TODO
libro, que desde América llega a mis manos, excita mi interés y
despierta mi curiosidad; pero ninguno hasta hoy la ha despertado
tan viva como el de usted, no bien comencé a leerlo.
Confieso que al principio, a
pesar de la amable dedicatoria con que usted me envía un ejemplar,
miré el libro con indiferencia... casi con desvío. El título
Azul... tuvo la culpa.
Víctor Hugo dice: L’art c’est
l’azur; pero yo no me conformo ni me resigno con que tal dicho sea
muy profundo y hermoso. Para mí, tanto vale decir que el arte es lo
azul, como decir que es lo verde, lo amarillo o lo rojo. ¿Por qué,
en este caso, lo azul (aunque en francés no sea bleu, sino azur,
que es más poético) ha de ser cifra, símbolo y superior
predicamento que abarque lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la
serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga y
sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros?
Pero aunque todo esto y más surja del fondo de nuestro ser y
aparezca a los ojos del espíritu, evocado por la palabra azul, ¿qué
novedad hay en decir que el arte es todo esto? Lo mismo es decir
que el arte es imitación de la Naturaleza, como lo definió
Aristóteles: la percepción de todo lo existente y de todo lo
posible, y su reaparición o representación por el hombre en signos,
letras, sonidos, colores o líneas. En suma: yo, por más vueltas que
le doy, no veo en eso de que el arte es lo azul sino una frase
enfática y vacía.
Sea, no obstante, el arte azul, o
del color que se quiera. Como sea bueno, el color es lo que menos
importa. Lo que a mí me dió mala espina fué la frase de Víctor
Hugo, y el que usted hubiese dado por título a su libro la palabra
fundamental de la frase. ¿Si será éste, me dije, uno de tantos y
tantos como por todas partes, y sobre todo en Portugal y en la
América española, han sido inficionados por Víctor Hugo? La manía
de imitarle ha hecho verdaderos estragos, porque la atrevida
juventud exagera sus defectos, y porque eso que se llama genio, y
que hace que los defectos se perdonen y tal vez se aplaudan, no se
imita cuando no se tiene. En resolución yo sospeché que era usted
un Víctor Huguito y estuve más de una semana sin leer el libro de
usted.
No bien le he leído, he formado
muy diferente concepto. Usted es usted con gran fondo de
originalidad y de originalidad muy extraña. Si el libro, impreso en
Valparaíso este año de 1888, no estuviese en muy buen castellano,
lo mismo podría ser de un autor francés, que de un italiano, que de
un turco o de un griego. El libro está impregnado de espíritu
cosmopolita. Hasta el nombre y apellido del autor, verdaderos o
contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más.
Rubén es judaico, y persa es Darío; de suerte que por los nombres
no parece sino que usted quiere ser o es de todos los países,
castas y tribus.
El libro Azul... no es en
realidad un libro; es un folleto de 132 páginas; pero tan lleno de
cosas y escrito por estilo tan conciso, que da no poco en qué
pensar y tiene bastante que leer. Desde luego se conoce que el
autor es muy joven: que no puede tener más de veinticinco años,
pero que los ha aprovechado maravillosamente. Ha aprendido
muchísimo, y en todo lo que sabe y expresa muestra singular talento
artístico y poético.
Sabe con amor la antigua
literatura griega; sabe de todo lo moderno europeo. Se entrevé,
aunque no hace gala de ello, que tiene el concepto cabal del mundo
visible y del espíritu humano, tal como este concepto ha venido a
formarse por el conjunto de observaciones, experiencias, hipótesis
y teorías más recientes. Y se entrevé también que todo esto ha
penetrado en la mente del autor, no diré exclusivamente, pero sí
principalmente, a través de libros franceses. Es más: en los
perfiles, en los refinamientos, en las exquisiteces del pensar y
del sentir del autor hay tanto de francés, que yo forjé una
historia a mi antojo para explicármela. Supuse que el autor, nacido
en Nicaragua, había ido a París a estudiar para médico o para
ingeniero, o para otra profesión; que en París había vivido seis o
siete años, con artistas, literatos, sabios y mujeres alegres de
por allá; y que mucho de lo que sabe lo había aprendido de viva
voz, y empíricamente, con el trato y roce de aquellas personas.
Imposible me parecía que de tal manera se hubiese impregnado el
autor del espíritu parisiense novísimo sin haber vivido en París
durante años.
Extraordinaria ha sido mi
sorpresa cuando he sabido que usted, según me aseguran sujetos bien
informados, no ha salido de Nicaragua sino para ir a Chile en donde
reside desde hace dos años a lo más. ¿Cómo, sin el influjo del
medio ambiente, ha podido usted asimilarse todos los elementos del
espíritu francés, si bien conservando española la forma que auna y
organiza estos elementos, convirtiéndolos en substancia
propia?
Yo no creo que se ha dado jamás
caso parecido con ningún español peninsular. Todos tenemos un fondo
de españolismo que nadie nos arranca ni a veinticinco tirones. En
el famoso abate Marchena, con haber residido tanto tiempo en
Francia, se ve el español; en Cienfuegos es postizo el
sentimentalismo empalagoso a lo Rousseau, y el español está por
bajo. Burgos y Reinoso son afrancesados y no franceses. La cultura
de Francia, buena o mala, no pasa nunca de la superficie. No es más
que un barniz transparente, detrás del cual se descubre la
condición española.
Ninguno de los hombres de letras
de la Península, que he conocido yo, con más espíritu cosmopolita,
y que más largo tiempo han residido en Francia y que han hablado
mejor el francés y otras lenguas extranjeras, me ha parecido nunca
tan compenetrado del espíritu de Francia como usted me parece: ni
Galiano, ni don Eugenio de Ochoa, ni Miguel de los Santos Alvarez.
En Galiano habla como una mezcla de anglicismo y de filosofismo
francés del siglo pasado; pero todo sobrepuesto y no combinado con
el ser de su espíritu, que era castizo. Ochoa era y siguió siendo
siempre archi y ultraespañol, a pesar de sus entusiasmos por las
cosas de Francia. Y en Alvarez, en cuya mente bullen las ideas de
nuestro siglo, y que ha vivido años en París, está arraigado el ser
del hombre de Castilla, y en su prosa recuerda el lector a
Cervantes y a Quevedo, y en sus versos a Garcilaso y a León, aunque
así en versos como en prosa, emita él siempre ideas más propias de
nuestro siglo que de los que pasaron. Su chiste no es el esprit
francés, sino el humor español de las novelas picarescas y de los
autores cómicos de nuestra peculiar literatura.
Veo, pues, que no hay autor en
castellano más francés que usted, y lo digo para afirmar un hecho
sin elogio y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como
elogio. Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional;
pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque ni
hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones
literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea
literariamente español, pues ya no lo es políticamente, y está
además separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos en
la república donde ha nacido, de la influencia española que en
otras repúblicas hispanoamericanas. Estando así disculpado el
galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos
llenas por lo perfecto y profundo de ese galicismo; porque el
lenguaje persiste español, legítimo y de buena ley, y porque si no
tiene usted carácter nacional, posee carácter individual.
En mi sentir hay en usted una
poderosa individualidad de escritor, ya bien marcada, y que, si
Dios da a usted la salud que yo le deseo y larga vida, ha de
desenvolverse y señalarse más con el tiempo en obras que sean
gloria de las letras hispanoamericanas.
Leídas las 132 páginas de Azul...
lo primero que se nota es que está usted saturado de toda la más
flamante literatura francesa: Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire,
Leconte de Lisle, Gautier, Bourget, Sully-Prouhomme, Daudet, Zola,
Barbey d’Aurevilly, Catulle Mendes, Rollinat, Goncourt, Flaubert y
todos los demás poetas y novelistas han sido por usted bien
estudiados y mejor comprendidos. Y usted no imita a ninguno: ni es
usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni
simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a
cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara
quinta esencia.
Resulta de aquí un autor
nicaragüense, que jamás salió de Nicaragua sino para ir a Chile, y
que es autor tan a la moda de París y con tanto chic y distinción,
que se adelanta a la moda y pudiera modificarla e imponerla.
En el libro hay Cuentos en prosa
y seis composiciones en verso. En los cuentos y en las poesías todo
está cincelado, burilado, hecho para que dure, con primor y esmero,
como pudiera haberlo hecho Flaubert, o el parnasiano más atildado.
Y, sin embargo, no se nota el esfuerzo, ni el trabajo de la lima,
ni la fatiga del rebuscar: todo parece espontáneo y fácil y escrito
al correr de la pluma, sin mengua de la concisión, de la precisión
y de la extremada elegancia. Hasta las rarezas extravagantes y
salidas de tono, que a mí me chocan, pero que acaso agraden en
general, están hechas adrede. Todo en el librito está meditado y
criticado por el autor, sin que su crítica previa o simultánea de
la creación perjudique al brío apasionado y a la inspiración del
que crea.
Si se me preguntase qué enseña su
libro de usted y de qué trata, respondería yo sin vacilar: no
enseña nada, y trata de nada y de todo. Es obra de artista, obra de
pasatiempo, de mera imaginación. ¿Qué enseña o de qué trata un
dije, un camafeo, un esmalte, una pintura o una linda copa
esculpida?
Hay, sin embargo, notable
diferencia en toda escultura, pintura, dije y hasta música, y
cualquier objeto de arte cuyo material es la palabra. El mármol, el
bronce y el sonido no diré yo que sutilizando mucho no puedan
significar algo de por sí; pero la palabra, no sólo puede
significar, sino que forzosamente significa ideas, sentimientos,
creencias, doctrinas y todo el pensamiento humano. Nada más
factible, a mi ver (acaso porque soy poco agudo), que una bella
estatua, un lindo dije, un cuadro primoroso, sin transcendencia o
sin símbolos; pero ¿cómo escribir un cuento o unas coplas sin que
deje ver el autor lo que niega, lo que afirma, lo que piensa y lo
que siente? El pensamiento en todas las artes pasa con la forma
desde la mente del artista a la substancia o materia del arte; pero
en el arte de la palabra, además del pensamiento que pose el arte
en la forma, la substancia o materia del artista es pensamiento
también y pensamiento de artista. La única materia extraña al
artista es el Diccionario, con las reglas gramaticales que siguen
las voces en su combinación; pero como ni palabras ni combinaciones
de palabras pueden darse sin sentido, de aquí que materia y forma
sean en poesía y en prosa creación del escritor o del poeta: sólo
quedan fuera de él, digámoslo así, los signos hueros, o sea
abstrayendo lo significado.
De esta suerte se explica cómo,
con ser su libro de usted de pasatiempo, y sin propósito de enseñar
nada, en él se ven patentes las tendencias y los pensamientos del
autor sobre las cuestiones más trascendentales. Y justo es que
confesemos que los dichos pensamientos no son ni muy edificantes ni
muy consoladores.
La ciencia de experiencia y de
observación ha clasificado cuanto hay, y ha hecho de ello hábil
inventario. La crítica histórica, la lingüística y el estudio de
las capas que forman la corteza del globo han descubierto bastante
de los pasados hechos humanos que antes se ignoraban; de los astros
que brillan en la extensión del éter se sabe muchísimo; el mundo de
lo imperceptiblemente pequeño se nos ha revelado merced al
microscopio; hemos averiguado cuántos ojos tiene tal insecto y
cuántas patitas tiene tal otro: sabemos ya de qué elementos se
componen los tejidos orgánicos, la sangre de los animales y el jugo
de las plantas: nos hemos aprovechado de agentes que antes se
substraían al poder humano, como la electricidad; y gracias a la
estadística, llevamos minuciosa cuenta de cuánto se engendra y de
cuánto se devora; y si ya no se sabe, es de esperar que pronto se
sepa la cifra exacta de los panecillos, del vino y de la carne que
se come y se bebe la humanidad de diario.
No es menester acudir a sabios
profundos: cualquier sabio adocenado y medianejo de nuestra edad
conoce hoy, clasifica y ordena los fenómenos que hieren los
sentidos corporales, auxiliados estos sentidos por instrumentos
poderosos que aumentan su capacidad de percepción. Además se han
descubierto, a fuerza de paciencia y de agudeza y por virtud de la
dialéctica y de las matemáticas, gran número de leyes que dichos
fenómenos siguen.
Natural es que el linaje humano
se haya ensoberbecido con tamaños descubrimientos e invenciones;
pero, no sólo en torno y fuera de la esfera de lo conocido y
circunscribiéndola, sino también llenándola en lo esencial y
substancial, queda un infinito inexplorado, una densa e
impenetrable obscuridad, que parece más tenebrosa por la misma
contraposición de la luz con que ha bañado la ciencia la pequeña
suma de cosas que conoce. Antes, ya las religiones con sus dogmas,
que aceptaba la fe, ya la especulación metafísica con la gigante
máquina de sus brillantes sistemas, encubrían esa inmensidad
incognoscible, o la explicaban y la daban a conocer a su modo. Hoy
priva el empeño de que no haya ni metafísica ni religión. El abismo
de lo incognoscible queda así descubierto y abierto, y nos atrae y
nos da vértigo, y nos comunica el impulso, a veces irresistible, de
arrojarnos en él.
La situación, no obstante, no es
incómoda para la gente sensata de cierta ilustración y fuste.
Prescinden de lo transcendente y de lo sobrenatural para no
calentarse la cabeza ni perder el tiempo en balde. Esta inclinación
les quita no pocas aprensiones y cierto miedo, aunque a veces les
infunde otro miedo y sobresalto fastidiosos. ¿Cómo contener a la
plebe, a los menesterosos, hambrientos e ignorantes, sin ese freno
que ellos han desechado con tanto placer? Fuera de este miedo que
experimentan algunos sensatos, en todo lo demás no ven sino motivo
de satisfacción y parabienes.
Los insensatos, en cambio, no se
aquietan con el goce del mundo, hermoseado por la industria e
inventiva humanas, ni con lo que se sabe, ni con lo que se fabrica,
y anhelan averiguar y gozar más.
El conjunto de los seres, el
Universo, todo cuanto alcanza a percibir la vista y el oído, ha
sido, como idea, coordinado metódicamente en una anaquelería o
casillero para que se comprenda mejor; pero ni este orden
científico, ni el orden natural, tal como los insensatos le ven,
les satisface. La molicie y el regalo de la vida moderna los han
hecho muy descontentadizos.
Y así ni del mundo tal como es,
ni del mundo tal como lo concebimos, se forman idea muy aventajada.
Se ve en todo faltas, y no se dice lo que dicen que dijo Dios: Que
todo era bueno. La gente se lanza con más frecuencia que nunca a
decir que todo es malo; y en vez de atribuir la obra a un artífice
inteligentísimo y supremo, la supone obra de un puritano
inconsciente de fabricar cosas que hay ab eterno en los átomos, los
cuales tampoco se sabe a punto fijo lo que sean.
Los dos resultados principales de
todo ello en la literatura de última moda son:
1.º Que se suprima a Dios o que
no se le miente sino para insolentarse con él, ya con reniegos y
maldiciones, ya con burlas y sarcasmos.
Y 2.º Que en este infinito
tenebroso e incognoscible perciba la imaginación, así como en el
éter, nebulosas o semilleros de astros, fragmentos y escombros de
religiones muertas, con los cuales procura formar algo como ensayo
de nuevas creencias y de renovadas mitologías.
Estos dos rasgos van impresos en
su librito de usted: El pesimismo, como remate de toda descripción
de lo que conocemos, y la poderosa y lozana producción de seres
fantásticos, evocados o sacados de las tinieblas de lo
incognoscible, donde vagan las ruinas de las destrozadas creencias
y supersticiones vetustas.
Ahora será bien que yo cite
muestras y pruebe que hay en su libro de usted, con notable
elegancia, todo lo que afirmo; pero esto requiere segunda
carta.
II
En la cubierta del libro que me
ha enviado usted veo que ha publicado usted ya, o anuncia la
publicación de otros varios, cuyos títulos son: Epístolas y poemas,
Rimas, Abrojos, Estudios críticos, Albumes y abanicos, Mis
conocidos y Dos años en Chile. Anuncia también dicha cubierta que
prepara usted una novela, cuyo título nos da en las narices del
alma (pues si hay ojos del alma o tiene el alma ojos, bien puede
tener narices) con un tufillo a pornografía. La novela se titula:
La carne.
Nada de esto, con todo, me sirve
hoy para juzgar a usted, pues yo nada de esto conozco. Tengo que
contraerme al libro Azul.
En este libro no sé qué debo
preferir: si la prosa o los versos. Casi me inclino a ver mérito
igual en ambos modos de expresión del pensamiento de usted. En la
prosa hay más riqueza de ideas; pero es más afrancesada la forma.
En los versos la forma es más castiza. Los versos de usted se
parecen a los versos españoles de otros autores, y no por eso dejan
de ser originales; no recuerdan a ningún poeta español, ni antiguo,
ni de nuestros días.
El sentimiento de la Naturaleza
raya en usted en adoración panteística. Hay en las cuatro
composiciones a (a o más bien en) las cuatro estaciones del año, la
más gentílica exuberancia de amor sensual, y, en este amor, algo de
religioso.
Cada composición parece un himno
sagrado a Eros, himno que, a las veces, en la mayor explosión de
entusiasmo, el pesimismo viene a turbar con la disonancia, ya de un
ay de dolor, ya de una carcajada sarcástica. Aquel sabor amargo,
que brota del centro mismo de todo deleite, y que tan bien
experimentó y expresó el ateo Lucrecio,
...medio de frute leporum
Surgit amari aliquid, quod im
ipsis floribus angat
acude a menudo a interrumpir lo
que usted llama
«La música triunfante de mis
rimas.»
Pero, como en usted hay de todo,
noto en los versos, además del ansia del deleite y además de la
amargura de que habla Lucrecio, la sed de lo eterno, esa aspiración
profunda e insaciable de las edades cristianas, que el poeta pagano
quizá no hubiera comprendido.
Usted pide siempre más al hada,
y...
«El hada entonces me llevó hasta
el velo
que nos cubre las ansias
infinitas,
la inspiración profunda
y el alma de las liras.
Y lo rasgó. Y allí todo era
aurora.»
Pero aun así, no se satisface el
poeta, y pide más al hada.
Tiene usted otra composición, la
que lleva por título la palabra griega Anagke, donde el cántico de
amor acaba en un infortunio y en una blasfemia. Suprimiendo la
blasfemia final, que es burla contra Dios, voy a poner aquí el
cántico casi completo.
«Y dijo la paloma:
—Yo soy feliz. Bajo el inmenso
cielo,
en el árbol en flor, junto a la
Poma
llena de miel, junto al retoño
suave
y húmedo por las gotas de
rocío,
tengo mi hogar. Y vuelo
con mis anhelos de ave,
del amado árbol mío
hasta el bosque lejano,
cuando al himno jocundo
del despertar de Oriente,
sale el alba desnuda y muestra al
mundo
el pudor de la luz sobre su
frente.
Mi ala es blanca y sedosa;
la luz la dora y baña
y céfiro la peina
son mis pies como pétalos de
rosa.
Yo soy la dulce reina
que arrulla a su palomo en la
montaña.
En el fondo del bosque
pintoresco
está el alerce en que formé mi
nido;
y tengo allí bajo el follaje
fresco
un polluelo sin par, recién
nacido.
Soy la promesa alada,
el juramento vivo;
soy quien lleva el recuerdo de la
amada