Pasión implacable - Susan Stephens - E-Book
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Pasión implacable E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

¡Sólo una mujer inocente puede salvarlo! El esquivo multimillonario Ethan Alexander rehuye todo tipo de publicidad. Por eso, cuando su rescate de Savannah Ross lo pone a su pesar ante los focos, no le hace ninguna gracia. La figura voluptuosa de Savannah le da todo el aspecto de ser una mujer de mundo, pero no sabe muy bien cómo reaccionar con su protector. Cuando él la lleva a su palacio, ella se da cuenta de que, a pesar de sus defectos, tiene un corazón noble…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión implacable, n.º 1983 - abril 2022

Título original: The Ruthless Billionaire’s Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-634-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PARA muchos la seguridad en uno mismo era el afrodisíaco más potente, pero para el hombre que el mundo del rugby apodaba «El Oso», la seguridad en sí mismo era sólo el punto de partida. Para tener seguridad en uno mismo había que ser valiente, algo que Ethan Alexander demostraba cada vez que se plantaba ante el mundo con las cicatrices que le desfiguraban en el rostro.

 

 

Un cambio recorrió en el Estadio Flaminio de Roma cuando Ethan se sentó a ver el partido que enfrentaba a Italia e Inglaterra en el Torneo de las Seis Naciones de rugby. Los hombres se irguieron un poco más en sus asientos, y las mujeres se sacudieron las melenas mientras se humedecían los labios pintados.

Sin El Oso cualquier partido, incluso uno internacional, perdía el aura de peligro que Ethan llevaba consigo. Alto, moreno, y con unas cicatrices en la cara que eran como su tarjeta de presentación, Ethan era mucho más que un ávido seguidor de rugby. También era un magnate internacional imparable, un hombre que desafiaba las pautas por las que se juzgaba al resto de la humanidad. A pesar de los estragos en su rostro, Ethan poseía un glamur vertiginoso nacido de una aguda inteligencia y una voluntad de acero. En sus ojos grises brillaba un fuego interior que despertaba deseos ocultos en las mujeres y envidia en los hombres, pero aquel día aquella pasión se había convertido en frustración al ser testigo de la fragilidad humana. ¿Cómo era posible que algo tan nimio como una garganta irritada obligara a Madame de Silva, la gran diva de talla internacional, a cancelar su interpretación del himno nacional británico en un acontecimiento como aquél?

Igual que una lesión en la columna vertebral puso fin a su carrera profesional como jugador de rugby, le recordó una vocecita en su interior con brutal sinceridad.

Por eso había contratado como sustituta a una joven cantante, Savannah Ross, que recientemente había firmado un contrato con la compañía discográfica que él dirigía, claro reflejo de su profundo amor a la música. Aún no la conocía personalmente, pero Madame de Silva se la había recomendado y en el departamento de marketing todos pensaban que sería la gran revelación de la siguiente temporada.

Gran revelación, sí, pero de momento Savannah Ross se había retrasado. Ethan echó una ojeada al reloj del estadio y empezó a dudar de su decisión de dar a la joven e inexperta cantante una oportunidad. ¿Sería capaz Savannah Ross de cumplir con un compromiso como aquél? Más le valía. Ethan había enviado su avión privado hasta Inglaterra para recogerla y sabía que la cantante ya estaba en el estadio. Pero ¿dónde?

 

* * *

Aquello no se parecía a ninguno de los teatros ni auditorios donde había cantado antes. Era un túnel lóbrego, alicatado con azulejos, que olía a pies sudorosos y tensión. Ni siquiera tenía un camerino decente para cambiarse, aunque en realidad era lo que menos le importaba. El hecho de estar allí significaba un gran honor, y todavía le costaba creer que en cuestión de minutos estaría cantando el himno nacional inglés para el equipo nacional de rugby. Si es que encontraba a alguien que le informara de dónde tenía que ir y cuándo.

Asomando la cabeza por la cortina del reducido cuartucho que le habían asignado, Savannah llamó en voz alta, sin obtener respuesta. Sin duda se habían olvidado de ella, y nadie le había informado de qué debía hacer, si esperar a que alguien fuera a buscarla o salir directamente al campo.

Al oír los gritos y voces del público en las gradas, Savannah supo que debía encontrar ayuda. Un grupo de empresarios avanzaba hacia ella por el túnel y decidió preguntarles.

–Perdonen…

Savannah no pudo decir más. Fue aplastada violentamente contra la pared como una mosca invisible. Los hombres estaban tan enfrascados en su conversación que ni siquiera repararon en ella. Hablaban del hombre al que llamaban El Oso.

El Oso…

Savannah se estremeció involuntariamente. Era el apodo del magnate que envió su avión privado a recogerla. Ethan Alexander, fanático del rugby y multimillonario de talla internacional, era un hombre soltero e inolvidable, una enigmática figura que aparecía regularmente en el tipo de publicaciones que Savannah compraba cuando quería soñar con hombres inalcanzables y amores imposibles. A pesar de todas las especulaciones, nadie había logrado adentrarse en la vida de Ethan, y cuanto más rehuía la publicidad, más intrigante resultaba para el gran público.

Tenía que dejar de pensar en Ethan Alexander y concentrarse en su problema. Para ahorrar tiempo, lo mejor sería ponerse el vestido y después ir a buscar ayuda antes de que los nervios le jugaran una mala pasada.

Volvió a asomar la cabeza por la cortina, pero el pasillo continuaba vacío, y ella se estaba quedando sin opciones. Si seguía gritando, no le quedaría voz para cantar. Si se ponía los vaqueros y salía a buscar ayuda, llegaría tarde al campo, y ella no podía dejar mal a Madame de Silva, la persona que le había recomendado para aquella importante ocasión. Ni tampoco a la selección inglesa ni a Ethan Alexander, el hombre que la había contratado.

Sí, se pondría el vestido. Al menos así estaría preparada.

Y por supuesto tampoco quería decepcionar a sus padres, que habían ahorrado el dinero necesario para comprarle el vestido, y a los que ella ahora echaba mucho de menos. Ojalá estuvieran allí con ella. Aunque donde más feliz era era en la granja con ellos, con su chubasquero y las botas de lluvia hundidas en el barro hasta las rodillas.

Al recordar el rostro ansioso de su madre, Savannah se dio cuenta de que lo que le aterraba no era cantar ante miles de personas, si no la posibilidad de hacer algo que pudiera avergonzar a sus padres. Los quería con toda su alma. Como muchos granjeros, los Ross sufrieron las consecuencias de la fiebre aftosa y con ellas la pérdida de todo el ganado, que fue sacrificado delante de sus propios ojos. Ahora, la mayor ambición de Savannah era devolverles la sonrisa a los labios.

Al oír su nombre por el sistema de megafonía, Savannah se tensó. Y cuando escuchó la almibarada descripción que el presentador hizo de ella como la joven de la garganta de oro y la melena a juego, hizo una mueca. El público aplaudió con entusiasmo, lo que no hizo más que confirmar sus temores de la decepción que se iban a llevar al verla. Porque ella no era en absoluto la rubia primorosa y delicada que las palabras del presentador habían sugerido, sino una chica de pueblo normal y corriente con serios problemas de confianza en sí misma, y que en aquel momento prefería estar en cualquier otro sitio excepto allí.

«¡Ponte las pilas!», se dijo con impaciencia mientras se abrochaba la cremallera del traje largo rosa que se ajustaba a su cuerpo voluptuoso y marcaba sus redondeces sin hacerla parecer más gorda. El traje había costado una fortuna que sus padres apenas se podían permitir. ¿Iba a decepcionarlos?

–¡No puede ponerse eso! –exclamó alguien abriendo la cortina.

Savannah dio un respingo.

–¿Le importa? –exclamó ella cubriéndose modestamente el pecho al ver al hombre de voz aflautada que acababa de aparecer ante ella–. ¿Por qué no puedo ponérmelo? –protestó.

Era un vestido precioso, pero el hombre la miraba como si llevara un saco de arpillera.

–Porque no puede –afirmó él sin más.

–¿Pero qué tiene de malo? –insistió Savannah.

–No es el vestido adecuado, y si yo le digo que no puede ponérselo, no puede ponérselo.

«¡Qué grosero!», pensó ella, y se le puso la carne de gallina mientras el hombre continuaba mirando su figura voluptuosa tras la fina cortina. ¿Se refería a que tenía demasiado escote? A ella siempre le costaba esconder el pecho, y desde su adolescencia detestó cómo se lo miraban los hombres. Era la primera en reconocer que el escote del vestido era ciertamente generoso, pero era una traje de fiesta para una actuación en público.

–¿Por qué no es adecuado? –preguntó ella manteniéndose firme.

–Al Oso no le gustaría –repuso el hombre, dando carpetazo a todas sus esperanzas de llevarlo.

A Savannah le dio un respingo el corazón. Salir al campo y que Ethan Alexander la mirara… Savannah había soñado con aquel momento, pero ahora que iba a hacerse realidad, se echó a temblar.

–No lo entiendo, ¿por qué no es el adecuado?

–Es rosa –dijo el hombre con el rostro impasible–. Tendrá que quitárselo.

A Savannah se le desencajó el rostro. Era un vestido precioso, y su madre había insistido en comprárselo, tras examinar detenidamente el laborioso trabajo realizado para su confección.

–¿Quitármelo?

–Soy consciente de que usted está aquí por una emergencia de última hora –dijo el hombre en un tono más amable–, pero debe saber que uno de los patrocinadores nos ha proporcionado el traje para la interpretación del himno nacional. De hecho, el vestido ha tenido más publicidad que usted –añadió, menos amablemente.

–No me extraña –murmuró Savannah en voz baja.

A ella apenas le habían hecho ninguna, siendo como era la suplente de última hora.

–Bueno, si ése el vestido que debo ponerme –dijo ella adoptando una actitud más pragmática–, más vale que lo vea.

No había ido a Roma para discutir, sino para cumplir con un contrato profesional, y los minutos pasaban vertiginosamente. Por otro lado, debía reconocer que El Oso era una persona muy importante para su carrera profesional.

–Madame Como-se-llame estaba contenta con el traje –dijo el hombre entregándole el traje oficial.

Savannah palideció al contemplar el vestido de Madame de Silva. Tenía que haberse dado cuenta de que sería perfecto para la gran diva. Madame de Silva era una mujer delgada que solía lucir trajes de la alta costura francesa.

–No creo que el vestido de Madame me vaya bien.

–Le vaya bien o no –insistió el hombre–, tiene que ponérselo. No puedo permitirle salir al campo sin llevar el vestido que el patrocinador espera ver. Para él éste es el escaparate perfecto para mostrar el diseño a toda la audiencia televisiva.

¿Con ella dentro? Savannah dudaba de que ella fuera la percha que el diseñador deseaba.

–Tiene que ponérselo –insistió el hombre.

Savannah empezaba a tener náuseas, y no sólo por los nervios. En el argot de una granja, a ella se le calificaría de «sano animal de cría» mientras que Madame de Silva sería una elegante y grácil galga de carreras. Era imposible que el vestido le sentara bien, y mucho menos que ella cupiera en él.

–Lo intentaré –prometió ella con un nudo en la garganta.

–Buena chica –dijo el hombre asintiendo con la cabeza.

 

 

¿Dónde estaba la cantante?

Ethan frunció el ceño y echó un nuevo vistazo al reloj, cada vez más convencido de que Savannah Ross iba a dejarle plantado. Dentro de unos minutos el equipo inglés estaría preparado para salir por el túnel, y la banda de música ya estaba en el campo. El corpulento tenor contratado para cantar el himno nacional italiano respondía con reverencias y saludos a los aplausos del público, pero ¿dónde demonios estaba Savannah Ross?

 

 

El fabuloso y ceñido vestido de Madame de Silva tenía una banda blanca y azul sobre el hombro desnudo, como una banda real, pero Savannah tuvo que recurrir a un apaño más creativo. Si lograba descoser las puntadas quizá, sólo quizá, podría utilizarla para cubrir la inminente explosión de los senos, aunque hasta ese momento no parecía capaz de conseguirlo.

En cuanto a la cremallera…

Ni siquiera contorsionando los brazos en una postura que hubiera sido la envidia del gran Houdini pudo subirla. Asomó la cabeza por la cortina y pidió ayuda a gritos, sin obtener respuesta. Miró ansiosa por el túnel. El público estaba en silencio, lo que era una mala señal. Significaba que el partido estaba a punto de empezar, y antes ¡ella tenía que cantar el himno nacional!

–¡Oiga! ¿Hay alguien?

–Hola –respondió una joven animadamente apareciendo de la nada–. ¿Necesita ayuda?

Savannah sintió ganas de echarse a sus brazos y besarla.

–Si pudieras ayudarme a meterme en el vestido…

Savannah sabía que era una causa perdida, pero tenía que intentarlo.

–Tranquila –le tranquilizó la joven.

La salvadora de Savannah resultó ser una fisioterapeuta que le hablaba en un tono suave, sin duda para tranquilizarla.

–Estoy tratando de no perder los nervios –reconoció Savannah–, pero me he retrasado mucho y soy incapaz de meterme en este vestido.

–Veamos lo que podemos hacer, ¿de acuerdo? –dijo la joven riendo.

La fisioterapeuta no tardó mucho en tenerla dentro del vestido.

–Muchas gracias, ya puedo sola –dijo Savannah limpiándose la nariz y conteniendo la respiración–. Si es que no me estalla por los cuatro costados…

Mientras la fisioterapeuta recogía sus cosas y le deseaba buena suerte, Savannah contempló con consternación los metros de tafetán rojo sangre a sus pies y pensó que era una lástima que todos y cada uno de aquellos metros no estuvieran donde deberían estar. Madame de Silva era mucho más alta que ella, pero ahora ya era demasiado tarde para pensar en ello.

–Más vale que salga –dijo la joven, como si le leyera el pensamiento–. Antes de que se le pase la entrada.

«¡No me tientes!», pensó Savannah.

Hizo una prueba para ver si el vestido le permitía, ya no cantar, sino únicamente respirar, y la conclusión no fue de lo más tranquilizadora.

Pero…

No había tiempo para peros. Savannah se armó de valor y echó a andar por el túnel con movimientos firmes, queriendo olvidar que el vestido que llevaba estaba sujeto con imperdibles y era de una talla la mitad que la suya.

¡Nada menos!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SAVANNAH había olvidado lo mucho que se le ensanchaba el diafragma cuando se dejaba llevar por la música y cantaba con tal entrega y pasión que era capaz de poner al público en pie. ¿Cómo podía haber olvidado algo tan elemental?

Seguramente porque cuanto le rodeaba era una masa borrosa de colores indistintos y de lo único que era plenamente consciente era de la figura morena y amenazadora del hombre más alto del banquillo del equipo inglés, la zona donde los jugadores del equipo permanecían mientras no jugaban.

Desde el momento que salió al campo supo exactamente dónde estaba sentado Ethan Alexander, y en quién tenía clavados los ojos. El hombre no había dejado de mirarla ni un momento, y ella se sentía atrapada en una mirada penetrante que era como un láser que la atravesaba y no se apartaba de ella.

Nerviosa, Savannah se humedeció los labios y respiró profundamente. Muy profundamente.

Los primeros imperdibles empezaron a soltarse, y enseguida quedó claro que la labor de la fisioterapeuta estaba destinada a sujetar vendas y no a apretar aquellos kilos de carne de más.

 

* * *

El estado de ánimo de Ethan Alexander cambió de forma radical en un momento, pasando de la irritación y la impaciencia a la más absoluta fascinación. El implacable multimillonario se convirtió en admirador de su nueva y joven sensación en cuanto escuchó las primeras notas. El público debía de estar de acuerdo con él, a juzgar por cómo escuchaban en silencio el himno nacional británico en boca de Savannah Ross. Cuando la joven salió al campo, fue recibida con gritos y silbidos. Al principio a él también le pareció ridícula, con el pecho asomándose por el escote de un vestido que le apretaba por todos los lados; pero enseguida recordó que el famoso vestido había sido confeccionado para otra persona, y que él tenía que habérselo advertido. Aunque ya era demasiado tarde para preocuparse de eso, y el aspecto de la cantante era lo menos importante, porque Savannah Ross los tenía, a él y al resto del público, rendidos a sus pies.

 

 

Savannah se negó a dejar de cantar, y continuó a pesar de notar cómo los imperdibles se iban soltando. Ella estaba allí para reflejar las esperanzas y sueños de un país, y eso era lo que iba a hacer, al margen totalmente del vestido.

Pero al prepararse para cantar las últimas notas llegó la catástrofe: el último imperdible se soltó y uno de los senos se liberó de la tela que lo ceñía y quedó libre, mostrando un pezón redondo y rosado. No hubo ni una sola persona entre el público que se perdiera el momento, ya que las imágenes estaba siendo trasmitidas a la vez por las dos enormes pantallas gigantes que dominaban las gradas. Ella se echó a temblar de vergüenza, pero el público empezó a aplaudir con todas sus fuerzas, lo que le ayudó a contener los nervios para la última y potente nota aguda.

 

 

Empujado por un impulso incontenible de protección, Ethan se levantó del asiento y salió corriendo hacia el campo a la vez que se quitaba la chaqueta. Para cuando llegó al lado de Savannah, el público empezaba a darse cuenta de lo que había ocurrido. Aunque no ella. Con lágrimas de frustración en las mejillas, Savannah luchaba para sujetarse el vestido. Cuando él le habló y ella lo miró a los ojos, Ethan sintió algo que hacía mucho tiempo, o quizá nunca, que no sentía. Sin darse la oportunidad de analizarlo, echó la chaqueta por los hombros femeninos y se llevó a Savannah de allí, obligando al tenor italiano a empezar el Canto degli italiani, el himno nacional del país anfitrión, antes de lo esperado.

Al contrario de las mujeres que había conocido hasta entonces, aquella joven Savannah Ross estaba teniendo un profundo efecto en él. Cruzó el campo sin soltarle los hombros mientras ella se esforzaba por seguirlo, casi pegada a él pero sin tocarlo. Al pasar junto a las gradas, el público pareció volverse loco.

–¡Viva El Oso! –le aclamaron italianos y británicos al unísono.

Aunque él no sabía si era un cumplido a su galantería o al hecho de que Savannah Ross apenas podía ocultar sus generosos pechos bajo un vestido que se le había descosido a la vista de todo el mundo. Aunque a él tampoco le importaba. Su objetivo era sacarla de allí, apartarla de las miradas lujuriosas de todos aquellos hombres que la miraban como si quisieran devorarla.

 

 

Para cuando Ethan llevó a Savannah al túnel que conducía los vestuarios, ésta no sabía dónde meterse. Se sentía ridículamente desnuda junto a un hombre famoso por su savoir faire. Ethan Alexander era un magnate despiadado de talla internacional, mientras que ella no era más que una chica normal y corriente que por un momento deseó que Ethan la hubiera conocido en la granja donde al menos ella sabía lo que hacía.

–¿Está bien? –preguntó él.

–Sí, gracias.