Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre - E-Book

Pasaje Begoña E-Book

Ismael Lozano Latorre

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Beschreibung

La Noche de San Juan de 1971, la oscuridad se apoderó para siempre del Pasaje Begoña. Una gran redada de los grises acabó con aquel corredor de Torremolinos donde reinaba la libertad y el respeto; un sitio especial donde los visitantes podían mostrarse tal y como eran, con independencia de su género, raza o tendencias sexuales. Gritos, llantos, lamentos. La magia y la elegancia chocaron con la brutalidad y la injusticia del régimen franquista. Fusiles contra lentejuelas. ¿Se puede volar cuando te han arrancado las alas? Un matrimonio forzado entre un homosexual y una discapacitada intelectual, un camarero enamorado, un adicto y una mujer atrapada en un cuerpo que no le pertenece se mezclan en esta novela que brinda un merecido homenaje a este episodio tan importante de la historia LGTBI de España. Atrévete a descubrir el Pasaje Begoña de la mano de Ismael Lozano Latorre. Atrévete a leer la esperada novela del autor de Vagos y Maleantes, que ha conquistado el corazón de miles de lectores. #pasajebegoña

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2021

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PASAJE BEGOÑA

Ismael Lozano Latorre

© Título: Pasaje Begoña

© Ismael Lozano Latorre

ISBN: 978-84-122749-5-0

Depósito Legal: GC-18-2021

Primera edición: mayo 2021

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Juan Castaño

Maquetación: David Márquez

Visite nuestro blog: https://www.editorialsieteislas.com/blog y nuestro canal de Youtube

Si quiere recibir información sobre nuestras novedades envíe un correo electrónico a la dirección:

[email protected]

Y recuerde que puede encontrarnos en las redes sociales donde estaremos encantados de leer sus comentarios.

#pasajebegoña #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

A mi abuelo,

que siempre llevaba almendras en los bolsillos

y me enseñó a amar la copla.

Nota del autor:

Aunque la novela está basada en hechos reales, El Rompeolas y todo lo que acontece en él es ficticio.

The Blue Note cerró sus puertas en 1967, pero ha sido incluido en la presente novela como homenaje a Pia Beck, una persona que consideramos que no podía faltar en una novela ambientada en el Pasaje Begoña.

PREFACIO

JORGE M. PÉREZ GARCÍA

Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

Agradezco sinceramente a Ismael Lozano su valentía por la publicación de este libro, que es el complemento perfecto de su anterior y magistral obra titulada Vagos y Maleantes. Por cierto, si aún no la han leído, les animo a hacerlo, porque les cautivará y descubrirán una historia apasionante. También le doy las gracias por la oportunidad que me brinda de dirigirme a ustedes e invitarles a sumergirse en estas páginas. Ismael Lozano ha sido capaz de trasladarles lo mejor de sí mismo para hacerles descubrir un lugar maravilloso: el Pasaje Begoña de Torremolinos. Conocerán en este libro cómo se vivía en la década de los sesenta en Torremolinos, hasta entonces un barrio de pescadores que formaba parte de la ciudad de Málaga y por qué el Pasaje Begoña fue un lugar tan especial.

En esos años, Torremolinos se convierte en uno de los principales destinos turísticos de España y del mundo. La afluencia de personas extranjeras, celebridades, intelectuales, miembros de casas reales, bohemios, hippies, artistas, aristócratas, personalidades de la jet set y turistas anónimos, supone el despegue turístico de Torremolinos. Sus visitantes se sienten atraídos no solo por las playas, el clima, el glamur o la diversión, sino también por la atmósfera de diversidad y vanguardia, un ambiente liberal y cosmopolita que lo diferencia de otras zonas de la Costa del Sol, de España y del mundo.

En esa época, en el Pasaje Begoña se instalan los primeros bares de España de ambiente homosexual, junto a otros locales de música, baile y diversión, convirtiéndose, de este modo, en todo un ejemplo de convivencia y respeto a la diversidad. A pesar de la represión que ejerce en España la dictadura de Franco, diversos factores como la entrada de divisas que propicia el turismo y el deseo de proyectar al mundo una imagen de modernidad hacen posible que Torremolinos alcance fama internacional como destino turístico LGTBI durante la década de los sesenta y que el Pasaje Begoña llegue a ser «una auténtica isla de libertad».

Finalizada su construcción a finales de 1962, y con la apertura de los primeros locales de ambiente homosexual de España en el Pasaje Begoña, aquel lugar se convierte pronto en un espacio de convivencia y libertad, único en aquella época de represión franquista. Allí acuden turistas de todo el mundo para disfrutar de las últimas tendencias en música, baile o moda, en un ambiente liberal, desenfadado y de vanguardia. El Pasaje Begoña no era un lugar exclusivo de la comunidad LGTBI, allí cualquier persona podía ser ella misma, sentirse libre, con independencia de su identidad y su orientación afectivo-sexual.

En la zona de Begoña, que se extendía a otras calles aledañas al pasaje, llegaron a existir más de cincuenta locales, algunos muy efímeros. Entre los locales más recordados están el célebre The Blue Note, el Bar Gogó, La Sirena, La Boquilla, la Sala Don Quijote, la Sala Le Fiacre, la discoteca Piper´s, el Bar Eva, La Cueva de Aladino y El Tony´s Bar.

Su gran popularidad atrajo a celebridades de todo el mundo, como John Lennon y el mánager de The Beatles, Brian Epstein; Pia Beck, cantante y pianista de jazz; actrices y vedettes internacionales como Luciana Paluzzi, Coccinelle, Amanda Lear o Grace Jones; el actor Helmut Berger; y muchas celebridades españolas como Sara Montiel, Massiel y José Antonio Nielfa, La Otxoa, prestigioso cantante y transformista.

Testigos de aquella época dorada afirman que no existía en el mundo un lugar tan maravilloso y diverso como el Pasaje Begoña.

Sin embargo, a finales de los sesenta y principios de los setenta, el régimen franquista endureció su política contra la homosexualidad y en esa etapa se llevaron a cabo continuas redadas contra el colectivo LGTBI en todos los puntos de España. La situación se endureció aún más con la entrada en vigor de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que consideraba delito la homosexualidad y la castigaba incluso con pena de prisión. Dicha ley presuponía que las personas LGTBI eran peligrosas por el mero hecho de existir, y lo que era aún peor, era necesario «rehabilitarlas» para reinsertarlas en la sociedad.

En este contexto, el 24 de junio de 1971 tuvo lugar en el Pasaje Begoña y en las calles aledañas una gran redada policial, ordenada por el entonces gobernador civil de Málaga, Víctor Arroyo. No fue una redada más, sino algo desproporcionado y cruel que avergonzó al mundo entero. Se identificó a más de trescientas personas, y ciento catorce de ellas fueron arrestadas por «atentar contra la moral y las buenas costumbres». Algunas de las personas arrestadas aquella noche fueron encarceladas y los extranjeros fueron deportados. A todos se les abrió un expediente policial y se les amenazó con estar «bajo vigilancia de las autoridades».

Muchos de los locales fueron multados y clausurados, y la mayoría quedaron cerrados para siempre. Este brutal acontecimiento tuvo un gran impacto en la prensa internacional, y muchos aseguran que marcó el inicio de un largo período de decadencia para Torremolinos como destino turístico y de libertad.

Pero la historia del Pasaje Begoña y sus protagonistas nos deja un legado de grandes valores para la memoria del colectivo LGTBI. Esto nos permite conectar esas luchas pasadas y comprender mejor quiénes somos hoy; también nos da a conocer lo que otras personas han hecho para conseguir que disfrutemos de mayores cuotas de igualdad en el presente.

En estos años de investigación sobre el pasado del Pasaje Begoña, he tenido oportunidad de acceder a muchos testimonios, artículos de prensa, partes policiales, sentencias judiciales, y sobre todo, he escuchado de primera mano muchas historias de lucha y de superación. Pero les aseguro que lo que más me ha impactado es ese sentimiento tan íntimo de libertad que nos trasladan quienes por primera vez descubrieron el Pasaje Begoña. Era la época en la que ser tú mismo o tú misma era un delito. La familia y las amistades se avergonzaban de ti, la medicina te consideraba una persona enferma, la iglesia decía que eso era pecado, la justicia te consideraba un delincuente y el conjunto de la sociedad te repudiaba por el hecho de ser y amar de forma diferente. Esas personas que descubrían un lugar donde sentirse libres es algo tan profundo y deslumbrante que solo es comparable a quien ha estado privado de libertad toda su vida y por fin la recupera.

El objetivo de la Asociación Pasaje Begoña, que en estos momentos presido, es recuperar la memoria histórica de este emblemático lugar, honrar a las personas valientes que lo frecuentaban y rescatar este capítulo de la historia de España.

Nuestros proyectos están dirigidos precisamente a alcanzar ese objetivo, la investigación de la memoria LGTBI y la promoción cultural e histórica del Pasaje Begoña. Asimismo, pretendemos devolver a este lugar el esplendor que tuvo en la década de los sesenta, no solo desde el punto de vista estético, sino también como ejemplo de convivencia y respeto a la diversidad. Fruto de nuestra labor, tanto el Parlamento de Andalucía como el Congreso de los Diputados han declarado al Pasaje Begoña como lugar de memoria histórica y cuna de los derechos y las libertades LGTBI. El Pasaje Begoña ya es miembro de la Coalición Internacional de Lugares de Conciencia, se ha hermanado con nuestro homólogo Stonewall Inn de Nueva York, se ha presentado en organizaciones sociales de varios países, en varias delegaciones diplomáticas, y también la Lotería Nacional, el cupón de la ONCE y un sello de Correos han conmemorado la importancia histórica del Pasaje Begoña.

Por otro lado, están en marcha todo tipo de actividades divulgativas, una exposición, charlas sobre diversidad por los centros educativos, tours y visitas guiadas diarias por el centro de Torremolinos para conocer mejor el Pasaje Begoña y las grandes lecciones de libertad y respeto a la diversidad que nos deja. Les animo a conocer todos los proyectos y, sobre todo, a cada una de las personas protagonistas y sus testimonios. Son lo más importante de este emblemático lugar.

No quisiera finalizar sin agradecer a todas y cada una de las personas que desinteresadamente aportan diariamente su tiempo e ilusión para hacer realidad este apasionante proyecto de recuperación de la memoria LGTBI. Doy también nuevamente las gracias a Ismael Lozano por escribir y publicar esta maravillosa historia que pudo, sin duda, ser una más de esas miles de historias que aún guarda el Pasaje Begoña.

Jorge M. Pérez García

Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

PRÓLOGO

25 de junio de 1971

Amanecía en el barrio del Calvario. El olor a café se mezclaba con el de las tostadas recién hechas: manteca colorá, aceite de oliva y jamón serrano. Agustín Martínez, con un cigarro consumiéndose en su boca, barría la acera en silencio. No cantaba. De sus labios no salía ninguna alegre melodía y tampoco había encendido el transistor que siempre le acompañaba.

Era una mañana triste, sombría, los primeros rayos del sol se colaban por las calles, pero no iluminaban lo suficiente. Hacía frío. La brisa marina era gélida, gris. Todo estaba mustio, lleno de lamentos. Torremolinos despertaba con la noticia de la gran redada que había tenido lugar en el Pasaje Begoña aquella misma noche. Decían que había habido cientos de detenidos. Gritos, llantos e injusticia. El mayor despliegue policial que se había visto en Málaga en mucho tiempo.

Agustín Martínez, compungido, suspiraba; sabía que aquellos desafortunados acontecimientos marcarían un antes y un después en la ciudad. La época de esplendor que había vivido Torremolinos en la última década se oscurecía, terminaba de apagarse aquella imagen de modernidad y vanguardia que siempre la había caracterizado.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

El barrendero tenía un mal presentimiento. A veces se le encogía el estómago y predecía que algo horrible iba a suceder. Su esposa le decía que tenía un don, pero para él, presentir las desdichas ajenas, más que una facultad milagrosa, era un hecho que lo atormentaba. ¿Es que no había habido suficiente dolor por una noche?

Una calada al cigarro y sus manos temblorosas sujetando el palo de la escoba.

Lo que fuera que fuese a ocurrir iba a pasar ya, en ese instante.

Los vellos de sus brazos erizándose.

Lo sabía, lo presentía y no podía hacer nada para impedirlo.

Un rayo de sol, reflejado en el cristal de una ventana, cegó momentáneamente sus ojos.

Sucedió todo muy rápido, demasiado para verlo y sobre todo para asimilarlo. Agustín Martínez pensó que había sido una alucinación, pero el sonido que escuchó al instante confirmó sus sospechas. Era real. Abominablemente cierto.

Un cuerpo.

El cuerpo de una chica precipitándose al vacío.

Rosario cayó desde un tercer piso y su cabeza se golpeó contra la acera. Los sesos de la joven se derramaron por el pavimento y su vestido blanco se tiñó de rojo.

El barrendero se estremeció y no le dio tiempo a hacer nada, ni siquiera gritó, se quedó en silencio, sorprendido, escuchando el sonido de su cráneo al fracturarse que sonó como una nuez a la que le pegan un martillazo, pero más fuerte y desagradable.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

Lágrimas en los ojos.

Lo que había presenciado era tan horrible que le escocía la retina.

El barrendero, aterrado, corrió hacia la joven pensando ilusamente que todavía estaba a tiempo de hacer algo por ella, pero era tarde, demasiado tarde, la muerte se la había llevado dejando solo un despojo de lo que fue.

Rosario era joven, muy joven, aproximadamente de la edad de su hija. Estaba muerta, sola, y él debía cuidarla.

Sus ojos castaños abiertos miraban al horizonte y su melena morena enmarañada aún conservaba algunas horquillas que colgaban del pelo. Tenía el rímel corrido, por lo que era fácil deducir que antes de morir había estado llorando.

Agustín Martínez, descorazonado, se sentó en el suelo con la chica a los pies. Estaba tan conmocionado que, sin saber por qué, le cogió la mano, intentando acompañarla. Fue al entrelazar sus dedos cuando se percató de que llevaba una alianza puesta. Aquella desconocida, que había caído por la ventana, tenía un marido, y dedujo, sorprendido, que lo que llevaba puesto no era un traje de fiesta, ¡sino un vestido de novia!

—¿Qué te han hecho, princesa? —le susurró con ternura—. ¿Quién muere en su noche de bodas? Debe ser un momento feliz.

Celebración… Fiesta… Diversión…

¿Cayó o la empujaron?

¿Estaría relacionado aquel terrible suceso con lo que había pasado la noche anterior en el Pasaje Begoña?

El sonido del cráneo al fracturarse repitiéndose en su cabeza.

Rosario iba vestida de novia y había perdido los zapatos. No tenía velo.

Había caído del tercer piso.

La ventana estaba abierta y la cortina jugaba con el viento.

Las aspas de un ventilador moviéndose.

Su muerte había sido inminente.

—¡Llamen a la policía! —gritó a los vecinos que comenzaban a aparecer—. ¡Llámenla! —insistió horrorizado.

Sola, triste, desamparada y con el cráneo abierto.

Rosario había muerto. Fallecía una princesa, pero su historia, llena de magia, quedaría para siempre en el recuerdo de los que la conocieron y quedó asociada al Pasaje Begoña.

Uno

ROSARIO Y ANTONIO

24 de febrero de 1970

La primera vez que la vio, Rosario estaba bordando con su madre en el salón de su casa. Era una tarde soleada de primavera y la mujer había recogido su melena morena en un rodete dejando al descubierto la lividez de su nuca.

Hacía calor. Antonio estaba asustado y amplias manchas de sudor empapaban su camisa color crema. Avanzaba por el pasillo con cobardía y timidez, y don Luis lo empujaba con brusquedad temiendo que en cualquiera momento el chico fuera a salir corriendo.

Rosario no era guapa, nunca lo había sido, pero Antonio, en sus pesadillas, se la había imaginado más fea. Tenía los ojos castaños, la nariz respingona y la boca grande, de labios delgados. En sus orejas enormes, desproporcionadas, colgaban dos aretes dorados que brillaban con el sol.

Sus rasgos no eran bellos, pero tampoco desagradables. Antonio, en la calle, jamás se habría fijado en ella. Su figura, embutida en un vestido verde, era más gruesa de la cuenta.

Una fotografía del Caudillo en el recibidor y la bandera de España ondeando al viento. Un crucifijo en la pared.

Miedo.

Antonio estaba aterrado y, aunque intentaba disimularlo, las manos le temblaban más de la cuenta. Se jugaba mucho en aquel encuentro. No podía salir mal. Su vida pendía de un hilo y él estaba haciendo malabarismos.

La boca seca, la garganta también.

En la radio cantaba Marifé de Triana. Antonio reconoció la inconfundible voz de la tonadillera en los versos de Cuchillito de agonía, mientras Rosario, que seguía concentrada la trayectoria de la aguja, la entonaba en voz baja:

Te di mi rosa primera

y tú, ¿qué me diste a mí?

La flor que está en mis ojeras

de hacerme tanto sufrir.

Angustia, tensión, hermetismo.

—Rosario, este es Antonio —anunció don Luis dotando de suntuosidad cada una de sus palabras, y su hija, ruborizada, levantó la cabeza y, sin querer, se clavó la aguja en un dedo.

Se pinchó, se pinchó y parte de la sangre manchó el paño que estaba bordando. Rosario se chupó el dedo avergonzada y su sonrisa lo envolvió todo. Su labio superior se enrolló como una persiana, dejando al descubierto su carnosa encía. Cuando lo hacía, su rostro reflejaba una mezcla de ternura y retraimiento. Era evidente que Rosario no estaba bien. Don Luis le había advertido que su hija padecía de los nervios, pero era evidente que su cabeza no funcionaba correctamente.

—Lenta, es solo eso —le aclararía su madre en su segunda visita—. Nuestra niña es un poco lenta, pero nada más. En una mujer normal, como cualquier otra.

Boba, tonta, aletargada.

La boca seca, el alma también.

Antonio se quedó parado observando a Rosario.

No sabía qué decir, cómo actuar.

La presión de tener a don Luis al lado lo asfixiaba.

Ella lo miraba con ojos curiosos y él se sentía el ser más desgraciado del mundo.

El sol entraba por la ventana y el viento agitaba las cortinas.

Olía a hierbabuena. A hierbabuena e incienso. Como si en la cocina, en vez de estar preparando un cocido, estuvieran agitando un botafumeiro.

Su corazón acelerado. El pecho también.

Aquello era una pesadilla.

Lo que más llamaba la atención de Rosario, al mirarla, era su piel. Piel blanca, transparente, translucida, como el papel de fumar, que le daba un aspecto frágil y enfermizo. Si la examinabas detenidamente, en silencio, podías contar las venas que recorrían su cuerpo e incluso percibir el tibio latido de su corazón.

—Mi hija no tiene secretos —le explicó doña Mercedes una mañana—. Por eso, su piel no esconde nada.

El coronel le clavó los dedos en el hombro al chico para que espabilara y saliera de su letargo.

—Os vamos a dejar solos para que os conozcáis —anunció—. Mercedes… —llamó a su esposa—. ¿Me acompañas al despacho?

La mujer, disgustada, negó con la cabeza. El rodete que llevaba en la cabeza le tiraba más de la cuenta y su sonrisa, de falsa complacencia, se había afilado y le daba aspecto de hiena. No le agradaba la idea de dejar a su pequeña sola en manos de aquel desconocido. ¡No sabía nada de él! Y lo poco que conocía no le había gustado. Sus ojos lo miraban con recelo, con altivez y don Luis tuvo que insistir para que lo escuchara.

—¡Mercedes! —le ordenó su marido—. Te he dicho que te levantes.

Su voz. Su tono. Cuando había alzado el volumen, la seguridad de la mujer se había quebrado por completo. Le tenía miedo. Se notaba, se intuía. Así que, enojada, se levantó de su mecedora y obedeció, escupiendo veneno.

—Vale… ¡Pero estaré cerca de aquí! —les advirtió la mujer—. Rosario, si necesitas cualquier cosa solo tienes que llamarme.

Proteger su fragilidad, su honra, su ternura… Su hija era una flor delicada y el más leve golpe de viento podía tirar todos sus pétalos al suelo.

—Está bien, mamá —le contestó, y Antonio sintió cómo se le oprimía el pecho un poco más.

DOS

ROSARIO Y ANTONIO

Torremolinos – 24 de febrero de 1970

La brisa marina entraba por la ventana y Antonio, angustiado, se acercó a ella porque le faltaba oxígeno. Inspiró profundamente deseando que sus nervios se diluyeran y dejaran de ser ese yugo sofocante que lo atormentaba. La plaza Costa del Sol yacía a sus pies. El sonido de los coches se mezclaba con la risa de los niños. La casa de María Barrabino vigilándolo con su fachada amarillenta y sus tejas descoloridas. Antonio sudaba y su aspecto, más que atractivo, era preocupante.

Rosario, curiosa, lo observaba desde la distancia. El paño que estaba bordando seguía sobre la silla y las gotas de sangre habían provocado un pequeño borrón que más tarde tendría que limpiar con agua oxigenada. Lo miraba como si su padre le hubiera traído una mascota exótica y todavía no supiese qué podía hacer con ella.

Las aspas del ventilador girando y el sonido de la olla exprés llegando hasta allí. Geranios en la ventana: rojos, rosas, blancos y morados.

Silencio. Incomodidad. La bobalicona sonrisa de Rosario pintada en su cara.

¿Qué hablar? ¿Qué decir? ¿Cómo actuar?

El hombre estaba confuso y por eso suspiró aliviado cuando la joven se decidió a romper el hielo.

—Me ha dicho mi padre que quieres ser mi novio.

La mujer lo soltó así, de pronto, con naturalidad, haciendo que el chico, que intentaba calmarse, se atragantara con su propia saliva y tuviera que toser antes de volver a mirarla.

—Yo nunca he tenido novio —prosiguió—. Serías mi primer novio. ¿Tú has tenido novias?

Antonio, desconcertado, miró el crucifijo que coronaba la sala e inspiró profundamente. Se sentía como si estuviera andando a ciegas en un campo de minas. Doña Mercedes lo estaba expiando, se ocultaba tras los visillos del pasillo, pero él la había descubierto. Cada gesto, cada mirada eran importantes. Estaba siendo examinado, analizado, y podía fallar.

—Sí —le respondió con miedo.

Silencio.

Una mosca entrando por la ventana y posando sus peludas patas en el abanico que había sobre la mesa.

Rosario, candorosa, se encogió de hombros y atusó los volantes de su camisa.

—¿Y por qué quieres ser mi novio? —le preguntó confusa—. ¿Estás enamorado de mí?

Antonio, que no sabía cómo comportarse delante de ella, agachó la cabeza azorado y contempló unos segundos la puntera de sus zapatos. Los tenía sucios. Debía de haberles sacado lustre antes de acudir a aquel encuentro. Seguro que doña Mercedes se había fijado en ese detalle y había encontrado nuevos motivos para juzgarlo.

—Te acabo de conocer… —le contestó—. Y uno no puede amar a alguien que no sabe cómo es.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

En la radio sonando Cariño trianero entonada por Carmen Sevilla y la camisa de Antonio empapándose en sudor.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

Los ojos de Rosario lo miraban, lo estudiaban, pero al encontrarse con los de él huyeron despavoridos. No era capaz de sostenerle la mirada, y se sonrojaba.

Momento tenso, denso, irrespirable.

—¿Te importa que fume? —le preguntó el hombre para romper la presión a la que estaban sometidos y ella se encogió de hombros, ruborizada, dándole a entender que no le molestaba.

Antonio se lio un cigarrillo ante la atenta mirada de la chica, que no le quitaba la vista de encima. Rosario nunca había tenido un hombre tan guapo cerca. Le fascinaba cómo hablaba, cómo gesticulaba y cada uno de sus movimientos. Antonio era un joven muy atractivo y había ido a aquella casa para pedirle salir.

La primera calada al cigarro le supo a gloria.

Tenía que contar hasta diez, relajarse, controlar los nervios.

Doña Mercedes lo acosaba, podía sentir su mirada de hiena enredada en el visillo y clavándose en él.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

—¿Quieres? —le preguntó Antonio ofreciéndole el cigarrillo y ella frunció el ceño como si hubiera dicho un disparate.

—¡Las mujeres no fuman! —le corrigió escandalizada—. Solo las frescas lo hacen.

El chico, más relajado, sonrió. Le hizo gracia su ocurrencia y la forma de expresarse. Poco a poco Rosario estaba consiguiendo que se sintiera más cómodo y se olvidara de que lo estaban examinando.

—Las mujeres deberían hacer lo que les dé la gana y no preocuparse por lo que digan los demás —la corrigió.

Silencio.

Sus miradas encontrándose por primera vez. Timidez y curiosidad en los ojos de ella; extrañeza y cautela en los de él.

El humo entrando en sus pulmones y las agujas del reloj de pared avanzando lentamente.

—Entonces… —comenzó a interrogarlo la chica de nuevo—, si no estás enamorado de mí… ¿por qué quieres que seamos novios?

Pánico. Pavor.

Los recuerdos de la última semana agolpándose en su mente.

Era una pregunta complicada y no sabía cómo responder. Era la que más miedo le daba. Había pensado mil veces en cómo iba a explicárselo para que ella no se enfadara y rechazara su propuesta.

—¿Por qué quieres que seamos novios? —repitió.

Una nueva calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

El rostro ingenuo de Rosario esperando una respuesta.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

—Necesito hacerlo —le confesó.

Rosario, sin comprenderlo, se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Cuando hacía eso, su rostro aparentaba menos edad, como si debajo de aquellos adornos y complementos de adulta realmente hubiera una niña.

—Le prometí a tu padre que me casaría contigo.

Don Luis, con su uniforme de paño gris, sus botas altas, su pelo negro, su gorra, sus ojos azules, su cinturón de cuero, su bigote robusto y sus condecoraciones… Pensar en él hacía que se le congelara la sangre… Le tenía miedo. ¡Le aterraba! El padre de Rosario representaba la parte más oscura del régimen franquista.

—Me metí en un lío y él me ayudó —le contó—. Se lo debo.

Los favores se pagan… Se pagan…

El rostro de la chica asombrado y contrariado a la vez.

—¡¿Casarnos?! —le preguntó aturdida.

Antonio, sabiendo que debía tranquilizarla y que su vida dependía de ello, se acercó a Rosario y, por primera vez desde que se conocieron, la tocó. Fue solo un instante: sus dedos rozaron los de ella y sintió la calidez de su piel.

—Sí, en dos meses —le explicó—. Siempre que tú estés de acuerdo.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

La colilla del cigarro aplastada en el cenicero.

Rosario, alterada, cogió el abanico que había sobre la mesa y empezó a abanicarse con fuerza haciendo que la mosca que estaba posada en él alzara el vuelo y escapara por la ventana.

Salir.

Huir.

A Antonio le habría gustado hacer lo mismo.

Rosario no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello iba mucho más allá de lo que le habían contado. Antonio no quería ser su novio… ¡Quería casarse con ella!

Casarse. Casarse. Vestido blanco, iglesia, cura, arroz y ser felices para siempre.

Ella nunca había imaginado que se iba a casar. Las chicas como ella no pasaban por el altar. Nadie las quería. Eran repudiadas, apartadas, escondidas… Y Rosario tenía ante ella a un chico muy guapo que le estaba diciendo que iba a convertirse en su esposo. ¡Era afortunada! No podía ocultar que le hacía ilusión, aunque le daba vergüenza.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

Los ojos castaños de Rosario esquivando los suyos.

Las cortinas agitándose.

La chica, más calmada, dejó el abanico sobre la mesa.

—Mis padres se están haciendo mayores y están preocupados por mí —le explicó como si debiera justificarlos—. Quieren que me case para que un hombre me cuide cuando ellos no estén. Piensan que yo sola no puedo apañarme.

Su semblante triste, sus ánimos también.

Lo que acababa de contarle la entristecía y su rostro se cubrió de pena y retraimiento.

Doña Mercedes la había sobreprotegido siempre y la hacía sentir más inútil de lo que era.

—¿Y puedes hacerlo? —le preguntó él—. ¿Puedes cuidarte sola?

Rosario, afligida, se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió—. Siempre he estado con ellos. No sé si sabría ocuparme de mí misma porque nunca lo he hecho.

El chico, con ternura, cogió su mano y entrelazaron sus dedos. La veía tan vulnerable que necesitaba protegerla. Rosario estaba nerviosa, pero sentía que podía confiar en él. Había algo en los ojos oscuros de Antonio que le transmitía seguridad.

—Yo te cuidaré —le susurró y Rosario, emocionada, sonrió, dejando al descubierto su encía.

—Pero tú no me quieres —le contestó ella con tristeza.

En la radio cantaba Antonio Molina y la mano de la joven soltó la suya, alejándose de él.

La foto del Caudillo mirándolos desde el recibidor. La bandera de España ondeando al viento.

—No todos los matrimonios se quieren —le explicó él, y Rosario se encogió de hombros enternecida, como si realmente no le importara.

TRES

LA PRINCESA CARACOL

27 de agosto de 1958

Rosario aprendió a leer más tarde que el resto de niñas de su clase. Cuando sus compañeras deletreaban con soltura frases largas y complicadas, ella apenas lograba hilvanar un par de sílabas y balbuceaba sin parar. Todas se metían con ella: la llamaban subnormal, tonta, retrasada, y Rosario se metía en el baño y lloraba sin cesar.

—¡Que nadie vea tus lágrimas! —le había advertido su madre—. Nunca hay que mostrar la debilidad.

Pero Rosario, lejos de desanimarse, no cesó en su empeño. Ella era terca, obstinada y se había empecinado en que las letras que bailaban a su alrededor se juntaran y formaran palabras. Por eso leía, insistía y no dejaba de probar, y al final de clase, cuando sus compañeras se marchaban, ella se encerraba en la biblioteca y repasaba sin parar.

—La eme con la a, ma, la pe, con la a, pa… Mapa.

De aquellas tardes de lágrimas, esfuerzo y frustración, nació el amor de Rosario por los cuentos de princesas. Se pasaba horas enteras con sus páginas entre las manos, acariciando los dibujos e intentando descifrar los párrafos. Le fascinaba la vida en palacio, los vestidos pomposos y las aventuras que vivían. La mayoría de las princesas eran secuestradas, envenenadas o castigadas, pero eran salvadas por un príncipe. El príncipe azul siempre acudía montado en su caballo blanco y les daba un beso de amor verdadero.

—¿Por qué no hay princesas como yo en los cuentos? —le preguntó a su madre una tarde, mientras bordaba.

Doña Mercedes, que no sabía a qué se refería, pasó de nuevo la aguja a través de la tela, intentando no perder el punto.

—¿Cómo tú? —le preguntó.

—Sí —contestó la niña angustiada—. Existen princesas blancas, negras, indias, también las hay encantadas o que tienen zapatos de cristal, algunas viven con enanos, otros con osos, ¡y otras incluso tienen cola de pescado y se hacen llamar sirenas! Todas son distintas… pero ninguna se parece a mí.

Doña Mercedes, que por fin comprendía lo que sugería su hija, suspiró y dejó lo que estaba haciendo para sujetarle tiernamente las manos.

—¿Por qué no hay princesas retrasadas? —preguntó por fin.

El sol entraba por la ventana y el viento jugaba con las cortinas.

Doña Mercedes, con el rosario en el cuello, se santiguó entristecida antes de contestar.

—Porque a nadie le gusta la gente como tú —le contestó con franqueza—. Los retrasados no sois protagonistas de cuentos, porque si lo fuerais, nadie querría leerlos.

La niña, apenada, agachó la cabeza. Empezaba a darse cuenta de lo cruel que era el mundo con los que eran diferentes y no iban al ritmo de los demás.

—Entonces… —balbuceó agobiada— ¿a mí ningún príncipe vendrá a rescatarme?

La señora, conmovida, le apretó las manos con fuerza, intentando tranquilizarla.

—¡Tú no necesitarás ningún príncipe que te salve! —le avisó—. Porque para cuidarte y salvarte está tu madre.

La niña, emocionada, sonrió enrollando el labio superior y mostrando su carnosa encía.

—Está bien… —le contestó tozuda— pero algún día yo escribiré un cuento sobre una princesa como yo y buscaré a niños para que se lo lean.

Doña Mercedes le acarició la cabeza con ternura.

—¿Y cómo se llamará la princesa? —le preguntó curiosa—. ¿Rosario?

La pequeña, divertida, negó con la cabeza.

—No —le respondió con inocencia—. Se llamará la princesa Caracol, porque será un poco lenta.

CUATRO

DON PATRICIO

5 de marzo de 1970

En marzo de 1970, el grupo holandés Shocking Blue ostentaba el número uno en la lista de los cuarenta principales y Venus sonaba en los guateques de todo Torremolinos. La temporada baja finalizaba, los turistas comenzaban a abarrotar las calles y los restaurantes sacaban sus mejoras galas.

Torremolinos, aunque pertenecía a la ciudad de Málaga, siempre tuvo una idiosincrasia propia. El sol, la playa y la fiesta convertían a esta pedanía en uno de los destinos preferidos para los extranjeros. El clima era suave, los días soleados y sus playas, ideales para darte un baño.

—Una paella para cuatro, dos jarras de sangría y unas olivas, por favor —le pidió el alemán de la mesa ocho.

Antonio, con su mejor sonrisa, apuntó la comanda en la libreta mientras ocultaba su tristeza.

—¡Mueve el culo, joder! —le chilló su padre—. ¡He visto caracoles más rápidos que tú! ¿Te has fijado en los clientes de la mesa once? ¡Llevan esperando casi quince minutos la comanda!

El sol brillando, los bañistas regresando de la playa de La Carihuela y dejándose seducir por el aroma de los espetos.

— Algún día, todo esto será tuyo. ¡Y tienes que aprender la profesión! —continuó don Patricio—. Para manejar un barco, primero debes ser marinero. ¿Es que no lo entiendes?

Siempre el mismo sermón, la misma cantinela repetida una y otra vez hasta la saciedad. Antonio, cansado, cerró los ojos unos segundos para evadirse y viajar con su imaginación a cualquier otro lugar.

—Está cascarrabias hoy tu padre, ¿no? —le preguntó Diego cuando pasó por su lado, y el chico, encogiéndose de hombros, asintió con la cabeza.

Don Patricio llevaba insoportable dos semanas. La relación entre padre e hijo nunca había sido muy buena, pero los últimos acontecimientos habían terminado por dinamitarla. Su padre lo miraba con asco y decepción, y Antonio, en vez de intentar arreglarlo, había decidido resignarse y esperar a que todo pasara.

—Debes tener paciencia —le pidió su madre con los ojos brillantes de llorar a escondidas—. Se le pasará. ¡Ya sabes cómo es! Primero entra en cólera y luego, poco a poco, lo va digiriendo.

Encarna tenía razón, siempre ocurría así, pero esta vez era diferente, no se trataba de otra de sus habituales peleas. En esta ocasión habían llegado más lejos y algo se había roto entre los dos, era evidente, tanto que don Patricio era incapaz de mirarlo a los ojos.

—No me quiere, nunca me ha querido —repetía el joven, y la mujer lo abrazaba intentando darle consuelo.

—¡No digas eso! Tu padre te quiere, pero es que tú se lo estás poniendo muy difícil.

Difícil, difícil… Bonita forma de resumirlo.

Su padre había ido a recogerlo a la Prisión Provincial de Málaga hacía dos semanas. Para sacarlo de la cárcel había tenido que pagar una suntuosa multa y aguantar el menosprecio de los guardias. Le había costado una fortuna y habían dañado su honor. Don Patricio había tenido que morderse la lengua y tragarse su orgullo, porque sabía que tenían razón: su hijo era un enfermo, un depravado y la vergüenza de la familia.

En el camino de regreso a casa, don Patricio no le había dirigido la palabra en el coche. Hicieron el trayecto en silencio, con las ventanillas abiertas y el viento golpeando sus caras. El joven lloraba desconsolado y su padre, en vez de consolarlo, miraba fijamente la carretera, como si no hubiera nadie allí.

Aparcaron junto al restaurante. Las mesas de la terraza estaban llenas y los clientes, ajenos al drama que vivían los propietarios, brindaban alegremente con sus jarras de sangría.

Antonio estaba roto, derrotado, había pasado dieciocho horas en la cárcel y no había comido ni descansado. Le habían pegado, insultado, humillado y asustado. Tenía el cuerpo dolorido y no dejaba de temblar. El cuerpo cuajado de lágrimas. Necesitaba comer algo, meterse en la cama y llorar.

—Entra y ponte el uniforme —le ordenó su padre, hablando por primera vez desde que salieron de la Prisión Provincial de Málaga.

Su hijo, estupefacto, lo miró con sorpresa e indignación.

—¡Te he dicho que te bajes del coche y te pongas el uniforme! —insistió fuera de sí—. Va siendo hora de que actúes como un hombre y dejes de avergonzar a esta familia.

Antonio, hundido, agachó la cabeza y se limpió las lágrimas con la manga de la camisa.

—Papá… —susurró, esperando una mínima muestra de cariño, pero don Patricio, que hasta ese momento no lo había mirado, clavó en él sus ojos oscuros sin ocultar ni un ápice de su aversión.

—¡Tú ya no tienes padre! —le dijo—. Y espero que cumplas lo que has prometido para no hacer sufrir más a tu madre.

CINCO

EL PRÍNCIPE AZUL

24 de febrero de 1970

La princesa Caracol vivía en un palacio de marfil y sus padres la guardaban entre algodones, la protegían del mundo exterior porque no querían que nadie le hiciera daño ni se metiera con ella.

Rosario era especial y los aldeanos podían ser muy crueles, no todo el mundo tenía la paciencia suficiente para asumir que alguien como ella existiera y pudiera hacer las mismas cosas que los demás, aunque tardando más tiempo.

—¡Miradla! —le chillaban los niños cuando iba al colegio—. ¡Es boba, subnormal, retrasada! ¡Seguro que todavía se mea encima!

Pero lo que los reyes no sabían, es que, al aislarla, la hacían sentir muy desgraciada. Al protegerla para que no la hirieran, ellos le causaban el mayor tormento. Rosario se sentía sola. Lloraba por las noches añorando otras niñas con las que jugar y, con los años y la adolescencia, ansiaba un chico con el que vivir una de esas historias de amor que aparecían en los cuentos.

—Nadie se va a enamorar de mí si no me dejáis salir de casa —le había reprochado a su madre una tarde muy enfadada.

—No estás encerrada… —le aclaró doña Mercedes—. Puedes ir a misa y a casa de tu prima siempre que quieras.

—¡Pero no me dejáis ir a guateques! ¡Ni a ningún sitio donde haya gente de mi edad! —insistió ofendida—. ¡Así no voy a conocer a ningún chico!

Su madre, disgustada por esa salida de tono, fue incapaz de contenerse.

—Aunque salieras… ¡nadie se enamoraría de ti! —le explicó consternada—. A los hombres no les gustan las mujeres como tú. Quedándote aquí te estamos ahorrando vergüenza y sufrimiento.

Soledad.

Tristeza.

Apatía.

La princesa Caracol lloraba en su cama de coral hasta que un día maravilloso, a finales de febrero, un príncipe llegó a palacio para rescatarla y llamó a la puerta.

—Rosario, este es Antonio —le anunció su padre mientras ella bordaba.

La chica se estremeció y, al levantar la vista, tuvo claro que Antonio era su príncipe azul y era, incluso, para su sorpresa, mucho más guapo de lo que ella jamás se había imaginado. Sus plegarias por fin habían dado resultado. La princesa Caracol se puso tan nerviosa que, sin querer, se clavó la aguja en el dedo.

SEIS

ROSARIO Y ANTONIO

8 de marzo de 1970

-¿Te gusta el salmorejo?

La princesa Caracol se había puesto sus mejores galas para recibir al príncipe azul aquella tarde: llevaba un vestido violeta, un delantal de lunares y se había perfumado para la ocasión. Estaba feliz, contenta. La timidez que mostraba los primeros días había sido sustituida por la confianza. Antonio, poco a poco, había conseguido ganársela y esa última semana, sus visitas, más que un compromiso para ella, eran motivo de celebración.

—Sí, claro —le contestó.

Rosario, coqueta, empezó a reír como si Antonio hubiera dicho algo divertido.

—Yo sé hacer salmorejo —le contó con orgullo—. Si quieres, preparo uno para los dos.

Antonio siguió a la chica hacia la cocina, mientras Mercedes, bordando en la mecedora, no les quitaba los ojos de encima.

—Hacer salmorejo es muy fácil —le explicó Rosario, como si él no hubiera elaborado esa receta más de mil veces en el restaurante de sus padres—. Hacen falta tomates, aceite, un trozo de pan, un diente de ajo y sal. Lo más importante es que los tomates estén maduros.

Sonreía y su sonrisa le iluminaba la cara.

—Primero debemos lavar los tomates y cortarlos en trozos. Los echamos en un cuenco y añadimos el diente de ajo, el aceite de oliva y la sal. Lo trituramos todo con la batidora hasta que nos quede una salsa líquida.

Sus manos cogiendo el cuchillo y cortando pequeños dados mientras Antonio, sin hablar, no le quitaba la vista de encima. En la despensa, dos patas de jamón colgaban del techo, y en la encimera, una botella de vino se burlaba de él. El joven sacó el papel de fumar y empezó a liarse un cigarrillo. La batidora, estridente, haciendo ruido mientras los ojos de Rosario lo buscaban, perdiéndose en un suspiro.

—Ahora hay que pasar la salsa de tomate por un colador y quitar los trozos de piel y las pepitas —prosiguió la chica como si estuviera en un programa de cocina—. Yo le doy con una cuchara para que vaya más rápido e intentar que se quede en el colador la mínima sustancia posible.

Una calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

Aquella chica gordita, con cara de alelada, iba a convertirse en su esposa. ¡No había marcha atrás! Doña Mercedes le había contado esa tarde que el cura ya le había dado fecha: el domingo veintiséis de abril, a las doce de la mañana, en la parroquia de San Miguel Arcángel.

—Y, por último, cortamos el pan en trozos, lo añadimos a la salsa de tomate y volvemos a batir.

¿Hacía lo correcto? Aquello era injusto para él. ¡Pero también para ella! Antonio no estaba enamorado de Rosario, ni siquiera le tenía cariño. Cuando la miraba, su corazón se llenaba de pena y frustración.

—¡Ya está! —gritó la chica feliz, con salpicaduras de tomate en la cara y en el pelo—. Ahora lo metemos en la nevera y en un par de horas, cuando esté frío, nos lo podemos tomar.

Antonio, que deseaba marcharse lo antes posible porque aquellas visitas le suponían un tormento, frunció el ceño disgustado.

—No creo que pueda quedarme tanto tiempo —mintió—. Tengo que regresar al restaurante.

Rosario, que tenía buena memoria, negó con la cabeza.

—Pero hoy era tu día libre, ¿no? —le preguntó ofuscada.

Mirada al suelo.

La joven lo había descubierto y ahora se sentía mal y no sabía cómo salvar la situación.

—Sí, pero tenemos limpieza general —insistió en el engaño.

Tristeza. Decepción. El príncipe azul huía en su caballo blanco en vez de quedarse en palacio.

—Está bien —contestó ella—. Pensaba que hoy podríamos pasar más tiempo juntos. Siempre vas con prisas.

Reproche.

Aquello era un reproche merecido a su actitud, a su comportamiento.

Antonio, acorralado, le dio la última calada al cigarro y lo apagó en un cenicero.

—Trabajo mucho, ya lo sabes.

Frustración.

Cabreo.

Las cosas no debían suceder así. Cuando el príncipe azul conocía a la princesa, se enamoraban, se casaban y comían perdices para siempre.

—¡Pero somos novios! —exclamó Rosario alzando la voz—. Se supone que debemos hacer cosas juntos. ¡Y casi nunca te veo!

Pucheros. Los ojos de la chica se tornaron vidriosos y torció el morro, como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Vengo todos los días, Rosario… No deberías quejarte. ¿Qué más quieres que haga?

Una lágrima escapándose de sus ojos y escurriéndose por su mejilla.

La situación empezaba a ponerse tensa. Rosario estaba llorando y en breves segundos aparecería su madre, con el rodete tirante y su mirada de hiena.

—¡Vale! ¡Vale! —repitió Antonio alarmado—. Me quedo.

Los tacones de doña Mercedes sonando por el pasillo y Rosario dando saltitos de felicidad.

—¿Va todo bien? —preguntó la mujer acusadora.

Su hija, contenta, asintió, mostrando una gran sonrisa.

—¡Sí! ¡Muy bien! —gritó ilusionada—. Mi novio se queda a cenar.

La princesa Caracol y el príncipe azul.

Una cena en palacio.

«Mi novio, mi novio…», repitió Antonio angustiado mientras Rosario, ilusionada, daba palmas con las manos. Había algo en el modo en que lo había pronunciado que hizo que se le pusieran los vellos de punta. ¿Serían los barrotes de ese matrimonio más duros que los de su celda?

SIETE

EL OGRO

3 de noviembre de 1958

Rosario y su madre rezaban juntas todas las noches, daba igual que lloviera, tronara o relampagueara, la niña, pequeña, se ponía de rodillas junto a la cama y Mercedes la vigilaba para que no se saltara ni una coma en sus plegarias.

—Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, tuyo es… mío no.