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Julia 938 Cuando Bea cumplió veintiún años, entró como socia en la empresa de su difunto padre, cuyo presidente era su ex prometido. Pero esta vez, Leon no iba a seducirla con su irresistible atractivo; ella estaba decidida a no sucumbir a su poderosa química. Entonces, Leon anunció que estaban prometidos de nuevo, lo cual era una novedad para Bea. Pero antes de que pudiera protestar, Leon la llevó a su lujosa villa de Chipre. Bea intentó escapar y fracasó. Sin embargo, no eran las medidas de seguridad lo que la retenía, ¡era su deseo por Leon!
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Seitenzahl: 222
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1997 Jacqueline Baird
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Prisionera de tus besos, n.º 938- dic-22
Título original: The Reluctant Fiancee
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1141-332-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
BEA miró a su alrededor en la sala atestada, arqueando sus carnosos labios en una mueca de desagrado. La música atronaba desde dos altavoces giratorios y las luces intermitentes le estaban produciendo dolor de cabeza. Debería estar divirtiéndose. ¡Después de todo estaba en su salón! ¡Era su fiesta del vigésimo primer cumpleaños! ¡Sus amigos!
Se dio la vuelta hacia la multitud y miró por las altas ventanas georgianas a la oscuridad del exterior. Bea se llevó la copa de champán a los labios y dio un sorbo de la bebida burbujeante. Estaba tan fría como ella se sentía. Era inútil preocuparse, pero no parecía poder evitarlo.
Al día siguiente saldría de viaje para Londres y el lunes empezaría a trabajar como socia en la firma Stephen-Gregoris, una importante empresa de importación exportación establecida cuarenta años atrás por su padre y por el socio de éste, Nick Gregoris. Pero no era pensar en el trabajo lo que le preocupaba o el hecho de que la empresa se hubiera diversificado en otras áreas. No, su verdadera preocupación era tener que encontrarse de nuevo con Leon Gregoris. Era el presidente y director de la empresa y un déspota de la cabeza a los pies, por lo que sabía por pasada experiencia. Y también, hasta el presente, había sido el albacea de las acciones, el treinta por ciento del total, que le había dejado su padre.
De niña, Bea había considerado a Leon como un amigo, incluso a pesar de ser catorce años mayor que ella. Pero aquello había acabado con la muerte de su padre. Durante los tres años anteriores, la única comunicación que habían tenido había sido de negocios, conducida a través de abogados y ocasionales llamadas de teléfono.
Huérfana a los diecisiete años, Bea había vivido en la casa de su padre en Northumbria. Su madre había muerto cuando ella era un bebé y había sido su tía abuela Lil y su tío Bob, los que la habían cuidado.
Y todavía lo hacían. Bea esbozó una sonrisa afectuosa. Iba a echar de menos a la pareja de ancianos cuando estuviera en Londres. Nunca había tenido que cuidar de sí misma hasta el momento. Mientras había ido a la universidad de Newcastle, simplemente había viajado todos los días y había vuelto a dormir a casa. Ahora estaba orgullosa del sobresaliente en matemáticas y contabilidad, y el lunes ocuparía su puesto en la empresa de su padre.
Leon Gregoris era la única nube en su firmamento: se encogió ante la idea de verlo, sin estar segura de su capacidad para enfrentarse a él.
¡Por Dios bendito! ¿Era una mujer o una niña? Sacudió la cabeza desdeñosa. Era una mujer brillante e inteligente y ya no la adolescente de dieciocho años que había estado enamorada de la idea del amor.
—¡Ja! —exclamó disgustada por el recuerdo de su propia persona a aquella edad—. Eres una tonta, Bea. No tienes por qué preocuparte —se dijo a sí misma con firmeza antes de dar otro sorbo a la copa.
—Si tú lo dices, querida Phoebe. Por mi parte, no discuto nunca con una dama.
La profunda y melodiosa voz le erizó el vello de la nuca. Hubiera reconocido aquella voz en cualquier parte. Apretó la mano hasta que se le pusieron los nudillos blancos contra el borde de la copa. ¡No podía ser! Alzó la vista y miró a la pareja reflejada en el cristal de la ventana.
Su propio reflejo mostraba a una mujer joven de mediana estatura con pelo liso y rubio y hombros desnudos y pálidos. Llevaba un vestido de licra de color plateado que se ajustaba a sus suaves curvas y firmes senos como una segunda piel, terminando en sus largas piernas.
Bea se quedó pálida como un muerto. La imagen que presentaba era casi fantasmal, pero no había nada de fantasmal en la alta figura del hombre moreno que sobresalía por encima de ella. Los anchos hombros le daban sombra. Las duras y atractivas facciones no habían cambiado ni un ápice, comprendió tragando saliva. El pelo muy largo y rizado y los ojos aún más negros y penetrantes. Se volvió lentamente para mirarlo, y añadió para sus adentros: y un corazón aún más negro…
—¡Leon! —murmuró cuando por fin recuperó la voz. Odió la forma en que le tembló. Ladeó la cabeza y miró su atractiva cara morena. La estaba contemplando, con los ojos brillantes de humor. Y sabía muy bien que le había dado una sorpresa mortal—. ¿Qué estás haciendo aquí? No te he invitado.
—Un descuido por tu parte, Phoebe, pero te perdono —murmuró con sorna—. Ya sabes que no me perdería tu veintiún cumpleaños por nada en el mundo.
Era la única persona que la había llamado Phoebe en toda su vida. Abrió los labios para decírselo, pero no tuvo la oportunidad. Las largas manos se posaron sobre sus hombros desnudos y una firme boca masculina descendió hacia sus labios entreabiertos.
Lo que estaba a punto de decir se desvaneció de su mente al primer roce de sus labios. Cerró los ojos.
Bea supo que no podía resistirse y alzó la mano libre hacia su pecho, pero por alguna razón, en vez de empujar, sus dedos se extendieron sobre la suave seda de su camisa. Fue Leon quien rompió el beso, murmurando contra su boca:
—Feliz cumpleaños, querida.
Entonces, levantando la cabeza para mirar su cara sonrojada y bonita, le guiñó un ojo.
—La química sigue presente, Phoebe, que es más de lo que se puede decir de esa copa de champán que aprietas con tanta tenacidad —quitándole la copa, la posó en el alféizar de la ventana—. Te buscaré otra. Vámonos al estudio para poder hablar.
Bea sacudió la cabeza para despejarse. Lo estaba haciendo otra vez, exactamente igual que años atrás. Hechizándola con un beso como a una tonta y después dándole órdenes. Esa era la forma de funcionar de Leon Gregoris y haría muy bien en recordarla.
—No, gracias, ya he bebido suficiente —se zafó de él—. Y en cuanto a lo de hablar, discutiremos todo lo que haga falta en la reunión del lunes —se sintió orgullosa de hablar con firmeza a Leon por una vez y se enfrentó a su mirada con coraje—. Pero si te apetece una copa, el bar está en el comedor. Ya sabes el camino.
Se volvió para pasar por delante de él, pero Leon le asió por el antebrazo deteniéndola.
—No tan rápido, Phoebe.
Bea luchó contra la sensación de la larga mano alrededor de su piel desnuda y alzó la vista.
—Por si no lo habías notado, tengo invitados. Debo atenderlos.
Los ojos negros la observaron de la cabeza a los pies con una mirada descaradamente sexual, deteniéndose por un instante en su escote antes de volver a su cara.
—Atenderte era lo que yo tenía en mente. ¿Qué te parece, Phoebe? ¿Interesada?
Bea miró al hombre que sobresalía por encima de ella y reconoció el brillo de sensualidad en sus ojos. Leon no había cambiado nada en tres años. Seguía tan devastadoramente atractivo como siempre y exudaba magnetismo animal sin siquiera pretenderlo. Si a eso se le sumaba la riqueza, poder y sofisticación, era un cóctel letal para cualquier miembro de la especie femenina.
Esa noche llevaba un traje de color azul marino con una camisa blanca y corbata de color azul con rayas rojas. Llevaba la americana desabrochada y los pantalones le colgaban con comodidad de las finas caderas. Por un instante se preguntó por qué iría vestido de aquella manera un sábado por la noche en una fiesta a la que no le habían invitado. Pero se contuvo de preguntar. Lo único que quería era que saliera de su casa.
—¿Quiere decir ese silencio que estás considerando mi oferta, Phoebe? —bromeó con voz susurrante.
Su profunda voz estaba demasiado cerca de su oído y, soltando el brazo, Bea respondió:
—Sigues siendo el mismo conquistador incorregible, Leon. Me da pena tu pobre mujer y… tu familia —por alguna razón no consiguió decir tu hijo—. ¡No sé cómo pueden aguantar tus muchas escapadas —añadió horrorizada al comprender que su roce y su cercanía todavía eran capaces de debilitarle las rodillas.
Pero de ninguna manera dejaría que él lo notara. Nunca más…
Él se enderezó y dio un paso atrás.
—Mi familia, si es que se le puede llamar una familia, está bien. Mi madrastra y hermanastra viven en California y apenas las veo salvo que necesiten algo —bajó la vista y la miró con aquellos ojos negros como el ala del cuervo, ya sin ninguna diversión—. En cuanto a mi mujer, tú deberías saber la respuesta mejor que nadie —opinó con cinismo.
—Perdona, no estoy al día en tus asuntos privados —dijo ella acentuando a propósito la última palabra.
Los ojos azules de Bea, cargados de desdén, se deslizaron por las duras facciones de su cara, su suave piel bronceada, la débil sombra en su mandíbula cuadrada, la pura fuerza animal de todo él. Se sintió furiosa, pero lo disimuló. Decidiendo que era el momento para la discreción, añadió con una calma que estaba muy lejos de sentir:
—Ya me ocupa bastante tiempo estar al día con mi parte en el negocio. Tus asuntos personales son asunto tuyo. Olvida que lo he mencionado.
—¿Olvidarlo? —Leon sonrió con cinismo—. ¿Cómo puedo olvidarlo cuando lo más cerca que he estado de caer en los lazos del matrimonio fue el abortado compromiso que compartimos durante unos pocos idílicos meses, mi dulce Phoebe?
¡Idílicos! Bea miró a todas partes menos a Leon, comprendiendo que buena parte de los invitados los estaban observando con ávida curiosidad. ¡Maldito fuera aquel hombre!
—No sé de qué querrás hablar que no pueda esperar hasta el lunes, pero tienes razón, en el estudio estaremos mejor.
—Eso está mejor, Phoebe —uno de sus largos brazos le cayó sobre los hombros apremiándola hacia la puerta—. Sabía que entenderías mi punto de vista.
Una vez en la relativa paz del elegante recibidor cubierto de paneles de nogal, Bea se zafó de su brazo.
—Sé donde está el estudio. Esta es mi casa —se burló de él avanzando hacia la enorme puerta bajo la escalinata, con Leon tras su talones.
—Cierto, pero al fin el pájaro está a punto de volar del nido —suspiró con un leve tono de irritación en su grave voz—. Que es por lo que necesito hablar contigo acerca de tu entrada en el mundo más amplio de Londres y en el trabajo.
Bea lo miró. Parecía mayor. Unas cuantas arrugas le surcaban el borde de los profundos ojos negros y la sensual boca. ¿Y eran canas ya lo que asomaban en sus sienes? Sin embargo, haría darse la vuelta a la mayoría de la población femenina. De forma inexplicable, sintió una oleada de ternura por aquel hombre. Después de todo, en otro tiempo había sido un buen amigo. Quizá pudieran volver a ser amigos de nuevo.
El largo brazo de Leon se alzó por encima de su cabeza para empujar la puerta del estudio. Entonces se apartó a un lado para que ella entrara. Bea entró e inspiró con fuerza. Ella adoraba aquella habitación y siempre se imaginaba que el espíritu de su padre flotaba en el ambiente. Era una biblioteca estudio, una habitación en la que un hombre podía relajarse.
—Siempre me ha encantado esta habitación —señaló Leon mirando a su alrededor con aprecio antes de cerrar la puerta tras él y hacer un gesto hacia el sofá.
—Siéntate.
Bea se sentó con rigidez en el borde del sofá e intentó no aparentar tanto nerviosismo como sentía.
—Bueno, ¿qué es lo que era tan vital que no podía esperar hasta el lunes? —dijo apresurada.
De repente, estar a solas encerrada con Leon le pareció vagamente amenazador. Bea lo observó apoyar un brazo en la repisa de la chimenea, alto elegante y completamente relajado, mientras que ella tenía los nervios a flor de piel.
—Te pareces extraordinariamente a tu madre —reflexionó él ignorando su pregunta y mirándola con intensidad. Sus ojos oscuros se deslizaron sobre ella con la sensualidad de un experto mujeriego—. Te has convertido en una mujer increíblemente atractiva, pero la verdad es que siempre supe que lo harías.
—De verdad, Leon. Si me has traído aquí a practicar tus tácticas de conquista, olvídalo… ya soy inmune a tu tipo de encanto —mintió con un leve tono de burla en la voz—. Ya lo conozco.
—Eso no es estrictamente verdad, querida. Yo nunca lo he hecho contigo —contestó él con su boca sensual curvada en una sonrisa burlona—. Pero, ¿quién sabe? Podría cumplir si me lo pides como se debe.
Bea se sonrojó como un tomate ante el comentario sexista, pero no dijo nada. Leon era el hombre más extraordinario que había conocido en su vida. Nunca ocultaba lo que deseaba de una mujer y, sin embargo, las tenía en fila esperando para meterse en su cama. Pero ella estaba resuelta a no sumarse a su larga lista de conquistas. Había conseguido escapar con suerte tres años atrás y necesitaba recordarlo todo el tiempo.
—Tomaré tu silencio como un halago y mantendré la esperanza—. Leon se rió y de dos largas zancadas se situó a su lado—. Tienes razón, por supuesto. Desde luego que no tengo tiempo para conquistas en este momento—desplomándose en el sofá, se giró de medio lado para mirarla—. El avión privado de la compañía me está esperando en el aeropuerto de Newcastle. Tengo que estar en Nueva York mañana, así que por eso me he desviado para verte.
Bea lo miró con intensidad y sacudió la cabeza con asombro.
—Eres increíble.
—Ya lo sé, Phoebe —susurró él con tono seductor.
No podía evitarlo, pensó Bea conteniendo una sonrisa.
—Pero ya está bien de hablar de mí. Eres tú en la que hay que concentrarse. No estaré en la oficina de Londres al menos hasta dentro de dos semanas, lo que me supone un dilema. Quería estar presente en tu primer día de trabajo, pero simplemente no es posible. Sin embargo, he hablado con Tom Jordan y todo está organizado para tu llegada. Pero primero… —deslizando la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó un documento y una pluma—. La razón de mi inesperada visita. Tu entrada oficial en el mundo de los adultos —colocándose el papel en la rodilla, le indicó dónde firmar—. Esta noche a las doce termina mi obligación de albacea tuyo y a partir de ahora eres la propietaria del treinta por ciento de las acciones. Limpias y libres.
—¡Ah, ya entiendo!
Tomando el bolígrafo, Bea firmó donde le había indicado.
Así que no había aparecido sólo porque fuera su cumpleaños. Durante un breve momento, Bea sintió una punzada de frustración, que apartó al instante de su mente. ¡Dios bendito! Seguramente sería un alivio no tener a Leon a su alrededor. ¿No había estado temiendo encontrarle sólo media hora antes? Pero mientras él seguía hablando, el alivio se vio sustituido por la rabia.
—He arreglado con Tom Jordan, el director de la oficina de Londres, para que empieces a trabajar como ayudante de su asistente personal, Margot. Te caerá bien. Es una mujer estupenda y sabe casi tanto como Tom de esa oficina. Y otra ventaja, también tiene un apartamento en el mismo edificio en el que vivía tu padre cuando se quedaba en la ciudad. Supongo que te alojarás allí, ¿verdad? Así no estarás sola. Tendrás una amiga…
—Espera un minuto —le interrumpió Bea furiosa—. Parece ser que ahora soy propietaria de una buena parte de Stephen-Gregoris —extendió el documento que acababa de firmar—. Y como tal, no pienso trabajar de asistente de la asistente de nadie. No he pasado los tres años pasados de mi vida estudiando sin parar para acabar como una meritoria en una oficina. Ya no soy la chica que conocías. Soy una mujer inteligente que pretende tomar parte activa en la empresa de mi padre. Directora asociada sí, pero no aceptaré nada por debajo.
Sus ojos azules, brillantes de rabia, se deslizaron por el rostro impasible de él.
No podía creer en la cara tan dura de aquel hombre… Sin discusiones, sin pedirle su opinión… muy típico de Leon. ¡Haz esto! ¡Vive aquí! ¡Ten esta amiga!
—Así que al gatito le han crecido las garras —dijo Leon con suavidad antes de guardarse el documento en el bolsillo. Pero sus ojos se entrecerraron de rabia al ver la mirada azul furiosa de ella—. Maldita sea, Phoebe. No seas tan estúpida. De ninguna manera una chica de veintiún años, por muy brillante que sea, puede entrar en la compañía como directora asociada. Yo dirijo el negocio y te he hecho rica en el proceso. Conténtate con eso. De hecho, ni siquiera necesitarías trabajar. Pero, si quieres hacerlo, será de la forma en que te he dicho.
—De ninguna manera —respondió ella.
Leon sacó las manos y le asió por las finas muñecas. Bea sintió que la presión de sus dedos le mordía la carne. Se le aceleró el pulso, pero de rabia, no de pasión, se dijo a sí misma. Miró a su dura cara y reconoció la expresión de firme resolución, pero se negó a dejarse intimidar.
—A mi manera. ¿Lo entiendes? —dijo él con tensión.
—¡Oh, sí! Lo entiendo muy bien, Leon. Mantener a la pequeña Phoebe en su sitio o fuera del negocio en absoluto. Así podrás permanecer tú como el auténtico dictador que siempre has sido. ¡Dios mío! Si hasta estuviste a punto de casarte una vez conmigo, simplemente para mantener tu posición todopoderosa. ¡Menos mal que descubrí tras lo que andabas!
En cuanto las palabras abandonaron sus labios, supo que había ido demasiado lejos.
Los ojos negros de Leon se abrieron de asombro antes de cerrarse de rabia.
—¡Pequeña perra! —exclamó—. Por fin ha salido la verdad a la luz. Rompiste nuestro compromiso no porque yo fuera demasiado mayor para ti como dijiste, sino porque creíste que quería apropiarme de tu parte de la compañía. Simplemente no confiaste en mí.
¡En eso tenía razón!, pensó Bea y casi soltó una carcajada ante la expresión de incredulidad de sus ojos. Pero su posición estaba muy lejos de ser segura, así que se contuvo.
—Dios mío. Debería darte lo que te mereces, pero como tú misma has señalado, ahora eres una mujer —volviéndola de medio lado la aplastó contra el respaldo del sofá—. Así que mereces un castigo más adulto.
La confusión sustituyó a la rabia y Bea pudo escuchar el retumbar de sus propios latidos. Vio su sombría expresión al inclinarse sobre ella.
—¡No! —gritó antes de que la cara de Leon se hiciera borrosa, su mano se enredara en su larga melena y su fuerte boca se apretara contra la de ella en un largo beso hambriento.
Bea luchó contra él con todas sus fuerzas. Sus pequeñas manos le empujaron por los hombros y al no conseguir nada, le clavó las uñas en la parte trasera del cuello. Leon retrocedió. Con su mano libre le agarró la parte frontal del vestido y en un segundo, lo había bajado hasta la cintura y su mano le estaba sujetando con firmeza un seno.
Bea jadeó y él, aprovechando sus labios llenos, le cubrió la boca de nuevo enterrando la lengua en su dulce y oscura caverna. Leon apoyó todo su peso sobre ella y sus largos dedos retorcieron el botón perfecto de su seno hasta ponerlo duro. Bea se sintió sacudida por sensaciones eléctricas mientras forcejeaba bajo su cuerpo. Pero no podía comparar su fuerza y peso superiores, y lo que era peor, sus besos le estaban produciendo una fiera pasión tentadora a la que no era capaz de resistirse.
Su boca nunca abandonó la de ella, pero sus manos estaban por todas partes, apretando, acariciando, atormentando. Su musculosa pierna se deslizó sobre su muslo y Bea sintió toda la presión de su excitación masculina contra su carne… ¡Su carne!
Su cabeza nublada por la pasión asimiló lo que estaba sucediendo. El vestido de lamé era poco más que un cinturón alrededor de su cintura y la alarma le hizo luchar de nuevo. Levantó una mano y, deliberadamente, deslizó las uñas por una de sus mejillas.
—¿Que diablos?
Al retroceder, ella aprovechó la ventaja y se deslizó bajo él hacia el suelo.
No le importaba el aspecto que tuviera y, arrodillándose, se alzó la parte delantera del vestido, se levantó y tiró de la falda para abajo.
Se apartó de él, frotándose la mejilla. Con la respiración jadeante y la cara sonrojada, lo miró con debilidad. Leon bajó la vista con asombro hacia la sangre que tenía en la mano y después la alzó hacia Bea con ojos brillantes de furia.
—¡Pequeña víbora! Me has hecho sangrar.
—Te está bien. Por atacarme.
Bea no tenía ni idea de lo joven ni lo excitante que le parecía al hombre que estaba sentado. Ni de lo preciosa. Todavía se estaba recuperando de la inesperada explosión de pasión entre ellos. Y de su propia vergüenza por haber reaccionado así ante Leon.
Durante largo rato, los dos se miraron, mientras la tensión sexual que flotaba en el aire era casi tangible.
Fue Leon el que rompió por fin el contacto. Miró al suelo y dijo en voz muy baja:
—Sí, tienes razón y me disculpo.
Los ojos azules de Bea se abrieron de asombro.
—¿Que tú te disculpas? —preguntó como si no pudiera creer en lo que estaba oyendo.
—Sí, me disculpo un millón de veces —la miró con una expresión indescifrable—. Soy mucho mayor que tú y debería tener mucho más control. Pero en todos los años que te conozco nunca se me hubiera ocurrido que no confiaras en mí.
Bea, por alguna extraña razón, encontró difícil mirarle a los ojos. Sin embargo, él no había intentando negar la acusación. Entonces, ¿por qué se sentía ella avergonzada? Era Leon el que debería sentir vergüenza, por haber intentado engañar a una ingenua adolescente. Pero dudaba que él conociera el significado de la palabra vergüenza. Leon se movía por la vida con una confianza suprema en sus propias habilidades, un depredador implacable, tiburón de los negocios, y llevaba su posición de poder con arrogante facilidad. Y, comprendió Bea, era igual de implacable en su vida privada.
Leon se encogió de hombros olvidando el asunto de la confianza y se pasó la manos por el pelo despeinado para retirarlo de la frente.
—Y también, Phoebe, debería haberte explicado con más detalle tu posición en la compañía.
Echó un vistazo a su Rolex de oro y frunció el ceño.
—Tengo demasiada prisa. Pero, por favor, comprende que no estarás trabajando como auxiliar de oficina. Tom y Margot tienen instrucciones estrictas de enseñarte todos los aspectos el funcionamiento de la oficina de Londres. Podrás conocer personalmente a todo el personal que tenemos contratado. Tu puesto es bastante modesto, así que no tendrán resentimientos. Pero si insistes en contar que eres propietaria de la empresa y en ser directora asociada nada más entrar, crearás resentimientos. ¿Eso es lo que quieres? ¿Comentarios acerca de favoritismo en el trabajo? ¿O quizá hasta publicidad en la prensa?
Bea no lo había pensado bajo aquel punto de vista, pero tenía que reconocer que Leon tenía cierta razón.
—No, no es eso lo que quiero —dijo en voz muy baja.
—Eso pensaba. Por eso he hecho los arreglos que he hecho. Sólo Tom y Margot conocen tu verdadero estatus, pero depende de ti si quieres que lo sepan todos los demás. Personalmente, sólo quería protegerte, al menos durante los primeros meses. Esperaba poder quedarme en Inglaterra unas semanas, pero es completamente imposible. Entrar en el mercado americano y del Lejano Oriente ha sido un gran éxito, pero me paso la mayor parte del tiempo en un avión entre Nueva York, Hong Kong y Atenas, como sabrás por los informes de la empresa que te mandamos —la miró con intensidad—. ¿Los lees? —preguntó con una sonrisa.
A Bea le dio un vuelco el corazón al verla.
—Sí, por supuesto.
Le devolvió la sonrisa y dio un paso hacia él. Leon tenía razón. Desde que él dirigía la compañía, se había expandido de forma increíble. Sus acciones se habían valorado en bolsa, pero asegurándose de que seguía siendo una empresa familiar. El nombre de Leon salía a menudo en los periódicos financieros de todo el mundo y el meteórico ascenso de Stephen-Gregoris como compañía internacional líder era señalado constantemente. En cuanto a las revistas del corazón, le apodaban como el «tiburón rebelde», probablemente porque cuando había empezado a aparecer en la prensa, llevaba el pelo largo atado en una coleta.
—Tienes razón —admitió Bea—. Ha sido una estupidez por mi parte pretender ser directora asociada nada más entrar. Ahora lo entiendo. Pero quiero aprenderlo todo y quizá con el tiempo, pueda también visitar las oficinas en el extranjero y hasta trabajar en alguna —cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea—. Quizá el año próximo por estas fechas me vaya a Nueva York.
—¿Por qué no? —Leon se levantó y cruzando hacia donde estaba ella, le tomó las manos en las suyas—. La próxima semana Londres y el año próximo el mundo.
Bea ladeó la cabeza para mirarlo a la cara con expresión seria.
—¿Estás bromeando o crees de verdad que podré hacerlo? —preguntó con un tono sorprendentemente calmado para lo acelerado que tenía el pulso.
Leon le soltó las manos y le dio un ligero beso en lo alto de la cabeza.
—Creo, Phoebe, que podrás hacer lo que te propongas y será mejor que el mundo esté preparado.
—Y tú también —le sonrió con una mirada equívoca—. Puede que decida que quiero tu trabajo.
Leon arqueó los labios y soltó una carcajada.
—Eres toda una mujer, Phoebe —sacudió la cabeza morena todavía sonriendo—. Pero de verdad que me tengo que ir —sacando una pequeña caja de terciopelo del bolsillo, se la pudo en la mano—. Feliz cumpleaños y buena suerte el lunes. Estaremos en contacto.
Se dio la puerta y empezó a caminar hacia la puerta.
—¡Espera! Te acompañaré.