas exclusivas de los grandes diseñadores de moda, con el dinero de sus padres. Eso lo explicaría todo. Aunque, bien pensado, esa imagen no parecía encajar muy bien con la ropa que llevaba puesta ahora. Quizá la empresa de su padre, la Ashworth Motors, estuviera pasando dificultades económicas. Por un momento, deseó que así fuera. Eso le permitiría manejarla con más facilidad.
–Dime –dijo él, incapaz de comprender la razón por la que podía haber tardado tanto en subir a su despacho–. ¿Dónde te has metido?
Libby se quedó sorprendida por la pregunta y por su expresión seria rayando en la hostilidad, pero se dijo que, después de todo, era comprensible. Ella jugaba con ventaja. Había tenido tiempo de prepararse mentalmente para aquel encuentro, cosa que él no había podido hacer.
–Subí por las escaleras –respondió ella, mirando el reloj de la pared y estimando que habría tardado unos cinco minutos.
Y estuvo a punto de añadir: «Ya sabes que no me gustan los ascensores». Pero entonces recordó que él no lo sabía. En realidad, él apenas había llegado a saber nada de ella. Y lo mismo podría decir ella de él.
Y ahora sabían aún menos el uno del otro. Eran como dos extraños.
–Te ruego me disculpes si no he llegado en un buen momento.
–Todo lo contrario –dijo él con una sonrisa irónica–. Has llegado en el momento oportuno. La verdad, Liberty, es que llevo años esperándote.
Libby sintió deseos de corregirle, de decirle que nunca más había vuelto a permitir a nadie que la llamase por su nombre completo, pero aquellas palabras, diciendo que llevaba años esperándola, habían sonado como una música celestial en su corazón y decidió dejarlo para mejor ocasión.
–¿Quieres decirme que has estado tratando de ponerte en contacto conmigo? Cuánto lo siento. Si lo hubiera sabido… He estado viajando por el extranjero casi todo este tiempo. Llevó más de tres años sin consultar siquiera las notificaciones de los bancos. Tengo que empezar a ponerme al día.
–Si hubiera querido localizarte, ten por seguro que habría conseguido dar contigo.
Pero él no había querido dar con ella. ¿Para qué? Había sabido siempre que acabaría volviendo, arrastrándose a sus pies, y tendría así la oportunidad de gozar de aquel momento que tanto había esperado, de cumplir su venganza y verla humillada como ella le había humillado a él en el pasado. Sí, había tardado mucho en volver, pero él no hubiera cambiado ese momento por nada del mundo, aunque hubiera tenido que esperar cincuenta años.
–Esperaba que hubieras venido a verme cuando mi nombre apareció por primera vez en el Ranking Internacional de Millonarios –dijo Rion con ironía–. ¿o es que has estado esperando a que figurase entre los diez primeros?
Libby frunció el ceño. Comprendió que él pensaba que había vuelto allí por su dinero. Le miró con gesto de incredulidad y en ese momento se dio cuenta de que su primera impresión al verle no había sido muy acertada. Había cambiado. Se había hecho más duro y cínico. Tal vez debería sentirse aliviada de que fuera de verdad ese extraño que se había imaginado, pero en lugar de eso se sintió apenada.
–Yo no leo ese tipo de cosas. Nunca lo hice.
Rion recorrió la sala con la mirada y luego la azotea ajardinada y la espléndida vista de la Acrópolis que se divisaban a través de los grandes ventanales de su despacho.
–¿Pretendes hacerme creer que no estabas enterada de mi nuevo estatus social? –dijo Rion arqueando una ceja.
–Sí, claro que estaba al corriente de tus éxitos profesionales. Pero eso no tiene nada que ver con la razón de mi visita.
Rion dejó escapar una risa despectiva. A su modo de ver, seguía siendo, en muchos sentidos, la misma Liberty Ashworth de siempre. Aún seguía afirmando que el dinero no significaba nada para ella. Eso explicaría el aspecto de peregrina con el que se había presentado. Era evidente que el vestido y las sandalias formaban parte de la puesta en escena de un plan perfectamente concebido para tratar de convencerle de que ella no sentía ningún apego por las cosas materiales.
–¿Se puede saber entonces cuál es la razón por la que has vuelto? –preguntó él, arrastrando las palabras con marcada ironía.
Libby respiró hondo, consciente de la importancia del momento.
–Estoy aquí porque han pasado cinco años, y deberíamos haber puesto esto en orden hace ya mucho tiempo –respondió ella muy serena, sacando del bolso unos documentos y dejándolos sobre la mesa.
Rion no comprendió, en un primer momento, de lo que estaba hablando. Estaba absorto observándola, viendo el rubor que había aparecido en sus mejillas y tratando de adivinar cuánto tiempo sería capaz de seguir representando aquella farsa. Pero cuando se dio cuenta de que ella estaba esperando su respuesta bajó la vista a la mesa y entonces vio la portada del documento.
«Petición de divorcio».
Libby tuvo un sentimiento de culpabilidad al ver la expresión de incredulidad y de asombro en su mirada. Rion se quedó mirando aquellas tres palabras y sintió una mezcla de furia e indignación. Pero sólo le duró un instante. La cosa estaba clara. A pesar de todo lo que había logrado, de todo el dinero que había ganado, aún no tenía el pedigrí suficiente para la hija de lord y lady Ashworth.
–Por supuesto –dijo él con amargura.
–Entonces –replicó Libby con un nudo en la garganta–. ¿eres también de la opinión de que deberíamos haber arreglado estos papeles hace ya años?
Rion cerró los ojos y respiró hondo. Sentía una angustia profunda en el pecho. Había estado pensando muchas veces en el regreso de Libby, pero nunca se había imaginado que sería de esa manera.
Trató de controlarse y no perder la calma. Abrió los ojos. No iba a permitir por nada del mundo que aquella mujer le amargase la vida por segunda vez. Así que quería el divorcio… Bueno, él también lo quería. La única razón por la que no había iniciado él mismo los trámites era porque había estado esperando la ocasión de poder saborear mejor su venganza. Y todo parecía indicar que ese momento al fin había llegado. El destino obraba siempre de manera caprichosa.
Le miró a la cara. Tenía las mejillas teñidas de un rojo carmesí. Posiblemente, no quisiese seguir siendo su esposa, pero era evidente que seguía deseándole con la misma pasión de antes, con la misma pasión que él también seguía deseándola, le gustase o no. Tal vez podría proporcionarle un gran placer el hacérselo ver así, el decirle que ella nunca podría dejar de desearle a pesar de la mala opinión que tenía de él. Sí, sería un placer a la vez que muy útil para su campaña.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios. No necesitaba que ella tuviera una buena opinión de él, sólo que estuviera a su lado como esposa mientras durase la campaña, y luego en su cama por última vez. Después podría abandonarla, tal como ella había hecho con él en otro tiempo. Pero antes quería demostrarle que el deseo físico que sentía hacia él era más fuerte que cualquier división de clases.
–No, gineka mou –dijo él con intención, curvando los labios al pronunciar «esposa mía» en griego–. Lamento decepcionarte, pero no estoy dispuesto a concederte el divorcio.
Libby sintió un escalofrío al oír el tono amenazador de su voz, pero trató de dominarse. Comprendió que él pensaba que quería sacarle dinero mediante el divorcio.
–Por favor, entrega estos documentos a tus abogados para que los examinen. Te confirmarán que no te estoy pidiendo ningún tipo de compensación económica.
–No conseguirías sacarme nada aunque te lo propusieras.
El tono de su voz era tan frío y cortante que Libby sintió como si alguien le hubiera metido un trozo de hielo por la espalda. Aquellas palabras tan ofensivas cerraban toda esperanza de poder discutir aquel asunto de manera amistosa.
–Sorpréndeme –continuó diciendo Rion–. Si no es por dinero, ¿por qué quieres ahora divorciarte de mí con tanta prisa?
–Porque resulta ridículo seguir por más tiempo con esta situación –respondió ella–. Formamos legalmente un matrimonio pero ni siquiera sabemos el número de teléfono el uno del otro. Cada vez que relleno un impreso tengo que poner una cruz en la casilla de «casada», a pesar de que llevo media década sin verte. Me parece todo una farsa, una mentira.
–No fue así en otro tiempo –dijo Rion mirándola intensamente.
No, pensó Libby tristeza, sorprendida de que hubiera sido capaz de despertar en ella muchas emociones dormidas con aquellas seis simples palabras. No había sido así en otro tiempo. Un aluvión de imágenes inconexas cruzó por su mente: Atenas en febrero bajo una inesperada capa de nieve cayendo como si fuera una lluvia de confeti helado; ella con su traje de novia y unas horribles botas de agua bajo el vestido; dos transeúntes muertos de frío a los que convencieron para hacer de testigos en su sencilla ceremonia de boda en el ayuntamiento de la ciudad, con la promesa de un chocolate caliente. Aquel día de su boda había sido el primer día auténtico de su vida, la primera vez que no se había sentido inmersa en un mundo de mentiras.
–No –admitió ella, tratando a duras penas de mantener el nivel de la voz–, pero eso fue hace mucho tiempo. Ya han pasado cinco años desde entonces.
–Es cierto. Y durante esos cinco años no se te ha ocurrido nunca venir a verme, aunque fuese sólo para pedirme el divorcio. ¿Por qué lo has hecho ahora?
Libby se encogió de hombros avergonzada. Ella también se hacía la misma pregunta. ¿Por qué había esperado tanto tiempo? ¿Confiaba acaso en que pudiera llegar a cambiar en algo su relación? No, ella había estado siempre convencida de que nunca podrían llegar a reconciliarse.
–Siempre supuse que te pondrías en contacto conmigo. Me he pasado, por otra parte, la mayor parte del tiempo en el extranjero, así que cuando por razones de mi trabajo he tenido que venir a Atenas, me pareció lo más lógico aprovechar la oportunidad para arreglar las cosas personalmente y de forma amistosa.
–¿Crees que puede haber una forma amistosa de divorciarte de tu marido griego? –exclamó Rion moviendo la cabeza con gesto negativo– . Si es así, creo que no conoces bien a los hombres griegos, gineka mou.
–Precisamente como griego, supuse que eras un hombre lógico, capaz de ver que no tiene sentido prolongar más un matrimonio que lleva muerto ya más de media década.
–Estaría de acuerdo si fuera verdad eso que dices –replicó Rion de forma fría y cortante–. Pero no lo es. Aún me deseas. Lo pude ver en tus ojos en cuanto entraste por esa puerta y me miraste –dijo Rion dando un paso hacia ella–. Por muy lejos que hayas estado de mí, me sigues deseando, ¿no es así?
Libby se ruborizó intensamente.
–Aunque así fuera, la atracción sexual no es un pilar suficiente para sustentar un matrimonio.
–En todo caso, es una razón de más peso que la que tú me has dado para divorciarte.
–Eso no es verdad. Hay muchas otras razones por las que, a mi modo de ver, el divorcio sería la solución más razonable, dada nuestra situación actual. Por ejemplo, tal vez… quisieras casarte con otra persona en el futuro –dijo ella sintiendo un hondo dolor al pronunciar esas palabras–. Tal vez yo también podría rehacer mi vida con otro hombre.
Libby no podía imaginar tal cosa, al menos en ese momento, pero era el único argumento que se le había ocurrido para arreglar su situación y tratar de convencerle de que no le movía ningún interés económico.
–Así que hemos llegado finalmente a la verdadera razón que te ha traído aquí –dijo él muy serio–. Y dime, ¿quién es él? Espera, déjame adivinarlo. ¿Un conde, tal vez? ¿Un duque?
Libby respiró hondo. No podía creer que él se hubiese tomando en serio aquella simple hipótesis de su posible relación futura con otra persona, pero sí advirtió que la mano de Rion se había dirigido instintivamente hacia los papeles de la mesa, como si estuviese empezando finalmente a pensar que el divorcio podría ser la solución a todo aquello.
–¿Tiene eso alguna importancia? –replicó ella desafiante.
Rion apretó los dientes lleno de frustración, imaginando a algún miembro afeminado de la aristocracia inglesa poniendo sus manos sobre el cuerpo maravilloso de Libby. Siempre había tratado de no pensar en ello a lo largo de aquellos cinco años de ausencia, pero había tenido siempre presente la posibilidad de que ella hubiera podido serle infiel con otro hombre. La conocía muy bien, pues había sido la amante más ardiente y apasionada que había tenido.
–Soy tu marido y creo que tengo derecho a saber quién es –dijo él, apartando la mano de los papeles.
Libby negó con la cabeza, presa de desesperación. Nunca le había visto tan frío y hostil.