Secretos dorados - Maureen Child - E-Book
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Secretos dorados E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

A cualquier precio Cuando el escándalo amenazó la lujosa casa de subastas que llevaba el nombre de su familia, Vance Waverly empezó a sospechar que había un topo en ella. ¿Podría ser su exuberante secretaria, Charlotte Potter? Solo tenía una manera de averiguarlo: ¡seduciéndola para sacarle la verdad! Charlie se encontraba entre la espada y la pared. O entregaba a su extorsionador los documentos de Waverly's que le exigía o perdía la custodia de su hijo. De todas formas, se quedaría sin el trabajo que tanto le gustaba. ¿Perdería también al hombre del que se había enamorado?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

SECRETOS DORADOS, N.º 95 - julio 2013

Título original: Gilded Secrets

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3455-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Vance Waverly se detuvo delante de la casa de subastas que llevaba su nombre y estudió la impresionante fachada. El viejo edificio había recibido un lavado de cara o dos en los últimos ciento cincuenta años, pero su esencia seguía siendo la misma de siempre. Era una estructura dedicada a exhibir cosas bellas, históricas, únicas.

Se sonrió a sí mismo mientras recorría con la mirada los siete pisos de la suerte. La puerta estaba flanqueada por dos cipreses. Los cristales de las ventanas brillaban con la luz del sol de principios de verano. En el balcón del segundo piso las barandillas eran de hierro forjado negro. La piedra gris le daba al edificio un aura de dignidad y el ancho ventanal arqueado que había sobre las puertas de entrada tenía grabada una sola palabra: «Waverly».

Se llenó de orgullo al admirar lo que su tataratío, Windham Waverly, había creado, asegurándose la inmortalidad con una casa de subastas cuya reputación en el mundo entero era impecable.

Vance era uno de los últimos Waverly, así que estaba muy interesado en que la casa de subastas siguiese funcionando lo mejor posible. Como presidente de la junta directiva, participaba en todo, desde el diseño del catálogo a la búsqueda de piezas que mereciesen ser subastadas en Waverly’s. Para él, aquel lugar era más un hogar que el piso con vistas al río Hudson en el que dormía.

En realidad, vivía en Waverly’s.

–¡Eh, tío! –le gritaron a sus espaldas–. ¿Te vas a pasar ahí todo el día?

Vance se giró y vio a un mensajero con una plataforma cargada de paquetes que esperaba con impaciencia detrás de él. Vance se apartó y lo dejó pasar.

Antes de entrar en Waverly’s, el otro hombre murmuró:

–Hay gente que piensa que la acera es suya.

–Cómo me gusta Nueva York –murmuró él.

–Buenos días.

Vance miró hacia la derecha y vio a su hermanastro Roark, que iba muy poco por Nueva York, y estaba allí porque tenía una reunión con uno de sus contactos. Era tan alto como él, medía más de un metro ochenta, era moreno y tenía los ojos verdes. No se parecían mucho, pero era normal, solo eran hermanos de padre. Hasta la muerte de este, Edward Waverly, cinco años antes, Vance ni siquiera había sabido de la existencia de Roark.

En esos cinco años habían construido una sólida amistad y Vance se sentía muy agradecido por ello a pesar de que Roark insistía en que debían mantener en secreto sus lazos familiares. De hecho, Roark no estaba seguro de que Edward Waverly hubiese sido su padre, pero su relación era suficiente para mantenerlo en Waverly’s. La única prueba era la carta que Edward había dejado en su testamento. Para Vance era suficiente, pero respetaba que su hermano pensase de otra manera.

–Gracias por venir –le dijo Vance.

–Espero que sea importante –le contestó Roark mientras iban de camino a una cafetería que había en la esquina–. Para mí es medianoche y todavía no estoy oficialmente despierto.

Llevaba gafas de sol para protegerse de la luz y una desgastada chaqueta de cuero marrón, una camiseta, vaqueros y botas. Por un segundo, Vance lo envidió. Él también prefería los vaqueros, pero se esperaba que fuese a Waverly’s de traje y corbata. Y siempre hacía lo correcto.

–Sí –dijo, sentándose a una mesa en el exterior–. Es importante. O podría serlo.

–Interesante –dijo Roark, haciendo girar una de las tazas que ya había en la mesa mientras ambos esperaban a que la camarera les sirviese café y les tomase nota–. Cuéntame.

Vance tomó la pesada taza de porcelana con ambas manos y estudió la superficie negra del café mientras organizaba sus ideas. No era un hombre que soliese prestar atención a las habladurías ni a los rumores. Ni tenía paciencia con aquellos que lo hacían. Pero, tratándose de Waverly’s, no se podía arriesgar.

–¿Has oído decir algo de Ann?

–¿Ann Richardson? –preguntó Roark–. ¿Nuestra directora ejecutiva?

–Sí, esa Ann –murmuró Vance.

¿A cuántas Ann conocían?

Roark se quitó las gafas de sol y las dejó encima de la mesa. Miró a su alrededor y luego añadió:

–¿A qué te refieres?

–¿Exactamente? Acerca de Dalton Rothschild y ella. Ya sabes, el director de la casa de subastas Rothschild, nuestro principal competidor.

Roark lo miró fijamente un par de segundos y luego negó con la cabeza.

–No puede ser.

–Yo tampoco quiero creerlo –admitió Vance.

La directora ejecutiva de Waverly’s, Ann Richardson, desempeñaba su trabajo de manera brillante. Era inteligente, competente y había trabajado duro para llegar a lo más alto, siendo la persona más joven que había conseguido alcanzar su puesto en una casa de subastas de semejante calibre.

Roark negó con la cabeza y apoyó la espalda en el respaldo de la silla.

–¿Qué has oído?

–Tracy me llamó anoche para avanzarme lo que iba a salir publicado en el Post de hoy.

–Tracy –repitió Roark con el ceño fruncido, luego asintió–. Tracy Bennett. La periodista con la que saliste el año pasado.

–Sí, me dijo que la historia iba a publicarse hoy.

–¿Qué historia?

–La que relaciona a Ann con Dalton.

–Ann es demasiado inteligente como para enamorarse del tonto de Dalton –dijo Roark, descartando desde el principio que aquello fuese posible.

A Vance le habría gustado poder hacer lo mismo, pero sabía por experiencia que las personas tomaban constantemente decisiones estúpidas. Solían culpar de ellas al amor, pero lo cierto era que el amor era solo una excusa para hacer lo que querían hacer.

–Estoy de acuerdo –respondió–, pero si hubiese algo entre ellos…

Roark silbó.

–¿Qué podríamos hacer nosotros al respecto?

–No mucho. Hablaré con Ann y le contaré que va a salir ese artículo.

–¿Y?

–Y –continuó Vance, mirando fijamente a su hermano–, quiero que mantengas los ojos y los oídos bien abiertos. Confío en Ann, pero no en Dalton. Este siempre ha querido quitarse a Waverly’s del medio. Si no puede comprarnos, intentará absorbernos, o enterrarnos.

Vance le dio un sorbo a su café y miró a su hermano con los ojos entrecerrados antes de añadir:

–Y no vamos a permitir que eso ocurra.

–Buenos días, señor Waverly, tengo su café y su agenda de la semana preparados. ¡Ah! Y la invitación a la fiesta del senador Crane llegó ayer por la tarde por mensajería, ya se había marchado.

Vance se detuvo en la puerta de su despacho y miró a su nueva secretaria. Charlotte Potter era de estatura baja y curvilínea, y llevaba la larga melena rubia recogida en una coleta. Tenía los ojos azules, los labios carnosos y parecía estar siempre haciendo algo.

La había contratado para hacerle un favor a un miembro de la junta que se había jubilado y que la había apreciado mucho como secretaria, pero después de solo una semana con ella ya sabía que aquello no iba a funcionar.

Era demasiado joven, demasiado guapa y… Charlotte se giró y se inclinó para abrir el último cajón del archivador y él sacudió la cabeza. No había podido evitar clavar la vista en su trasero, enfundado en unos pantalones negros. Charlotte era demasiado todo.

Cuando se incorporó y le tendió un sobre, él se dijo que debía colocarla en otra parte. No podía despedirla por distraerlo, pero tampoco podía tenerla allí.

Aunque no fuese políticamente correcto, Vance prefería que sus secretarias tuviesen más edad, o que fuesen secretarios.

La anterior, Claire, se había jubilado a los sesenta y cinco años. Siempre había sido muy ordenada, con ella nunca había habido un lapicero fuera de su sitio. Su trabajo había sido irreprochable.

Charlotte, por su parte… Vance frunció el ceño al ver el ficus que había puesto en un rincón, el helecho que había cerca de la ventana y las violetas africanas de encima de su escritorio, en el que también había colocado varias fotografías.

Tenía los bolígrafos en una taza con forma de casco de fútbol americano y había un plato de M&M’s al lado del teléfono. Era evidente que no tenía que haber hecho aquel favor. «Por la caridad entra la peste», solía decir su padre. Y en aquel caso, tenía razón.

Vance no quería ninguna distracción en el trabajo. Mucho menos en esos momentos, en los que podían tener problemas con Rothschild. Y si eso lo convertía en un maldito machista, le daba igual.

Las horas de trabajo se dedicaban al trabajo, y una mujer bonita no iba a ayudarle a concentrarse.

–Gracias, Charlotte –le dijo, entrando en su despacho–. No me pases ninguna llamada hasta después de la reunión de la junta.

–De acuerdo. Ah, y llámeme Charlie –respondió ella alegremente.

Vance se detuvo, la miró por encima del hombro y estuvo a punto de quedarse ciego con su sonrisa. Ella volvió a su escritorio y se puso a mirar el correo. Tenía la coleta por encima del hombro, descansando sobre sus pechos. Vance se sintió incómodo.

Odiaba admitirlo, pero era una mujer imposible de ignorar.

Con el ceño fruncido, se apoyó en el marco de la puerta y dio un sorbo a su café. Se dio cuenta de que Charlotte estaba canturreando. Ya lo había hecho la semana anterior. Y además desafinaba.

Sacudió la cabeza. Tenía que llamar a la oficina de Waverly’s en Londres y ver cómo iban las próximas subastas que tendrían lugar allí. Y no podía quitarse de la cabeza los rumores acerca de Ann y lo que eso podía significar para la empresa. Además, no estaba de humor para la reunión de la junta, que tendría lugar esa tarde.

Charlotte se puso recta, se giró y dio un grito ahogado al tiempo que se llevaba una mano al pecho, como para sujetarse el corazón. Luego rio y sacudió la cabeza.

–Me ha asustado. Pensé que había entrado en su despacho.

Era lo que tenía que haber hecho Vance, pero se había distraído. Eso no era bueno. Frunció el ceño y preguntó:

–¿Has podido redactar el orden del día de la reunión de hoy? Me gustaría añadir un par de cosas.

–Por supuesto –le contestó ella, sacando una carpeta de entre un montón–. Además del orden del día, he imprimido la lista que hizo de colecciones privadas que se subastarán las próximas semanas.

Vance abrió la carpeta. Detrás del orden del día había varias páginas más.

–¿Qué es esto?

–Ah –dijo ella sonriendo–. Me dio la sensación que el próximo catálogo estaba un poco apretujado, así que he ajustado el tamaño de las fotografías y…

Vance vio el trabajo que había hecho y tuvo que admitir que el catálogo había mejorado mucho. Los jarrones de la dinastía Ming resaltaban contra un fondo suavemente iluminado.

–Sé que no debía haberlo hecho, pero…

–Has hecho un buen trabajo –la interrumpió él, cerrando la carpeta y mirándola a los ojos azules.

–¿De verdad? –preguntó ella, sonriendo–. Gracias. Me alegro mucho de oírlo. La verdad es que estaba un poco nerviosa. Este trabajo es muy importante para mí y quiero hacerlo bien.

Vance se sintió culpable al verla tan emocionada.

A lo mejor le daba una oportunidad. Solo tenía que dejar de mirarla como a una mujer.

Pero vio su pequeño cuerpo lleno de curvas y descartó la idea.

El teléfono sonó y ella fue a responder.

–Despacho del señor Vance Waverly.

Su voz era suave, seductora. O tal vez fuese esa la impresión que le daba a él.

–Espere, por favor –dijo Charlotte. Luego lo miró–. Es Derek Stone, llama desde Londres.

–Ah, bien –respondió él, agradeciendo tener una excusa para marcharse de allí y ponerse a trabajar–. Pásamelo, por favor, Charlotte. Y después de esta llamada, que no me entre ninguna más.

–Por supuesto, señor Waverly.

Vance cerró la puerta y atravesó la habitación para llegar a su escritorio, cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros de pintores por descubrir y de otros ya famosos. Había un sofá pegado a una de las paredes, con una mesa baja delante y dos sillones enfrente. Detrás de su escritorio se extendía un enorme ventanal que daba a la avenida Madison y a la siempre concurrida ciudad de Manhattan.

Tomó el teléfono y se sentó mirando hacia la ventana.

–Derek. Me alegro de hablar contigo.

Charlie suspiró aliviada y volvió casi a gatas hasta su escritorio. Dejó de sonreír y pensó que ojalá que Vance Waverly no se hubiese dado cuenta de lo nerviosa que se ponía cuando lo tenía cerca.

–¿Por qué tiene que oler tan bien? –murmuró mientras se dejaba caer en su silla y apoyaba los codos en el escritorio, enterrando el rostro entre las manos.

Tenía que tranquilizarse, pero sus hormonas no la hacían caso. Aquello le ocurría cada vez que se acercaba a Vance Waverly, y era humillante.

¿Cómo podía sentirse tan atraída por un jefe que aterrorizaba a la mitad de las personas de aquel edificio?

Pero así era. Era alto, de hombros anchos, con el pelo moreno y siempre un poco despeinado. Sus ojos marrones tenían pequeñas motas doradas y casi nunca sonreía. Era profesional y ella tenía la sensación de que estaba buscando una excusa para despedirla.

Cosa que no podía ocurrir.

Aquel trabajo era lo más importante en su vida. Bueno, después de su hijo, que le sonreía desde una fotografía que tenía encima del escritorio. La segunda cosa más importante en su vida. Pero desde el punto de vista profesional, no tenía comparación. Trabajar para Vance Waverly era la oportunidad de su vida y no iba a desaprovecharla.

Respiró hondo y se sentó recta. Miró otra vez la fotografía de su hijo, Jake, y se recordó que la habían contratado para hacerla un favor, pero que estaba preparada para desempeñar aquel trabajo de manera impecable. Iba a pensar en positivo y a estar contenta por mucho que le costase.

El teléfono volvió a sonar.

–Despacho del señor Vance Waverly.

–¿Cómo va? –le preguntó una voz femenina que conocía muy bien.

Charlie miró hacia la puerta cerrada del despacho de su jefe.

–Por ahora, bien –respondió.

–¿Qué le han parecido tus ideas para el catálogo?

–Tenías razón, Katie –admitió ella, imaginándose la sonrisa de su amiga, que era la que le había sugerido que le mostrase sus ideas a Vance–. Ha dicho que he hecho un buen trabajo.

–¿Lo ves? Te lo dije –comentó Katie, escribiendo en el ordenador al mismo tiempo que hablaba–. Sabía que le gustaría. Es un tipo listo. Tiene que darse cuenta de que estás haciendo un trabajo estupendo.

–Bueno, la última semana lo que ha hecho ha sido, sobre todo, observarme. Como si estuviese esperando a que hiciese algo mal –le contó Charlie, volviendo a mirar la fotografía de su hijo.

–A lo mejor te ha estado observando tanto porque piensa que eres preciosa.

–No creo –le contestó Charlie, a pesar de gustarle la idea.

Pero no estaba allí para eso. Estaba allí para que tanto su hijo como ella pudiesen tener una vida mejor. Solo tenía que convencer al nuevo jefe de que era indispensable.

–¿Te has mirado al espejo recientemente? –inquirió Katie–. Confía en mí. Hasta yo intentaría salir contigo si fuese un hombre.

Charlie se echó a reír. Lo cierto era que muchas personas la veían como a una rubia de ojos azules y pechos grandes que no podía tener cerebro. Y ella llevaba casi toda su vida intentando demostrar lo contrario.

La única ocasión en la que había pensado con el corazón en vez de hacerlo con la cabeza…

–Él no es así –dijo Charlie.

–Todos los hombres son así, cariño –replicó Katie.

Charlie ignoró aquel comentario y bajó la voz.

–Solo me ha contratado para hacerle un favor a Quentin.

–¿Y qué? ¿Qué más da por qué te ha contratado, Charlie? –insistió su amiga–. Lo importante es que estás ahí. Y ya estás demostrando que eres perfecta para el puesto.

–Gracias –respondió ella–. Ahora, voy a ponerme a trabajar. Ya hablaremos luego.

Cuando colgó, seguía sonriendo.

Capítulo Dos

Dos horas después, Vance arrugó el periódico y lo tiró a un lado. Notó cómo la furia crecía en su interior, pero la contuvo. Tal y como Tracy le había prometido, la historia de una posible relación entre Ann Richardson y Dalton Rothschild aparecía en la página veintiséis. Por un segundo, Vance pensó que, dado que solo ocupaba una columna de una página llena de anuncios, a lo mejor pasaba desapercibida.

Pero las posibilidades de que eso ocurriese eran escasas. No había nada que gustase más a la gente que un buen escándalo, y de aquel se hablaría durante semanas. No eran solo los rumores de una relación, sino la posibilidad de una conspiración lo que le preocupaba. Esperó que no fuese cierto, porque si lo era podía haber muchas cosas en juego, incluso la destrucción de Waverly’s.

Tomó su teléfono, marcó un número y esperó.

–Maldita seas, Tracy –dijo cuando le respondieron.

–No es culpa mía, Vance –respondió la mujer al otro lado del teléfono–. Mi director recibió información y actuamos en consecuencia. Al menos, te avisé.

–Sí, aunque no me ha servido de nada.

Se levantó del sillón para mirar por la ventana. El calor en Manhattan era sofocante.

–¿Tenéis alguna prueba?

–Ya sabes que no puedo responderte a eso.

–De acuerdo, pero si os llega alguna otra información, por favor, házmelo saber antes de que la publiquéis.

–No puedo prometerte nada –respondió ella. Luego le preguntó–: ¿Te suena esa frase?

Y colgó.

Vance supo que no iba a adelantarle información. Un año antes, después de haber estado un par de meses acostándose con Tracy, había terminado con ella advirtiéndole que nunca le había hecho ninguna promesa.

Era lo que le decía a todas las mujeres que entraban en su vida. No buscaba una relación seria. Había visto cómo se había quedado su padre después de la muerte de su madre y de su hermana mayor, destrozado. Así que no quería saber nada del amor.

Tampoco había querido nunca formar su propia familia, por lo que no tenía ningún interés en casarse. ¿Acaso no era mejor ser sincero desde el principio?

Sacudió la cabeza para intentar deshacerse de aquellos pensamientos, dado que, de todos modos, la realidad no tenía nada que ver con aquello.

Dejó el teléfono en su base y se metió las manos en los bolsillos. Waverly’s era todo lo que tenía y no lo iba a perder. Haría lo que fuese necesario para salvarlo.

Apretó el botón del intercomunicador.

–Charlie, ¿puedes venir, por favor?

Uno o dos segundos después se abrió la puerta y apareció ella, con la coleta cayéndole en un hombro y aquellos enormes ojos azules mirándolo. Una vez más, Vance sintió algo que se vio obligado a reprimir.

–¿Ocurre algo?

–Podría decirse que sí –murmuró él, haciéndole un gesto para que entrase y se sentase en el sofá–. Siéntate.

Ella lo hizo y Vance se dio cuenta de que lo miraba con cautela.

–Relájate –añadió, ocupando el extremo contrario–. No voy a despedirte.

Ella espiró y sonrió.

–Me alegra saberlo. ¿Qué puedo hacer entonces por usted?

Vance apoyó los antebrazos en sus rodillas, la miró a los ojos y le dijo:

–Cuéntame todo lo que hayas oído últimamente acerca de Ann Richardson.

–¿Disculpe?

–Si ha habido rumores, quiero saberlo –le dijo él sin más–. Seguro que has oído hablar o has leído el artículo que ha salido hoy en el periódico.

Ella apartó la vista un instante antes de volver a clavarla en sus ojos.

–El teléfono lleva media hora sin dejar de sonar. Son muchas las personas que quieren hablar con usted.

–Perfecto –murmuró él–. ¿Quiénes?

–Tengo un montón de mensajes en mi escritorio, pero, sobre todo, han llamado los otros miembros del consejo y varios periodistas. Y de una cadena de televisión por cable, para pedirle una entrevista.

Él apoyó la espalda en un cojín y sacudió la cabeza otra vez.

–Esto se va a poner mucho más feo de lo que pensaba.

Tenía que hablar con Ann, averiguar qué estaba pasando y organizar una defensa. Miró a Charlie a los ojos.

–Sé que en la empresa se está hablando de esto. ¿Qué has oído?

Ella frunció el ceño.

–No me gustan los cotilleos.

–En general, eso es bueno, pero ahora necesito saber lo que está diciendo la gente.

Ella respiró hondo y a Vance le dio la sensación de que estaba debatiéndose entre responderle o no.

La vio morderse el labio inferior antes de contestar: