Amante de un príncipe - Sabrina Philips - E-Book
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Amante de un príncipe E-Book

SABRINA PHILIPS

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Beschreibung

Era la noche de una excitante subasta de arte en Londres y a Cally Greenway estaban a punto de encargarle el trabajo de restauración de sus sueños… pero el cuadro fue a parar a manos de un pujador anónimo. Desolada y abatida, Cally encontró refugio en los brazos de un guapo e implacable desconocido. El hombre que había comprado su querido cuadro, ¡el príncipe de Montéz!Por decreto real, Leon convocó a Cally. Su Majestad deseaba una amante: sumisa, atractiva  y… ¿embarazada?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Sabrina Philips. Todos los derechos reservados. AMANTE DE UN PRÍNCIPE, N.º 2035 - octubre 2010 Título original: Prince of Montéz, Pregnant Mistress Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9189-9 Editor responsable: Luis Pugni Epub x Publidisa

Capítulo 1

ALLY Greenway estaba convencida de que toda la sala en la que se celebraba la subasta podía oír los latidos de su corazón. Respiró profundamente mientras descruzaba las piernas una vez más.

Era su noche, la noche que tanto tiempo llevaba esperando. Se miró el reloj. Sólo faltaban unos diez minutos para que los esfuerzos de tanto tiempo por alcanzar su sueño se vieran recompensados.

Entonces... ¿por qué tenía la sensación de que el cuerpo entero se le iba a disolver?

Cally cerró los ojos en un esfuerzo por encontrar una explicación lógica mientras el penúltimo artículo del lote, un Monet, alcanzaba cifras astronómicas. Sí, eso era. Aunque era restauradora de arte, el mundo del arte, en el que en noches como ésa la belleza de una obra se traducía en dinero y posesión, le era ajeno. Se encontraba fuera de lugar en la puja más prestigiosa del año de la sala de subastas Crawford, su sitio era en su estudio con un mono de trabajo.

Ése era el motivo por el que no podía concentrarse, reflexionó mientras tiraba del bajo del vestido negro de seda que su hermana le había prestado. No tenía nada que ver con el hecho de que él estuviera allí.

Cally se echó en cara incluso haberle visto llegar, y también los síntomas físicos que la estaban asaltando. No aceptaba el efecto que ese hombre tenía en ella y mucho menos cuando, realmente, no le conocía.

Sólo le había visto en una ocasión, dos días antes durante la presentación de la subasta, pero no le conocía. Conocer significaba interacción, y no había habido ninguna entre los dos. El hombre poseía una belleza clásica, y la ropa cara junto al hecho de que estuviera en semejante lugar sugerían que estaba podrido de dinero. Quizá tuviera algún título, como duque o conde, lo que significaba que jamás se fijaría en una mujer como ella. No tenía problemas con eso, le sobraba con que hubiera habido un hombre así en su vida, no necesitaba otro.

En ese caso, ¿por qué no lograba dejar de pensar en la intensidad de esos ojos azules? ¿Y por qué le estaba costando tanto esfuerzo no desviar la mirada hacia atrás, a la derecha, a la penúltima fila de asientos de la sala de subastas?

«Porque cada vez que le miras él te lanza una irresistible sonrisa ladeada que te deja sin respiración», le respondió una voz interior que ella, inmediatamente, silenció.

–Por fin, el lote cincuenta. Dos cuadros pintados por el maestro del siglo XIX Jaques Rénard y titulados Mon amour par la mer, legado de Hector Wolsey. Aunque las pinturas necesitan algún trabajo de restauración con el fin de recuperar su antiguo esplendor, son sin duda alguna los dos trabajos más famosos de Rénard.

Cally respiró profundamente cuando las palabras del subastador confirmaron que, por fin, había llegado el momento que tanto había esperado. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, el panel giratorio a la derecha del subastador estaba rotando hasta acabar mostrando los dos deslumbrantes cuadros. Contuvo el aire en los pulmones, embargada de un profundo sentimiento de admiración.

Recordó la primera vez que había visto una copia impresa de aquellos dos cuadros. Al poco de comenzar el bachillerato, su profesora de arte, la señora McLellan, les había puesto como ejemplo a Rénard al atreverse a desafiar las normas establecidas al poner a una mujer como motivo de la pintura en vez de a una diosa. El resto de la clase se había echado a reír; en los dos cuadros que componían el Mon amour par la mer, Rénard había pasado de pintar a la mujer vestida en uno y completamente desnuda en el otro. Sin embargo, para ella había sido un momento decisivo en su vida. Aquellos cuadros le habían hablado de belleza y verdad. Desde ese momento, se dio cuenta de que su futuro era el arte. Pero quedó horrorizada cuando descubrió que los cuadros originales se encontraban almacenando polvo en la mansión de un presuntuoso aristócrata en vez de en un museo en el que todo el mundo podría disfrutar de ellos.

Hasta ahora. Porque ahora pertenecían a Hector Wolsey hijo, cuya afición a las carreras de caballos le había llevado a pedir a la casa de subastas Crawford que los vendiera inmediatamente. Y la galería London City Gallery había estado recaudando fondos para comprarlos y para contratar a un especialista que los restaurase. El entusiasmo de ella, su impresionante currículum y su conocimiento sobre la obra de Rénard habían convencido a los directivos de la galería de que era la persona adecuada para ese trabajo. El trabajo de sus sueños y el que iba a impulsar su carrera profesional.

Cally miró a su alrededor cuando comenzó la puja, que Gina, la representante de la galería, sentada a su lado, inició. Se oyó un bajo murmullo; telefonistas agrupados en el perímetro de la sala sacudieron las cabezas mientras comunicaban la marcha de la subasta a coleccionistas de todo el mundo. En cuestión de segundos, las cifras que se barajaban excedieron la tasación del catálogo de ventas hasta un punto exorbitante. Y aunque Gina alzó la mano cada vez que el subastador pronunciaba una cifra, no logró calmarse.

Y entonces, algo pasó...

–Eso es un aumento de... un momento... diez millones. Alguien ha aumentado la puja en diez millones por teléfono –dijo el subastador lentamente mientras se quitaba las lentes y, con expresión perpleja miraba a los telefonistas–. Señora, eso significa que alguien ha ofrecido setenta millones. ¿Alguien sube a setenta y un millones?

En la sala se hizo un silencio sepulcral. A Cally el corazón parecía querer salírsele del pecho y el estómago le dio un vuelco. ¿Contra quién estaban pujando? Según los de la galería, cualquier coleccionista interesado en los Rénards iba a estar en la sala. Y la expresión horrorizada de Gina lo dijo todo; aunque, por fin, inclinó la cabeza asintiendo.

–Setenta y un millones –dijo el subastador reconociendo la puja de Gina mientras volvía a ponerse las gafas y miraba en dirección a los telefonistas–. ¿Alguien ofrece setenta y dos millones? Sí –giró la cabeza de nuevo, y otra vez–. Bien, ¿setenta y tres millones?

Gina volvió a asentir con desgana.

–¿Alguien ofrece más de setenta y tres millones? –volvió a mirar a los telefonistas.

–Por teléfono, alguien ha ofrecido ochenta millones.

¿Ochenta?

–¿Alguien ofrece ochenta y uno?

Nadie.

Cally cerró los párpados con fuerza.

–¿Ochenta millones a la una...?

Cally miró descorazonada a Gina, que negó con la cabeza a modo de disculpa.

–Adjudicado por ochenta millones de libras esterlinas.

Su cuerpo se hizo eco del sonido del martillo como un temblor sísmico.

La galería London City Gallery había perdido los Rénard.

Estaba completamente consternada. Las pinturas que adoraba se iban a saber adónde. La ilusión de restaurarlas se vio truncada y, con ello, el impulso que esperaba darle a su carrera.

El panel giratorio volvió a rotar otros ciento ochenta grados y los cuadros desaparecieron de la vista.

Todo había acabado.

Cally permaneció en su asiento con la mirada vacía y los ojos fijos en la pared mientras la gente comenzaba a abandonar la sala. No notó que el guapo desconocido aún estaba allí y apenas se percató de las disculpas de Gina a modo de despedida al marcharse. Lo comprendía, el presupuesto de la galería tenían un límite, y los cuadros se habían vendido por casi el doble del valor de la tasación inicial. Y sabía que Gina había corrido un gran riesgo al pujar tan alto como había hecho.

Bien, estaba claro que alguien quería tener esos Rénards, pero... ¿Quién? La cuestión la sacó de su parálisis. Sin duda, la galería que los había comprado necesitaría contratar a un restaurador. Sabía que era quebrar una regla no escrita, pero su única esperanza era descubrir adónde habían ido a parar los cuadros.

Se puso en pie y se dirigió al fondo de la sala de subastas donde los telefonistas estaban recogiendo. –Por favor –le dijo al hombre que había recibido la llamada–, dígame quién ha comprado los Rénards.

El hombre se volvió, igual que varios de sus colegas, y todos la miraron con una mezcla de curiosidad y censura en sus expresiones.

–No lo sé, señora. Pero esa información es estrictamente confidencial, asunto sólo del comprador y el cajero.

Cally lo miró con desesperación.

El telefonista sacudió la cabeza.

–Sólo ha dicho que estaba pujando en nombre de un coleccionista privado.

Cally retrocedió y se dejó caer en una de las sillas vacías; después, apoyó la cabeza en las manos y luchó por controlar las lágrimas. Un coleccionista privado. La sangre le hirvió. Lo más seguro era que nadie pudiera volver a ver los cuadros hasta que el coleccionista muriese.

Sacudió la cabeza. Por primera vez desde lo de David, se había atrevido a creer que estaba encarrilando su vida. Pero todo se había venido abajo. ¿Qué le quedaba? Una noche en el hotel más barato que había podido encontrar en Londres y luego de vuelta a su abarrotada casa y, a la vez, estudio en Cambridge. Otro año de trabajos esporádicos de restauración que apenas cubrían la hipoteca.

–Da la impresión de que no te vendría mal una copa.

La voz tenía acento francés y, sorprendentemente, la hizo temblar como lo había hecho el martillazo del subastador; quizá porque supo de inmediato a quién pertenecía la voz.

Se pasó una mano por el cabello y se volvió hacia él.

–Estoy bien, gracias.

¿Bien? Cally casi se echó a reír. Aunque le hubieran pedido que restaurase todos los cuadros de la subasta dudaba poder estar bien delante de ese metro ochenta y ocho centímetros de hombre provocándole sensaciones desconocidas que no tenía ningún deseo de explorar.

–No lo pareces –dijo él mirándola con demasiada fijeza.

–¿Y quién eres tú? ¿El psicólogo que Crawford hace venir para la subasta de los últimos diez lotes por si alguien sufre un trauma?

Esos labios esbozaron una irónica e irresistible sonrisa.

–Así que notaste el momento en que llegué, ¿eh?

–No has respondido a mi pregunta –le espetó Cally ruborizándose.

–No, no lo he hecho.

Cally frunció el ceño. Después, agarró su bolso y lo cerró.

–Gracias por preocuparte por mí, pero tengo que volver a mi hotel –Cally se levantó y se volvió en dirección a las puertas abiertas de la sala de subastas.

–No soy un psicólogo –dijo él.

Cally giró sobre sus talones, como él, sin duda, habría supuesto que haría. Aunque era arrogante, al menos era honesto.

–Entonces, ¿quién eres?

–Me llamo Leon –respondió él dando un paso adelante y ofreciéndole la mano.

–¿Y?

–He venido aquí por mi universidad.

¿Era un profesor universitario? Lo primero que le vino a la mente fue que debería haber hecho sus estudios en Francia. Todos sus profesores de arte habían rondado los sesenta años, desconocedores de lo que era una cuchilla de afeitar y nunca habían oído hablar de los desodorantes. Lo segundo, fue perplejidad, ya que ese hombre parecía sumamente rico y sofisticado. Sin embargo, los franceses tenían estilo, ¿no? Y eso explicaba por qué se había limitado a observar y no a pujar.

Cally se amonestó a sí misma por haberse precipitado a juzgarle.

–Yo soy Cally –dijo ella estrechándole la mano.

Entonces, cuando los dedos de él la hicieron respirar profundamente y perder el habla, se preguntó en qué había estado pensando.

–¿Y tú... eres una desilusionada compradora? –preguntó Leon enarcando las cejas como si no pudiera creerlo.

–¿Qué te hace pensar que no pueda serlo? –respondió ella a la defensiva, aunque sin saber por qué estaba discutiendo con él cuando para un profesor de universidad era casi tan imposible como para ella comprar cuadros tan valiosos.

–Creo que no has pujado ni una sola vez.

–Así que te has fijado en mí, ¿eh? –respondió Cally más contenta de lo que debería.

Leon no se había dignado a mirarla dos días atrás, cuando ella llevaba sus ropas de trabajo en vez de ir bien vestida, como esta ocasión había requerido. Además, ¿por qué iba a importarle que se hubiera fijado en ella o no? No le llevaría nada de tiempo fijarse en otra.

Leon asintió.

–Sí, claro. Y como tú tampoco me has dicho si eres una desilusionada compradora o no, creo que estamos en paz.

Cally clavó los ojos en el lugar donde hacía unos minutos habían estado los cuadros y volvió a sentirse una fracasada.

–Es un asunto complicado. Digamos que esta noche mi vida podría haber cambiado para mejor, pero no ha sido así.

–La noche es joven –comentó Leon con una sonrisa de absoluta confianza en sí mismo.

Cally apartó los ojos de los labios de él y se miró el reloj, horrorizada de sentirse tentada a descubrir qué había querido decir él. Las diez y cuarto.

–Como he dicho, tengo que volver al hotel.

–¿Tienes algo mejor que hacer o eres la clase de mujer a la que le asusta decir que sí?

Cally se quedó helada.

–No. Soy la clase de mujer consciente de que, si alguien a quien acaba de conocer la invita a una copa, a lo que la está invitando realmente es a otra cosa, y no me interesa.

Leon lanzó un silbido.

–¿Entonces prefieres un hombre que vaya directamente al grano, que te diga exactamente lo que quiere de antemano antes de que tú contestes?

Cally se ruborizó.

–Preferiría que una copa significase una copa.

–¿Significa eso que tienes sed, chérie?

Con la garganta seca, Cally tragó saliva. ¿Era la clase de mujer a la que le asustaba decir que sí?, se preguntó espantada y afligida de que él pudiera tener razón. No, no tenía miedo; sin embargo, sabía por experiencia que esa clase de sí conducía inevitablemente a una desilusión. Por eso era por lo que, al contrario que las chicas que conocía, que pasaban las noches en clubs ligando, se había pasado los últimos siete años sentada delante de su mesa de trabajo hasta altas horas de la madrugada memorizando las composiciones químicas de los tratamientos de restauración de cuadros y probando todas las técnicas con el fin de conseguir éxito profesional. Pero... ¿adónde la había conducido eso? A nada.

Cally respiró profundamente. Un sí podía causarle una desilusión, pero en ese momento le desilusionaba mucho más volver a la habitación del hotel sintiéndose fracasada y con un minibar por compañía. Al menos, si aceptaba la invitación a una copa con un hombre perfectamente normal lograría olvidarse de lo que acababa de pasar.

–Con una condición –respondió Cally. No obstante, en el momento en que alzó los ojos y vio aquella irresistible sonrisa, pensó tardíamente que no había nada remotamente normal en la forma en que él la hacía sentirse. Eso era lo que debía asustarla–, que no hablemos de trabajo.

–Hecho –respondió Leon con decisión.

–Bien –Cally comenzó a darse la vuelta–. Por cierto, ¿adónde quieres que vayamos?

Capítulo 2

EON no había pensando en ningún sitio en particular. Durante los dos últimos días, no había pensado en nada... excepto en ella. Había ido a Crawford, a la presentación previa a la subasta, para ver los cuadros a los que todo el mundo quería echarles el guante, pero se había encontrado con que quería echarle el guante a otra cosa completamente distinta, a la estrecha cintura y bien formadas caderas de la mujer de lustroso cabello cobrizo ensimismada con unos cuadros de los que él, de repente, se había olvidado.

Tras unas discretas preguntas, se había enterado de que ella era la elegida por la galería London City Gallery para realizar la restauración de los Rénard. Por una vez, el destino había jugado a su favor. Al ser necesario que se la investigara, le había parecido lo mejor quedarse para la subasta y así realizar la investigación personalmente.

Leon la observó mientras caminaban, ajeno al ruido de los taxis y autobuses en la cálida noche de junio. El vestido de seda negro le sentaba mucho mejor que la descuidada indumentaria del día de la presentación y el cabello, en vez de llevarlo recogido, le caía sobre los hombros. Esa noche, el aspecto de ella encajaba con la clase de corta y satisfactoria aventura amorosa que él tenía en mente.

–Elije tú –respondió Leon al tiempo que se daba cuenta de que habían llegado al final de la calle y aún no había contestado a la pregunta de ella de adónde iban.

Cally, cada vez menos segura de lo que estaba haciendo, miró a su alrededor y decidió que cuanto antes acabara aquello mejor.

–El primer bar que nos encontremos. Al fin y al cabo, lo importante es que sirvan bebidas, ¿no?

Leon asintió.

–D’accord.

Al doblar la esquina, Cally vio un letrero luminoso: Road to nowhere.

–Perfecto –declaró Cally en tono retador. Quizá fuera algo insalubre, pero al menos era lo suficiente ruidoso para no correr el riesgo de una larga conversación en la intimidad de una mesa para dos.

Leon alzó la cabeza en el momento en que una pareja de jóvenes salía por la puerta y comenzaban a devorarse el uno al otro contra el ventanal, y controló una sonrisa maliciosa.

–Me parece bien.

Cally le miró, dudando que hablara en serio. Después, se arrepintió de haberlo hecho ya que aquel rostro imposiblemente hermoso bajo la luz de las farolas de la calle hizo que el cuerpo entero le picara.

–Fabuloso. Y por suerte, mi hotel está a dos calles de aquí –dijo ella tanto para convencerse a sí misma de que volvería a su hotel después de una copa como para recordárselo a él.

–Estupendo.

Cally tragó saliva cuando pasaron justo al lado de la pareja, que aún seguían sin respirar, y entraron en el bar.

El local estaba muy oscuro, había una cantante y varias parejas en una pista de baile.

«Una idea genial, Cally. Esto es mucho mejor que un bar tranquilo», se dijo a sí misma en silencio con sarcasmo.

–¿Qué prefieres, un Orgasmo a Gritos o una Arremetida de Piña?

–¿Qué? –Cally se volvió y sólo sintió un ligero alivio al ver que Leon estaba leyendo lo que ponía en la carta que había agarrado de la barra del bar.

–Agua mineral, gracias –respondió ella.

Leon arqueó las cejas con expresión de censura.

–Está bien –se retractó Cally al tiempo que echaba una ojeada a la carta–. Creo que voy a tomar... un Veneno de Cactus.

¿Hacía cuánto que no bebía alcohol? Una copa de vino en el bautismo de su sobrino, en enero. La verdad era que tenía que salir un poco más.

Leon se quitó la chaqueta y pidió dos copas de lo mismo; y, sin saber cómo, consiguiendo parecer encajar en aquel establecimiento. Ella, por el contrario, cruzó los brazos a la altura del pecho sintiéndose excesivamente bien vestida y cohibida.

–En fin, no me digas que vienes aquí constantemente –dijo Cally, maravillándose de la prontitud con que había llamado la atención de la camarera; aunque, pensándolo bien, podía comprender por qué.

–Bueno, vendría si pudiera, pero vivo en Francia. ¿Y tú, qué disculpa tienes?

Cally se echó a reír, relajándose ligeramente mientras se sentaban a una mesa.

–Yo vivo en Cambridge.

–¿Quieres decir que no sabías que este bar estaba a la vuelta de la esquina?

–No, no lo sabía –Cally negó con la cabeza.

Entonces, Leon alzó su copa.

–¿Por qué quieres que brindemos?

Cally se quedó pensativa un momento.

–¿Por descubrir que trabajando duro, al final, no se obtiene recompensa; en cuyo caso, por qué molestarse?

Quizá por la compañía o por la atmósfera, se dio cuenta de que quizá debiera hablar de ello. Esperaba que fuera eso y no que no podía pasar cinco minutos sin hablar del trabajo.

Leon chocó su copa contra la de ella y los dos sorbieron el líquido verde amarillento.

–Así que no te han salido bien los planes esta noche, ¿eh? –aventuró Leon.

–Más o menos. La London City Gallery había prometido darme el trabajo de restauración de los Rénard si los adquiría. No ha sido así.

–Podrías ofrecer tus servicios a quien los ha comprado.

–Según el tipo que ha hecho la transacción por teléfono, los ha comprado un coleccionista particular anónimo –respondió ella sin poder ocultar una nota de resentimiento.

–¿Y por qué no iba a encargarte la restauración un coleccionista particular?

–Me lo dice la experiencia. Aunque lograra averiguar quién ha comprado los cuadros, lo más probable es que esa persona contrate a alguien que ya conozca o al equipo que lo haga más rápido. Para los ricos, el arte es como un Ferrari o un ático en Dubai, algo de lo que presumir, en vez de algo de lo que todo el mundo podría disfrutar.

Leon se quedó muy quieto.

–Entonces, si se pusieran en contacto contigo, ¿tu ética profesional te impediría que hicieras la restauración de los Rénards?

Cally volvió la cabeza, la emoción hacía que le picaran los ojos.

–No, no me lo impediría.