Sueños de gloria - Martha Shields - E-Book
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Sueños de gloria E-Book

Martha Shields

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Beschreibung

A Hank Eden no se le habría ocurrido nunca que la vainilla fuera un afrodisíaco... hasta que aspiró una bocanada del aroma de Alexandra Miller. El talento de Alex para la cocina empezó a saciar el apetito del ranchero, y ella empezó a ocupar cada vez más espacio en su solitario corazón. Pero eso no podía durar: en unas cuantas semanas, Alexandra iba a reemprender su camino hacia el oeste, y Hank volvería a la vida que amaba, el rodeo. Pero, desde que ella vivía en su casa, a él ya no le parecían tan importantes sus sueños de gloria en el rodeo...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Martha Shields

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sueños de gloria, n.º 1098- febrero 2022

Título original: Home Is Where Hank Is

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-542-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HANK Eden cerró los ojos mientras sentía deslizarse en su boca la suave acidez de la tarta de limón. Si su hermana supiera cocinar así de bien, nunca hubiese tenido que dejar el rancho en un día laborable.

Ni siquiera el ruido de una bandeja repleta de platos lo distrajo.

—Pareces un hombre satisfecho.

Abrió un ojo, y se encontró con el amplio busto de Henrietta Gibb, apoyado en el respaldo del banco de enfrente.

—Diantres, Hen, ¿cuándo ha aprendido Butch a cocinar?

La propietaria del Café Whiskey Mountain dejó escapar una carcajada.

—¿No creerás en serio que mi costilla ha hecho este pastel, verdad? Es incapaz de cocinar nada que no lleve judías —dijo Hen, elevando la voz para asegurarse de que su esposo la oía.

El pique entre Hen y Butch era un entretenimiento para los clientes, que acudían tanto para asistir a las rencillas de ambos, como para tomar las explosivas judías con chiles que Butch preparaba.

—No me digas que has hecho tú el pastel.

Henrietta dejó caer una mano, mientras pasaba la bayeta por una mesa que ya estaba limpia.

—Ya sabes que Butch no me deja pisar la cocina más que para recoger las bandejas con los pedidos. Yo me encargo de la cafetería, y él de la cocina.

—¿Entonces quién…?

—Los ha hecho Alex.

Hank miró alrededor de la ancha figura de Henrietta.

—Me gustaría conocer a ese hombre. ¿Anda por aquí? Supongo que no…

—Eh, que Alex no es un hombre: es una mujer.

—¿Una mujer? ¿Dijiste Alex o Alice?

—Alex. Viene de Alexandra. Su apellido es Miller. Zeke la remolcó a ella y a su coche el jueves pasado. Un cacharro, por cierto. Se le estropeó justo antes de entrar en la reserva natural.

—¿Y la habéis contratado?

—Pues la verdad es que no. No nos lo podemos permitir. Ni siquiera hay suficiente trabajo para mí. La pobrecilla trabaja sólo por las propinas, a ver si reúne lo suficiente para pagar el arreglo del coche.

—¿Está buscando trabajo? —preguntó Hank.

—¿Le puedes dar uno?

—Sí, si sabe cocinar. La señora Johnson se ha marchado con su hijo a Texas. Llevamos dos semanas comiendo lo que Claire nos prepara —Hank hizo una mueca al recordar la cena de la noche anterior—. Mis hombres me han amenazado con marcharse si no encuentro a alguien que sea capaz siquiera de preparar un café decente.

—Yo no puedo responder más que de las tartas. Pero digo yo que unas masas así solamente le pueden salir a alguien que se sepa mover en la cocina. Iba camino de California cuando se quedó tirada aquí. Según parece, iba a estudiar con un chef de uno de esos restaurantes estirados donde lo sirven todo con salsitas de colores.

—¿Y dónde está viviendo?

—Hablé con Henry para que le hiciera una rebaja en el Motel Horse Creek, y, aún así, apenas saca dinero para pagarse la habitación.

Hank arqueó una ceja.

—¿Tan mal le va? ¿De dónde viene?

—Sólo sé que es de Alabama, y eso porque quise saber de dónde era su acento.

Hank asintió. La tradición del Oeste nunca había permitido hurgar en el pasado de la gente, y esa especie de código seguía respetándose. Pero Wyoming estaba muy lejos de Alabama y Hank se preguntaba como había llegado a parar allí.

—Me pregunto si…

—¿Estás ahí, Hen?

La voz de mujer provenía de la cocina, y ambos volvieron la cabeza hacia las puertas batientes.

—Es ella —dijo Henrietta, y luego alzó la voz para llamarla—. Ven, Alex, hay aquí una persona que te quiere conocer.

Las puertas se abrieron, y lo primero que Hank vio fue un par de piernas que daban la impresión de alzarse desde el suelo al cielo. Con los ojos cada vez más abiertos, siguió la sinuosa curva del ajustado pantalón hasta las caderas bien marcadas, pero desde éstos para arriba, no podía juzgar, ya que una chaqueta de tela vaquera, varias tallas mayor de lo necesario, impedía apreciar nada. Mientras Hank se decía a sí mismo que era ridículo sentirse estafado, observó los prismáticos que la chica llevaba colgados al cuello, y topó por último con un par de ojos castaño dorado, que lo miraban con desconfianza.

Parpadeó al fin:

—¡Si eres casi una niña!

Alex se puso rígida.

—Yo también estoy encantada de conocerlo, señor —dio media vuelta y se encaminó a la cocina.

Hank se levantó.

—¡No, espere! —ella se detuvo y volvió la cabeza— Perdone, es que es usted tan joven…

La espesa cabellera de la joven relucía con destellos rojizos en la penumbra del café. Le llegaba a mitad de la espalda, y Hank tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de pensar en cómo sería la sensación sobre su pecho desnudo de aquella mata de cabellos derramándose. Qué diablos: no podía contratar a esa mujer, porque si él reaccionaba ante ella como un conejo en celo, los tres peones solteros que él tenía no se concentrarían en el trabajo.

—Tengo veinticinco años, si tanto le interesa —dijo ella, alzando un poco el mentón.

Henrietta se aclaró la garganta:

—Alex, éste es Hank Eden, y no suele ser tan brusco. Necesita una cocinera para su rancho, ¿te interesaría trabajar un tiempo para él?

Alex lo miró de arriba abajo, evaluándolo como hombre y como patrón y, aunque tenía seguridad en sí mismo en ambas capacidades, tuvo que hacer un esfuerzo para no temblar bajo el examen.

—¿A cómo lo paga? —preguntó por fin, alargando las palabras, y, por primera vez, Hank se dio cuenta de su marcado acento sureño. Su voz se derramaba sobre él como miel caliente.

Hank se sorprendió a sí mismo al sugerir una cantidad ridículamente baja.

—Puede que sea joven, señor Eden, pero no soy tonta.

Alex volvió a echar a andar hacia la puerta y, segundos después, Hank oyó el ruido de la puerta de atrás.

Se quedó mirando las puertas batientes de la cocina hasta que dejaron de moverse. Había sentido miedo. Algo le decía que Alexandra Miller le traería problemas. Jamás había respondido físicamente de esa manera ante una mujer. Nunca había sentido el impulso de arrastrar a la cama a una mujer con la que apenas había cambiado veinte palabras. Hasta ese momento.

—¿Por qué has sido tan grosero?

Se volvió para mirar la cara de incredulidad de Hen.

—No lo sé.

—¿Quieres una cocinera, no?

Tomó aliento con fuerza y lo soltó mientras se dejaba caer en el banco tapizado.

—Tengo que encontrar una. Con lo que Claire cocina, nos morimos de hambre.

—Pues yo no conozco a nadie más por la región que busque trabajo de cocinera, ¿y tú?

—Tampoco.

Hen alzó las manos.

—¿Entonces, estás loco o qué? Sólo te ha faltado decirle que, si quería el trabajo, tendría que poner dinero ella. Mira, Hank: ella no corre tras los hombres, si eso es lo que te preocupa. Si de algo peca, es de tímida. Aquí estuvieron el otro día un par de vaqueros, intentando pegar la hebra con ella, y Alex se refugió en la cocina con Butch.

Hank sintió el apremio de preguntar quiénes eran aquellos vaqueros para poder pegar también él, pero no lo expresó. ¿Cómo diantres podía sentirse tan posesivo con una mujer a la que en realidad no conocía?

—Es demasiado joven.

Hen dio un resoplido.

—A las sartenes y los cazos no les importa la edad que tenga la cocinera. Además, tú tenías un año menos que ella cuando te hiciste cargo del rancho.

—Eso es distinto. Cuando murieron mis padres, Travis tenía sólo catorce años y Claire, además de ser chica, sólo nueve. No había nadie más para responsabilizarse.

—Al igual que no lo hay para hacerse cargo de tu cocina. Parece que te la haya enviado el cielo. ¿La vas a dejar escapar?

Hen llevaba razón: tenía que contratar a esa muchacha que había aparecido en donde la necesitaba cuando le hacía falta. La única otra posibilidad era poner un anuncio en el periódico y esperar a que respondiese alguien, lo que podía tardar semanas. De todos modos, si todo marchaba según sus planes, sólo iba a necesitar cocinera unos meses. Detestaba tener que contratar a alguien para tan poco tiempo, pero necesitaba una cocinera.

Hank echó un vistazo en dirección a las puertas de la cocina. Desde el primer momento en que puso los ojos en Alex, se sintió como un becerro al que hubieran enlazado y atado, cuando todo lo que quería era poder marcharse del rancho. Le había dedicado ocho años de su vida, a la espera de que crecieran sus hermanos. Travis había terminado en el instituto hacía cuatro años y Claire se iba a graduar en mayo. Por fin empezaba a ver cerca el día en que pudiese soltarse del lazo, y lo último que necesitaba era una nueva cuerda que lo atase.

Murmurando una maldición, sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

Alex Miller era una mujer, como las demás. Necesitaba una cocinera, y ella sabía cocinar. Eso era todo. Mientras pudiera verlo así, todo iría bien.

—¿Tienes idea de a dónde ha ido? —le preguntó a Henrietta.

—No debe andar lejos. Le gusta mirar a los bichos con los prismáticos de Butch.

Hank se levantó y dejó dinero de sobra en la mesa para pagar el café y la tarta, luego tomó el chaquetón y se dirigió a la puerta.

Un silbido agudo lo condujo hacia la parte de atrás del edificio. Alex estaba sentada sobre la trasera de la camioneta de Butch, palmeándose los muslos para llamar al perro. El gran labrador negro de Butch se lanzó a la carrera, gozoso de que le prestara atención.

Aunque no lo miró, Hank supo de inmediato que ella sabía que se estaba aproximando. Se quedó inmóvil una fracción de segundo, y luego enfocó los binoculares de Butch hacia Whiskey Mountain. Las botas de Hank hacían crujir la grava a su paso, pero Alex no se movió cuando llegó hasta ella y se sentó a su lado, haciendo descender el vehículo bajo su peso.

—En el verano tendrá una mejor panorámica de los muflones —le dijo él—. Tenemos la mayor reserva de Norteamérica: cerca de mil.

—Ya me lo dijo Hen.

—Cerca de aquí se ha construido un centro nacional dedicado a los muflones. Tiene un…

—Fui a verlo antes de ayer.

—Bueno, ¿y qué tal es? Yo todavía no he ido.

Alex hizo una mueca y bajó un poco los binoculares, pero no dijo nada.

—Mire, lamento lo que le dije ahí dentro. Es que todas las cocineras que he contratado antes tenían suficiente edad como para ser mi madre, y encontrarme con usted me sorprendió mucho.

Lentamente, Alex bajó los prismáticos y giró la cabeza para estudiar el rostro del hombre. A la luz del sol, sus ojos parecían oro fundido, y su centelleo dejó a Hank fascinado.

Por fin le dijo:

—No se preocupe más.

—Me gustaría empezar de nuevo, si le parece. Y, esta vez, con buen pie —aunque ella no hizo movimiento alguno, Hank vio cómo se extinguían las chispas, y se oscurecía el oro de su mirada—. ¿Algo va mal?

—Lo siento, no puedo trabajar de cocinera para usted. Ya tengo un trabajo. Bueno, no es exactamente un trabajo; sino un contrato de aprendizaje, como una especie de beca. Voy a estudiar con Etienne Buchaude.

La admiración y el respeto con que pronunció ese nombre decían mucho.

—¿Un buen cocinero, no?

Alex abrió de par en par los ojos ante tan poco delicado comentario.

—¿Cocinero? Monsieur Buchaude es uno de los mejores chefs del país.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó él, que se divertía mucho al verla escandalizada.

—Los cocineros preparan comida. Yo soy una simple cocinera. Monsieur Buchaude es un artista.

—¿Se refiere a esas salsas de fantasía y florituras en el plato? —rezongó Hank— Donde esté un buen cocinero, o una buena cocinera… Como usted.

Alex se dio cuenta de a dónde quería ir a parar, y sacudió la cabeza:

—No puedo.

Hank miró a lo lejos. ¿Y ahora qué? ¿Poner un anuncio en el periódico, y a esperar? ¿Y si sus hombres lo abandonaban? No era fácil encontrar buenos peones en los alrededores. Se habían ido a otros lugares de Wyoming en los que se pudiera trabajar. En todo el valle del río Wind, la ganadería se estaba perdiendo, desde que los ranchos se habían vendido para construir urbanizaciones para jubilados millonarios y estrellas de cine. El valor del suelo y, como consecuencia, los impuestos sobre la propiedad, se habían disparado.

Hank apenas conseguía pagar los gastos de su rancho, y no podría resistir por mucho tiempo. Esa era una de las razones por las que había puesto a la venta el Jardín el mes anterior. El agente de ventas le había dicho que pasarían un par de meses antes de que empezara a recibir ofertas serias de compra, y, hasta entonces, necesitaba peones para seguir trabajando con el ganado, lo cual significaba que necesitaba una cocinera, lo que, a su vez, significaba que necesitaba a Alex.

—Mire, no pretendo inmiscuirme, pero, ¿cómo piensa llegar hasta California? Hen me dijo que se le ha averiado el coche y que no tiene dinero para arreglarlo.

Ella dejó escapar un bufido, y miró a lo lejos. Diantre de hombre: la había pillado. ¿Cómo iba a llegar a San Francisco, si con lo que sacaba en el Whiskey Mountain Café apenas se podía pagar la habitación? Si todavía no sentía pánico, era porque su contrato de aprendizaje no empezaba hasta el próximo mes. Alex había pensado trabajar media jornada en alguno de los muchos hoteles o restaurantes de San Francisco hasta que abriera Etienne´s, pero no había contado con la avería.

Echó un vistazo al hombre sentado a su lado, que la estaba estudiando a su vez con extraña expresión. Sabía que tenía que ser su imaginación, pero en realidad sentía como si aquella mirada fueran dos manos que se paseaban por su cuerpo.

Alex tuvo un escalofrío. Jamás había sentido aquel cosquilleo en la piel como respuesta a una mirada masculina, como si cada vello de su cuerpo clamase atención, ni su corazón había bombeado de aquel modo la sangre a las venas, hasta hacerla sentirse un poco mareada.

¿Cómo se las iba a apañar para trabajar con aquel hombre, si, cada vez que la miraba, a ella le temblaban las manos? Le rompería toda la vajilla.

—Entonces, ¿qué le parece? No le estoy pidiendo que se comprometa de por vida. Con que me eche una mano durante algunas semanas, le quedaría eternamente agradecido.

Mencionó un salario mucho más razonable: si trabajaba un mes para él, Alex podría reparar su coche, llegar hasta San Francisco, y todavía le sobraría un poco para instalarse allí. ¿Por qué no aceptar su oferta?

Se obligó a mirarlo. El ala curva de su sombrero negro le dibujaba sombras sobre el rostro, que daban la impresión de que sus facciones estuviesen cinceladas. Tenía los ojos del mismo color que el cielo de Wyoming.

Alex no pudo evitar el cálido placer que aquella mirada le infundía, haciendo que sus huesos se derritiesen, al tiempo que advertía exactamente por qué no debería aceptar el trabajo: lo último que le hacía falta ahora era un romance con un vaquero. La ocasión de su vida la estaba esperando en California, y de ningún modo la podía dejar escapar.

Pero tenía que encarar los hechos. Para ir a California necesitaba ese trabajo.

Alex tomó aliento y apartó sus recelos. Aquel hombre no iba pidiendo más que una cocinera.

—¿Así que tiene usted un rancho?

—A unos dieciséis kilómetros al oeste de aquí.

—¿Y cómo se llama?

—La mayoría de la gente lo llama elJardín.

Alex sintió un cosquilleo en los labios:

—¿Conque el Jardín del Edén?

Hank asintió, sabedor del juego de palabras.

—Mi bisabuelo le puso ese nombre, supongo que le va al apellido. Incluso llegó al extremo de elegir una serpiente como marca de nuestro ganado.

Alex se rió, y sintió que se relajaba al reírse. Por lo menos, aquel hombre tenía sentido del humor.

—Parece apropiado.

—Imagino que sí.

El perro se apoyó en la pierna de Alex y ella se inclinó para rascarlo detrás de las orejas.

—Oiga, ¿todo lo que cocina sabe tan bien como la tarta de limón? —preguntó Hank.

—Sí, soy una cocinera muy buena.

—¿Le interesa el trabajo?

—Puede ser. ¿Para cuántas personas tendría que cocinar?

—Veamos… somos mi hermana Claire y yo, luego están los vaqueros: tengo cinco peones que trabajan la jornada completa, pero hay dos que están casados y tienen sus casas en el rancho. Esto nos deja con Derek, Buck y Jed. Bueno, y mi hermano Travis, que se deja caer de cuando en cuando. ¿Cree que se las podrá apañar con esa multitud? Todos tenemos buen saque, salvo mi hermana Claire.

Cuantos más, mejor. Cocinar para cuatro hombres hambrientos le llevaría un montón de tiempo, calculó Alex, y ése era tiempo que no pasaría pensando en aquellos ojos azules ni en los anchos hombros.

—¿Qué edad tiene su hermana?

—Diecisiete. Este año se gradúa en el instituto.

—¿Y no sabe cocinar?

—Como un toro bailar.

Alex sonrió ante la ocurrencia.

—A lo mejor le puedo enseñar.

—Entonces, ¿acepta el trabajo?

Alex le tendió la mano, antes de tener tiempo para arrepentirse, y, al sentir los cálidos dedos de Hank cerrarse en torno a su mano, notó una sacudida en el brazo que la hizo parpadear. Tuvo que aclararse la garganta antes de poder decir:

—Sí, señor Eden, acepto el trabajo que me ofrece.

«Y espero no tener que lamentarlo».

 

 

El Volkswagen de color amarillo que Alex bautizara como Sunshine iba saltando y traqueteando por el camino de grava. Cuando la rueda delantera se metió en un bache, Sugar dio un maullido. Alex retiró una mano del volante para acariciar el pelo rojizo anaranjado del gatazo que iba en el asiento de al lado.

—Ya lo sé, Sugar, yo también estaba pensando en qué nos hemos ido a meter ahora. Si hay un camino hecho para un Jeep, lo hemos encontrado… Tiene que ser éste el camino, Sugar: él dijo que era por la tercera salida de la carretera general a la izquierda. Ten paciencia; dijo que era un buen camino, aunque empiezo a sospechar que por buen camino no entienden lo mismo aquí que en Alabama.

Al dejar la carretera habían empezado a adentrarse entre colinas pobladas de álamos y pinos. El paisaje también era muy distinto del de su Alabama. Allí, el paisaje era completamente abierto.

Durante los meses que había pasado en el Oeste, primero en Colorado y después en Wyoming había descubierto que hasta cierto punto prefería los paisajes abiertos. Desde la puerta del motel de Dubois veía montañas allí donde mirase, y de noche el cielo era sobrecogedor. Algunas noches había tenido la sensación de que, con alargar un brazo, podría arrancar una estrella de la oscuridad aterciopelada. La inmensidad la hacía sentirse humilde… y más sola que nunca. Ésa era la parte que no le gustaba.

Alex había pasado sola la mayor parte de su vida. Aun cuando estuviese rodeada por otras niñas en el orfanato de LaNett, en Alabama, nunca había terminado de encajar. Alex había llegado al orfanato a los ocho años de edad, tras haber vivido siempre con su madre, hasta que murió. Siempre había niñas más pequeñas y más desvalidas que ella. Alex ayudaba cuanto podía, pero, cada vez que las niñas a quienes había tomado cariño eran sacadas del orfanato, se sentía abandonada, sola, relegada. Acabó por refugiarse en la cocina del orfanato, donde su ayuda era siempre bien recibida; sólo allí se sentía útil y bienvenida.

—Pero ahora te tengo a ti, Sugar. Tú no me vas a abandonar, ¿verdad?

Mientras deslizaba la mano entre el espeso pelaje, los oblicuos ojos verdes del gato parpadearon.

—Acabo de recordar que no le dije al señor Eden nada de que tuviese un gato —Alex sonrió al oír maullar a Sugar, como si el animal estuviera protestando ante la posibilidad de no ser bienvenido—. No te preocupes: si tú te vas, yo me voy contigo.

Un par de kilómetros más tarde, Alex se detuvo ante la entrada de un rancho que, con letras de hierro, anunciaba que esa tierra era el Jardín del Edén… es decir, de los Eden. A uno y otro lado del nombre figuraban serpientes toscamente representadas mediante una línea sinuosa con un óvalo al final, mirando en direcciones opuestas.

—No es así como me había imaginado el jardín del Edén. No es que tenga mala pinta, sólo que no hay manzanos.

Alex se rió de su propio comentario, luchó con la palanca de cambios, hasta que puso primera, y atravesó un puente. Poco más adelante, al subir una colina, llegó hasta una puerta.

Redujo hasta detenerse y la miró.

—Aún no se ve ninguna casa, ¿crees que estaría mal si la abriéramos y entrásemos?

El gato miraba la puerta con tanta atención como Alex y, dando un maullido, se hizo eco de la confusión de su dueña.

—Me parece que no tenemos mucha elección, ¿verdad? —dijo Alex, acariciándole la cabeza—. Podemos hacer una cosa: yo abro la puerta, y tú pasas con el coche, ¿de acuerdo?

Tuvo que reírse al ver al gato parpadear ante su comentario. Se bajó del coche. La puerta se abrió sin dificultad sobre sus bien engrasados goznes. Volvió a subirse corriendo al automóvil, la atravesó y volvió a bajarse para cerrar. Proceso que tuvo que repetir otras dos veces para seguir avanzando.

Al salir de una curva particularmente cerrada, le pareció oír su nombre, y, al volver la cabeza, pudo contemplar a través de la ventanilla a su nuevo patrón cabalgando a la derecha del coche. Alex redujo la velocidad hasta detenerse y bajó la ventanilla.

Hank cabalgaba como si hubiese nacido sobre una silla de montar, controlando fácilmente su negra montura. Una chaqueta de tela vaquera se ceñía a la figura de unos amplios hombros, que se iba estrechando hasta las caderas delgadas. Sintió un estremecimiento al darse cuenta de la forma en que los desgastados pantalones vaqueros se ajustaban al prieto trasero del hombre cuando éste desmontó. A pesar de que se lo hubieran presentado tan sólo hacía un par de días, se sentía como si lo conociera de toda la vida.

Hank miraba el achaparrado cochecito amarillo mientras bajaba de su montura. El pequeño asiento de atrás iba lleno de cajas y bolsas, y por el parabrisas lo miraba un gato con una sola oreja. Se echó hacia atrás el sombrero y se inclinó ligeramente hacia el interior del vehículo. Los mismos ojos dorados que llevaban dos noches poblando sus sueños lo miraban con cautela.

—¡Hola! Me alegro de ver que he acertado con el camino —dijo ella.

Hank asintió:

—¿Qué tal está? No la esperaba tan pronto: mañana, a lo sumo.

Alex sacudió la cabeza negando, al tiempo que ondas de la luz de la tarde bailaban en sus cabellos sueltos.

—Zeke ya tenía encargada la pieza de repuesto. Vine tan pronto como ajustó el último tornillo —bajó la mirada, antes de volverla a dirigir hacia él—. Gracias por adelantarme el dinero suficiente para reparar el coche.

Él se encogió de hombros:

—Odio ver cómo una persona se queda aquí tirada, sin poder acercarse a la ciudad cuando le haga falta. Además ya lo amortizará.

—¿Y cómo sabía que no me iba a marchar a California, una vez estuviese reparado mi coche?

—No tiene sentido alarmarse por lo que no ha sucedido. Bastante hay ya para preocuparse con lo que sí sucede —Hank echó un vistazo al contenido del coche—. ¿Es eso todo?

Alex asintió:

—Es todo cuanto tengo.

Antes de que él pudiera hacer comentario alguno, el gato maulló. Alex alargó la mano para acariciarlo.