Prosa dispersa - Rubén Darío - E-Book

Prosa dispersa E-Book

Darío Rubén

0,0

Beschreibung

Prosa dispersa es una de las últimas colecciones de textos ensayísticos de Rubén Darío, que abarcan temas recurrentes en el autor como la política, la situación socioeconómica latinoamericana o la política internacional.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 146

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Rubén Darío

Prosa dispersa

 

Saga

Prosa dispersaCover image: Shutterstock Copyright © 1889, 2020 Rubén Darío and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726551105

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

EL SILLÓN DE LECONTE DE L'ISLE

La Juventud y la Academia

Lo que dijo Charles Morice

Verlaine y Zola.

Hace poco más de un año nos hallábamos en mi habitación, en un hotel de París, cerca de la Bolsa, el poeta Maurice Duplessis, porta-estandarte de la escuela romana; el simpático y sutil Kreutzberger, a la sazón crítico literario de La Cocarde, y Enrique Gómez Carrillo, cuyo nombre es bien conocido por los lectores de La Nación.

Charlábamos amistosamente, fabricando cada cual su grog, cuando apareció en la puerta la cabeza moruna de Alejandro Sawa, el escritor español.

Entró Sawa, seguido de un señor alto y flaco, medio clergyman y medio pianista, pálido, de larga cabellera obscura, que le caía sobre los hombros, con un aire de aparecido.

—M. Charles Morice.

Levantéme, y abriendo un libro que estaba sobre mi mesa, leí:

Impérial, royal sacerdotal, comme une

République Française en ce quatre-vingt-treize

Brûlant empereurs, rois, prêtres dans la fournaise,

Avec la danse autour de la grande commune.

L'étudiant et sa guitare et sa fortune

À travers les décors d'une Espagne mauvaise

Mais blanche, de pieds nains et noire d'yeux de braise,

Héroïque au soleil et folle sans la lune.

Néoptolème, âme charmante et chaste tête,

Dont je serais en même temps le Philoctète

Au coeur ulcéré plus encore que la blessure,

Et pour un conseil froid et bon parfois l'Ulysse:

Artiste pur, poète où la gloire s'assure,

Cher aux lettres, cher aux femmes, Charles Morice.

A los pocos instantes, vibrando aún los versos de Paul Verlaine, Charles Morice saboreaba también su grog, y, a propósito de un Walt Whitman que encontró en mi mesa, discurría sobre literatura yanqui.

No es ya el autor de la Littérature de tout à l'heure el mismo del soneto de su amigo y maestro, ni siquiera el pintado por Emile Coursange. «La cabeza es adelgazada, bien puesta sobre el cuello flexible y delicado—la barba ligera, obscura, realza la palidez del rostro y atenúa la sequedad de los contornos; la frente elevada, apenas agrandada, que encuadra una cabellera fina y rara, está alzada con brutalidad—; la nariz altiva, aguileña, enérgica—la boca fina y sensual, acentuada por un bigote felino—, el mentón que se adivina bajo la barba, a la vez autoritario y campechano, completan esta fisonomía tan compleja, tan contradictoria del poeta, donde la cabeza, donde las pasiones, parecen en lucha perpetua con el alma; pero la sostienen, la avivan.» Esas palabras fueron escritas tres años antes: 1889. Hoy, Charles Morice parece gastado, quizás minado por una dolencia.

Es, entre la juventud literaria, uno de los maestros. Fue uno de los fundadores del simbolismo, después se separó del cenáculo. Ninguno de sus antiguos compañeros, a excepción de Barrés y Paul Adam, ha escrito obra más seria y trascendental que el autor de Littérature de tout à l'heure.

Cuando se trató en Francia de la elección académica para el sillón de Leconte de L'Isle, Charles Morice habló en nombre de la juventud.

Sus palabras fueron las que los lectores de La Nación verán en seguida.

«Algunas gentes se forman voluntariamente de cualquiera que atrae y retiene las miradas de los hombres, la idea de un alto funcionario. Para esos bodoques ante cuyos ojos el mundo aparece como una vasta administración, la gloria es un puesto, el genio una función: al morir el titular se abre una sucesión.

—¿Quién va a suceder a Leconte de L’Isle? —preguntan esas gentes.

Y no es en el sillón académico o en la biblioteca del Senado en lo que piensan. Ingenuamente se persuaden de que Leconte de L'Isle ocupaba el puesto y ejercía la función de primer poeta de Francia. ¿Quién es hoy el mejor designado para sucederle en su función y en su puesto?

Esta opinión del vulgo, aunque lleva por casualidad algo de verdad en la especie, es profundamente errónea. Napoleón decía que las mujeres no tienen rango: los poetas no lo tienen tampoco. Ninguno es el primero. Desde que se es en Arte, se es solamente, puesto que en el dominio del espíritu público ser consiste en expresarse, ¡y como ninguna alma es igual a otra! No se es poeta o artista sino bajo la condición de mostrar a la luz los matices espirituales por los cuales se distingue esencialmente, tanto de la multitud de los pequeños como de la débil minoría de los grandes: por eso, como lo ha muy bien observado M. Paul Bourget, se llega a ser el representante y el jefe de toda una categoría humana, más o menos numerosa, según la naturaleza del pensamiento o del sentimiento a que se da una forma definitiva.

Así, pues, si Víctor Hugo ha llegado a convencer a la muchedumbre de que él era el primer poeta de su tiempo es, desde luego, porque afirmándose en los sentimientos e ideas más generales, se aseguró una vasta clientela y, después, porque a sus virtudes líricas agregaba los méritos de un extraordinario reclamier. Otros han contado la habilidad que desplegó para fundar y desenvolver su gloria, y el hecho es que en muy poco tiempo llegó al puesto— ilusorio, pero brillante—que él se había señalado como mira.

Parece—como lo es, en efecto—inútil distribuir premios a Hugo, a Lamartine, a Vigny, a Musset, a Gautier, a Baudelaire... Cada uno de ellos es el rey de un dominio que no comparte con nadie.

Si el emperador de la Rusia posee más territorios que el rey de Dinamarca, ninguno es menos majestad que el otro.

Agreguemos que los poetas poco leídos, dado que sean muy realmente poetas, no tienen nada que envidiar a los más populares, si éstos lo han llegado a ser pronto. El consenso universal inmediato no tiene valor en arte, no porque el ideal no sea en efecto seducir al mismo tiempo a l'élite más severa, y a la muchedumbre más contentadiza. Pero es, ante todo, lo escogido lo que le conviene tener consigo; y se ha visto raramente que su opinión concuerde con la de la mayoría. Al contrario, los escogidos concluyen siempre, a más o menos largo plazo, por arrastrar a la muchedumbre. ¡Peor para aquéllos a quienes ésta aclama sin consultar mejores pareceres! Como ella se da sin pena alguna, cambia del mismo modo, en tanto que el elegido de los difíciles puede contar con su fidelidad, sus partidarios son tanto más entusiastas cuanto más raros son: su fe artística tiene todo el valor de una verdad que ellos están prestos a demostrar.

Baour Lormiari, a quien sus semejantes prodigaron los títulos más lisonjeros, anduvo desacertado en creerse príncipe de un vasto imperio poético, en tanto que la Kamchatka de Baudelaire se anexa sin cesar nuevas provincias.

En la ciencia ello es de diferente manera.

En poesía es el tono, la cualidad, la esencia del alma del creador, lo que importa ante todo.

Si un poeta no ha dejado sino diez versos perfectos, cada uno de esos diez versos es tan bello, tan inmortal como cada uno de los mil versos perfectos que haya dejado otro poeta. Este habrá sido más a menudo, pero no más poeta que aquél.

Un sabio puede ser más sabio que otro.

Una vez alcanzada la elevación bajo la cual se quedan los trabajadores de la obra, los industriales y los imitadores, es permitido adicionar y comparar los elementos de conocimiento y los resultados adquiridos. Un descubrimiento puede tener más importancia que otro.

Un sabio puede ser el primer sabio de su época.

No pretendo deducir de allí que la ciencia sea inferior a la poesía. Además, que eso sería aún una distribución de premios que nadie tiene derecho de hacer, aunque muchos lo hayan intentado; esas como especulaciones insubstanciales no sirven de nada.

Pienso solamente, y repito, que no hay primero en poesía.»

Decía, pues, que el error popular, a este respecto, presta a las circunstancias, a la personalidad de Leconte de L'Isle, algo de verdad.

La institución de los poetas laureados en Inglaterra, y de la Academia en Francia, deja, en efecto, comprender que es permitido a los contemporáneos, escoger entre los grandes escritores de su tiempo, de encarnar en ellos el arte literario y de atribuirles derecho de eminencia y prerrogativas. Eso es, sin duda alguna, socialmente necesario para el honor de las letras.

Desde el punto de vista particular, alguno sucederá, pues, a Leconte de L'Isle; alguno ocupará el sillón en que él se sentó después de Víctor Hugo.

Que se me permita precisar la importancia de la elección esperada. Por una vez, la Academia va a ser el centro de las preocupaciones de toda la juventud. Ella conoce, amaba al poeta que vivía en su misma casa. Desde luego, aun para dejar presto de serlo, la juventud es siempre literaria. La palabra poesía no la deja nunca indiferente.

Luego es de poesía, contra la costumbre, de lo que se va a tratar en la Academia.

La situación de Leconte de L'Isle en la historia de la literatura francesa permanecerá de todos modos excepcional.

Ese criollo, venido de Bourbon a París, con reflejos de sol cruel en sus ojos maravillosos, para fijar en versos de una extraña suntuosidad sus visiones de lo bello de ella, y como para gustarlas mejor a la distancia, fue, entre nosotros, el sacerdote augusto del arte sagrado; y de ese modo, él también, el residente de otra edad, como decía de sí mismo Chateaubriand, a quien Leconte de L'Isle merece ser comparado. La indiferencia desdeñosa que tenía por los imbéciles, el horror que él les causaba, el disgusto que le inspiraban las solicitudes de la vida corriente, sobre todo, la naturaleza adjetiva de su genio —a lo Vigny, a lo Goethe, a lo Shakespeare—, todo contribuía a hacer de él como una síntesis de este ser de antaño ya quimérico: el poeta.

Tenía esa doble gracia de la eterna infancia de los sentimientos unida a la majestad del espíritu. Ningún rasgo de sensibilidad ni de puerilidad en su obra vigorosa, a la que los poco observadores acusan de impasibilidad. ¿Impasible? ¡Esculpió el mármol y lo volvió sensible! Pero tenía altos cuidados de pudor y de pureza. Su ensueño es casto, casi ingenuamente, como el ensueño de todos los grandes poetas. Quería «desaparecer, como autor, detrás de sus creaciones». Griego y clásico, tanto por ese procedimiento estético, cuanto por su ideal de belleza.

Esta reserva austera del escritor estaba en perfecta armonía con la actitud del hombre, tranquilo y grave, y que evitaba las ocasiones de ser visto. Pero los que lo han encontrado, no olvidarán aquel noble rostro, aquellos grandes rasgos, esos labios donde la obligación del desprecio había apenas atenuado el instinto de la bondad, aquellos ojos admirables, demasiado luminosos tal vez, y que parecían deslumbrados de su propia claridad.

Era estoico, era pesimista. El orgullo ocultaba en él la ternura. Su desprecio nacía de una comparación fatal entre el ideal constante al cual tendía toda su alma, y las realidades humanas.

Aunque lo haya dicho un ministro ante la tumba de ese poeta, no era el desencanto lo que lo alejaba del bullicio de la muchedumbre. Después de juveniles y breves tentativas, abandonó definitivamente todo deseo de renovación social, para darse sin tregua a su obra, a la realización de la belleza severa y perfecta de que estaba apasionado. En ese grande esfuerzo, y de esa obra maestra en obra maestra, él se desarrolló sin cesar, simplificándose siempre.

Los críticos admiraron en él, muy particularmente sin duda, cómo fue a la vez—simultaneidad rarísima—un bello rimador y un solícito escritor. Los psicólogos le alabaron por haber representado sin falta ninguna ese difícil personaje del poeta, ya fuera de moda, en esta sociedad. Los jóvenes artistas literarios, en fin, recordarán todo lo que el arte de escribir le debe; como él fue por poemas, más que por sus opiniones, un maestro precioso, el jefe de la única escuela que tiene algún porvenir: la escuela de la perfección.

Otros sillones académicos son tan gloriosos como el suyo: el sillón de Renán, por ejemplo, o el de Taine. Pero el sillón de Leconte de L'Isle tiene algo singular: es el sillón de Hugo, es el único—con el cuarenta y uno—que, por derecho de tradición, pertenece a los poetas.

Uno de éstos, en todo caso, y de los raros que justifiquen la existencia de una Academia fundada con el objeto de honrar la literatura.

A propósito de la elección de M. Lavisse, creo oí decir a M. Ludovic Halévy, aprobando que la Academia se hubiese agregado ese erudito: «Es una buenísima adquisición. Se necesitan gentes instruidas en la Academia.»

Quizá se necesitan poetas también.

Sin duda por François Coppée, Sully Prudhomme, José María de Heredia, Paul Bourget, piensan los duques que la poesía tiene mucho lugar ya en la representación oficial de la literatura francesa. ¿Pero no conviene que esa Sociedad reserve, para embaucarla con honores poco dispendiosos, un lugarcito para la poesía que ella encarnece de todos modos?

A falta de un gran poeta, el académico de mañana podría ser un gran jefe de escuela. Leconte de L'Isle fue todo eso junto.

Y todo eso junto lo tenemos aún. Pero...

Paul Verlaine es un gran poeta, es verdad, el maestro más amado de las jóvenes generaciones y el que, en todo el siglo, tal vez, «ha observado más la distancia entre la sensación y la expresión». Su obra es el fiel reflejo de esta época desencantada y deseosa aún, atribulada por remordimientos; testarudo en la esperanza y, a veces, contra el porvenir y el pasado, se refugia o, mejor, se abisma, en la embriaguez olvidadiza que presta un sentido a la aflicción de la hora presente.

Verlaine es también un jefe de escuela. Todos los jóvenes lo imitan antes de haber encontrado su propia vía: preguntad a León Vanier, que los acoge algunas veces, y a Lemerre, que les reprocha olvidar el ribazo del Parnaso.

¡Pero!... La Academia se espanta al solo nombre de Verlaine; resucita viejas leyendas y discute la obra también que ella juzga de anárquica, literariamente, se entiende.

¡Y bien! Emilio Zola es un gran jefe de escuela.

No se trata aquí de preferencias personales, ni de saber si yo ignoro lo que conviene pensar de «el espeso genio de Meudon», como decía Maurice Barrés. Conste, al menos, que el autor de l'Assommoir ha estado a la cabeza del movimiento literario más importante que se haya producido después del romanticismo.

Preciso es que haya tenido razón, puesto que, en doctrina literaria, concuerda con la doctrina filosófica de ayer (y aun de hoy un poco) el positivismo, y con teorías estéticas ahora en derrota, pero que nos dejan como testimonio de su paso muchas obras maestras.

Zola es un poeta también. No pienso que sea útil afirmar, una vez más, que hay poetas en prosa. Zola es eso. Tal visión de París, la segunda, si no tengo mala memoria, de Une page d'amour, es uno de esos poemas en prosa que sobrenadarán en el próximo naufragio del montón de toda esta obra artificialmente una, extrañamente compuesta, indiscretamente amplificada. El mérito particular de Zola será, sin duda, que con el más grosero estilo posible, llega a dar algunas veces la impresión de una obra de arte vibrante de vida. Es un mal ejemplo y de un efecto espléndido.

¡Pero...! La Academia arguye y chochea a propósito de Zola, y no quiere darle más de seis, siete, ocho votos, cada vez que viene él a pedirle sus favores.

¿Tendremos largueza mañana?

Las gentes de tacto y de gusto, las gentes que se cuidan de las conveniencias, me responderán que ese no es el caso. Leconte de L'Isle aborrecía el naturalismo y a los naturalistas. ¿No sería insultarle, darle uno de ellos por sucesor?

—Pero, ¿por qué? Forzar a uno de ellos, y al más ilustre a alabar al poeta que les desdeñaba, ¿no sería algo picante? Esas grandes oposiciones, ¿no son uso de la historia en las hermosas épocas? ¿No son también la más preciosa de las enseñanzas?

Sin dejar de admirar el alto porte, la bella actitud del poeta que, durante toda una larga vida, nutrió de contemplación su pensamiento y no descendió a la plaza pública.

«Parmi les histrions et les prostituées.»

Lamento no haya encontrado el secreto de ir hacia la muchedumbre permaneciendo siempre el mismo. El alma de la muchedumbre se engrandece bajo la mirada del que sabe conmoverla en sus profundidades—¡la muchedumbre, cliente de la Biblia y de Shakespeare! —Los escogidos que habían ido a Leconte de L'Isle le hubieran seguido al gesto que él hubiese hecho hacia esa divina multitud.

La naturaleza de su genio no quería el ruido.

Creo que una imponente lección se deduciría muy bien del contraste brillante que daría el sillón académico del gran misterioso, del gran concentrado, del gran artista objetivista, al subjetivista apasionado, desenfrenado, Verlaine; o al expansivo a toda costa, aun a veces a costa del arte—Emilio Zola.

Quizá la verdad y el porvenir pasaran entre la excesiva discreción del primero y la indiscreción de los otros dos. En todo caso, ambos son dignos de sentarse donde él se sentó. Los nombres de ambos, como el suyo, significan el ideal neto y personalísimo. La juventud los elegiría a cara o cruz...

¡Pero...! La Academia está falta de juventud. Podéis apostar, seguramente, que la gloria va a abandonar el sillón de Hugo y de Leconte de L'Isle: se lo apropiará la honrada notoriedad.

Las candidaturas probables ya vistas con buenos ojos, son las de M. M. Henry Houssaye, Stephen Liégard y Jean Aicard.

No tengo nada malo que decir de esos señores.

Henry Houssaye, como se sabe, resultó elegido inmortal. Verlaine está cerca de la muerte y de la inmortalidad. Y Zola, el fuerte cazador, de candidato perpetuo.

Enero, 7-1895.