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El libro consta de diez textos relativamente cortos y de temas diversos: tres crónicas de viajes (Sicilia, el sur de Francia, el Véneto), un diálogo sobre la diferencia entre los personajes en la narrativa y el teatro, discursos sobre Napoleón y Beethoven, ensayos sobre Wilde, Las mil y una noches y la lengua alemana, entre otros. El hilo conductor lo constituyen la perspectiva y el estilo de un poeta cimero del cambio de siglo austriaco.
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Seitenzahl: 153
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COLECCIÓN
PEQUEÑOS GRANDES ENSAYOS
Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCoordinación de Difusión CulturalDirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
LEER LOS DESTINOS DONDE HAN SIDO ESCRITOS
Víctor Herrera
PROSAS BREVES
IMPRESIONES DEL SUR DE FRANCIA
EXCURSIÓN ESTIVAL
NUESTRA SICILIA
SOBRE LOS PERSONAJES EN LA NOVELA Y EL DRAMA
SEBASTIAN MELMOTH
LAS MIL Y UNA NOCHES
PALABRAS EN CONMEMORACIÓN DEL PRÍNCIPE EUGENIO DE SABOYA
DISCURSO POR EL 150 ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE BEETHOVEN
NAPOLEÓNEn el centenario de su muerte
VALOR Y HONRA DE LA LENGUA ALEMANA
CRONOLOGÍA DE HUGO VON HOFMANNSTHAL
BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
NOTAS AL PIE
AVISO LEGAL
In memoriam Álvaro Uribe
Es probable que fuera del ámbito de la lengua alemana la obra de Hugo von Hofmannsthal sea conocida y venerada únicamente por sus devotos (de la hoy penitente tribu esteticista) o por los amantes de la ópera (acaso no menos caricaturizables). Y ello a pesar de que en 2022 la editorial Fischer presentaba –por fin, tras cinco décadas de investigación y gracias al denuedo de 32 copartícipes– la edición crítica de sus obras completas: “40 volúmenes, 28 550 páginas, 1 100 obras y borradores”.1 Y pese, asimismo, a que fuera postulado al menos en tres ocasiones al Premio Nobel de Literatura (el que nunca obtuvo, según se afirma, por sus orígenes judíos o por la supuesta “sensualidad” de obras como El caballero de la rosa). La verdad es que tampoco el entusiasmo de sus colegas ha conseguido enmendar ese gratuito desaire. Pocos días después de su muerte en 1929 anotaba Arthur Schnitzler en su diario: “Con él ha partido el máximo escritor (Dichter) de nuestros tiempos”. Y Stefan Zweig no le iba a la zaga a su enfático paisano (cito in extenso):
La aparición del joven Hugo von Hofmannsthal es y seguirá siendo memorable como uno de los grandes milagros de perfección prematura; no conozco otro ejemplo en la literatura universal, con la excepción de Keats y Rimbaud, como el de este genio prodigioso de semejante certidumbre a tan temprana edad en el dominio de la lengua, de tal extensión y agilidad de ideas, de tal efusión de sustancia poética hasta en el verso más fortuito; ya a los dieciséis o diecisiete años, vino a sumarse a los anales eternos de la lengua alemana con versos indelebles y una prosa no superada hasta la fecha.2
Es cierto que todo alumno de una secundaria germana ha tenido que analizar alguna vez en clase el (precioso) poema Was ist die Welt? (¿Qué es el mundo?); o que cualquier estudiante de preparatoria hubo de batallar o maravillarse con La carta de lord Chandos, ya fuera en el curso de lingüística o en el de filosofía. También cabe recordar que el Festival de Salzburgo (cofundado por él mismo con Max Reinhardt en 1920) arranca cada año con la tradicional representación en la plaza de la catedral de su misterio Jedermann3 y que alguna de sus numerosas obras teatrales figura aquí o allá en cartelera (por lo general en provincias). Pero eso resumiría prácticamente su supervivencia en la “memoria literaria colectiva”. Para el melómano, en cambio, el autor de La mujer sin sombra es parte de la colaboración acaso más brillante jamás lograda entre la música y las letras (los entendidos me opondrán las alianzas Mozart/Da Ponte, Verdi/Shakespeare/Boito, Chaikovski/Pushkin, pero Da Ponte y Boito eran meros libretistas, y Pushkin, es obvio, nunca pudo compartir un vodka con el compositor). Las seis óperas que creó Hugo von Hofmannsthal al alimón con Richard Strauss4 proyectan su nombre hacia los más glamurosos reflectores de nuestros días, de Nueva York a Viena, de Londres a Parma, de Zúrich a Buenos Aires. Sus feligreses, sin embargo, nos deleitamos también con las sinuosidades de sus prosas iluminadas; con la gracia vienesa o el temple clásico de su teatro; con sus admirables hemistiquios.
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En la historia de la cultura germánica se han producido dos Siglos de Oro. El primero abarcaría, años más, años menos, de 1770 a 1830; en la literatura, por tanto, de Goethe o Schiller hasta Hölderlin y Heine, pasando por Novalis; y en aquel momento estelar de la filosofía universal estamos hablando del arco que se extiende de Kant a Hegel, y que sobrevuela a Fichte, Schelling y Schopenhauer. En la música, la banda sonora del Sturm und Drang, del idealismo y del romanticismo alemanes, la compusieron Mozart, Gluck, Schubert y Beethoven, un colonizador, este último, de universos ilimitados (según concluye Hofmannsthal en el discurso que presentamos más adelante). Las marcas históricas de ese periodo las implantaron las exequias del Ancien Régime a cargo de la Revolución francesa, el Terreur y el huracán de Napoleón, quien deslumbró en su esplendor, desencantó en sus miserias y, sea como fuere, acabó por transfigurar el orden europeo a largo plazo.
Interesan y asombran por ello los paralelismos con el segundo Siglo de Oro germánico. El foco radiante se trasladó cien años después del Ilm, el Saale y el Neckar hacia el Danubio. Pero entre 1880 y 1918, recordemos, Europa presenciaba el ocaso del Siglo Burgués, el entusiasmo y, luego, la brutalidad de la Primera Guerra Mundial, que volvería a trastornar el mundo conocido. La Viena de la belle époque era un hervidero multicultural, un imán que atraía –como hoy– a alemanes, húngaros, checos, etc.: un punto neurálgico entre Occidente y Oriente. Ahora bien, esa pluralidad no sólo estimulaba la producción artística e intelectual, sino que generaba también tensiones políticas, sociales y étnicas. El lugar de nacimiento del psicoanálisis, de la música dodecafónica y de la arquitectura moderna fue al mismo tiempo la cuna del antisemitismo político. No en otro sitio mamó Adolfo Hitler el vocabulario, la retórica y la virulencia de sus mensajes. Esos conflictos culminaron, como sabemos todos, en el asesinato del archiduque Fernando a manos de nacionalistas serbios. El Imperio austrohúngaro, los franceses, los alemanes, los italianos, los ingleses, los rusos: toda Europa se precipitó irracionalmente a poner en práctica el “laboratorio del fin del mundo”.
Se dice, sin embargo, que los tiempos de crisis suelen ser fértiles para las artes y el saber. No olvidemos, pues –a modo de ambientación–, las distinguidísimas cúspides de aquella cordillera irrepetible.5 Los edificios de Adolf Loos y Otto Wagner sentaron las bases desde su exquisito modernismo de lo que unos años después serían el (poco exquisito) Bauhaus y el entero siglo XX: una arquitectura liberada de la opresión de un estilo preconcebido. Viena se propuso desmantelar, a su manera, la pintura naturalista por obra de los tres grandes genios de la Secesión: Gustav Klimt, Egon Schiele y Oscar Kokoschka, quienes compartían la analogía de Eros y Tánatos con el analista de la Berggasse 19. Después de Freud el diseño de la psiquis ya nunca dejó de pautar nuestro diálogo con las sombras más íntimas. E igualmente revolucionario fue el tiro de gracia que asestaron a la tonalidad Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Weber, después de cruzar el puente que les había trazado Gustav Mahler en el romanticismo tardío hacia el abismo de la sedición. En filosofía, los últimos vestigios de la metafísica decimonónica hubieron de toparse con el empirocriticismo de Ernst Mach (cuyos cursos, por cierto, no se perdía Hugo von Hofmannsthal), con el positivismo lógico del abuelo Rudolf Carnap y, cómo no, con el motín universal de Ludwig Wittgenstein. Antes de abordar el tema de la literatura, sin embargo, no quiero dejar de ofrecer un breve listado de los judíos que figuraban en aquel inverosímil parnaso (casi todos, por cierto, más austriacos en su “autopercepción” que hijos de Israel): Otto Wagner, Adolf Loos, Karl Kraus, Arnold Schönberg, Alban Berg, Gustav Mahler, Alexander von Zemlinksy, Sigmund Freud, Gustav Klimt, Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Ludwig Wittgenstein et al. El segundo Siglo de Oro germánico (con el permiso de Musil, Weber y Schiele) fue –no cabe duda– sustancialmente judío.
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Las fechas biográficas de Hugo Laurenz August Hofmann, Hugo von Hofmannsthal (1 de febrero de 1874-15 de julio de 1929), coinciden de lleno con el estallido cultural de su ciudad de origen. La secuencia temporal de sus ascendientes varones traza el mapa psicosociológico de la época: su bisabuelo, un judío ortodoxo, había logrado amasar una enorme fortuna tras introducir la industria de la seda en Austria; su abuelo se convirtió al catolicismo y casó con una señora italiana; su padre estudió derecho, desposó a la hija de un notario y se desempeñó como banquero. Pero en el crash bursátil de 1873 (justamente durante la luna de miel en la que gestaban a Hofmannsthal) la familia perdió todo su patrimonio. Nuestro autor, por tanto, padeció siempre el temor a pasar privaciones, mientras que el mundo entero pensaba que vivía de sus rentas, debido sin duda a su ostensible dandismo. Otro “malentendido”: a pesar de que el vienés se consideraba un aristócrata católico, el público lo vio siempre como un “intelectual judío”, un baldón muy común entre los israelitas renegados o conversos (cfr. Gustav Mahler).6 Recibió una educación extraordinaria: en casa durante la infancia y, posteriormente, en el prestigioso Liceo Académico, una escuela de la élite vienesa, de modo que muy joven dominaba ya cinco lenguas: italiano, francés, inglés, latín y griego. La leyenda de su asombrosa precocidad no es exagerada; en edad escolar empezó a escribir poemas sobresalientes, que fueron publicados en el periódico Die Presse con el famoso seudónimo de Loris (entre otros). Estos poemas, como todo lo que se escribía en aquella época, reflejaban naturalmente el imperio de Nietzsche. Muy pronto empezó a frecuentar las tertulias en el Café Griensteidl, donde se reunía el grupo de jóvenes escritores denominado Junges Wien: Arthur Schnitzler, Leopold von Andrian, Richard Beer-Hofmann y Felix Salten, en torno al patriarca Hermann Bahr. Las tertulias literarias constituían una suerte de “universidad cultural” con énfasis en la práctica, a diferencia de una carrera académica. Leían sus textos, discutían teorías, escribían en colaboración, experimentaban con diversas formas; nada se publicaba sin haber pasado por el tamiz de la capilla. Así los describía Hermann Bahr: “Todos tienen algo en común: el impulso de dejar atrás el chato y burdo naturalismo y el de aspirar a la profundidad de refinados ideales. No buscan el arte fuera… pretenden modelar notre univers intérieur”.7 Si agregamos las poderosas influencias del simbolismo francés (Baudelaire, Mallarmé, Verlaine), y, por descontado, las de Oscar Wilde y Stefan George, no cabe duda de cuál era el espíritu rector de esa etapa: el esteticismo.
En 1891, a sus 16 años, Hugo von Hofmannsthal conoce a Stefan George en el Griensteidl y queda maravillado ante la omnisciencia, la musa y la autoridad del “profeta”, como lo llama en su diario. El cabecilla del aristocratismo estético en Alemania estudiaba entonces románicas en Viena y lo recogía diariamente del colegio para sostener largas conversaciones durante doctos paseos. Y no sólo eso, también invitó al mancebo a publicar sus poemas, ensayos críticos y reseñas en su célebre revista Blätter für die Kunst. El joven dramaturgo, a su vez, le dedicó ya en 1892 la pieza La muerte de Tiziano.8 Es sabido que George era el “maestro de ceremonias” de un homoerotismo helenizante en su círculo de Múnich. Leopold von Andrian (el amigo de toda la vida de Hofmannsthal) sugirió más tarde que el vienés era bisexual, pero que habría sabido reprimir sus deseos a través de una férrea autodisciplina. En cualquier caso, ésa sería una lógica explicación del ímpetu que acompañó siempre a esa amistad literaria. Su correspondencia fue intensa hasta 1899, cuando se interrumpió el contacto. George exigía una lealtad incondicional a los estrictos dictados de l’art pour l’art (o, más bien, a su persona) mientras que el efebo, pese a todo modernismo, se atrevía a proponer una fraternidad intrínseca entre el arte y la vida. Tras una fugaz reconciliación en 1906, George rompió para siempre toda relación con el austriaco.
Ernst Robert Curtius define el esteticismo de la siguiente manera (perdónese el estilo un tanto iterativo del eminente filólogo): “el sentido del arte consiste en crear belleza […] El esteticismo […] era ambas cosas: una renovación del sentido de la belleza y una nueva belleza”.9 Esta ideología venía de la mano de una estetización de la vida diaria que acabó produciendo toda una generación de europeos hipersensibles (como podemos leer más abajo en el diálogo de Balzac y Hammer-Purgstall). En el ámbito universal, el prototipo de esta corriente era, por supuesto, el semidiós Oscar Wilde. Las primeras obras teatrales del austriaco muestran una poderosa influencia del irlandés, quien pedía del arte no una reproducción de la realidad, sino “distinción, encanto, belleza y poderío imaginativo”. Pero hay un punto en el que Hofmannsthal no puede coincidir con Wilde, justamente el mismo que desató su querella con George. En el prefacio a El retrato de Dorian Grey –que es, sin duda, la expresión máxima de una poética del esteticismo (y tal vez uno de los textos más lúcidos de la historia universal)– leemos: “El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en el artista es un imperdonable amaneramiento de estilo”.10 El lector podrá comprobar más tarde en el ensayo sobre Wilde (Sebastian Melmoth) –y en realidad en todos los que componen el libro– que la ética constituye un elemento cardinal tanto en la cosmovisión como en la poética de Hofmannsthal. Digamos que el vienés aprovecha los elementos de “distinción, encanto, belleza y poderío imaginativo”, pero advierte contra sus resbaladizos excesos. Y no solamente en lo que atañe al estilo; el hombre estético, el diletante, aquel europeo hipersensible, es una figura frecuente en su narrativa (cfr. El cuento de la noche 672, donde el hijo de un comerciante tiene que comprobar que la muerte es incompatible con sus anhelos de exquisitez) o en su teatro (cfr. La muerte de Tiziano, donde se ponen en solfa los artificios vacuos de los discípulos en contraste con el magisterio del artista). Si bien es cierto que el culto a la belleza en todos los ámbitos de la vida significa también una reacción a la inocuidad del mundo burgués y una crítica a la “sociedad industrial y sus valores materialistas”, Hofmannsthal lo concibió más que nada como un medio (el estilo, la forma) que como un fin.
Para 1902 nuestro autor había desertado de la carrera de derecho en beneficio de la filología francesa; se doctoró en ella con una tesis sobre los poetas de la Pléyade11 y acababa de presentar un trabajo de “habilitación”12 sobre Victor Hugo y, no obstante, eligió renunciar a la vida académica para entregarse de lleno a la escritura. Había viajado a Venecia y a París, donde conoció a Maurice Maeterlinck y a Auguste Rodin; había hecho amistad con Rilke y conocido a Richard Strauss; y, cosas de la vida, se había casado con Gertrud Schlesinger, una judía hija de banquero, que hubo de convertirse a la fe cristiana antes del matrimonio. Se instalaron en un palacete barroco en Rodaun, hoy un suburbio de Viena (las inquietudes económicas, saltará a la vista, habían quedado atrás). El 18 de octubre de ese año se publica la Carta de lord Chandos en la revista literaria berlinesa Der Tag. Se trata de una carta ficticia de un joven poeta inglés del siglo XVI dirigida a sir Francis Bacon, el padre del empirismo. La crítica coincide en contemplar esta breve joya y aquel momento como una cumbre y también como un punto de inflexión tanto en la poética como en la vida del autor. Allí rompe definitivamente con el esteticismo y plantea una frustración inapelable ante las posibilidades del lenguaje (lo que coincide, acaso lógicamente, con su abandono casi total de la poesía propiamente dicha):
Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa […] Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras “espíritu”, “alma” o “cuerpo” […] las palabras abstractas, de las que, conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como setas mohosas […] Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula.13
A este escepticismo ante las funciones comunicativas del lenguaje viene a sumarse, además, una percepción casi mística de las cosas del mundo. Se debe aprender a callar ante ellas, pues las podemos “recuperar” tan sólo si las liberamos de la tiranía de los conceptos. Esta suerte de epifanía existencial prefigura, por un lado, algunos enunciados del Tractatus y, por otro, la noción de la “cosa” en Heidegger. El “nuevo lenguaje” debe ser inmediato, tiene que independizarse de los signos intermediarios; debe ser “revelación”, no retórica…
En la segunda mitad de su existencia, Hofmannsthal llegará a una posición más conciliadora con el lenguaje, particularmente con respecto al teatro, género que sería el núcleo vital de su obra de madurez. En el Epílogo no escrito al “Caballero de la Rosa” (1911) concibe la lengua, y también la música, como una suerte de “fluido” con que “la vida inunda a los personajes”. Al igual que en nuestro último texto (Valor y honra de la lengua alemana), aparece la idea del “pueblo”, el verdadero creador de la lengua, a la cual vuelve ya transfigurada por el arte.
Hofmannsthal fue jefe de la sección de poesía del semanario Morgen; grabó –con Manche freilich–14 el primer registro de viva voz de un poeta alemán; realizó el célebre viaje a Grecia con Harry Graf Kessler; se carteó constantemente con Arthur Schnitzler, con Thomas Mann, con Walter Benjamin… Y, al igual que la de cualquier europeo, su vida se vio interrumpida por la hecatombe de la Gran Guerra. Sirvió durante menos de un mes en el frente, en Istria (ya era cuarentón y su salud no era la idónea), para colaborar después desde una oficina de gobierno, escribiendo textos de propaganda bélica y ensayos patrióticos. También realizaba viajes de proselitismo a favor de la causa austrohúngara: a Cracovia, Bruselas, Berlín. La conclusión de la guerra en 1918 significó para este filoaustriaco conservador una gran tragedia y el doloroso parteaguas que supuso para el orbe entero de la monarquía: el fin del “mundo de ayer”. Sin embargo, en los años veinte ya fue capaz de armonizar su nutrida producción con viajes continuos: a Escandinavia, Italia, Suiza, Marruecos, Londres, Sicilia (del que incluimos una suculenta crónica más adelante).
Al lado de sus famosos libretos para Richard Strauss, es inevitable traer a la memoria, así sea brevemente, su obra teatral, sobre todo las tres piezas que se siguen representando hasta la fecha: Jedermann (1911), el prestigiosísimo misterio en verso arcaizante –con el que pretendía abrir una nueva/vieja vía al teatro–, trata el tema alegórico-moralista de la muerte que viene a castigar a la gente rica y poco respetuosa de Dios, pero que consigue salvarse finalmente gracias a la fe (¡un actor real en el escenario!): un texto maravilloso, una velada, digamos, laboriosa. Der Schwierige (El difícil) (1921) reproduce con espíritu de comedia (al igual que El caballero de la rosa