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Rafe Johnson había vuelto a Memphis en busca de su pasado, pero lo que encontró superó todas sus expectativas, porque el destino lo llevó hasta Emma Lockwood, una esposa que ni sabía que tenía. Pero cada vez que rozaba su piel, los recuerdos perdidos lo asaltaban, devolviéndole la memoria que un accidente de helicóptero le había robado.¿Amnesia? Emma pensaba que ése era sólo un recurso de las telenovelas, pero no podía negar el amor que veía en los ojos de su esposo, ni el anhelo de su propio corazón…
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Seitenzahl: 167
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Martha Shields
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Recuerdos robados, n.º 1051- junio 2022
Título original: Husband Found
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-666-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Al pasar frente a un espejo en el vestíbulo del hotel en Memphis, Emma Lockwood se vio reflejada en él. Tenía aspecto nervioso, y así se sentía. Decidió retocarse el maquillaje para que no se notara lo desesperada que estaba por conseguir el trabajo. Apoyó el portafolio sobre una mesa y buscó la barra de labios en el bolso.
No era fácil encontrar empleo como diseñador gráfico con horario nocturno, así que en cuanto había visto el anuncio en el periódico, mandó su currículum y la llamaron para una entrevista. Ojalá que el horario flexible que se mencionaba fuera el mismo que ella quería.
Después de aplicarse el carmín, se enderezó la chaqueta del traje rojo oscuro, sabiendo que lo único que importaba era lo que llevaba en el portafolio, pero consciente también de que una buena apariencia siempre ayudaba. Si realmente se lo proponía, lo lograría. Lo importante era que fuese un trabajo honrado y el jefe una persona normal.
David Johnson. El nombre le traía recuerdos agridulces. Recuerdos de tres breves meses de su vida en que había sido total y maravillosamente feliz. Instintivamente se llevó la mano al anillo escondido bajo la blusa. El anillo de graduado de la universidad de Texas que le había valido de alianza durante el tiempo que fue la esposa de Rafe Johnson. Aún podía…
Pero lo que no podía era ponerse sentimental cada vez que oía el apellido Johnson. Bastaba mirar los cientos de Johnson en el listín telefónico para darse cuenta de que era uno de los nombres más comunes de Estados Unidos.
Tenía que concentrarse en la entrevista, porque realmente necesitaba un tejado nuevo para su casa. Tomó el portafolio y se dirigió decidida al mostrador de la entrada. Un minuto más tarde, golpeaba en la puerta de la sala donde tendría lugar la reunión.
—¿Señor Johnson?
—Pase —respondió una voz grave.
Emma abrió la puerta y vio a un hombre que se ponía de pie al extremo de una pequeña mesa de reuniones. Se le acercó con la mano extendida.
—Soy Emma Lockwood. Espero no llegar demasiado pronto. Su mensaje decía…
Se quedó petrificada al verlo enderezarse y extender la mano.
Sintió que la respiración se le cortaba. Era imposible.
Llevaban tres meses juntos y sólo unas horas casados cuando él se marchó, pero le reconoció la cara, igual que conocía la de su propio hijo. Porque eran iguales. Desde el negro cabello hasta los profundos ojos, pasando por la fina y prominente nariz y el recio mentón. Las únicas diferencias eran la cicatriz que a este hombre le surcaba el rostro desde el ojo izquierdo hasta la barbilla y la red de finas arrugas alrededor de la boca, como si hubiese pasado muchos sufrimientos.
—¿Rafe?
—¿La conozco? —preguntó, una expresión de dolor velándole la mirada.
La voz era distinta, como el agua de un arroyo golpeando en las rocas, pero su alma reconoció el sonido.
El mismo arroyo le rugió en los oídos. El portafolio y el bolígrafo se le cayeron de las manos mientras daba dos pasos inseguros antes de que sumirse en la oscuridad.
Rafe agarró a la mujer antes de que se cayera al suelo, aunque al hacerlo se dio un golpe en la cadera con la esquina de la mesa y el dolor le recorrió como un rayo la pierna mala. Pero la levantó, haciendo caso omiso al dolor, como siempre.
Estaba tan aturdido, que sólo podía mirarla.
Había usado su nombre. ¿Sería posible que lo hubiese reconocido? La cara pálida, los ojos rasgados, la nariz respingona y la amplia boca no le resultaban conocidos, pero eso no garantizaba nada, porque llevaba seis años sin reconocer a nadie, ni a sus propios padres.
De repente, una imagen lo asaltó.
Se hallaba en la ribera del Mississippi, abrazando a una versión más joven de esa misma mujer. Ella le dio un papel doblado mientras sonreía tímidamente.
—¿Es mi regalo de Acción de Gracias? —preguntó, soltándola para abrir el papel.
—Te vas hasta Houston a comer el pavo con tus padres —dijo ella arrugando la nariz—. No te mereces un regalo. Es sólo un garabato, cortesía de la aburridísima clase del profesor Hoffman.
Lo abrió y lanzó una carcajada. Lo había dibujado como su tocayo el arcángel Rafael, con túnica y alas. Un gran corazón en el pecho llevaba las letras EKG.
—¿Cuántas veces te he dicho que no soy un ángel?
—Ya sé que no eres perfecto, así que te dibujé con las alas rotas.
La visión desapareció. Rafe se había quedado tan sorprendido que se le cortó la respiración, aunque el corazón le golpeaba en el pecho como una batería de rock.
Un recuerdo. Tenía que ser un recuerdo.
De repente, se dio cuenta de la magnitud de lo que ello significaba. Esta mujer tenía que ser quien había hecho el dibujo que llevaba apretado en el puño cuando lo rescataron casi muerto en un remoto pueblo de Nicaragua. El dibujo que llevaba seis años en su billetera, su único contacto con el pasado.
Atónito ante lo que ello representaba, la miró detenidamente. El pelo, dorado como la miel, se le esparcía por el brazo. La palidez de las delicadas facciones era casi gris. ¿Quién era? ¿Qué relación los unía? ¿Novia? ¿Amante? La imagen que recordaba le había dado sensación de intimidad.
Recordaba. Eso ya era un milagro.
Renqueando, la llevó hasta el sofá y la depositó en él como si fuese una bomba a punto de explotar. Pero eso era lo que había sentido al tocarla. Una explosión. ¿Qué pasaría si le hablaba?
Se puso abruptamente de pie y cojeó hasta el otro extremo de la habitación con la mente hecha un torbellino.
Se había despertado en un pueblo nicaragüense arrasado por la guerra y había pasado un año y medio de constante dolor, recuperándose de las heridas que rehusaban sanar, atormentado por no saber quién era. Como si su mente se hubiese borrado. Recordaba cosas básicas: hablar, comer y vestirse. También sabía hablar y escribir dos idiomas, pero toda su información personal había desaparecido y se hallaba igual que un bebé recién nacido.
Ni siquiera había reconocido a su padre cuando éste lo encontró finalmente y lo llevó de vuelta a Houston. Tampoco a su madre, sus dos hermanos y su hermana, sus abuelos, sus amigos. Todos ellos se habían ocupado de contarle su vida. Lo que le gustaba comer, las anécdotas y logros infantiles, los artículos que había escrito. Incluso le habían mostrado fotografías.
Pero los recuerdos que le habían devuelto no le suscitaban las mismas emociones que éste. No eran tridimensionales, no incluían sonidos y olores.
Rafe miró a la hermosa mujer que yacía en el sofá totalmente quieta. Y se pasó las dos manos por el pelo. Aquellos recuerdos no la incluían a ella.
¿Por qué? ¿Qué pasaría si la tocase otra vez?
Lentamente aproximó una silla y se sentó a mirarla.
Había esperado, rezado, rogado a Dios que llegase ese día. Ahora no sabía si estaba preparado para ello. Por un lado, quería sacudirla y despertarla para preguntarle qué sabía. Por otro, quería salir huyendo de la habitación. Lo cual era estúpido, ya que ese era el motivo de que hubiese regresadoa Memphis. Allí era donde vivía antes de ir a trabajar a Nicaragua. Ya que no había podido hallar su pasado en Houston, donde había crecido, esperaba que las respuestas estuviesen en Memphis.
¿Quería en realidad las respuestas a todas sus preguntas? Quizás sí, si esa mujer tenía algo que ver con ellas.
Extendió la mano para tocarla nuevamente, no para ver si lograba recuperar más recuerdos, sino para comprobar si su piel era tan suave como parecía. Verse las rosadas cicatrices de la mano temblorosa lo hizo detenerse de golpe. Era una aberración, un monstruo, con heridas externas e internas. Medio hombre con media mente. No lo sorprendía que se hubiese desmayado. Como La Bella y La Bestia.
¿Cómo había dicho que se llamaba? Emma Lockwood. El nombre le pareció familiar, pero quizás era su imaginación. Sin poder contenerse, acercó el dedo al fresco terciopelo de su mejilla.
Sus ojos eran como los de un gato, rasgados y verdes, con pintitas doradas.
—Emma —susurró.
—Bésame —exigió ella, poniéndose de puntillas.
Tenía la cálida boca a un centímetro, pero prolongó el momento pasándole un dedo por la mejilla.
Se sentó abruptamente, con el corazón alterado. Había hecho este gesto antes. El recuerdo le atravesó el alma, dejándolo insatisfecho y temeroso a la vez.
Los doctores se habían equivocado. Decían que después de tanto tiempo, tendría pocas probabilidades de recobrar la memoria, pero él se había negado a aceptar su diagnóstico. Sabía que debía tomar una medida drástica y se había mudado a Memphis.
Bien. Allí estaba, y era evidente que había encontrado lo que iba a buscar. Y ahora… ¿qué se suponía que tenía que hacer?
Emma volvió en sí. Se sentía descompuesta y desorientada. Giró la cabeza, y el recuerdo la asaltó.
Rafe. ¿Era realmente él? ¿Allí? ¿Vivo?
No. Imposible. Rafe había muerto hacía seis años y medio en Nicaragua.
El hombre que se había identificado como David Johnson estaba inclinado recogiendo su bolso del suelo. Emma podía verle el perfil, y sus ojos de artista reconocieron los detalles como si hubiera sido ayer, cuando el amor y el deseo de dibujarlo la habían llevado a analizarle cada detalle del apuesto rostro moreno. La nariz aguileña, el pelo negro y liso, la recia mandíbula.
¿Cómo era posible que estuviese allí? Rafe había muerto cuando el helicóptero en el que viajaba explotó en pedazos en algún lugar perdido de Nicaragua. Había visto los titulares, hablado con sus padres.
—¿Rafe? —musitó.
Él levantó la cabeza de golpe y la miró, con los oscuros ojos eran insondables.
—¿Sí?
—Pero… estás muerto —sacudió la cabeza, pero la imagen no desapareció—. Estaré soñando.
—No —renqueó hacia ella—. Te has desmayado.
Emma se enderezó, tocándose la cabeza que le daba vueltas con una mano que sentía húmeda y fría.
—No lo comprendo.
—Yo tampoco —se acercó más—. Has entrado, dicho mi nombre y te has desmayado. ¿Estás bien?
¿Bien? ¿Alucinando que su marido muerto estaba de pie frente a ella?
—¿Cómo es posible que estés aquí?
El hombre le dirigió una extraña mirada.
—Estoy aquí para ocupar el puesto de editor del Southern Yesteryears.
—Ahora sé que estoy soñando. Nunca te interesó el pasado.
—¿No?
—Ese era el motivo por el cual eras tan buen periodista. Nunca te interesaban las noticias del día anterior. Lo único que te importaba era lo que estaba transcurriendo en ese momento.
—¿Has venido por el trabajo de diseñadora gráfica para Southern Yesteryears, ¿no? —le preguntó, dirigiéndole una mirada confusa.
—Bueno, sí, pero… —sacudió la cabeza para aclararse las ideas, sin ningún resultado—. No es lo que te he preguntado. ¿Cómo es posible que te encuentres aquí? El Commercial Appeal dijo que habías muerto en un accidente de helicóptero en Nicaragua.
—Se podría decir que sí —asintió con la cara tensa.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó.
Se la quedó mirando un largo rato y luego se sentó en la silla junto al sofá.
—¿Quién eres? —preguntó.
Ella parpadeó.
—¿Cómo que quién soy? ¡Sabes perfectamente quién soy! ¡Soy Emma Lockwood, Emma Gr…
—Conozco tu nombre —dijo con impaciencia—. Pero, ¿de dónde me conoces?
Emma sintió que se le nublaba la vista de rabia al recordar que Rafe siempre respondía con evasivas cuando tenía algo que esconder o quería evitar una conversación.
—¿Se puede saber a qué estás jugando?
—Esto no es un juego, te lo aseguro. Por favor, dime quién eres.
Aún más confundida, Emma lo miró. ¿Estaba intentando engañarla? ¿Porqué iba a desaparecer durante seis años y medio para luego reaparecer actuando como si no la conociese?
A menos que…
Recordó los comentarios despreciativos de su padre, insinuando que el accidente era una estratagema de Rafe para evitar casarse con ella.
Pero ella lo había defendido de las acusaciones de su padre. Estaba segura de que Rafe la amaba.
Pero ahora… ¿qué otra cosa podía ser?
Sólo él podía responderle la pregunta.
—¿Dónde has estado los últimos seis años y medio?
Él titubeó y luego respondió con voz baja y tensa.
—En el infierno. ¿Y tú?
Otra evasiva. Emma sintió que se le desintegraba el corazón, dejándole un agujero en el pecho.
—Mi padre tenía razón, ¿verdad? Me abandonaste.
Él se echó hacia atrás, respondiendo a la acusación con una expresión asombrada.
Ella se sintió igual que el día en que se enteró de que él había muerto. No podía respirar, no sentía los latidos de su corazón, como si su mundo hubiera desaparecido en un instante.
—¿Por qué has vuelto? ¿Creías que aún vivía en Nashville? ¿O pensaste que Memphis había crecido tanto que no nos encontraríamos nunca?
—No sé lo que…
—Me dejaste. Sola. ¿Te imaginas lo que mi padre me hizo pasar? —rápidamente se enjugó las ardientes lágrimas—. Seguro que lo sabes. No te importó, ¿eh?
—Esto es tan repentino… No sé qué… —se volvió a pasar los dedos por el cabello.
—¿Repentino? ¿Seis años y medio te parece repentino? ¡Vete al infierno!
Evitando la mano que intentaba detenerla, Emma se puso de pie y se dirigió a la puerta.
—Por favor, escúchame —se levantó él de la silla.
—¿Qué quieres que escuche? ¡No estás diciendo nada! —exclamó, y al sentir la alianza contra su agitado pecho, se detuvo y se la arrancó de un tirón—. Toma, no la necesito más.
El anillo lo golpeó y cayó en la moqueta. Emma lo miró rodar unos centímetros. Ahí quedaba lo último en que ella había creído.
—Permíteme que te explique —rogó, dando un paso hacia ella—. No es algo que le diga a todo el mundo, pero… tengo amnesia.
—¿Amnesia? —dudó.
¿Y si fuera verdad? Quería creerlo desesperadamente, pero había varias cosas que no tenían explicación. La más importante era, ¿por qué no se habían puesto sus padres en contacto con ella cuando lo encontraron? Había llamado a su madre varias veces, le había rogado que le avisase si surgía algo. Era verdad que no le dijo que estaban casados, pero había dejado bien claro que era una amiga que lo quería y estaba interesada en lo que le sucediese. La señora Johnson le había asegurado que llamaría, pero nunca lo había hecho.
Seguro que él le había pedido que no lo hiciese. Incluso se había cambiado el nombre y usaba el segundo, esperando probablemente que ella no lo reconociese. No había contado con que ella respondería al anuncio. ¡Ojalá no lo hubiera hecho!
—No nací ayer, Rafe —dijo, con voz cansada y triste. Al agarrar el bolso de la mesa, sus movimientos eran rígidos, como si sus brazos fuesen de madera—. Adiós.
Rafe se dejó caer en la silla y rió amargamente. No lo creía. ¿Cómo iba a creerlo? ¿Amnesia? Parecía una historia sacada de un periódico sensacionalista.
Era evidente que la había dejado cuando se fue a hacer el reportaje sobre Nicaragua. Seguro que entonces salían juntos.
Recogió el anillo que le había arrojado. Aún conservaba el calor de su pecho. El pensamiento hizo que un repentino calor le recorriera el cuerpo, tomándolo por sorpresa. Desde que se había despertado en el infierno de Nicaragua, no había sentido deseos por una mujer. ¿Para qué? Nadie lo iba a querer después de verle el cuerpo.
Dejando de lado el deseo insatisfecho, miró al anillo con detenimiento. Era una sortija de graduado de la Universidad de Texas. Tenía inscrita una fecha de hacía once años. Lo giró para poder leerle las iniciales.
Se hallaba en un podio, con capa y gorro de graduado, acercándose al decano de la universidad. Cuando alargó la mano para recoger el diploma, el anillo que su madre había insistido en comprarle lanzó un destello al reflejar la luz de los focos.
El recuerdo lo sorprendió tanto, que dejó caer el anillo.
Aparecían en cualquier momento, como estrellas fugaces. ¿Así funcionaban los recuerdos? Pensaba que uno los podía controlar y llamar cuando quisiera. Respiró profundamente para tranquilizarse y esperó, pero no sucedió nada más.
Volvió a mirar dentro del anillo. RDJ. Rafael David Johnson. Había visto su diploma en casa de sus padres, y esas eran sus iniciales. Pero… ¿por qué lo tenía Emma Lockwood? ¿Sería su novia formal? Había vivido sólo seis meses en Memphis. ¿Estarían comprometidos? Ese no era precisamente un anillo de compromiso, y sabía que en esa época tenía suficiente dinero en el banco para comprarle un diamante… ¡diablos!
Entonces, ¿qué podía hacer? Había ido a Memphis a recuperar su pasado, y Emma Lockwood parecía tener la llave, pero dudaba que respondiese si la llamaba por teléfono, y su número era lo único que tenía.
De repente, le llamó la atención la esquina de algo negro que sobresalía bajo la mesa. Se metió el anillo en el bolsillo de la camisa y se agachó para recogerlo. Su portafolio.
Con curiosidad, abrió la cremallera y esparció su trabajo sobre la mesa. Luego sonrió. Era buena. Tan buena, que la habría contratado en el acto. Era la artista que necesitaba para Southern Yesteryears.
Tomó un anuncio que ella había creado para una muñeca antigua. Era exactamente el estilo que quería para su publicación, algo que les gustase a las mujeres. En realidad, era el tipo de anuncio que ya había visualizado para la revista moderna y comercial que tenía en mente. Al volver a meter la hoja en el portafolio, sus ojos se detuvieron en una tarjeta que había en la parte de adentro. Era la tarjeta de Emma, con su teléfono y dirección.
La hallaría. Necesitaba a Emma Lockwood.
Era la única que podría salvarlo y salvar la revista.
Emma apagó el motor del coche y miró alrededor sin ver. Se hallaba en su casa, aparcada en su sitio habitual en las antiguas cocheras, que ahora hacían las veces de garaje.
No se acordaba de cómo había llegado hasta allí. Lo único que le daba vueltas y vueltas en la mente era que Rafe la había traicionado. Mucho más de lo que ella hubiese imaginado. Su muerte había sido una traición, pero algo inevitable. Pero esto… esto era un acto consciente.