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En poco tiempo deseó lo que nunca había querido: una familia. Reed Hudson, abogado matrimonialista, sabía que los finales felices no existían, pero la belleza pelirroja que entró en su despacho con una niña en brazos le puso a prueba. Lilah Strong tuvo que entregarle a la hija de su amiga fallecida a un hombre que se ganaba la vida rompiendo familias. Reed le pidió que se quedase para cuidar temporalmente de su sobrina. La elegante habitación del hotel en la que Reed vivía estaba a años luz de la cabaña que Lilah tenía en las montañas. ¿Cómo terminaría la irresistible atracción que había entre ellos, en desastre o en una relación?
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Seitenzahl: 170
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Maureen Child
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Padre a la fuerza, n.º 2108 - diciembre 2017
Título original: The Baby Inheritance
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-743-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
–El divorcio es la realidad –le dijo Reed Hudson a su cliente–. Es el matrimonio lo que es una anomalía.
Carson Duke, uno de los actores más aplaudidos de Estados Unidos, miró fijamente a su abogado antes de responder:
–Qué frío.
Reed negó con la cabeza. Aquel hombre estaba allí para terminar con un matrimonio que, para el resto del país, era como un cuento de hadas hecho realidad, y no quería aceptar la verdad. Reed ya había visto aquello muchas veces. La mayoría de las personas que acudían a él lo hacían decididos a terminar con un matrimonio que les resultaba incómodo, aburrido, o ambas cosas a la vez. Después había algunas que estaban allí, pero deseaban estar en cualquier otra parte del mundo, para poner fin a una relación que habían pensado que duraría para siempre.
Para siempre. Reed sonrió solo de pensarlo. Sabía por experiencia que no había nada que durase eternamente, ni en los negocios ni en el amor.
–Ya te he dicho que es la realidad –insistió.
–Pues qué duro –le contestó Carson–. ¿Has estado casado alguna vez?
Reed se echó a reír.
–Por supuesto que no.
La idea le parecía ridícula. Gracias a su reputación como abogado matrimonialista de las estrellas ninguna mujer se acercaba a él con vistas a casarse.
Le gustaba su trabajo, disfrutaba protegiendo a sus clientes de relaciones nocivas, y si había algo que había aprendido a lo largo de los años era que hasta el mejor de los matrimonios podía terminar fatal.
Aunque para darse cuenta de aquello había tenido suficiente con su propia familia. Su padre iba por la quinta esposa y vivía en Londres, mientras que su madre, junto a su cuarto marido, estaban en esos momentos disfrutando de Bali. Aunque, según había oído, su madre ya estaba pensando en un quinto marido. Gracias a aquello, Reed tenía diez hermanos con edades comprendidas entre los tres y los treinta y dos años, y a una más en camino gracias a la joven y, al parecer, fértil última esposa de su padre.
Él era el mayor y, por lo tanto, siempre era al que habían acudido sus hermanos cuando tenían un problema. Lo mismo que sus padres cuando necesitaban un divorcio exprés para casarse con el siguiente amor de su vida. Reed estaba acostumbrado a aquello y hacía tiempo que había aceptado su papel en el clan Hudson.
Miró a su último cliente y recordó los artículos y las fotografías que había visto acerca de Carson Duke y su esposa, Tia Brenna, durante el último año. Habían tenido un breve y apasionado romance que había culminado con una boda de cuento de hadas en un acantilado de Hawái, frente al Pacífico.
La prensa había puesto a la pareja como ejemplo de lo que era el amor verdadero y, no obstante, allí estaba Carson un año después, contratándolo a él para que lo representase en un divorcio que prometía ser tan mediático como la boda.
–Vamos a empezar –dijo Reed, mirando a Carson Duke, que parecía tan duro y frío como en sus películas de acción–. ¿Qué piensa tu esposa de todo esto?
Carson suspiró, se pasó una mano por el pelo y respondió:
–Ha sido idea suya. Ya llevamos una época mal –admitió en tono amargo–. Ella… ambos hemos decidido que lo mejor para los dos era terminar con el matrimonio antes de estar peor.
–Ya…
Duke parecía tranquilo, pero Reed había visto a muchos clientes llegar con la idea de una separación amistosa y terminar insultando a la expareja.
–Necesito saber… si estás viendo a otra persona. ¿Hay otra mujer? Antes o después lo voy a averiguar y es mejor para todos que me lo cuentes desde el principio, para que no haya sorpresas.
Carson se puso tenso, pero Reed levantó la mano para tranquilizarlo.
–Hay preguntas que voy a estar obligado a hacerte. Y, si eres listo, me vas a contestar.
Carson se removió en su silla, parecía furioso. Entonces, se puso en pie y respondió:
–No la he engañado. Ni Tia me ha engañado a mí.
Reed arqueó las cejas. Era la primera vez que oía a un cliente defender a su esposa.
–¿Estás seguro de eso último?
–Completamente.
–Entonces, ¿qué haces aquí? –preguntó Reed intrigado.
–Ya te he dicho que hemos dejado de ser felices juntos. Cuando nos conocimos fue… mágico. La atracción era muy fuerte y, además, nos pasábamos las noches hablando, riendo, haciendo planes, hablando de marcharnos de Hollywood y tener hijos… Pero durante los últimos meses, entre el trabajo y otros compromisos… Ya casi no nos vemos. Así que, ¿para qué seguir casados?
Reed no acababa de entenderlo, pero se dijo que, de todos modos, no era asunto suyo. Si Carson Duke quería un divorcio, tendría un divorcio. Aquel era su trabajo.
–De acuerdo, empezaré con el papeleo –le respondió–. ¿Tia no se opondrá?
–No, ya te he dicho que ha sido idea suya.
–Eso facilitará las cosas –admitió Reed.
–Supongo que eso es bueno –susurró Carson.
–Sí.
A Reed le cayó bien su nuevo cliente. Pensó que solo necesitaba que alguien lo guiase en un tema que le era desconocido.
–Confía en mí –le dijo–. No te recomiendo un divorcio largo y complicado, que llene periódicos todos los días.
–Si no puedo ni sacar la basura sin encontrarme a un fotógrafo subido a un árbol –se quejó Carson–. Ha merecido la pena venir hasta Malibú solo para librarme de ellos.
Reed también había pensado en mudarse a Los Ángeles varias veces, pero después había preferido quedarse allí. Había comprado un edificio antiguo, construido en 1890, y lo había reformado para instalar su bufete allí. Estaba a solo quince minutos de casa y justo enfrente de Newport Beach.
–En un par de días estarán preparados los documentos.
–No hay prisa, voy a quedarme unos días en el Saint Regis Monarch. He reservado una suite.
Reed vivía en una enorme suite del mismo hotel de cinco estrellas, y supo que era un buen lugar para que Carson descansase de Hollywood y de la prensa. Porque, antes o después, la noticia del divorcio se haría pública.
–¿Tú vives en el Monarch, no? –le preguntó Carson.
–Sí. Entonces, cuando tenga los documentos, te los haré llegar a tu habitación para que los firmes.
–Va a ser cómodo, ¿eh? –comentó Carson en tono amargo–. Por cierto, que me he registrado con el nombre de Wyatt Earp.
Reed se echó a reír. Los famosos solían dar nombres falsos en los hoteles para evitar que todo el mundo supiese dónde estaban.
–De acuerdo.
–Gracias –respondió Carson.
Reed lo vio marcharse y cuando la puerta de su despacho se cerró tras él, se levantó y fue hacia la ventana, a mirar el mar, como había hecho su cliente un rato antes. Había pasado por aquello tantas veces que sabía perfectamente lo que pensaba y sentía Carson. Había tomado la decisión de divorciarse y sentía una mezcla de alivio y pesar, y se preguntaba si estaría haciendo lo correcto.
Algunas personas se divorciaban con alegría, pero eran las menos. En general, a todo el mundo le dolía perder algo en lo que habían puesto su esperanza, con lo que habían soñado. Reed lo había visto en su propia familia una y otra vez. Sus padres, cada vez que se casaban, lo hacían pensado que sería la definitiva. La verdadera. Y que vivirían felices durante el resto de sus días.
–Y nunca ha sido así –murmuró, sacudiendo la cabeza.
Volvió a pensar que él había hecho lo correcto al no confundir jamás el deseo con un amor destinado a cambiarle la vida.
Volvió a su escritorio y empezó a redactar los papeles del divorcio de Carson Duke.
Lilah Strong condujo tranquilamente por la autopista del Pacífico. El paisaje era muy distinto al que ella estaba acostumbrada y pretendía disfrutarlo a pesar de estar furiosa. No le gustaba estar enfadada, tenía la sensación de que era una pérdida de tiempo. Sobre todo, porque a la persona con la que estaba furiosa no le importaba cómo se sintiese. Así que aquella ira solo le afectaba a ella… provocándole náuseas.
No obstante, saberlo no la calmó, así que intentó distraerse mirando hacia el mar.
Las vistas eran preciosas: el mar, los surfistas deslizándose hacia la costa, el sol brillando en la superficie azul, los barcos a lo lejos, niños haciendo castillos de arena en la orilla.
Lilah era más bien una chica de montaña, pero le gustó el Pacífico. Y si pudo disfrutar de él fue porque había mucho tráfico e iba muy despacio. Todavía estaban a mediados de junio e imaginó que en verano sería mucho peor, pero, por suerte, aquel ya no sería su problema.
Un día o dos y estaría de vuelta en sus montañas. La idea de dejar allí, en Orange County, a su acompañante, le encogió el corazón, pero no podía hacer nada al respecto. No tenía elección. Tenía que hacer lo correcto, aunque no le gustase.
Miró por el espejo retrovisor y dijo:
–Estás muy callada. Supongo que tienes mucho en lo que pensar. Sé cómo te sientes.
Ella también tenía la cabeza llena de cosas. Llevaba dos semanas pensando en aquel viaje a California y, una vez allí, todavía no sabía cómo iba a salir, pero no tenían escapatoria, ni ella, ni su acompañante del asiento trasero.
Le habría sido más fácil estando en su territorio. En el pequeño pueblo de Utah en el que vivía tenía amigos, personas con las que podía contar. Allí estaba sola.
Solo había tardado hora y media de vuelo en llegar, pero tenía la sensación de estar en la otra punta del mundo.
Aparcó, ayudó a su amiga a salir del coche y entró en el bufete con el estómago hecho un manojo de nervios. El edificio era de estilo victoriano, pero muy moderno por dentro. Le resultó frío y un tanto intimidante. Así que Lilah pensó que ya estaba predispuesta para que tampoco le gustase el hombre al que iba a ver allí. Se puso recta y se acercó a la recepción.
–He venido a ver a Reed Hudson, soy Lilah Strong.
La mujer de mediana edad que había detrás del mostrador las miró a las dos.
–¿Tiene cita?
–No. Vengo de parte de su hermana, Spring Hudson Bates –respondió ella–. Es importante y necesito verlo ahora mismo.
–Un momento –le dijo la recepcionista, levantando el teléfono y tocando un botón–. Señor Hudson, hay aquí una mujer que quiere verlo. Dice que viene de parte de su hermana Spring.
Dos segundos después, colgó y señaló hacia la escalera.
–El señor Hudson va a recibirla. Suba la escalera, la primera puerta de la izquierda.
–Gracias –respondió Lilah echando a andar con su acompañante.
Subió la escalera, se detuvo delante de una puerta doble, respiró hondo, tomó el pomo y la abrió.
Accedió a una zona pequeña, bien iluminada y con muebles elegantes, donde una mujer joven sonrió al verla llegar.
–Hola, soy Karen, la asistente del señor Hudson, usted debe de ser la señorita Strong. El señor Hudson la está esperando.
Karen se levantó y fue hasta otra puerta doble, que abrió antes de apartarse para dejar pasar a Lilah.
El despacho era enorme, sin duda, diseñado para impresionar e intimidar. «Misión cumplida», pensó ella. Detrás del escritorio había un enorme ventanal con vistas al mar y a la izquierda, otro ventanal con vistas a la autovía.
El suelo de madera brillaba tanto como en el resto del edificio. Había varias alfombras de aspecto caro y muebles de cuero oscuro. La decoración tampoco encajaba con un edificio de estilo victoriano, pero chocaba menos que la del primer piso. No obstante, Lilah se dijo que no estaba allí para criticar el trabajo de algún decorador de interiores, sino para enfrentarse al hombre que en esos momentos se ponía en pie.
–¿Quién eres? –inquirió este–. ¿Y qué sabes de mi hermana Spring?
Su voz profunda retumbó en la habitación como un trueno. Era alto y moreno, vestía un traje negro, camisa blanca y corbata roja. Tenía los hombros anchos y la mandíbula cuadrada, los ojos verdes, nada amables.
A Lilah no le importó, no había ido allí a hacer amigos. Reed Hudson intimidaba tanto como su elegante despacho, y era muy atractivo, pero aquello daba igual.
No obstante, Lilah se alegró de haberse arreglado, porque en casa solía estar sin maquillaje. Se había puesto unos pantalones negros, una camisa roja y una chaqueta corta también roja. Y botas de tacón. Estaba todo lo preparada que podía estar para aquel encuentro.
–Soy Lilah Strong –se presentó.
–Ya me lo han dicho –respondió él–, lo que no sé es qué haces aquí.
Ella respiró profundamente y se acercó con paso rápido a él, se acercó tanto que pudo oler su loción de afeitado, que le recordó al olor de los bosques de casa.
–Spring era mi amiga. Ese es el motivo por el que estoy aquí. Me pidió que hiciese algo por ella y no pude decirle que no. Por eso estoy aquí.
–De acuerdo.
Lilah se preguntó por qué tenía que ser tan atractivo. Y por qué tenía que sentirse atraída por él.
–¿Y siempre llevas a tu bebé a todas partes?
Ella levantó la barbilla y miró al bebé que descansaba en su cadera izquierda. Aquella era la razón por la que se había marchado de casa y estaba delante de aquel hombre con la mirada tan fría. De no haber sido por ella, no estaría en el despacho de Reed Hudson con un nudo en el estómago.
Rosie aplaudió y gritó. Lilah sonrió, pero volvió a ponerse seria al ver el gesto del hombre que la observaba.
–Rose no es mi bebé –respondió–. Es tuyo.
Reed se puso alerta al instante.
Aquella mujer que lo miraba con desprecio era muy guapa, pero era evidente que estaba loca.
A lo largo de los años, varias mujeres habían intentado convencerle de que estaban esperando un hijo suyo, pero él siempre había tenido cuidado, así que había podido deshacerse de ellas con facilidad. Y con aquella mujer no había estado nunca. Estaba seguro, no era una mujer fácil de olvidar.
–Yo no tengo hijos –replicó–. Así que, si eso es todo, ya puedes marcharte por donde has venido.
–No esperaba otra cosa de un hombre como tú –contestó ella.
–Un hombre como yo. ¿Y qué sabes de mí?
–Sé que eres el hermano de Spring y que no estuviste ahí para ayudarla cuando te necesitó –le contestó, furiosa–. Y que a pesar de que la niña es justo igual que tu hermana, no se te ocurre hacer ninguna pregunta.
Él frunció el ceño.
–Mi hermana.
–Eso he dicho. Se llama Rose y es la hija de Spring.
La niña aplaudió al oír su nombre.
–Eso es, Rosie. Eres igual que tu mamá, ¿verdad?
La pequeña volvió a aplaudir y se echó a reír. Y mientras las dos se sonreían, Reed las estudió con la mirada. «La hija de Spring». En esos momentos, más relajado, pudo ver el parecido de la niña con su hermana. Tenía el pelo fino, negro y rizado, el rostro redondo y los ojos verdes y brillantes como dos esmeraldas, como los de Spring.
Y como los suyos propios.
Entonces lo supo, supo que a su hermana le había pasado algo. Si no, jamás en la vida habría dejado a su hija.
Y era evidente que la niña era una Hudson. Spring había tenido una hija y él no se había enterado. En esos momentos entendió el enfado de aquella mujer y que lo hubiese acusado de no haber estado ahí cuando Spring más lo necesitaba. Se dijo que si Spring hubiese acudido a él, la habría apoyado. No entendió que no le hubiese pedido ayuda. Toda la familia acudía a él. ¿Por qué no lo había hecho Spring?
Entonces recordó la última vez que había visto a su hermana pequeña. Hacía más de dos años. Le había pedido que la ayudase a obtener un avance de su fondo fiduciario. Había estado enamorada. Otra vez.
Y también recordaba su propia reacción. Spring siempre había sido muy positiva, nunca había querido ver que había personas que no merecían su lealtad ni su cariño.
Había sido la tercera vez que se enamoraba, una vez más, de un hombre con pocos principios, poca ambición y todavía menos dinero. Reed siempre había pensado que su hermana creía que podía salvarlos, pero nunca le había salido bien.
En aquella ocasión, cuando Spring había ido a verlo ya había estado avisado. Savannah, otra de sus hermanas, había conocido al novio de Spring y había llamado a Reed preocupada. Él lo había hecho investigar y había descubierto que tenía antecedentes penales. No obstante, Spring no había querido escuchar sus advertencias, había insistido en que Coleman Bates había cambiado y merecía una segunda oportunidad.
Reed recordaba claramente haberle dicho que aquel tipo ya había tenido una segunda oportunidad, incluso una tercera, y que no había cambiado, pero Spring había estado enamorada y no había querido escucharlo. En esos momentos, con la hija de su hermana delante, Reed frunció el ceño, recordó haberle dicho a su hermana que madurase y que no pensase que él le iba a solucionar siempre los problemas. Spring se había marchado de allí dolida y enfadada. Así que, al parecer, cuando lo había necesitado de verdad no había vuelto a llamarlo. Y ya era demasiado tarde.
Reed se sintió culpable, pero se dijo que eso ya no podría ayudar a Spring, ni mitigar el dolor de su pérdida. Había hecho lo que había pensado que era mejor para ella y en esos momentos ya solo le quedaba buscar respuestas.
–¿Qué le ha pasado a Spring?
–Falleció hace dos meses.
Reed apretó los dientes. Lo había imaginado, pero oírlo fue más doloroso. Se pasó una mano por el rostro y después volvió a clavar la vista en el bebé. Después, miró a Lilah a los ojos azules.
–Vaya, es una noticia muy dura.
Spring era su hermanastra por parte de padre, cinco años más joven que él. Siempre había sido una chica alegre y confiada.
–Lo siento. No tenía que habértelo dicho de manera tan brusca.
Él sacudió la cabeza y la miró a los ojos. Eran muy azules, casi violetas. Y brillaban con comprensión. Una comprensión que él ni quería ni necesitaba. Su dolor era cosa suya. No iba a compartirlo con nadie, mucho menos con una extraña.
–Es imposible suavizar una noticia así –añadió para disimular su agitación interna.
–Tienes razón. Tienes razón.
Reed se dio cuenta de que también había dolor en la mirada de Lilah, mezclado con ira.
Aquello le interesó mucho más que su comprensión.
–¿Qué le ocurrió a mi hermana?
–Fue un accidente de tráfico –respondió Lilah–. Alguien se saltó un semáforo en rojo…
–¿Un conductor ebrio?
–No. Un señor mayor sufrió un infarto. Y falleció también.
Así que no había nadie a quien imputar la responsabilidad. Nadie con quien sentirse furioso. A quien culpar. Reed se sintió impotente.
–Y dices que fue hace dos meses –añadió en voz baja–. ¿Por qué has venido a verme ahora?
–Porque no sabía de tu existencia –contestó, mirando a su alrededor–. Tengo que cambiar a la niña. ¿Te importa si nos trasladamos al sofá?
–¿Qué?