Política, psicofármacos y vida cotidiana - Sandra Caponi - E-Book

Política, psicofármacos y vida cotidiana E-Book

Sandra Caponi

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Beschreibung

Este ensayo de Sandra Caponi respira una atmósfera de pospandemia cuando todavía sus consecuencias no se han extinguido, sino que, por el contrario, son bien palpables. En un campo de intersección entre la epistemología, la historia de la psiquiatría y la historia social de las enfermedades, la autora logra introducir una interrogación histórica acerca del surgimiento del neuroléptico, sus condiciones de posibilidad y la utilización que se extiende hasta hoy en día sin interpelar al campo biomédico. En la historia reciente, el psicofármaco y el discurso neoliberal de la gestión sanitaria —fuertemente apoyados por la industria farmacéutica— han logrado, tal como lo advierte Caponi, un reduccionismo explicativo del sufrimiento humano. Los sufrimientos psíquicos, que se han multiplicado a partir de la pandemia, con frecuencia son traducidos como diagnósticos psiquiátricos definidos a partir de metodologías interesadas exclusivamente en identificar síntomas con trastornos mentales, supuestamente causados por desequilibrios neuroquímicos, y que, por tanto, deben ser compensados con el psicofármaco correspondiente como «balas mágicas» para resolver problemas que no son médicos, sino sociales y –fundamentalmente– subjetivos.

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POLÍTICA, PSICOFÁRMACOSY VIDA COTIDIANA

Sandra Caponi

PrólogoEmilio Vaschetto

Colección La Otra internacional

Créditos

Colección La Otra internacionalDirigida por José María Álvarez y Emilio Vaschetto

Título original:Política, psicofármacos y vida cotidiana

© Sandra Caponi, 2023

© Del prólogo, Emilio Vaschetto, 2023

© De esta edición: Pensódromo SL, 2023

Diseño de cubierta: Lalo Quintana

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Editor: Henry Odell

e–mail: [email protected]

ISBN print: 978-84-126731-7-3

ISBN e-book: 978-84-128042-3-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

PrólogoPor Emilio VaschettoIntroducciónDispositivos biopolíticos de gestión de la locuraUna biopolítica de la indiferencia: el descubrimiento de la clorpromazinaSobre diagnósticos ambiguos: el lugar de la mujer en la historiade la psiquiatríaTerapéuticas iatrogénicas: La gestión psicofarmacológica de la feminidad (1950-1960)Hacia una gestión psicofarmacológica de la infancia: la prescripción de antipsicóticosEstrategias biopolíticas y construcción de la subjetividad: la hermenéutica psiquiátrica del síConclusiones - Notas sobre el reduccionismo explicativocomo ideología científicaReferencias bibliográficasAcerca de la autora

Para Marilia Pereira Oliveira, In Memoriam.

Prólogo

Por Emilio Vaschetto

Fedro —Pienso que dirían que el hombre estaba loco y que, por saberlo de oídas de algún libro, o por haber tenido que ver casualmente con algunas medicinas, cree que se ha hecho médico, sin saber nada de ese arte.

Conozco a Sandra Caponi por sus investigaciones en el campo de intersección entre la epistemología, la historia de la psiquiatría y la historia social de las enfermedades. Sus reflexiones encuentran una fuerte afinidad a la filosofía de Michel Foucault, aunque sería injusto reducir su producción a esta perspectiva. La impronta dejada durante los últimos años de enseñanza del filósofo francés, le permiten a nuestra autora pivotear sobre algunos conceptos y extraer su poder eurístico como ejercicio de interrogación para la historia reciente y el porvenir.

El libro que el lector tiene en sus manos respira una atmósfera pospandemia cuando todavía sus consecuencias no se han extinguido, sino que, por el contrario, son bien palpables. El capitalismo, que muchos espíritus entusiastas veían claudicante, se exacerbó luego del colapso sanitario global y con la ruptura de los lazos sociales.

Es en este contexto donde Caponi introduce la interrogación histórica acerca del surgimiento del neuroléptico, sus condiciones de posibilidad y la utilización que se extiende hasta hoy en día sin interpelar al campo biomédico. En este aspecto, el aislamiento social producto de la pandemia y el aislamiento generado por la anestesia farmacológica se muestran homólogos.

Tres de un par perfecto

La historia del psicofármaco, en su vertiente platónica del fármacon1, no es la del consumo satisfactorio de una sustancia psicotrópica que presupone una pareja entre un sujeto y un objeto por fuera de la relación sexual, sino que incluye un tercer término: el médico prescriptor. La tríada: antestesia (ataraxia), psiquiatra, loco, es de por sí explicativa.

[…] no es posible en la farmacia (Derrida se refiere a «la farmacia de Platón») el distinguir el remedio del veneno, el bien del mal, lo verdadero de lo falso, el interior del exterior, lo vital de lo mortal, el primero del segundo, etc. Pensado en esa reversibilidad original, el fármacon es el mismo precisamente porque no tiene identidad. Y el mismo (es) como suplemento. O como diferencia. Como escritura2.

De algún modo un fármaco —y en particular un psicofármaco— no es reductible a sus propiedades dinámicas o cinéticas sino también a un hecho de discurso que diversifica su acción. ¿Es necesario recurrir a la conocida frase de Michael Balint de que el médico en el acto de recetar un medicamento se receta a sí mismo? Sócrates, al regresar de la batalla de Potidea, conoce al joven Carmides y acepta curarle del dolor de cabeza. Desde luego, Sócrates conoce un remedio eficaz que puede aliviarlo, una planta, pero «a la cual es preciso añadir una epodé, un ensalmo»3. Y para explicar las virtudes de ese ensalmo el maestro le recuerda que los buenos médicos curan las dolencias de las distintas partes del cuerpo mediante las dietas adecuadas pero siempre atendiendo a la totalidad del cuerpo y del alma. Uno no puede ser curado sin el otro. Los «bellos discursos», los ensalmos son palabras precisas que llegan al cuerpo y al alma. No son discursos aderezados sino metáforas y analogías que apuntan a producir la templanza (sophrosyne)4. Nada de esto puede ser logrado sin el lugar que ocupa el maestro para con su discípulo, una relación de amante y amado que redunda en el cuidado de sí.

A lo largo de esta investigación se verá de qué manera el relato triunfalista, el supuesto giro copernicano que introduce el fármaco en la clínica, es desarticulado, examinado en detalle y luego reconstruido. ¿Qué tipo de triunfo y sobre quién? Claro está, se trata de un tipo de dominación, inevitable —es preciso decir— a todo lazo discursivo.

El neuroléptico o el psicofármaco en general, para quienes piensan en una revolución, es la utopía de refundar una especialidad médica de origen plural —como lo es la psiquiatría— mediante un determinismo fundado por el uso de una sustancia. Esta sustancia apunta nada menos que a tratar eficazmente un trastorno del alma.

Hay buenos y malos usos. El recurso fácil al medicamento posee una doble vertiente: por un lado, silenciar el malestar y por otro, eludir la angustia que suscita lo insoportable de toda relación terapéutica5.

François Dagonet, tiene una definición tan divertida como inapelable: «El medicamento es una molécula química de la que estamos seguros mientras no la usamos»6. Había mencionado antes la tríada paciente, psiquiatra, medicamento, a lo cual tenemos que sumarle un cuarto operador, la industria farmacéutica, uno de los gremios más poderosos de la tierra junto a las armas y el narcotráfico.

La idea actual de control social permea con rapidez puesto que de lo que se trata es de lograr resultados rápidos en el menor tiempo posible. La fractura de los vínculos sociales y las formas disruptivas de la conducta, observadas tempranamente en la escuela, deben adquirir un dominio tal, de modo que se logre una homogeneización. La ideología de la evaluación, la llamada «política de las cosas»7 no sólo alcanza a los estudiantes sino también a los maestros que deben lograr estándares educativos y para eso también necesitarán una sala tranquila8.

El silenciamiento del pathos

La lectura apasionante de este libro destila en clave histórica la fenomenología esencial del neuroléptico, la invención de un nuevo cuerpo a partir de la rigidez y la anestesia9. De modo más preciso, la creación artificial de un estado próximo a la enfermedad de Parkinson y un estado centrado en la obnubilación denominado —con el vocablo griego— «ataraxia». Una disminución de las pasiones y los deseos, con el fin de alcanzar un supuesto equilibrio, un alma que se torna imperturbable al pathos. La serendipia lograda con el descubrimiento de la clorpromazina demuestra que la anestesia puede ser un estado del cuerpo que no solo atañe al ámbito aséptico del quirófano sino también al espacio asilar donde se encuentra el loco. Ahora podrá emanciparse del tutelaje médico, pero con el objeto en el bolsillo, deambular sin alterar el orden público, sin inquietar a los otros con su vociferación delirante ni sus soliloquios. La reacción adversa resulta ser la llave de la terapéutica. Para tomar las palabras de los pioneros en la terapia neuroléptica, la ataraxia es

La instalación de un estado de indiferencia y desinterés en relación al delirio es lo que parece constituir la originalidad de ese tratamiento10.

Ahora bien, sus mentores no desconocen lo limitado del tratamiento, ya que a continuación reconocen que

El problema de la desaparición real de las alucinaciones o de la actividad delirante es más complejo. A pesar de que en algunos casos parecen detenerse, es frecuente que el enfermo conserve la creencia en el delirio. Continúa viviendo con la existencia de «ideas delirantes» en relación a las cuales ya no manifiesta preocupación después del tratamiento, sino indiferencia11.

La indiferencia al síntoma es el blanco de la eficacia terapéutica. A la vez, la tranquilidad emocional constituye la ilusión de una dominación, no de una persona sobre otra, sino de un discurso sobre otro. El discurso médico por sobre el saber delirante: una vez logrado el silenciamiento de la palabra enloquecida se obtiene un saldo de tranquilidad emocional ¿De quién? Del médico, que ahora puede soñar con tratar el germen de la locura de manera específica, puede recortar el cuerpo hasta llegar a la microscopía de los receptores dopaminérgicos. En este sentido, llamar «antipsicóticos» a los nuevos neurolépticos es mucho más que un cambio de nominación o de especificidad farmacológica, se trata de la ilusión de terminar con la locura, como si esta no fuese constitutiva del sujeto humano. Basta con evocar a Pascal en sus Pensamientos:

Los hombres están tan necesariamente locos, que sería estar loco de otra locura no ser loco12.

La perspectiva de Jean Delay, de lograr una psicoterapia con psicotrópicos, se basaba en poder dirigir una droga específica para cada síntoma que expresase el enfermo en su ardor subjetivo. Parece haber advertido que el fármaco genera sentidos, pero estos son el resultado, no de una creencia sostenida en la sustancia misma en virtud de sus propiedades farmacocinéticas, sino de la dialéctica entre la creencia del médico en su saber establecido y la confianza del paciente en la presencia de ese agente de cuidados. Así, el sueño de la pureza bioquímica se transforma en una utopía. Las impresiones más cercanas son las de una dispersión prismática de los efectos, dado que la administración generalizada de una sustancia no puede evitar la sugestión tal como sucede con el efecto placebo13.

Diferentes registros del fármaco (ISR)

Siguiendo con la perspectiva de Delay, aquellos sentidos generados por los psicotrópicos serán con propiedad ubicados por Lacan en el registro de lo imaginario. Pero también existen efectos simbólicos, de nominación. El interés de la industria farmacéutica en el nombre comercial de la monodroga es explícito. La desinencia il («él» en francés) para el Largactil (clorpromazina), es preferida por sobre otras; su impacto poético se replicará en la denominación comercial de otras sustancias. Pero también, el medicamento moderno posee una inscripción en el Otro

[…] por su elaboración de saber, por la legislación de su distribución, por las apropiaciones de su repartición, por la responsabilidad del que prescribe: el medicamento está tomado en las más finas redes simbólicas del Otro14.

Junto a los efectos de sentido imaginarios y la eficacia simbólica hay también efectos reales del medicamento, en el aspecto que lo define Lacan y no de la biología. Son efectos fuera de sentido donde, por ejemplo, el uso de una nominación permite contornear un cuerpo fragmentado. Recuerdo los dichos de un sujeto que padecía de una esquizofrenia, quien inventaba con cada neuroléptico un nuevo signo en su cuerpo: «el lapenax me produce sedación, el halopidol bubolicidad, el meleril tontería…». Se trataba de neologismos que ayudaban a armar, mediante una neolengua, una nueva consistencia corporal en función del uso del fármaco.

La gestión ambulatoria de los locos

Advierte Sandra Caponi que, en un determinado momento de la historia, los pacientes que ensordecían al personal sanitario se volvieron «apáticos», «poco dispuestos», «menos alertas» y con «expresión de vacío en sus rostros». Ya no era necesario confrontar con el delirio ni persuadir a las voces, era una cuestión de tiempo, de esperar que el neuroléptico hiciera su tarea y lograra por sí mismo atemperar los fenómenos locos.

Fue el resultado de un esfuerzo por asemejar a la clorpromazina con un antibiótico como la penicilina y hacer entrar a la psiquiatría por la puerta grande del modelo biomédico.

El contrato a largo plazo con la sustancia puede, incluso, hacer prescindible la presencia del médico o reducirlo exclusivamente a las condiciones de prescripción o la posología15. Incluso con las nuevas medicaciones de depósito, la figura del médico terapeuta —quien da las indicaciones y realiza el seguimiento próximo— está cada vez más desdibujada. Eso no quita que siga sosteniéndose esa forma tripartita pero, ahora, en el lugar del agente situaré la técnica, el mercado o la «ciencia» en posición dominante. Como reconoce el propio Lehmann:

Muchos de nosotros, en los últimos años, hemos perdido de vista nuestra tarea esencial de comprender nuestros pacientes, ya que los sometemos a una secuencia de coma, conmociones, convulsiones, confusión y amnesia, que los incapacita para que se relacionen con el psiquiatra de una manera consistente y significativa16.

Al decir delirante particular, al alucinado que recepta la significación personal de sus voces se lo hace transitar junto a otros «…silenciosos e indiferentes (…) por un mundo uniforme» —según afirma Caponi—17.

Otros discursos

Como es sabido, la historia se repite muchas veces de modo patético. El neuroléptico sale del espacio cerrado del asilo para adquirir, por así decir, un alcance cotidiano de rectificación moral. La problemática histórica relevada por el feminismo cobra una actualidad sorprendente en los life style drugs. El comportamiento virilizado y el dominio de la norma macho se transformó de modo hiperbólico en una feminización del mundo18. Esto, lejos de significar un triunfo del feminismo, obedece a una lógica que Lacan acuñó como del «no-todo».

La droga, dice Caponi, «deja marcas imborrables en el cuerpo de los pacientes». Claro está, no se trata solo de las reacciones adversas, los efectos secundarios sino también a la presencia —a mi modo de ver— de otro cuerpo. Un cuerpo extraño impuesto que no es el parásito de la lengua sino un objeto mudo de la técnica. La inserción de un «residuo irracional» que cambia la clínica del coloquio por una clínica de las reacciones; que troca la palabra loca y ruidosa por el silencio apático. Así como los gritos desgarradores hacían a los oídos sordos de los cirujanos en la era preanestésica, el decir delirante se hallará encapsulado en el ámbito burocrático de una sala tranquila o de una deambulación apática.

Para Moncrieff, según comenta Caponi, el modelo centrado en la enfermedad identifica la psiquiatría con la medicina general y los psicofármacos reproducen acciones que podrían revertir las bases orgánicas de las enfermedades mentales. El psicofármaco, como antibiótico, vendría a ocupar el lugar de una droga que tiende a restablecer el supuesto equilibrio neuroquímico alterado. Pero aquí el problema está centrado en la idea de equilibrio, de homeostasis. Para Freud, la idea de equilibrio no es compatible con la vida sino, más bien, con la muerte. Cada esfuerzo tendiente a mantener las cosas estáticas y en silencio tiene una vocación indudablemente entrópica.

El sentido libidinal de la píldora

Ahora, como ustedes saben, la psiquiatría —he escuchado eso en la televisión— la psiquiatría vuelve a entrar en la medicina general sobre la base de esto, que la propia medicina general entra enteramente en el dinamismo farmacéutico. Evidentemente, ahí se producen cosas nuevas: se obnubila, se tempera, se interfiere o modifica... Pero no se sabe para nada lo que se modifica, ni, por otra parte, a dónde llegarán esas modificaciones, ni siquiera el sentido que tienen; puesto que se trata de sentido19.

Antes mencionamos los fenómenos de sentido imaginario que provee el fármaco. Ahora, en función de esta intervención dada por Lacan ante los psiquiatras, nos hallamos ante los sentidos producidos sobre una sustancia que no encuentra equilibrio alguno: la libido. A partir de los enunciados provistos por el médico, el dinamismo farmacológico donde entra en juego el cuerpo, difícilmente podrá quedar reducido a la lógica de un puro organismo. «Estoy muy arriba, necesito algo que me baje», «estoy muy abajo, deme algo que me levante», «aumente, baje, agregue, saque», así recogemos los fenómenos de interferencia generados por el fármaco. En una fenomenología más o menos espontánea podríamos esbozar los modos de recubrimiento: los ansiolíticos y su efecto de borrachera lúcida; los antidepresivos y su blindaje libidinal y los antipsicóticos en su modalidad ataráxica —lo cual está desarrollado de manera exhaustiva en este libro—. ¿Cómo entender esta fenomenología espontánea? El ansiolítico, bajo el modo sedativo, muy similar al alcohol, permite un uso portátil y calibrado por fuera de lo dionisíaco. El antidepresivo, desactivado de la somnolencia, provee un tipo de blindaje que bordea los de la libido: los afectos, los sentimientos y las sensaciones se enmascara bajo un modo de dependencia confortable. Pero el campo de dominio esencial es la indiferencia: una cobertura que disipa tanto la tristeza como la alegría. No hace falta ir más lejos que la declaración de los propios pacientes:

Ya no siento la tristeza de antes, estoy más aliviado o más bien, diría que todo me resbala.

Finalmente, el antipsicótico cuya acción destinada al bloqueo generalizado tiende a fabricar un cuerpo y distraer al sujeto de los juegos del lenguaje. Eso que Lacan llamaba en la psicosis «la normalidad de la estructura», no es otra cosa que el parásito de la lengua que al hombre mismo —en mayor o menor medida— enloquece. La desatención es la cobertura terapéutica para aquel que se toma en serio al significante. Si el loco es quien puede demostrar a cielo abierto el inconsciente estructurado como un lenguaje, el neuroléptico o antipsicótico, es el intento de negar esa constatación a costa de endurecer el cuerpo y congelar la atención. Pero, aún así, el acento de certeza que subyace en el corazón de todo sujeto psicótico no puede ser borrado. Démosle la palabra nuevamente a otro sujeto:

¿Usted me pregunta por la voz? Pues ya no la escucho, de todos modos sé que está ahí bajo la forma del silencio.

No hay fármaco que pueda eliminar completamente la voz áfona, las miradas sin ojos, las elaboraciones de saber delirantes ni las invenciones corporales que vienen a coser la fragmentación con la que se inician algunos cuadros. Pero si eso se lograse, si aún ese horizonte fuese posible, el costo es la derelicción del sujeto, la anulación de todo rastro de humanidad.

El mejor aliado

Esta historia debe servir para dirigir la mirada a lo lejos y así poder establecer diferencias —tal como lo pretextaba Rousseau—. En la historia reciente, el psicofármaco y el discurso neoliberal de la gestión, han logrado, tal como lo advierte la autora, un reduccionismo explicativo del sufrimiento humano en la pospandemia.

Ahora bien, no es necesario combatir el psicofármaco sino lograr el mejor aliado ahí cuando la técnica se ha incorporado irreversiblemente a la cultura.

La investigación de Sandra Caponi desglosa con rigor el surgimiento del neuroléptico, su desarrollo, y, sobre todo, las paradojas de la terapéutica, que no son más que las contradicciones que porta una disciplina cuya ocupación es las heridas del alma —parafraseando a nuestro amigo José María Álvarez20—. Se trata, entonces, de una historia, un acontecimiento y un porvenir. Será tarea de cada uno hallar los trazos que resuenan en la propia práctica: la dimensión ética, en tanto la sustancia es un medio y no un fin en sí mismo; la dimensión clínica, en el uso fenoménico que cada sujeto puede hacer del fármaco, y en la dimensión política, que implica el estar a la espera del mejor invento. Ese invento que no vendrá del ámbito generalizado y uniforme de la técnica sino del bricolaje que surge de modo contingente en cada nuevo encuentro con un sujeto.

 

Introducción

La proliferación de trastornos mentales en tiempos pandémicos

Las redes sociales y los medios de comunicación divulgan cotidianamente el aumento de diagnósticos psiquiátricos en tiempos de pandemia. Escuchamos hablar constantemente del aumento de ansiedad, manía, depresión, trastorno de pánico, tanto en adultos como en niños. Del mismo modo, publicaciones científicas de las más diversas áreas también insisten en que existiría un aumento considerable de trastornos mentales en la población, adulta e infantil, como consecuencia de las experiencias vividas durante la pandemia del COVID-19. Trastornos como el de estrés postraumático o los trastornos de alimentación parecen haberse multiplicado en la pospandemia. El diario El País, por ejemplo, reporta un

Tsunami de casos de enfermedades mentales en adolescentes, en la ciudad de Madrid. Ese aumento ha dado lugar a una lista de espera para internación psiquiátrica, de más de 10 adolescentes que esperan ingresar en la Unidad de Agudos del Hospital Gregorio Marañón. Esta se encuentra completamente ocupada y el 90 % de los pacientes internados son adolescentes mujeres21.

La pandemia parece haber multiplicado el sufrimiento psíquico, fundamentalmente en niños y adolescentes que han perdido sus redes sociales de pertenencia. Muchas veces esos sufrimientos son traducidos como diagnósticos psiquiátricos, definidos a partir de metodologías que se limitan a contar síntomas de acuerdo con lo establecido en el Manual de Diagnóstico y Estadística de Trastornos Mentales (DSM-5)22. Por tal razón, proliferan rótulos innecesarios que encubren, tanto aflicciones subjetivas, como problemas sociales derivados de la pandemia.

Considero que este es un momento muy apropiado para proponer una reflexión sobre los límites y los alcances del modelo médico, hoy hegemónico, como forma privilegiada de abordar los sufrimientos psíquicos. Es preciso observar el impacto de ese modelo en el campo de la infancia, un grupo que se ha visto directamente afectado por las medidas de aislamiento necesarias para poder controlar los contagios y muertes provocadas por el virus SARS-CoV-2.

El aislamiento social, que ha sido el único modo de garantizar cierta protección contra el virus, hasta la aparición y distribución de vacunas eficaces para inmunizar al 70 % de la población, aumentó el sufrimiento provocado por situaciones de violencia contra mujeres y niños, la sensación de miedo, el uso abusivo de alcohol y drogas, así como el sentimiento de soledad, inutilidad, culpa, desánimo, abandono y tristeza profunda. En fin, el sentimiento generalizado que vivimos todos y todas, en tiempos de pandemia, puede resumirse a una dolorosa sensación de fracaso colectivo.

Existen diversos modos de administrar el sufrimiento inevitable impuesto por la pandemia de COVID-19. Podemos buscar redes de encuentro y discusión o espacios terapéuticos donde podamos hablar sobre nuestros sentimientos; fomentar la creación de lazos afectivos y de solidaridad; aumentar nuestra presencia en espacios virtuales de defensa de derechos y crear otras estrategias de resistencia a la necropolítica actual23.

Sin embargo, la pandemia surgió en el contexto de la razón neoliberal, con su lógica organizada en torno a la idea de lucro, competición, meritocracia y búsqueda del éxito económico individual a cualquier precio24. Es en ese contexto que debemos situar a la macabra oposición, tan divulgada y defendida por varios presidentes conservadores, entre salvar vidas o salvar la economía. En esa lógica, el espacio de lo colectivo, de lo común, así como el campo de la salud pública, debieron subordinarse a la lógica impuesta por el mercado y por el lucro. Así, mientras muchos trabajadores se enfermaron cuando se dirigían a sus trabajos en transportes, ómnibus y subterráneos repletos e inseguros, grandes fortunas se beneficiaron directamente por la pandemia25.

Entre esas grandes fortunas se destaca una: la millonaria industria farmacéutica. En muchos casos, notamos que viejos fármacos fueron presentados como verdaderas balas de plata contra la COVID-19: cloroquina, hidroxicloroquina e ivermectina.La venta y divulgación de estos, presentados como estrategia preventiva se multiplicó, aun cuando ya estaba claro que no tenían ningún efecto curativo o preventivo, incluso cuando eran cada vez más evidentes sus efectos colaterales gravísimos, tales como disfunción hepática y ataques cardíacos. La divulgación de esos medicamentos tuvo un impacto ideológico poderoso, en la medida que individualizaba las acciones de protección y cuidado que debían ser colectivas. Esa supuesta terapéutica preventiva creaba una falsa idea de seguridad, que llevaba a imaginar que era posible continuar realizando las actividades normalmente sin correr el riesgo de enfermar o morir, como si mágicamente desapareciera la realidad efectiva de la pandemia.

Llegando al fin de la pandemia de COVID-19, es necesario que nos detengamos a pensar de qué modo están siendo abordados los impactos de esa tragedia en el campo de la salud mental y cual es el papel desempeñado por los psicofármacos, cuando estos son vistos como «balas mágicas» para resolver problemas que no son médicos, sino subjetivos o sociales. Sabemos que ese campo está actualmente colonizado por una psiquiatría obcecada por la idea de que todo sufrimiento psíquico es un trastorno mental, causado por un desequilibrio neuroquímico que debe ser compensado con un psicofármaco26. Los efectos reales que la pandemia puede haber dejado en la salud mental de la población puede transformarse, también, en un inmenso negocio para la industria farmacéutica, multiplicando el gigantesco mercado hoy existente27.

La atribución de diagnósticos psiquiátricos ambiguos y la prescripción de terapéuticas psicofarmacológicas con efectos colaterales graves, ciertamente tendrá un aumento significativo si permitimos que los sufrimientos inevitables provocados por la pandemia sean traducidos como síntomas de algún trastorno psiquiátrico definido en el manual de enfermedades mentales. Como sabemos, para esos diagnósticos confusos que muchas veces se superponen, la psiquiatría biológica ya cuenta, hace mucho tiempo, con su propio repertorio de supuestas balas de plata: los psicofármacos, antidepresivos, ansiolíticos y antipsicóticos28.

Este libro propone un debate histórico epistemológico sobre el creciente proceso de psicofarmacologización de la vida cotidiana. La perspectiva crítica adoptada no implica desconocer o negar los beneficios que poseen algunos psicofármacos para situaciones graves tales como: descompensaciones psicóticas, agitación corporal, trastornos graves del sueño, depresiones mayores, entre otras, cuando son prescriptos por breves períodos de tiempo y acompañado por un abordaje psicoterapéutico. La problematización presentada se refiere a la innecesaria prescripción de psicofármacos, particularmente antipsicóticos, para controlar comportamientos socialmente indeseados o bien para anticipar un posible riesgo de psicosis. Este proceso de anticipación de riesgos fue advertido por Allen Frances, miembro del grupo de tareas que elaboró el DSM-IV, cuando denuncia la frecuente aparición de «falsos positivos» que surgió ante el diagnóstico, luego excluido, de «Síndrome de riesgo de psicosis». Ese es un ejemplo de las múltiples estrategias para incluir cada vez más individuos, fundamentalmente niños, en esa región intermediaria entre lo que se define como normal y lo que se identifica como patológico. Según Vaschetto, así es como se generaliza la prescripción y uso de psicofármacos, especialmente de antipsicóticos:

Todo esto conduce, indefectiblemente, al empleo de un tratamiento preventivo (bajo el modelo de la «guerra preventiva» instaurada por George W. Bush); es decir, un mayor uso de psicofármacos, en este caso neurolépticos o antipsicóticos. Damos por descontado las ventajas que comporta el buen uso de dichos fármacos en un tratamiento bajo transferencia, pero el uso indiscriminado de estos podría tener consecuencias desastrosas, tanto para la persona rotulada con el diagnóstico, como para la salud pública en general (síndromes metabólicos, obesidad, secuelas neurológicas, etc.)29.

El modelo médico de gestión de los sufrimientos psíquicos

A lo largo de su historia, la psicofarmacología ha utilizado un esquema explicativo para legitimar la prescripción de psicofármacos: el modelo centrado en la enfermedad. De acuerdo a este, todos los padecimientos psíquicos responderían a alteraciones cerebrales o desequilibrios neuroquímicos y los psicofármacos tendrían la función de restablecer el equilibrio alterado.

La industria farmacéutica cuenta, desde los años 1980, con un poderoso aliado, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, actualmente en su quinta edición30, que mostró ser altamente eficaz para transformar sufrimientos psíquicos comunes en síntomas de un trastorno mental. De acuerdo a los parámetros establecidos por ese manual y utilizando recursos muy ambiguos como las escalas de evaluación para depresión o ansiedad, las listas de chequeo o el conteo y agrupación de síntomas, pequeños cambios en nuestros comportamientos cotidianos como alteración de sueño o apetito, sentimiento de culpa o inferioridad, miedo o tristeza profunda, entre otros, pasarán a ser vistos como indicadores de un trastorno psiquiátrico. Por tanto, aun cuando no existe ninguna base biológica definida o identificada para los sufrimientos psíquicos, a partir de la enumeración de síntomas ambiguos extraídos de rápidos relatos de los pacientes, es muy probable que, para cada diagnóstico, sea recomendada una terapéutica psicofarmacológica31.

Esto ocurre porque se parte de la certeza de que tal o cual fármaco vendría a restablecer un desequilibrio neuroquímico entendido como el origen causal de la enfermedad psiquiátrica. Un tipo de explicación cuyo reduccionismo tiende a desconocer la causalidad psíquica y los determinantes sociales que provocaron el sufrimiento. Al mismo tiempo, silencia situaciones dramáticas tales como el asedio moral, el bullying, la violencia psicológica, el racismo o la violencia familiar32. En ese marco general, el consumo abusivo e innecesario de psicofármacos puede ocupar una función ideológica, puesto que una vez identificado el diagnóstico, el problema dejará de ser social para pasar a ser individual, localizándose en el cuerpo, especialmente en el cerebro de esa persona que sufre, y en consecuencia, podrá pasar a ser visto como un problema médico que debe ser tratado con un fármaco, replicando el modelo de la medicina general33.

Insistentemente se afirma que después de la pandemia de COVID-19 deberemos convivir con una nueva pandemia: la pandemia de trastornos mentales que afectará particularmente a la infancia. Los que la anticipan, hablan de diagnósticos como el Trastorno de estrés postraumático, el síndrome de pánico, la ansiedad, la bipolaridad, desconsiderando los factores psicológicos, sociales y ambientales que provocaron el sufrimiento de chicos y chicas que debieron vivir aislados y que se sintieron atemorizados por la pandemia. Si esa lógica de la psiquiatría, hoy hegemónica, se impone, corremos el grave riesgo de que, una vez superada la pandemia, tengamos que manejar una falsa pandemia de diagnósticos psiquiátricos en la infancia y, por consiguiente, tendríamos que convivir con el aumento significativo de niños usando psicofármacos potentes y con los efectos iatrogénicos que estos producen34.

Sin embargo, la pandemia puede ser también un buen momento para cuestionar esa lógica explicativa reduccionista que, por un lado, desconsidera los contextos sociales de luto y abandono y, por otro, multiplica los problemas creados por el consumo excesivo e innecesario de psicofármacos. Quizá la pandemia, y su pésima gestión en Brasil, nos permita observar que el sentimiento de fracaso colectivo, que de un modo u otro nos afecta a todos, puede ser un excelente punto de partida para reflexionar sobre los límites de las explicaciones neuroquímicas dadas a nuestros sufrimientos cotidianos.

La pandemia puso en evidencia que, en contextos de aislamiento, desamparo y temor a una amenaza externa, puede ser perfectamente admisible que todos tengamos alteraciones de sueño o apetito, sentimientos de inutilidad, culpa o angustia. Esto es, la pandemia nos permite cuestionar hoy los modos de clasificar y diagnosticar los comportamientos considerados anormales y clasificados como síntomas, y la manera en que son vividos por la casi totalidad de la población. En tiempos de pandemia es normal tener miedo a la muerte, es inherente a la condición humana sentirse angustiado o asumir sentimientos de inutilidad y culpa. En países como Brasil, por ejemplo, observamos que son las comunidades pobres y las poblaciones negras e indígenas los que más mueren como consecuencia de las absurdas desigualdades sociales existentes35. Es normal que sintamos tristeza profunda cuando observamos que la cifra de muertos por día fue naturalizada. Patologizar esas reacciones normales, en un contexto tan adverso como el que estamos viviendo, y tratar esos supuestos trastornos con más antidepresivos y ansiolíticos, ciertamente tendrá serias consecuencias para todos. Utilizo aquí la caracterización de «normal» para referirme a la frecuencia con que aparecen sufrimientos cotidianos e inevitables en tiempos de excepción, como una pandemia. Pero que, sin embargo, cuando consideramos el contexto en el que estos surgen, difícilmente podremos decir que se trata de patologías a ser diagnosticadas y tratadas con psicofármacos.

En tiempos de pandemia y de sufrimiento psíquico generalizado, podemos cuestionar la proliferación de diagnósticos ambiguos y de terapéuticas psicofarmacológicas dañinas hoy presentes en el dominio de la infancia; un hecho que, sin duda, precede a la aparición de la pandemia36. La pandemia puede ayudarnos también a pensar otros abordajes terapéuticos no medicalizantes y a crear estrategias más atentas para administrar el sufrimiento psíquico en la infancia, que no se reduzcan a la lógica impuesta por la psiquiatría hegemónica.

Una falsa pandemia de diagnósticos psiquiátricos

Si nos preguntamos cómo llegamos hasta aquí, podemos ensayar una respuesta recurriendo al artículo denominado «El cientismo de la depresión en la infancia y en la adolescencia». En ese texto, el psiquiatra Sami Timimi analiza el creciente proceso de intervención de saberes expertos en la gestión del desarrollo o del crecimiento infantil37. Ese proceso, cuyo inicio puede ser situado en los años 1990, habría llevado a los adultos, padres y maestros, que siempre administraron de modo más o menos independiente y autónomo el cuidado y la orientación sobre sus hijos, a delegar esa responsabilidad a los expertos. Padres y maestros parecen sentirse cada vez más inseguros, necesitando recurrir a una serie de profesionales que les indiquen cómo deben proceder y cómo deben comportarse para administrar el desenvolvimiento y la educación de sus hijos y alumnos. Esos expertos, representados por los psiquiatras infantiles, psicopedagogos y neurólogos, tendrían, de acuerdo a ese discurso, un saber sobre la infancia que podría venir a sustituir la fatigante tarea educativa tradicionalmente ejercida por los padres38. Hoy, al mismo tiempo que la función social parental se volvió una experiencia que produce gran ansiedad y confusión, podemos observar que confiar el acompañamiento del proceso de desarrollo a los saberes que se presentan como «expertos», puede llevar a que millares de niños sean innecesariamente medidos, evaluados, clasificados y juzgados, fundamentalmente en la escuela, por esos especialistas. Tal como afirma Timimi:

En base a esta ansiedad junto al inevitable deseo de los padres de hacer lo «mejor» para sus hijos, al igual que para aliviar la ansiedad que sienten, se puede ganar mucho dinero.39.

Entre esos saberes presentados como expertos, la psiquiatría y las disciplinas precedidas por el prefijo neuro como neuropsiquiatría, neuropedagogía, neuroeducación, ocupan un lugar privilegiado. Saberes que dicen estar habilitados para definir diagnósticos y terapéuticas, de acuerdo con criterios epistemológicamente sólidos y objetivos sobre el desarrollo infantil «normal» y sobre qué es lo que determina la existencia de un desarrollo infantil «anormal».

Recordemos que, aunque la psiquiatría infantil, con sus clasificaciones, diagnósticos y el recurso a terapéuticas farmacológicas, es un fenómeno que se consolidó en los últimos años del siglo XX40, se trata de un fenómeno que venía construyéndose y reforzándose desde décadas anteriores. La rápida aceptación y diseminación de la neurología y la psiquiatría infantil ha mostrado el poder y el amplio alcance de un discurso que parece ser refractario a las múltiples críticas que se han realizado de forma generalizada evidenciando las debilidades epistemológicas de ese saber; así como las consecuencias graves del proceso de medicalización de la infancia. Lejos de aceptar o considerar las críticas realizadas, la psiquiatría de la infancia continúa ampliando, cada vez más, sus objetivos de intervención y de acción. Un fenómeno que puede fortalecerse y multiplicarse en tiempos de pandemia.

Y es en este contexto que surge la reiterada afirmación de una supuesta pandemia de trastornos mentales en la infancia como consecuencia de la pandemia de COVID-1941. Sabemos que, en el marco de la psiquiatría hegemónica actual, esto puede ser una metáfora muy eficaz para legitimar los diagnósticos psiquiátricos infantiles ya existentes y, consecuentemente, naturalizar el uso de psicofármacos en ese grupo. Ciertamente, muchos de los niños diagnosticados padecen de sufrimientos psíquicos profundos, algunos tienen dificultad para mantener la atención, otros de aprendizaje y otros presentan comportamientos agresivos o indeseados. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, eso no significa que padezcan una enfermedad o un trastorno mental, ni implica que esas dificultades deban ser atribuidas a un problema cerebral o a un desequilibrio neuroquímico.

Si consideramos que, como ya fue dicho, no existe ningún marcador biológico identificable, ni estudios genéticos, ni imágenes que permitan hablar de trastornos mentales como patologías vinculadas a alteraciones cerebrales42, debemos preguntar cual sería el modelo teórico que justificaría el aumento de los diagnósticos psiquiátricos en la infancia, antes o después de la pandemia. Podemos observar que frente a la ausencia de un marcador biológico identificable, el modelo explicativo que se impone es el de la prevención y anticipación de riesgos. La psiquiatría del desarrollo de la infancia y de la adolescencia está estructurada a partir de la idea de identificación precoz de patologías mentales en la primera infancia43. La psiquiatría del desarrollo se estructura en torno a la necesidad de identificar ciertos síntomas subclínicos muy ambiguos que supuestamente se manifestarían ya en los primeros años de vida. Síntomas como el movimiento repetitivo de las manos, estar en «el mundo de la luna», actuar de manera agresiva, estar muy agitado o muy quieto, sentirse triste, serán considerados indicadores suficientes de una enfermedad mental grave que podrá desarrollarse a lo largo de la vida, si el niño no es debidamente diagnosticado y tratado precozmente, por tanto, cuanto antes se haga, mejor44.

Entiendo que la divulgación de la necesidad de anticipar y prevenir el supuesto riesgo de que una patología mental, grave e irreversible, venga a manifestarse en el futuro, o sea, en la adolescencia o en la vida adulta, es la estrategia que permitió diagnosticar niños cada vez más pequeños; naturalizando la idea de que existiría algo así como una epidemia de trastornos mentales en la infancia. Instalar el discurso del riesgo en el campo de la infancia abre infinitas posibilidades de intervención precoz, incluso interviniendo en la detección de problemas psiquiátricos de niños recién nacidos, de 0 a 18 meses de edad45. Sin embargo, esa obsesión por anticipar los riesgos y prevenir trastornos psiquiátricos graves parece no tener en cuenta los efectos iatrogénicos que las drogas psiquiátricas provocan en los niños y niñas que las consumen. Aún son muy pocos los estudios dedicados a mostrar claramente los riesgos que las drogas psiquiátricas representan para el desarrollo afectivo e intelectual de los niños medicados, muy poco se informa sobre los efectos iatrogénicos y sobre los síntomas de abstinencia que la mayor parte de estos psicofármacos producen.

En 2021, la revista Mad in America publicó un estudio de Joanna Moncrieff, donde se presentan evidencias sobre los problemas derivados de la retirada de antidepresivos: «Daños duraderos debidos a medicamentos psiquiátricos»46. En este se evidencia que si bien los efectos iatrogénicos y los síntomas de abstinencia provocados por la retirada de las benzodiazepinas se conocen desde los años 90 del siglo XX, aún son pocos los estudios científicos dedicados a identificar los riesgos y los efectos iatrogénicos vinculados al consumo de otros psicofármacos, tales como antidepresivos o antipsicóticos cada vez más utilizados en el campo de la infancia. Inclusive cuando estos estudios existen, sus datos son poco divulgados y muchas veces desprestigiados y desconsiderados47.

En este libro propongo analizar el momento histórico del surgimiento de la psicofarmacología. Como veremos, pocos años después del descubrimiento del primer psicofármaco, la clorpromazina, Jean Delay y Pierre Deniker, psiquiatras del hospital Sainte-Anne en París, que participaron del descubrimiento, publicaron un artículo relatando los síntomas adversos asociados al uso de esa droga48. Esos efectos iatrogénicos bien conocidos son: síndrome de Parkinson, acatisia y aquinesia. No obstante, estas drogas siguen siendo utilizadas y habilitadas por la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria de Brasil, ANVISA, para ser prescripta para niños a partir de los dos años de edad49.

En esa misma línea, debemos situar a los antipsicóticos atípicos como la risperidona, ampliamente recetada en la actualidad a niños con diagnósticos ambiguos de Trastorno Negativista Desafiante, de trastorno bipolar y autismo. Hoy se conocen también sus efectos adversos, entre ellos, la hiperprolactinemia, porque muchos pacientes han ganado procesos judiciales contra el laboratorio Janssen que la produce50. Por tales razones, aunque haya pocas publicaciones que presenten evidencias científicas sobre los efectos adversos de estas drogas psiquiátricas, conocemos bien los múltiples problemas asociados a su uso y las marcas que dejan en el cuerpo y en el cerebro, gracias a los relatos de los expertos por experiencia51, es decir, por las narraciones de los usuarios de los servicios de salud mental que sufrieron en carne propia los efectos indeseados.

Estos usuarios, como explica Rose, constituyen a la vez los sujetos y los objetos de la psiquiatría, por tal motivo, son los únicos que permiten desafiar al monólogo de la razón (el saber psiquiátrico) sobre la locura. Estos efectos iatrogénicos deben ser observados con mayor cuidado cuando hablamos de niños. Debemos estar atentos a lo que ellos tienen para decir, escuchar sus quejas, prestar atención a los relatos infantiles sobre el consumo de drogas psiquiátricas prescritas por sus médicos.

Cotidianamente la risperidona, un antipsicótico atípico que produce graves efectos indeseados, se prescribe para niños con comportamientos agresivos, bajo el argumento de la anticipación de riesgos, para evitar la aparición de un trastorno antisocial en la adolescencia. Se recetan antidepresivos a los niños para evitar una posible situación de suicidio, sin considerar que en muchos casos esos medicamentos producen el llamado «rebote maníaco», un sentimiento de ansiedad provocado por la droga que preanuncia la aparición de otro diagnóstico, aún más grave, el llamado trastorno bipolar infantil, padecimiento antes reservado a los adultos y que hoy parece ser cada vez más común en el dominio de la infancia. A su vez, este trastorno será tratado con psicofármacos potentes como el litio, el ácido valproico o la mencionada risperidona.

Habitualmente se prescribe también ritalina para evitar un supuesto fracaso social en la vida adulta, sin considerar los efectos dañinos que el fármaco produce. Lo cierto es que, bajo esa lógica de la anticipación de los riesgos y de la detección precoz, poco o nada se dice sobre los riesgos representados por el consumo de medicaciones psiquiátricas en la infancia. Tampoco existe preocupación por divulgar los efectos iatrogénicos y dañinos que esas drogas ocasionan a corto y a largo plazo52.

Vemos multiplicarse también diagnósticos de depresión y ansiedad, fundamentalmente entre mujeres que han debido administrar situaciones de soledad y encierro, o que han enfrentado la gestión de la vida familiar y escolar de sus hijos. El hecho de que exista un aumento diferencial de diagnósticos y consumo de psicofármacos entre hombres y mujeres en tiempos de pandemia es un tema que precisa también ser problematizado y explorado. Fundamentalmente porque la historia de la psiquiatría está marcada por una mirada patologizante de las mujeres desde su inicio hasta los días actuales.

Este libro se propone analizar de qué modo la psiquiatría hegemónica, centrada en un modelo médico reduccionista, que define diagnósticos y preconiza curas farmacológicas, ha abordado los sufrimientos psíquicos y los comportamientos considerados como socialmente indeseables, tanto en el dominio de la infancia como en lo que se refiere a las cuestiones de género, particularmente cuando se dirige a las que han decidido caracterizar como «locas».

Multiplicar diagnósticos y silenciar sufrimientos

La pandemia de COVID-19, como se ha observado, puede abrir una oportunidad gigantesca para que la industria farmacéutica y la psiquiatría hegemónica repliquen su modelo centrado en la identificación de diagnósticos ambiguos y en la prescripción de terapéuticas nocivas. Esa supuesta pandemia de trastornos mentales en la infancia que ahora se anuncia, se limitará a multiplicar diagnósticos como si los sufrimientos nada tuvieran que ver con las situaciones de aislamiento y miedo provocadas por la pandemia. En el caso específico de Brasil, se hizo caso omiso de la pésima gestión de la pandemia; de las casi 700 000 muertes, en su mayoría evitables; de los hospitales repletos; del limitado auxilio de emergencia que impidió a los padres y a los profesores realizar un necesario distanciamiento social. De modo que, muchas situaciones de tristeza, ansiedad, dificultades de aprendizaje, que inevitablemente han surgido en tiempos de pandemia, pasarán a ser vistos como síntomas de un problema individual y no colectivo. Y dando un paso más en esa lógica individualizante, serán vistas como un problema que está en nuestro cerebro, como un desajuste o un desequilibrio neuroquímico.

De nada sirve medicar a un niño que está triste porque vio a su familia empobrecer por la pandemia; de nada sirve definir un diagnóstico de depresión para los chicos que perdieron sus padres o abuelos por COVID-19, o que sufrieron abusos sexuales, bullying o racismo; de nada sirve un diagnóstico de déficit de atención para un niño que no consiguió seguir las clases online porque no tenía acceso a internet. Esos problemas no se solucionarán con Prozac, ansiolíticos o ritalina, sino con un esfuerzo colectivo por politizar el sufrimiento53. En otras palabras, tales dificultades se resolverán cuando seamos capaces, colectivamente, de identificar los determinantes sociales y los contextos específicos en los cuales surgió el sufrimiento, cuando podamos dar respuestas colectivas a los efectos que la desigualdad estructural provoca en la vida de los niños; cuando podamos entender de qué modo las condiciones sociales y ambientales de la vida de esos niños impacta en su salud mental y, fundamentalmente, cuando podamos ofrecerles un espacio para que tomen la palabra.