Pertenecemos a Gaia - James Lovelock - E-Book

Pertenecemos a Gaia E-Book

James Lovelock

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Beschreibung

"El concepto de Gaia, entendido como un planeta vivo, constituye para mí la base esencial de todo ecologismo que se quiera coherente y práctico; refuta la arraigada visión de que la Tierra es una propiedad inmobiliaria, una suerte de gigantesca hacienda que está ahí para ser explotada en beneficio de la humanidad. La falsa creencia de que somos los dueños de la Tierra, o sus administradores, es la que nos permite escudarnos en políticas y programas supuestamente ecologistas mientras seguimos sin transformar nuestra conducta." En 1969, el investigador británico James Lovelock presentó su Hipótesis de Gaia, una teoría por la que la Tierra se define como un gran organismo vivo capaz de regular sus condiciones esenciales —como la salinidad de los océanos o la temperatura— para mantenerse en equilibrio. Pertenecemos a Gaia revisita las bases de su teoría para narrarnos la historia de nuestro extraordinario planeta y advertirnos sobre los peligros de nuestros abusos e impactos.

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Editorial GG, SL

Via Laietana 47, 3.º2.ª, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 933 228 161

www.editorialgg.com

 

 

 

 

 

 

 

 

Extracto publicado originalmente como We Belong to Gaia en 2021 por Penguin Classics, un sello de Penguin Press, parte del grupo empresarial Penguin Random House.

Edición a cargo de María Serrano

Revisión de estilo: Iñaki Domínguez

Diseño de la colección: Setanta

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir responsabilidad alguna en caso de error u omisión.

© Herederos de James Lovelock, 2021

© de la traducción: Álvaro Marcos

© de esta edición:

Editorial GG, Barcelona, 2023

ISBN: 978-84-252-3498-9 (ePub)

Producción del Epub: Booqlab

Índice

¿Qué es Gaia?

Biografía de Gaia

Una visión personal del ecologismo

Más allá de la estación final

Otras lecturas

¿Qué es Gaia?

Prácticamente nadie — ni siquiera yo durante los primeros 10 años de vida del concepto — parece saber qué es Gaia. La mayoría de los científicos, cuando teorizan sobre la Tierra y hablan de su parte viva la denominan “biosfera”, aunque, en sentido estricto, la biosfera no es más que el área geográfica donde hay vida, la delgada burbuja esférica que rodea la superficie terrestre. De manera inconsciente, la definición del término se ha ampliado hasta abarcar algo mayor que una región geográfica acotada, pero ha ocurrido de una forma vaga, sin precisar dónde empieza y acaba y cuál es su función.

Desde el centro y hacia el exterior, la Tierra está compuesta prácticamente en su totalidad de roca y metal calientes o fundidos. Gaia es un fino caparazón esférico de materia que rodea el interior incandescente de la Tierra. Empieza donde las rocas de la corteza entran en contacto con el magma del interior, a unos ciento sesenta kilómetros bajo la superficie, y se prolonga otros tantos kilómetros hacia el exterior, a través de los océanos y el aire hasta la aún más caliente termosfera, en el límite con el espacio. Gaia incluye la biosfera y es un sistema fisiológico dinámico que durante más de tres mil millones de años ha mantenido las condiciones que posibilitan la vida en nuestro planeta. Digo que Gaia es un “sistema fisiológico” porque parece tener el objetivo inconsciente de regular el clima y la composición química del planeta para garantizar unos parámetros aptos para la vida. Sus objetivos no son fijos, sino que varían adaptándose a las condiciones medioambientales de cada momento y a las formas de vida presentes en ella.

Debemos pensar en Gaia como el sistema completo, incluyendo tanto las partes animadas como inanimadas. El crecimiento y la expansión de las formas de vida que promueve la luz solar empodera a Gaia, pero esa forma salvaje y caótica de poder se ve constreñida por una serie de limitaciones que, a su vez, moldean esta entidad que se autorregula por el bien de la vida. A mi juicio, el reconocimiento de estas limitaciones al crecimiento es esencial para alcanzar un conocimiento intuitivo de Gaia, así como entender que dichas restricciones afectan no solo a los organismos o la biosfera, sino también al entorno físico y químico. Es obvio que unas condiciones extremas de frío o calor pueden impedir el desarrollo de las formas de vida convencionales, pero no resulta tan evidente el hecho de que los océanos se convierten en desiertos si la temperatura del agua se acerca a los 15°C. Cuando esto sucede, en la superficie se forma una capa estable de agua caliente que no se mezcla con las aguas más frías y ricas en nutrientes situadas debajo. Esta propiedad puramente física del agua del mar priva de nutrientes a los organismos que habitan en las cálidas aguas superficiales y, muy pronto, estas zonas marinas expuestas al sol se convierten en desiertos. Esta es una de las razones que explican por qué uno de los objetivos aparentes de Gaia es evitar el calentamiento de la Tierra.

Como podrá apreciarse (en adelante emplearé la metáfora de “planeta vivo” para referirme a Gaia), esto no quiere decir que piense en la Tierra como una entidad viva en el sentido de “consciente”, ni tampoco “viva” como un animal o una bacteria. Creo que ya es hora de ampliar la definición algo dogmática y limitada de la vida como algo que replica y corrige los errores reproductivos por medio de la selección natural entre la progenie.

Me resulta útil imaginarme la Tierra como si fuera un animal, quizás porque mi primera experiencia seria como científico recién graduado fue en el campo de la fisiología. Nunca ha sido más que una metáfora, un aide pensé, como cuando un marinero se refiere a su barca personalizándola con un “ella”. Hasta hace poco, no tenía en mente un animal concreto, pero era siempre algo grande, como un elefante o una ballena. En los últimos tiempos, al tomar conciencia del calentamiento global, he empezado a pensar en la Tierra más bien como un camello. Los camellos, a diferencia de la mayoría de animales, regulan su temperatura corporal en función de dos estados diferentes pero estables. En el desierto durante el día, cuando hace un calor insoportable, sus cuerpos alcanzan casi los 40°C, una temperatura suficientemente similar a la del ambiente como para no tener que recurrir al sudor para enfriarse, con lo que perderían una cantidad preciosa de agua. Por la noche, sin embargo, en el desierto hace frío — incluso puede llegar a helar — y si trataran de mantenerse a 40°C experimentarían una severa pérdida térmica, de modo que, gracias a su sistema de regulación, reducen su temperatura corporal a un umbral mucho más adecuado de 34°C. Gaia, como los camellos, tiene varios estados estables que le permiten acomodarse a los cambios del medio, interno y externo. La mayor parte del tiempo las condiciones se mantienen estables, como ocurrió en los miles de años previos a 1900. Sin embargo, cuando dichas condiciones varían de forma acusada, ya sea por calentamiento o enfriamiento, Gaia, como haría un camello, pasa a un nuevo estado estable que resulte más fácil de mantener. Ahora mismo está a punto de hacer uno de esos cambios.

La metáfora es importante porque para poder comprender, abordar y aliviar la situación de cambio global en que nos encontramos necesitamos conocer la verdadera naturaleza de la Tierra e imaginarla como el elemento vivo más grande del sistema solar y no como algo inanimado, que es lo que pone de relieve la desafortunada y cuestionable metáfora de la “nave espacial Tierra”. Hasta que no se produzca ese cambio de mentalidad no nos daremos cuenta de que habitamos un planeta viviente, que reacciona a las modificaciones que introducimos, ya sea anulándolas o bien anulándonos directamente a nosotros. Si no contemplamos la Tierra como un planeta cuyo comportamiento se asemeja al de un ser vivo, al menos hasta el punto de ser capaz de regular su clima y composición química, careceremos de la voluntad necesaria para cambiar nuestro modo de vida, que se ha convertido en nuestro mayor enemigo. Es cierto que muchos científicos, sobre todo climatólogos, aceptan ya que nuestro planeta tiene esta capacidad de autorregulación de su clima y su química, pero la idea dista mucho de ser de conocimiento general. No es fácil asimilar el concepto de Gaia, un planeta que ha sido capaz de mantener por sí mismo las condiciones aptas para la vida durante un tiempo equivalente a un tercio de la edad del universo; y hasta que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) dio la voz de alarma, había poca predisposición a ello. Voy a tratar de proporcionar una explicación que pueda satisfacer a una persona práctica, como pueda ser un médico. Quizás una explicación completa y pormenorizada que pudiera satisfacer a un científico resulte inaccesible, pero su imposibilidad no es una excusa para la inacción.

Explicar el concepto de Gaia es como enseñar a alguien a nadar o a montar en bicicleta: hay muchas cosas que no se pueden describir con palabras. Para facilitar las cosas voy a empezar con una pregunta muy sencilla que ilustra la compleja diferencia entre dos formas igualmente destacadas de pensar sobre el mundo. La primera de estas formas es la ciencia de sistemas, que analiza toda entidad viviente, ya sea un organismo o mecanismo, mientras está en funcionamiento; la segunda es el reduccionismo, el tipo de pensamiento causa-efecto que ha dominado la ciencia durante los dos últimos siglos. La pregunta sencilla que propongo es: ¿qué tiene que ver la acción de hacer pis con el gen egoísta?

Cuando era joven, me sorprendía la cantidad de eufemismos que existían para hacer referencia a un acto tan simple pero fundamental como el de orinar. Médicos y enfermeras te pedían que hicieras “aguas menores” o fueras al “excusado”, al tiempo que te entregaban un botecito para dejar clara su petición. En la vida cotidiana todavía se usan expresiones como “cambiar el agua al canario” o “al pajarito”.

Quizás todo ello fuera herencia de la confusión general existente en torno al sexo en el siglo XIX. Lo cierto es que, en el registro comunicativo formal, no solo era imposible mencionar los genitales, sino que el tabú se extendía también al uso de estos atributos. Sin embargo, tal y como observó el extraordinario biólogo George Williams en 1996, el hecho de utilizar el mismo órgano para el placer, la reproducción y la evacuación constituye una extraña y llamativa muestra de economía evolutiva. No fue hasta hace relativamente poco que empecé a plantearme si detrás de este pequeño misterio no se escondería algo más profundo. ¿Por qué hacemos pis? La pregunta no es tan tonta como pueda parecer a simple vista. La necesidad de eliminar residuos — un exceso de sal, urea, creatinina y otros muchos restos metabólicos — resulta obvia, pero esa es solo una parte de la respuesta. Es probable que también hagamos pis por razones altruistas: si los humanos y otros animales no orinásemos, algunas de las especies vegetales terrestres perecerían por falta de nitrógeno.

¿Es posible que durante el proceso evolutivo de Gaia (el gran sistema de la Tierra) los animales evolucionaran para excretar nitrógeno a través de la urea o el ácido úrico en lugar de nitrógeno gaseoso? Para nosotros, la excreción de urea representa un gasto significativo de energía y agua. ¿Por qué íbamos a desarrollar una cualidad evolutiva que jugara en nuestra contra a no ser que fuera por razones altruistas? La urea se produce como desecho después de metabolizar la carne, el pescado, el queso y las alubias que comemos, todos ellos alimentos ricos en proteínas, la sustancia de la vida. Digerimos los que comemos hasta descomponerlo en los elementos químicos que lo componen, pero no asimilamos la proteína muscular de la carne y la incorporamos directamente a nuestros propios músculos, sino que construimos o reemplazamos nuestros músculos y demás tejidos ensamblando esos elementos constitutivos, los aminoácidos de las proteínas, convirtiéndolos en proteínas nuevas según determina nuestro ADN. Utilizar directamente la proteína de la carne para dar forma a nuestros músculos sería como coger las piezas de un tractor e intentar reparar una lavadora. En último término, los desechos generados por esta labor de construcción y deconstrucción se convierten en urea y no nos queda más remedio que deshacernos de ella mediante una solución diluida en agua: la orina.