Playa del Inglés - Ismael Lozano Latorre - E-Book

Playa del Inglés E-Book

Ismael Lozano Latorre

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Beschreibung

La vida de Acerina Marrero cambió para siempre cuando la llamaron por teléfono aquel domingo, a principios de noviembre, a las nueve y cuarto de la mañana. La perfección que la rodeaba se derrumbó como un castillo de naipes. Genaro, su marido, no estaba en Madrid en un congreso como ella creía; había sufrido un accidente en una zona de ambiente de Playa del Inglés. ¿Por qué le había mentido? ¿Qué le escondía? Una transformista que canta canciones de amor, un creador de contenido de una página de adultos adicto a las metanfetaminas, un gato siamés, un chico enamorado de su crush de la adolescencia, una limpiadora colombiana, una joven transexual con el pelo violeta y heridas en el alma… Todos ellos forman un universo único, en esta novela, que tiene a Playa del Inglés y el Centro Comercial Yumbo. Los hombres decentes no van a locales de cruising, ¿O sí? Atrévete a leer el esperado regreso de Ismael Lozano Latorre, autor de Vagos y Maleantes y ganador del Premio Arkoiris 2024 al mejor escritor de Canarias. ¿Estás preparado para sentir?

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Seitenzahl: 270

Veröffentlichungsjahr: 2025

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© Título: Playa del Inglés

© Ismael Lozano Latorre

ISBN: 978-84-129523-4-6

Primera edición: marzo 2025

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

correcciones: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Juan Castaño

Maquetación: D. Márquez

Visite nuestro blog: https://www.editorialsieteislas.com/blog y nuestro canal de Youtube

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[email protected]

Y recuerde que puede encontrarnos en las redes sociales donde estaremos encantados de leer sus comentarios.

#playadelingles #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Para todos los que se atreven a mostrarse tal y como son, sin importarles las consecuencias.

PRÓLOGO

Llegaba tarde. Acerina Marrero, en los actos públicos, siempre se retrasaba diez o quince minutos. Para ella era normal hacerse esperar para crear expectación y que todo el mundo, cuando hiciera acto de presencia, se fijara en su vestido, sus joyas o sus nuevos zapatos; pero, en esta ocasión, sus motivos eran muy distintos. Acerina se demoraba porque estaba aterrada y no era capaz de andar. Por primera vez en su vida tenía miedo de subirse a un escenario porque sabía que tendría que enfrentarse a las inquisitivas miradas de los asistentes.

La medalla al mérito del Club del Mencey por fin era suya, un distintivo que había ansiado con desesperación y para el que llevaba trabajando muchos años, un reconocimiento a su inigualable labor como mecenas de artistas y organizadora de cenas benéficas. No había acto social o cultural en Lanzarote en el que ella no apareciera, y siempre con fines altruistas. El distintivo se lo habían otorgado sus compañeros en una votación a mano alzada dos meses antes y Acerina había obtenido mayoría absoluta frente al resto de candidatos. Este encuentro era el evento programado para la entrega oficial del galardón.

Acerina debía estar contenta, pero no lo conseguía. Su rostro estaba mustio, aunque lo reverdecía con una encantadora sonrisa. Sabía que nadie había acudido al acto esa noche para halagarla ni felicitarla; todos habían ido al encuentro por un motivo más oscuro. Su vida en la última semana se había sumergido en los abismos de la vergüenza y aquella iba a ser su lapidación social. Los invitados esperaban como hienas impacientes a que cayera para empezar a despedazarla.

Silencio.

Cuando Acerina entró en el centro de convenciones del hotel Meliá Salinas, los focos la iluminaron y solo se escuchó el sonido de sus zapatos de tacón sobre la tarima flotante: firmes, regios, decididos.

La señora Marrero llevaba un vestido negro impresionante adornado con pedrería de Swarovski y se había recogido la melena en un moño muy elaborado, dejando al descubierto su cuello y el delicioso aroma de su nuca.

«Deslumbrante», comentó una señora de la primera fila, y su amiga le dio un codazo en las costillas para que se callara, porque no quería perderse ni un segundo de lo que iba a suceder.

Acerina subió los escalones del escenario con su solemnidad característica, haciendo honor a su fama de gran dama: primero uno, después dos, mientras todos los asistentes observaban embelesados cada uno de sus movimientos.

La mujer estaba nerviosa, tenía el pulso acelerado, pero intentaba mantener la compostura. Temía que, con el estrés, se le hubieran formado gotas de sudor en la frente y se hubiera estropeado el maquillaje, pero no sucedió. Acerina Marrero estaba tan maravillosa como siempre; no se le notaba que estaba aterrada y que tenía ganas de llorar.

El público estaba expectante y los flashes de las cámaras de los fotógrafos empezaban a saltar. Algunos miembros del Club del Mencey la grababan con sus móviles.

Tic tac, tic tac… Todo iba a saltar por los aires.

«Tranquila… Tranquila…», se pidió así misma intentando relajarse.

Sonrisa de dientes esmaltados. Sonreír y esconder los miedos bajo la sonrisa.

El atril la esperaba. El maestro de ceremonias la había anunciado con un amplio número de halagos y, tras darle dos sonoros besos en las mejillas, la dejó sola ante el peligro para que diera su discurso de agradecimiento.

Calor. Hacía mucho calor, aunque el aire acondicionado estaba puesto.

La sala estaba atestada. Había tanta gente que parecía que aquel acto del club había superado con creces todos los récords de asistencia de los últimos tiempos. El morbo, por lo visto, movía más a los asociados que la beneficencia.

Hienas. Hienas enfermas deseando verla caer, desmoronarse.

Tic, tac, tic, tac… Todo iba a explotar.

Acerina buscó a Piluca entre el público, pero no la encontró. Le habría encantado tenerla allí para que le infundiera ánimo, pero no había acudido; había cumplido su promesa. La mujer inspiró profundamente y puso cara de cordialidad intentando controlarse. Tenía que empezar ya. No podía demorarse.

—Buenas noches —saludó amigablemente, y su voz grata y segura se reprodujo en los altavoces que rodeaban la sala—. Es un honor para mí estar aquí una vez más entre vosotros, amigas y amigos del Club del Mencey.

Carraspeo.

La boca se le estaba secando.

¿Alguien se habría percatado de que le temblaban las piernas?

—…y más en esta ocasión, cuando tengo el enorme placer de recoger la medalla al mérito del Club del Mencey, que todos vosotros, tan amablemente, me habéis otorgado —prosiguió con el papel del discurso en la mano.

Tic, tac, tic, tac... No sabía qué iba a pasar. Sudor en la espalda. ¿Había acudido también la televisión? ¿Eran cámaras lo del fondo? Interés mediático. ¿Interés mediático? Eso es lo que habían justificado los periodistas para destruir su vida.

Un gruñido, solo eso, y el tiempo se paralizó. Acerina comprendió que, con ese gutural sonido, lo que más miedo le daba estaba comenzando. Alguien en la sala había emitido un gruñido y, pasados unos segundos, lo acompañó con dos sonoros ladridos, como si fuera una original ocurrencia.

—¡Guau! ¡Guau!

El rostro de la mujer se descompuso y ni siquiera el maquillaje pudo ocultar que había palidecido.

«Que no se note. Que no noten que te duele. Que no noten que te quiebras. Que no te vean caer».

Silencio.

Los asistentes actuando como si aquello no hubiese sucedido.

El papel del discurso en la mano. Lo había leído una y otra vez en su casa, ensayándolo frente al espejo, se lo sabía de memoria. Un largo sermón donde Acerina hablaba de la importancia de los actos benéficos y la necesidad de ayudar al prójimo.

Los flashes de las cámaras saltando y Acerina con un nudo en la garganta que le impedía hablar.

Tragar saliva. Contar hasta diez. Mantenerse firme. Actuar con naturalidad.

No ha pasado. No ha sucedido. Nadie le había dado importancia.

—Guau. ¡Guau!

Otra vez.

Aquel malnacido había ladrado de nuevo como si no hubiese sido suficiente. ¿Pensaba que no lo habían oído la primera vez?

¿Quién era? ¿Quién era el desgraciado que la estaba vejando?

Los invitados empezaron a murmurar y más de uno no pudo contener la risa.

Su rostro serio. Su rostro impávido.

Lapidación social.

Otro canalla en otra parte de la sala pensó que era buena idea continuar con la broma.

—¡Guau! ¡Guau!

Lágrimas, lágrimas de odio, de frustración, luchando por salir de sus ojos, pero Acerina permanecía imperturbable ante ellos, sin mostrar el más mínimo sentimiento.

La mujer de roca, la mujer de piedra. Acerina mantenía la compostura, aunque por dentro se estuviera muriendo.

—¡Guau! ¡Guau!

Ya eran tres los que se habían animado a ladrar. Dentro de poco, aquella sala parecería una jauría de perros malcriados.

Tic, tac, tic, tac…

Aquello era un linchamiento. Lo que había ocurrido en el acto sería titular al día siguiente en toda prensa sensacionalista canaria e, incluso, puede que lo emitieran en algún programa de televisión.

«Acerina Marrero, la gran dama de Lanzarote, humillada en su acto de coronación».

—¡Guau! ¡Guau!

Risas, risas contenidas y risas a bocajarro. Algunos incluso la señalaban y no ocultaban que estaban disfrutando.

Contenerse.

Mantenerse.

Contar hasta diez…

Acerina sintió que la tierra se abría bajo sus pies. No se lo merecía. No se merecía lo que estaba sucediendo. Llevaba años deseándolo, trabajando para eso. Todos los que la admiraban e incluso la envidaban estaban en aquella sala ante ella mostrando una increíble falta de respeto. ¡Nadie los calló! ¡Nadie la defendió! El maestro de ceremonias permaneció a su lado impertérrito y, en unos segundos, aquel digno y respetable público se convirtió en un jurado feroz que se creía con derecho a humillarla.

—¡Guau! ¡Guau!

Risas, bromas, vejaciones.

Las cámaras rodando, los periodistas disfrutando y ella inmóvil sin saber si bajarse o no del escenario. La habían educado para aguantar, para mantenerse invariable ante la adversidad sin mostrar la más mínima de sus emociones. ¡La vida era un teatro y ella, la actriz principal! Debía brillar por encima de todos, superar y destacar en los peores momentos.

—¡Guau! ¡Guau!

El corazón acelerado. El alma oprimida.

Acerina inspiró profundamente antes de hablar.

—Hijos de puta —masculló, y por primera vez en toda su vida le dio igual que el micro estuviera abierto y que todos los presentes oyeran lo que estaba pensando.

PARTE I:EL HOYO

UNO

–Son quince euros con una consumición —le informó la voz del portero, que llevaba repitiendo lo mismo toda la jornada—. Y el dress code esta noche es desnudo, fetish o calzoncillos. Las taquillas están al entrar, a mano derecha.

Jonathan había pasado casi veinte minutos en la cola para que lo dejaran pasar y, en el tiempo que había estado esperando, el alcohol se le había bajado y el sueño había empezado a hacer mella en él. Pensó en marcharse; sus amigos habían ido a losventorrillos a comerse una hamburguesa y, si se daba prisa, todavía podía alcanzarlos, pero no lo hizo. Prefirió quedarse allí, porque Ricardo había entrado por aquella puerta y él había decidido seguirlo.

—¡Eres un arrastrado! —le gritó Dailos antes de marcharse, y a Jonathan, entre risas, no le quedó más remedio que admitirlo.

El Centro Comercial Yumbo estaba lleno de gente. Los shows habían acabado en la plaza principal y por su lado pasaban personajes de lo más variopinto con sus copas en las manos, que buscaban un local para continuar la fiesta. Bromas, risas y besos robados. Una drag queen montada en sus altas plataformas se puso a bailar frente a un grupo de alemanes octogenarios que le hicieron un corro y la llenaron de alabanzas. Libertad y respeto. Fueras como fueras y sintieras lo que sintieras, eras bien recibido en el Winter Pride de Maspalomas, una fiesta que se estaba convirtiendo en un evento indispensable para el colectivo LGTBIQ+ y que ese año había congregado casi a cien mil personas. Diversión en estado puro. Suspensorios y arneses. Banderas de colores ondeando al viento. Hombres con purpurina y trajes de cuero. El Grindrcolapsado. La luna brillando en el cielo sin querer perderse nada de lo que ocurría. La noche era fría, pero parecía que eso no les importaba a los que paseaban semidesnudos con boas de plumas en el cuello. Una inglesa de veintipocos años se puso a vomitar a pocos metros de allí. El alcohol y los excesos. El chico que estaba detrás de él en la cola tenía la mandíbula desencajada y las pupilas tan dilatadas que dudaba mucho que estuviera viendo algo.

—Son quince euros —le repitió el portero.

Jonathan se metió la mano en el bolsillo del pantalón y le entregó el importe que le había pedido. El portero le estampó el sello del local en la palma de la mano y abrió la puerta para que pasara.

DOS

Ricardo fue su primer amor. Estuvo enamorado de él en tercero y cuarto de la ESO. Suspiraba cuando lo veía por los pasillos y se le ponía cara de idiota. Siempre iba guapo, exuberante, con aquel flequillo moreno embadurnado de cera y esas camisetas ceñidas que le marcaban todos los músculos. A Jonathan se le notaba demasiado lo que sentía por él y Dailos le decía que estaba fuera de su alcance.

—Deja de soñar y pon los pies en la tierra.

Ricardo estaba en Bachillerato y se pasaba media vida en el gimnasio. Tenía un cuerpo cincelado y una sonrisa capaz de conquistar a cualquiera. Estaba fuera del armario y en las aulas se rumoreaba que en los locales de ambiente se lo rifaban por pasar un rato con él. Era activo, bien dotado y no tenía pareja. Defendía que quería ser libre y aprovechar su juventud para vivir todas las experiencias que le diera la vida.

—Es un creído —lo criticaba Dailos cuando lo veía pasar.

—Y tú una envidiosa —le contestaba Jonathan entre risas.

Jonathan había intentado acercarse a Ricardo más de una vez, pero sin resultado. Cuando estaba a su lado se diluía y se volvía invisible, no se le ocurría nada que decir y el chico nunca lo miraba. Jonathan era tan insignificante para él que ni siquiera sus ojos se daban cuenta de su presencia.

—Es inútil, nada de lo que hago sirve para nada.

Una mañana a finales de mayo, su profesora de Educación Física faltó y, para que aprovecharan la hora, juntaron la clase de Jonathan con segundo de Bachillerato y organizaron un partido de futbol mixto para equilibrar los equipos. El chico se puso histérico. ¡Ricardo y él iban a jugar juntos! Durante los cuarenta minutos que duró la competición fue incapaz de tocar la pelota y terminaron sentándolo en el banquillo. Ricardo, en cambio, corría como un dios del Olimpo en mitad de la pista con unos pantalones cortos que marcaban más de la cuenta y metiendo un gol detrás de otro.

—Recógete las babas —le susurró Dailos al pasar por su lado—. Que te cuelgan.

Al terminar la clase, ambos cursos fueron a los baños para ducharse. Jonathan se hizo el rezagado, porque se moría de vergüenza de pensar en quedarse desnudo a su lado. Se quedó en la puerta fingiendo que repasaba unas notas que tenía en la libreta y cuando pensó que todo el mundo se había marchado, entró.

El agua estaba fría. Todos sus compañeros habían salido y gastado el agua caliente. Jonathan se quitó la ropa abstraído y se metió en las duchas comunitarias esquivando la espuma y los pelos del suelo. Apretó el botón del jabón y empezó a enjabonarse, y entonces ocurrió. Sucedió de pronto: Ricardo salió de la nada. Apareció en los aseos y empezó a desnudarse. Jonathan palideció, se puso nervioso y se obligó a mirar a la pared, aunque se moría de ganas de verlo. Las piernas le temblaban. Pensaba que su crush había salido con el resto de los alumnos, pero, al parecer, él también se había quedado rezagado.

—¡Ostia puta, está helada!

Esa fue la primera frase que Ricardo le dijo en su vida y a Jonathan le sonó a poesía. Estaba en la ducha junto a él. Jonathan era incapaz de girarse, pero sabía que lo tenía al lado. Sentía su presencia. Notaba su olor. Su sexo desnudo colgaba cerca del suyo y empezó a percibir como la sangre empezaba a acumularse en sus partes bajas. ¡Horror! ¡Quería que se lo tragara la tierra! En el momento más importante y vulnerable de su vida, su pene había decidido tener iniciativa propia y una erección de las que era imposible esconderse hizo acto de presencia.

—¿Me dejas pillar jabón? —le preguntó Ricardo—. El mío no tiene.

Sus ojos se miraron. Los ojos verdes de Ricardo se reflejaron en los suyos y le mantuvo la mirada más segundos de la cuenta. Tensión. Miedo. Su crush, juguetón, notó que le imponía y lo rozó deliberadamente. Sus hombros se tocaron. Invadió su espacio personal mientras presionaba el dispensador y el jabón le caía en la mano.

Jonathan ruborizado. Su corazón acelerado. Sus piernas temblando.

Ricardo descubrió que su acompañante estaba empalmado y, en vez de molestarse, se sintió halagado.

—Parece que a ti no te hace efecto el agua fría —bromeó mientras, de forma lasciva y totalmente inesperada, cogía su miembro erecto y lo presionaba para notar su vigor.

Jonathan se sintió morir.

Los dos se quedaron en silencio. Cara a cara. Cuerpo a cuerpo. Mirándose. Devorándose. Ricardo se acercó lentamente y, antes de que a Jonathan le diese tiempo a reaccionar, le dio un pico en los labios y después se alejó de él como si nada hubiera pasado y empezó a enjabonarse.

Fue su primer beso.

Era el primer beso de Jonathan y lo había recibido de Ricardo estando desnudos en la ducha.

No supo qué decir.

No supo cómo actuar.

No pudo reaccionar.

Ricardo continuó duchándose y él se quedó petrificado sin ser capaz de moverse.

Antes de salir, su crush le regaló una pícara sonrisa y le dijo adiós con la mano.

—Ricardo… —logró balbucear antes de que se marchara.

El chico se giró y lo miró. Era consciente de todo lo que Jonathan sentía por él.

—Llámame dentro de un par de años, cuando crezcas —le aconsejó Ricardo—. Todavía estas verde para mí.

TRES

Ricardo terminó el Bachillerato y se fue a estudiar Medicina a la Península. Jonathan no volvió a saber nada de él después de ese encuentro fortuito. Fue su primer beso. Fue su primer amor. Pero a ese primer beso le siguieron los siguientes, y a ese crush juvenil, varios novios, aunque Ricardo siempre fue un agradable recuerdo.

—¿A que no sabes quién tiene OnlyFans? —le preguntó Dailos una tarde en Las Canteras con esa sonrisa que solo ponía cuando iba a dar una primicia.

Jonathan, abstraído, se encogió de hombros sin saber de quién estaba hablando.

—Tu Ricardo —le dijo poniéndole el móvil en la mano para que viera, sin esperárselo, un vídeo en el que su crush de adolescencia estaba en la cama con dos hombres de color experimentando una doble penetración, jadeando a todo volumen—. Se hace llamar Richard Fontes y, por lo visto, ya no es solo activo.

El impacto de aquella imagen fue brutal. Jonathan, que llevaba años sin pensar en él, se quedó embobado con el teléfono observando a aquel chico al que una vez había amado. Seguía siendo endiabladamente guapo y, aunque gritaba demasiado, Ricardo se estaba convirtiendo en un portentoso actor porno amateur dentro de determinados círculos.

—En Instagram tiene más de cincuenta mil seguidores —le contó Dailos, que parecía que había hecho una investigación en toda regla—. Y en Twitter, que cuelga contenido más fuerte, casi llega a los cien mil.

Ricardo.

Ricardo.

Jonathan sacó su móvil y antes de que a Dailos le diera tiempo a protestar, ya se había apuntado a su canal de la plataforma de contenido para adultos.

—Eres una arrastrada, Jonathan, siempre lo has sido —lo criticó su amigo, y Jonathan, que lo conocía demasiado bien, no pudo evitar soltarle una respuesta.

—Sí, pero seguro que tú también te has suscrito a su OnlyFans.

CUATRO

Aquella noche, cuando llegaron al Centro Comercial Yumbo, Jonathan sabía que Ricardo estaba en Gran Canaria porque Richard Fontes lo había anunciado en Twittery había pedido que le mandaran mensajes directos todos aquellos que quisieran hacer colaboraciones paraOnlyFans con él durante el Winter Pride de Maspalomas,incluso había puesto dónde se alojaba y las fiestas a las que acudiría.

Jonathan no estaba enamorado de él, pero lo seguía en todas las redes sociales y en más de una ocasión se había abandonado al onanismo viendo alguno de sus vídeos.

Guapo. Ricardo seguía siendo increíblemente guapo y conseguía revolucionar sus hormonas, así que cuando lo vio de lejos en el Six Pack rodeado de hombres musculosos no pudo evitar alegrarse.

—Voy a ir a saludarlo —le dijo a Dailos con decisión.

Su amigo, que no podía creer lo que estaba oyendo, puso cara de desaprobación.

—¿De verdad que te vas a meter ahí en medio para saludar a esa musculoca creída? ¡Joder, Jonathan, te creía más evolucionado!

El chico no había dejado de mirarlo desde que lo vio. Puso cara de niño bueno y le hizo una mueca divertida a su amigo.

—Es un compañero del cole —se justificó con inocencia fingida.

Dailos, que sabía que, aunque se opusiera, Jonathan iba a hacer lo que quisiera, asintió con la cabeza y le dijo que lo esperaría en la puerta de los baños.

El Six Packes uno de los pasillos laterales del Yumbo que ha adquirido bastante popularidad porque está rodeado de bares, y en el Pride siempre se concentra una gran cantidad de hombres sin camiseta que danzan juntos al mismo son. Desde arriba todos parecen fuertes y vigorosos, pero cuando te sumerges en ese río de cuerpos festivos, descubres que hay chicos de todas las edades y tipos, y que el ambiente es bastante agradable, aunque un poco agobiante por las aglomeraciones.

Jonathan entró en el Six Pack cuando Fuego, de Elena Fureira, empezó a sonar en los altavoces y estuvo a punto de morir aplastado porque todos los presentes empezaron a brincar. Se abrió paso a duras penas entre la gente que bailaba, pero le cayó cerveza en la ropa, le tocaron el culo tres veces y un majorero, bastante guapo, le dio un tierno beso en los labios cuando lo vio pasar que él recibió con agrado.

Cuerpos, pieles, feromonas, miradas pícaras y sonrisas burlonas.

Ricardo, en el centro del bullicio, estaba rodeado de un grupo de hombres musculados que parecían los dueños del lugar. Se hacían fotos y vídeos todo el rato y llevaban el torso desnudo. Richard Fontes parecía el líder de la cuadrilla y cuando Jonathan llegó, su séquito lo miró con malos ojos, como si se estuviera entrometiendo.

—Hola —lo saludó el chico al llegar a su lado.

Ricardo, con el pecho sudoroso y las pupilas dilatadas, lo observó con curiosidad, como el que analiza una célula a través de un microscopio tratando de identificarle las mitocondrias.

—¿Nos conocemos? —le preguntó con simpatía—. Me suena mucho tu cara.

Jonathan, contento de que lo hubiera reconocido y de que ese beso fugaz en el baño que había marcado su adolescencia no hubiera quedado en el olvido, asintió con una sonrisa mientras se le ruborizaban las mejillas.

—¿Del Insta o de alguna colaboración? —le interrogó perdido el creador de contenido.

Su admirador, desilusionado, se dio cuenta de que su crush no tenía ni la más remota idea de quién era, así que agachó la cabeza mientras el séquito de Richard Fontes sacaba pecho satisfecho por no tener que compartir a su rey.

—No —se limitó a contestar.

La música sonando y la gente empujándolo inconscientemente.

Ricardo, que, a pesar de tener una legión de seguidores en las redes sociales, podía ser accesible cuando alguien le atraía, se acercó a Jonathan y le dio un beso en la mejilla que le rozó la comisura de los labios.

—Eres guapete —le susurró al oído—. Debería acordarme.

Sus miradas se encontraron y, por unos segundos, el tiempo se detuvo y volvieron a ser dos adolescentes desnudos bajo la ducha. El corazón acelerado. Erección en la entrepierna. La magia se estaba creando, pero fue interrumpida bruscamente por un energúmeno de más de dos metros con abundante pelo en el pecho que se interpuso entre los dos.

—¡Ey, Richard! —le dijo al creador de contenido—. Kevin te está haciendo señales desde el Junior. Dice que vayamos, que va a invitarnos a unas copas.

Ricardo le rozó la mano a modo de disculpa y se apartó de él.

—Tengo que irme —le dijo a Jonathan con ternura—, pero espero verte otra vez.

El chico, que había empezado a temblar como si volviese a ser un adolescente inseguro, asintió sin saber lo que decía.

—Claro —le respondió, y vio cómo se alejaba mientras la gente lo paraba al reconocerlo, y él, orgulloso, posaba haciendo gestos obscenos.

CINCO

El Hoyo era uno de los clubs de cruising más antiguos de Playa del Inglés. Estaba ubicado en una esquina de la plaza y tenía tres plantas, dos de ellas subterráneas. Estaba abierto hasta las seis de la mañana y por eso, muchas veces, la gente acudía allí una vez que cerraban los pubs y los bares.

Jonathan no solía ir mucho a ese tipo de locales. Alguna vez había entrado a El Hoyo, pero no era lo habitual; a él le iba más el morbo de la conquista que el sexo impersonal. Eyacular allí no tenía ningún mérito: no se copulaba con personas, sino que se utilizaban cuerpos que se ofrecían voluntariamente y con frecuencia ni siquiera veías la cara de con quien acababas de fornicar.

El portero le estampó el sello del local en la palma de la mano y le abrió la puerta para que pasara.

Cortina de cuero, música techno a toda pastilla, risas, olor a sudor y popper. El local estaba atestado; entrar allí en el Winter Pride no era buena idea a menos que disfrutaras del hacinamiento y desearas formar parte de la turba. Encontrar allí a Ricardo iba a ser una locura.

La primera planta era la más tranquila, aunque esa noche estaba a rebosar. Una barra redonda y una tarima elevada para el DJ. Una pantalla gigante ocupaba la pared donde se exhibía una película pornográfica. El ambiente era festivo, jovial, besos, roces, caricias y algunas felaciones por las zonas más oscuras. Los más atrevidos descendían las escaleras de caracol que conducían al sótano.

Las taquillas, tal y como le había indicado el portero, estaban a la derecha y por suerte encontró una vacía porque coincidió con un inglés pelirrojo que iba a salir. Jonathan se quitó la ropa para quedarse desnudo como la mayor parte de los asistentes, pero en el último momento cogió su slip y se cubrió sus partes nobles.

Buscó sin éxito el rostro de Ricardo entre la multitud, pero no tuvo suerte. La probabilidad de que estuviera allí y no hubiera descendido al sótano era baja. Decepcionado, avanzó hacia la barra mientras observaba la escena de la película X que se proyectaba en la pantalla.

—Arehucas cola, por favor —pidió, y el camarero se lo sirvió y le recogió el tique que le habían dado en la puerta.

Un sorbo, dos, tres. El alcohol del ron le acariciaba la garganta mientras observaba cómo dos octogenarios con arneses de cuero se devoraban sin ningún pudor.

¿Qué hacía allí? ¿Qué sentido tenía perseguir a Ricardo cuando ni siquiera recordaba quién era?

El morbo. La probabilidad de acabar follando con él aquella noche le hacía tomar decisiones irracionales.

Otro trago largo, profundo. Un asiático lleno de tatuajes empezó a lanzarle miradas furtivas y él agachó la cabeza. Tenía que centrarse y no sucumbir a las tentaciones si quería lograr su objetivo. Descendería a los infiernos (o al paraíso, según el prisma desde el que se mirara) para dar con él.

Calor. Según bajaba los escalones de la escalera de caracol, la temperatura iba subiendo. Gritos, gemidos. El olor a popper era tan fuerte que le lagrimeaban los ojos.

—¿Dónde estás? ¿Dónde?

La segunda planta era la zona de recreo. Había un laberinto, glory holes repartidos por las paredes, eslingas, camas redondas, cuartos oscuros, un jacuzzi para lluvia dorada, cine X, zona de sadomasoquismo… A Richard Fontes le encantaba exhibirse, así que seguramente estaría en medio de aquellos hombres desnudos que gemían sin parar dando el espectáculo. ¿Qué sentido tenía ciclarse y matarse a pesas en el gimnasio si no podía presumir ante sus seguidores?

Orgía en la puerta del baño. Jonathan buscó su rostro en la vorágine de pies, nalgas y manos que se comían unos a otros. Un italiano con pantalones de cuero y los pezones perforados se acercó a él y le acarició el pecho. Jonathan sonrió, pero continuó caminando.

A Jonathan siempre le sorprendía lo educados que eran los asiduos a esos locales, aunque estuvieran borrachos o bajo los efectos de las drogas. Un simple gesto hacía que te respetaran y no te tocaran si es lo que te apetecía.

Una erección en el slip. Ver tantos hombres sudorosos manteniendo sexo unos con otros había logrado excitarlo. Si no encontraba a Ricardo descargaría de todos modos antes de salir de allí.

La música sonando.

Popper.

Aunque la coprofilia estaba prohibida en el local, en algunas zonas olía a excrementos.

Fetichismos en todos los rincones. Cada fantasía sexual tenía su espacio allí y había gente dispuesta a hacértela cumplir.

En una cruz de castigo, un encapuchado de unos sesenta años atado ofrecía su cuerpo al resto.

Una caseta de perro bajo la escalera y un par de puppies a cuatro patas lamían los pies de los que se acercaban.

Jonathan avanzaba dejándose sorprender por lo que veían sus ojos y cómo el consumo de PrEP había hecho que los preservativos desaparecieran casi por completo.

—¡Eso es una locura! —le había explicado a Dailos una vez cuando se lo había estado planteando—. El PrEP previene el VIH, pero deja la puerta abierta al resto de enfermedades.

Su amigo, que estaba casi convencido para empezar a tomarlo, protestó.

—¡Pero es que nadie quiere follar conmigo en los locales de cruising si les saco el condón! ¡El condón ya es algo vintage!

—La gonorrea y la sífilis no son vintage, así que déjate de tonterías y usa goma.

Sudor.

Su copa terminada y la garganta seca.

Para entrar en la última sala y ver si Ricardo estaba allí debía atravesar una bacanal que ocupaba casi todo el pasillo.

Manos tocándolo. Lenguas lamiéndole el cuello. Jonathan cerró los ojos y se dejó engullir por aquella vorágine de sensaciones sin pensar a quién pertenecían los miembros que lo tocaban. Disfrutaba, se unía a la marea.

—Tampoco está.

La tercera planta estaba completamente a oscuras. La música altísima en los altavoces, pero, aun así, se oían gritos desgarradores de placer, como si a alguien lo estuvieran azotando pero disfrutara. Jonathan avanzó a duras penas por el pasillo tropezando con gente. Un laberinto de sudor y placer lo obligaba a contorsionarse para andar sin caerse; se sentía mareado. El olor a sexo era incluso más fuerte que en la planta anterior.

En una esquina, como si de un dios se tratara, Richard Fontes estaba de pie sobre una silla mientras cuatro chicos intentaban hacerle una felación a la vez. Jonathan lo vio desde lejos. Tenía el rostro desencajado como si se hubiera pasado con las metanfetaminas.

Se acercó a él. Tenía la mirada perdida, pero cuando sus ojos se encontraron, sorprendentemente lo reconoció y, con cara picarona, le ofreció que se uniera a sus cuatro adoradores, a lo que Jonathan le indicó que no con un gesto.

Ricardo, en vez de molestarse por su rechazo, se bajó del podio y se aproximó a él.

—¡Qué sorpresa! —exclamó alzando mucho la voz para que pudiera oírlo en mitad del bullicio—. ¡Mi chico guapo del Six Pack!

Jonathan, que después de todo lo que había pasado para dar con él no estaba dispuesto a seguir siendo un desconocido, negó con la cabeza.

—No soy tu chico guapo del Six Pack —lo corrigió—. Soy Jonathan, de Las Palmas. Estudiamos juntos en el mismo instituto y me diste mi primer beso.

Richard se rascó la cabeza como si en el estado en el que se encontraba fuese incapaz de procesar esa información.

—¿Activo o pasivo? —le preguntó haciendo caso omiso a su presentación y haciendo gala de un gran romanticismo.

Jonathan, excitado, le señaló el bulto de su slip y Ricardo sonrió con malicia. Su crush se agachó para besarle el paquete, pero el joven lo frenó en seco.

—Aquí no —le pidió—. Vamos a una cabina.

Gemidos, roces, suspiros.

Ricardo lo cogió de la mano y lo guio a través del corredor de hombres que los acariciaban e intentaban frenarlos.

—¿Nos llevamos a este mulatito? —le preguntó Richard señalando a un chico con arneses que los miraba de forma lasciva junto al sling, pero Jonathan no estaba dispuesto.

—No —le respondió sin sutileza—. Quiero que seas solo mío.

Los reservados estaban ocupados, el pasillo atestado y el calor era asfixiante. Las paredes y el suelo estaban pintados de negro para dar mayor sensación de oscuridad. Ricardo lo besaba y Jonathan sentía que estaba cumpliendo una fantasía sexual de su adolescencia.

Orgasmos, clímax, desenfreno.

—El del fondo parece que está libre —le indicó Ricardo—. Acaba de salir alguien.