Seducida por un highlander - Terri Brisbin - E-Book

Seducida por un highlander E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

Perseguía lo prohibido… El imponente guerrero Aidan MacLerie tal vez fuera valiente y leal a su familia y a su clan, pero su corazón estaba inquieto. Hasta que conoció a la deslumbrante Catriona MacKenzie. Ella era una mujer casada, así que nunca podría poseerla realmente. Sin embargo, buscó su rendición… beso a beso… Cuando el marido al que ella no amaba murió en el campo de batalla, Cat se quedó sin nada y con la reputación destrozada. Aidan era el único hombre con poder para protegerla. Lo único que Cat tenía que hacer era ceder a los deseos de aquel poderoso guerrero.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Theresa S. Brisbin

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Seducida por un highlander, n.º 558 - agosto 2014

Título original: Yield to the Highlander

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4582-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Él buscaba solo el placer físico, pero acabó encontrando algo muy diferente. Lo tenía todo, juventud, riqueza, atractivo. No había mujer que se le resistiera, ni siquiera las casadas. Hasta que la vio a ella y sus esquemas se volvieron del revés. Ella era una criatura llena de belleza pero maltratada por la vida y por su propia familia hasta que un hombre bueno y justo la hizo su esposa para librarla de un cruel destino. Se lo debía todo a aquel experimentado guerrero y no podía abandonarse a la atracción que suponía la mirada abrasadora y la sonrisa insolente del hijo del laird. Entonces él lo mandó a una peligrosa misión y ella quedó en sus manos... y lo que era solo deseo comenzó a teñirse de amor, y lo que comenzó siendo algo turbio se convirtió en algo bueno y sincero.... pero el mal ya estaba hecho.

Quizá la dicha sonría al fin a los amantes, pero eso tendrás que descubrirlo personalmente en esta maravillosa novela de la incomparable Terri Brisbin que tenemos el placer de recomendaros.

¡Feliz lectura!

Los editores

Uno

No era el tipo de mujer que solía llamar su atención, pero había sido así.

Aidan MacLerie decidió parar y saciar su sed en el pozo que había en mitad del pueblo cuando regresaba hacia la fortaleza. Sus hombres habían continuado colina arriba para regresar con sus esposas y con sus familias, que aguardaban su vuelta, pero Aidan se detuvo. Aquel lugar era uno de sus favoritos para encontrar compañía femenina, y normalmente no le decepcionaba.

Empezó a beber del cubo y la vio acercarse hacia el pozo desde el camino. Sus caderas oscilaban de un lado a otro de forma sensual mientras avanzaba. Llevaba un cubo en los brazos, pegado a los pechos, que imaginó serían tan voluptuosos como las caderas. A juzgar por el pañuelo que llevaba para cubrirse el pelo, supuso que estaría casada, o quizá fuera viuda; sus favoritas.

Las viudas estaban encantadas con sus atenciones. Tenían experiencia en el acto amoroso y conocían el mundo que los rodeaba, así que no se hacían ilusiones sobre cualquier aventura que pudieran tener con él. La chica levantó la mirada y le sonrió, lo que hizo que su cuerpo se pusiera rígido, preparado para el placer.

Oh, sí, no sería igual que el resto de sus compañeras de cama, pero el placer sería de los dos.

—Buenos días —dijo él con otra sonrisa—. Dejad que os lo llene —agregó mientras estiraba el brazo para quitarle el cubo.

—Gracias, milord —respondió ella con una voz que le provocó escalofríos de placer por todo el cuerpo. Una voz femenina, terrosa, con tonos exuberantes que encajaban con el resto de su apariencia. Pronto gritaría su nombre con esa voz mientras él la penetraba y la conducía hacia el clímax. Se distrajo lanzando el cubo del pozo al fondo y subiéndolo de nuevo cuando estuvo lleno.

—¿Sabéis quién soy? —preguntó. No recordaba haber visto antes a esa mujer.

—Sí, milord —respondió ella aceptando el cubo lleno de agua—. Sois el hijo mayor del conde.

—Aidan —dijo él. Necesitaba oír su nombre en su boca. Su miembro se puso erecto, la piel se le erizó y la sangre se le calentó—. Mi nombre es Aidan.

—Sí, milord —respondió ella. Comenzó a apartarse con una reverencia, pero Aidan no tenía intención de dejar que escapara antes de haber descubierto su identidad.

—Estoy en desventaja, señorita. Vos sabéis quién soy, pero yo no recuerdo haberos visto antes.

—Nunca nos han presentado, milord. Soy Catriona MacKenzie —explicó ella. Lo miró a los ojos y Aidan se dio cuenta de que era mayor de lo que había pensado al principio, probablemente mayor que él.

—¿Cómo ha llegado una MacKenzie a parar a Lairig Dubh? —los MacKenzie habían sido adversarios de los MacLerie durante mucho tiempo, hasta que el cuñado de Aidan, Rob Matheson, les había obligado a negociar y había logrado aliviar así la tensión entre dos de los clanes más poderosos de las montañas de Escocia.

—Me casé con Gowan MacLerie —simple y directa, su respuesta habría ahogado las esperanzas de cualquier otro hombre. Pero no las suyas.

Gowan era uno de los hombres de Rurik y era bastante mayor que él y que su esposa. Además, era un gran entrenador de guerreros y pasaba mucho tiempo lejos de Lairig Dubh, en los otros territorios del conde. Sonrió entonces al contemplar las posibilidades que se abrían ante él. No estaba dispuesto a dejar que se fuera aún, así que se acercó más, le quitó el cubo y le hizo gestos para que le guiara.

—Permitid que os lleve el cubo —le dijo.

Al principio pareció que Catriona iba a negarse, pues apretó los labios y sus ojos azules se volvieron fríos. Pero, tras una leve vacilación, se dio la vuelta y le guio por un sendero pequeño que conducía hacia un grupo de casas. Aidan aprovechó la oportunidad para observarla mientras caminaba ante él.

Algunos mechones de pelo castaño oscuro asomaban por debajo de su pañuelo, y Aidan estuvo tentado de arrancárselo. Se preguntó si la melena le caería por debajo de las nalgas y se balancearía a su paso. Aidan estiró el brazo y, utilizando el cubo para disimular sus movimientos, se aflojó los pantalones para dejar espacio para su erección, que no disminuiría. Al menos hasta que no encontrara la manera de llevarse a la joven MacKenzie a la cama.

Catriona se desvió por un camino situado a su izquierda y se detuvo frente a la última casa. Aidan miró a su alrededor atento a cualquier sonido que indicara la presencia de alguien más. Aunque normalmente no iba detrás de mujeres casadas, tampoco las ignoraba, y estaba decidido a ir detrás de aquella. Sería discreto y no la pondría en evidencia, ni a su marido tampoco, pero conseguiría poseerla.

Pronto.

Ella se dio la vuelta para mirarlo y extendió los brazos para que le devolviera el cubo. En su lugar, Aidan lo dejó en el suelo, le agarró una de las manos y se la llevó a la boca. Un ligero tirón dio fe de su nerviosismo, pero después accedió.

—Muchas gracias por vuestra ayuda, milord —dijo ella intentando poner distancia.

—Hasta que volvamos a encontrarnos, señorita —susurró Aidan.

Le dio un beso en la mano y después le dio la vuelta para besarle la muñeca. La miró a los ojos y, lentamente, acarició con la lengua el lugar donde le palpitaba el pulso bajo la piel.

Después le soltó la mano e intentó no quedarse mirando sus pechos al darse cuenta de que sus pezones se habían puesto duros y se le adivinaban a través del vestido. Sonrió y no lo ocultó. Ella se cruzó de brazos por encima del pecho y se cubrió los hombros con un chal.

Sin decirle nada más, Aidan se dio la vuelta y regresó por el sendero hacia el pozo, al tiempo que memorizaba el camino. Había visto la excitación en su cuerpo y la había oído en el ritmo de su respiración. La próxima visita la haría en la oscuridad, así que prestó atención al número de caminos, de casas y demás detalles. Para cuando regresó a la fortaleza e informó a su padre, sus planes para seducirla ya eran firmes.

La joven Catriona MacKenzie compartiría su cama, o él la de ella, y eso sucedería muy pronto.

Cat se quedó petrificada como una estatua, incapaz de moverse o de apartar la mirada mientras aquel joven se alejaba por el camino. La piel de su muñeca estaba caliente y húmeda tras el roce de sus labios y de su lengua. Aidan MacLerie la había besado como si fuese una jovencita, como si deseara sus atenciones.

Cosa que no era cierta.

Aun así, se quedó mirándolo hasta que desapareció de su vista, y una parte de ella albergó la esperanza de que se diera la vuelta y la mirase una última vez. Sus ojos ambarinos no habían vacilado al quedarse mirándola. En una ocasión había visto al conde y ahora sabía que su hijo había heredado el atractivo del padre, sobre todo aquellos ojos. Se estremeció, pero no quiso pensar demasiado en la razón.

Levantó el cubo del suelo, donde él lo había dejado, y lo llevó dentro. Se quitó el chal, sirvió un poco de agua en la jarra que había sobre la mesa y vertió el resto en el caldero de la lumbre. Dio vueltas por la habitación, recopilando los ingredientes para el estofado que prepararía para la cena, intentando al mismo tiempo ignorar los sentimientos que palpitaban en su interior. Cuando la carne y las verduras estuvieron en el caldero, se quitó el pañuelo del pelo y se rio.

El aburrimiento debía de haberle llevado a flirtear con ella en el pozo. El aburrimiento, simple y llanamente. Porque, sinceramente, ¿qué otra razón podría haber? Ella era mayor que él; los separaban casi seis años, si había oído bien. Estaba casada con uno de los hombres de su padre. Y, además, no importaba lo mucho que su piel se estremeciera y ansiara sus atenciones, pues era una mujer honorable que se tomaba los votos muy en serio.

Volvió a reírse, negó con la cabeza y decidió aceptar que no era más que el flirteo absurdo de un joven sin nada mejor que hacer. Gowan estaba fuera y regresaría al día siguiente, pero aun así tenía que prepararle la cena a Munro, el hijo de este.

Desempeñó todas sus tareas y disfrutó de una cena tranquila al finalizar el día. Cuando se tumbó en la cama, mientras esperaba a que le venciera el sueño, se permitió disfrutar de las atenciones imposibles de un joven que no llegarían a nada más que los pocos minutos de excitación que habían supuesto.

Su vida no era más difícil que la de la mayoría de habitantes de Lairig Dubh. Gowan le había ofrecido matrimonio y eso la había librado de las terribles circunstancias de su juventud. Gowan no le pedía mucho y ella no le negaba nada. Al ser diez años mayor que ella, su marido no esperaba tener más hijos y además hacía tiempo que había dejado de buscar su cama. Con un hijo criado que formaba parte de los guerreros del laird, Gowan era un hombre sencillo que le exigía pocas cosas.

De modo que el flirteo juguetón de un joven no significaba nada, pero la había hecho sonreír. Y sintió también una punzada de amargura, pues le recordó los placeres del cortejo que había dejado pasar en su vida. Mientras se quedaba dormida, no fue la cara de su marido la que inundó sus sueños, sino la de Aidan MacLerie.

Sin embargo aquellos sueños fueron tan ardientes y apasionados que no pudo más que sentirse culpable al oír la voz de Gowan mientras se acercaba a la casa al día siguiente. ¿Cómo podía afectarle tanto un encuentro breve e inocente?

El regreso de Gowan devolvió su vida a la normalidad y, durante la siguiente semana, casi pudo olvidar cómo el hijo del conde había mirado a la esposa de uno de sus soldados.

Casi.

Dos

—¿Qué piensas de esto, Aidan?

Hacía tiempo que había informado de los resultados de su última misión a los allí presentes, así que Aidan se había distraído y estaba absorto pensando en el cuerpo de la mujer que tanto deseaba. Miró a su alrededor al grupo de mayores y demás consejeros de su padre y decidió que no tenía intención de revelar sus pensamientos, aunque, si se ponía en pie, todo el mundo tendría claro en qué estaba pensando.

Aidan intentó recordar de qué estaban hablando y entonces se cruzó con la mirada de Rurik. El amigo más leal de su padre, y líder de todos sus guerreros, le guiñó un ojo. Rurik, que además era su padrino, sabía que le encantaban las mujeres y Aidan le había pedido consejo en varias ocasiones, pues preguntarle a su padre habría sido demasiado difícil o vergonzoso. Rurik parecía estar atento a sus actividades. Finalmente recordó el último tema que habían tratado y miró a su padre.

—Creo que deberías reunir a los soldados más nuevos en un lugar y dejar que los jefes con más experiencia los entrenen —dijo, con la esperanza de que su sugerencia sonara razonable.

Su padre arqueó una ceja, pero no dijo nada. Tentado de decir algo, cualquier cosa para romper el silencio, sabía que no debía hacerlo. Connor MacLerie reflexionaría sobre sus palabras y sopesaría las ventajas y desventajas de cualquier plan. Aidan observó que su padre miraba a cada uno de sus consejeros antes de darse la vuelta y volver a hablarle a él.

—¿Y a quién debería asignarle esa misión? —preguntó.

Aidan se puso en pie entonces y fue a rellenarse la copa antes de hablar. Se le ocurrieron varios nombres, todos ellos guerreros con experiencia, y así se lo hizo saber.

—Rob el negro. Iain. Calum.

—Micheil —sugirió Rurik—. Y necesitaremos a uno más para trabajar con los nuevos soldados que tenemos, Connor.

—Gowan —propuso Aidan antes de haberlo pensado bien, pero le pareció tan acertado que lo repitió—. Gowan debería estar allí.

Contuvo la respiración mientras esperaba la decisión de su padre. Aquella misión llevaría varias semanas, si no casi dos meses, y eso mantendría a Gowan lo suficientemente lejos para no poder interferir en los planes que él tenía para Catriona. De ese modo dispondría de semanas enteras para seguirla, debilitar sus resistencias, disipar sus dudas y seducirla. Estuvo a punto de sonreír, pero habría sido difícil explicar el motivo, así que se limitó a dar un trago de su copa de vino.

—Rurik, ¿qué piensas de las sugerencias de Aidan? —preguntó su padre.

Rurik se cruzó de brazos y frunció el ceño. Podía ser una buena o mala señal, pues no mostró su opinión durante varios segundos. Finalmente asintió con la cabeza.

—Da las órdenes y comienza con los preparativos —dijo su padre, dejó su copa y miró a varios de sus hombres.

Aidan contuvo la respiración sin atreverse a creer la suerte que había tenido. En cuestión de un día o dos, Gowan se habría ido de Lairig Dubh y él podría ir detrás de la hermosa Catriona sin que nadie le molestara. Observó cómo los hombres se marchaban y su padre se quedaba con Duncan y con Rurik. Empezaron a hablar sobre las inminentes visitas de varios nobles de Escocia que querían los favores del conde de Douran. No era nada nuevo para su padre ni para él; gente que los valoraba solo por su apellido, por sus contactos o por el poder y la influencia que ejercían.

Pasaron algunos minutos y Aidan escuchó sin interés. Solo le importaba que Gowan desapareciera de Lairig Dubh. Después su padre les hizo un gesto con la cabeza a sus consejeros más cercanos y estos se marcharon.

—Envía a buscar a Jocelyn, Rurik —dijo mientras los hombres caminaban hacia las escaleras que conducían a la parte inferior de la torre.

Aidan volvió a dar un trago a su copa y pensó en lo que le esperaba. Su padre solo no le preocupaba, pero tener allí a su madre significaba que se avecinaban problemas. Esperaron en silencio a que su madre llegara, mientras Aidan resistía la tentación de preguntar el motivo. Poco después oyó los pasos de su madre acercándose al final de las escaleras y se puso en pie para recibirla.

Jocelyn MacCallum había llegado a Lairig Dubh al verse obligada a casarse con la Bestia de las Tierras Altas de Escocia para salvar a su familia. Al robarle el corazón a Connor, había logrado tener un matrimonio feliz y duradero. No importaba lo que pudiera ocurrir, pues Aidan sabía que su padre amaba a su madre con toda su alma. Era un amor que se veía cada vez que se miraban, tanto en los buenos momentos como en los malos.

Aunque él no esperaba encontrar lo que ellos habían encontrado; era más práctico que todo eso. Pero sí comprendía que el matrimonio de sus padres no era lo común en esa época.

—¿Por qué has llamado a mamá? —preguntó al fin, ya que deseaba tener alguna pista sobre la conversación que le esperaba.

Su padre dejó la copa, se puso en pie y caminó hacia la puerta para esperar la llegada de su esposa.

—Para hablar de tu futuro matrimonio.

Connor observó a su hijo cuando le contó la razón por la que estaban esperando a Jocelyn. No podía ser una sorpresa para él, pues el chico hacía años que había alcanzado la edad para casarse. Si Connor se había retrasado a la hora de terminar con los preparativos, había sido porque su adorada esposa se lo había pedido. Muchos miembros de su familia se habían casado recientemente, incluyendo su propia hija, así que había decidido ceder a la petición de Jocelyn. Desde que Aidan cumpliera los diez años, había recibido muchas ofertas y muestras de interés.

Pero había llegado el momento de que su primogénito y heredero se casara, adquiriera más responsabilidad dentro del clan y se encargara de supervisar las tierras y los ejércitos de los MacLerie. Viendo que su hijo se acostaba con un sinfín de mujeres, Connor sabía que no sentaría la cabeza ni aceptaría sus responsabilidades hasta que no se casara.

Quizá ni siquiera entonces.

Así que no podía seguir ignorando el tema. Su hijo debía centrar sus atenciones en los asuntos del clan y no en los asuntos de la carne. Pedirle opinión sobre qué hombres eran los mejores para el entrenamiento era una manera de hacerlo. Connor ya había tomado una decisión, pero darle a su hijo la oportunidad de dar su opinión había sido su manera de poner a prueba su conocimiento y su sabiduría.

Connor se dio la vuelta y vio a su esposa llegar al final de las escaleras. Jocelyn le dirigió una sonrisa a su hijo al verlo allí. Después, cuando lo miró a él, el calor de su amor recorrió su cuerpo, como ocurría siempre.

—¿Se lo has dicho ya? —preguntó Jocelyn. Su tono de voz era tranquilo, pero Connor no se dejó engañar ni por un momento; su esposa seguía sin aceptar que aquel fuese el mejor momento para que su hijo se casara.

—Estaba esperando a que llegaras, mi amor.

Aidan se quedó mirándolos a los dos. Su hijo debería estar acostumbrado a las palabras de amor que se dedicaban cuando estaban a solas, pero, a juzgar por su expresión, parecía sorprendido.

—¿Y qué es lo que tenéis que decirme? —preguntó Aidan.

—Basándonos en nuestras conversaciones anteriores, hay tres posibles matrimonios.

—¿Nuestras? —preguntó su hijo.

—Los mayores del clan, Duncan, Rurik. Tu madre —contestó Connor—, que ha querido estar presente en todas las conversaciones que tuvieran que ver con tu futura esposa.

—¿Y? ¿Quiénes son las tres mujeres? —preguntó Aidan.

—La primera es Margaret Sinclair de Caithness —explicó Jocelyn.

—¿La sobrina-nieta del conde?

El padre de Rurik era el conde de Orkney, cuyo matrimonio no le había dado un hijo legítimo que heredase el título. Bueno, sí había habido un hijo, el hermanastro de Rurik, pero su muerte años atrás hizo que el padre no pudiera mantener el condado en la familia. La familia Sinclair sería la siguiente en heredarlo cuando muriera Erengisl Sunesson. Y un matrimonio entre Aidan y Margaret uniría a los MacLerie con una de las familias más poderosas del norte.

—Sí.

—¿Y la segunda?

Connor miró a Jocelyn. La falta de interés de Aidan por sus posibles esposas era más evidente de lo que habían imaginado. Le hizo un gesto a su mujer para que continuase mientras él observaba las reacciones de su hijo.

—Alys MacKenzie —dijo Jocelyn. Después de que los MacLerie estrecharan lazos con los Matheson y con sus aliados más poderosos, los MacKenzie, lo más lógico era forjar un vínculo directo con ellos.

—No —respondió Aidan negando con la cabeza—. Una MacKenzie no.

Jocelyn le miró y a ambos les sorprendió que su hijo se opusiera con tanta vehemencia solo con oír el nombre de la muchacha.

—Acabamos de empezar las negociaciones, Aidan. No descartes todavía a ninguna de las tres —dijo Connor, y le hizo un gesto a su esposa para que anunciara el tercer nombre.

—La última es Elizabeth Maxwell —Elizabeth era la hija mayor del guardián de la frontera, y su familia tenía una estrecha relación con la familia Berkeley, de Inglaterra. Una buena forma de extender el poder de los MacLerie por el otro reino.

Se hizo el silencio en la habitación y Aidan pareció quedarse en blanco. ¿Sería falta de interés? ¿Resignación? Connor no lo sabía. Finalmente su hijo suspiró y asintió.

—¿Cómo planeáis hacer esto? ¿Tendré algo que decir sobre el asunto? —les preguntó.

—Dado que las tres supondrían un contacto útil para nosotros, tu madre me ha convencido para que seas tú quien tenga la última palabra. Las tres han sido invitadas a venir a Lairig Dubh para que puedas decidir cuál te conviene más.

—¿Cuándo comenzarán las visitas?

—No estoy seguro. Creo que después de que asistamos a la boda de tu tío —su tío Athdar se había enamorado de la hija de Rurik después de que esta se escondiera en su fortaleza el invierno anterior. Aunque, al descubrirla, hubieran sellado la unión con un apretón de manos por salvar las apariencias, la boda religiosa reforzaría ese amor, que ya había empezado a dar sus frutos.

Aidan sintió que parte de su tensión se evaporaba. Aún le quedaba algo de tiempo. Daba igual que supiera que era su deber casarse por el bien de su clan, pues no quería hacerlo todavía. Estaba disfrutando de la vida, y tener un matrimonio de conveniencia haría que fuese difícil lograrlo. Además, estaba acostumbrado a hacer lo que quisiera y a acostarse con quien quisiera.

Pero, en aquel momento, pensó sinceramente en por qué no quería buscar esposa todavía. Era la misma razón por la que no deseaba que hubiera una MacKenzie en esa lista de candidatas; y su nombre era Catriona MacKenzie.

Encontrarla en el pozo había supuesto una gran oportunidad, pero deseaba tiempo para descubrir qué había debajo de aquella sonrisa y detrás de aquellos ojos. Deseaba tiempo para poder seducirla sin tener que enfrentarse a las exigencias de su familia.

—Entonces será después de la boda —les dijo a sus padres, e intentó no parecer demasiado esperanzado mientras esperaba a que se decidieran.

—Le diré a Duncan que empiece a traer a las familias —declaró su padre, y se quedó mirándolo como si intentara leerle el pensamiento—. Los caminos están despejados ahora.

Aidan dejó escapar entonces el aliento.

—Entonces, si no deseáis nada más…

Su padre asintió y él se acercó a su madre para darle un beso en la mejilla. Como ella tenía por costumbre, y a pesar de ser ya un adulto, le pasó los dedos por el pelo y le acarició la cara como hacía cuando era un niño.

—¿Estarás en la cena?

—Sí, allí estaré —respondió él.

Sin nada más que decir, y pensando en el resto de tareas que tenía programadas aquel día, Aidan salió de la estancia y regresó al patio, donde entrenaban sus amigos. Se sentía inquieto y necesitaba aliviar la tensión. Dado que no abordaría a Catriona hasta que su marido se marchara, solo podría aliviar la tensión física con una buena pelea.

Se rio al llegar al patio y desafiar a los demás. A juzgar por el ardor que recorría sus venas pensando en ella, sería una tarde muy larga en el campo de entrenamiento.

Tres

Habían pasado dos días desde que Gowan se marchara a su nueva misión y Cat había regresado a la vida que llevaba cuando vivía sola. Salvo por la presencia de Munro en la cena varias noches por semana, estaría sola para realizar sus tareas y para cualquier plan que deseara hacer. Podría incluso ser perezosa y quedarse en la cama después de que saliera el sol, si así lo deseaba.

Estirada sobre su cama, palpó el aire frío con las manos y recordó que, a no ser que avivara el fuego de la chimenea, no tendría calor. Se desperezó sin la esperanza de poder dormir una hora más, se destapó y se estremeció al sentir el aire frío de la mañana a su alrededor. Encendió el fuego apresuradamente, echó algo de turba sobre las ascuas y se puso el chal sobre los hombros para calentarse mientras realizaba sus tareas.

Aunque había ido a cenar la noche anterior, Munro nunca dormía ni pasaba tiempo allí a no ser que su padre estuviera presente. Cat suspiró sin poder evitarlo. El hijo de Gowan se había opuesto a su matrimonio desde que se había enterado de los planes de su padre. Al joven no le importaba que fuese un matrimonio de conveniencia, pues el reciente fallecimiento de su madre y la ausencia de niños pequeños que necesitaran el cuidado de Catriona le habían convencido de que era improbable. A juzgar por las miradas intensas que Munro le dedicaba a veces, se preguntaba si habría algo más allí.

Dejó a un lado sus inquietudes y decidió aprovechar la tregua que les había dado el clima de finales de invierno para pasar la mañana retirando la maleza y las ramas caídas del pequeño terreno pegado a la casa que sería su jardín. Cuando el tiempo mejorase, esperaba poder aumentar el terreno. Riéndose con Gowan por su escasa producción de verduras y hierbas de la temporada anterior, había prometido que el próximo año mejoraría.

Gowan era un hombre amable y le había sugerido que hablase con lady Jocelyn, pues los jardines de la fortaleza prosperaban bajo su atenta mirada. Como era nueva en Lairig Dubh, no se creía merecedora de las atenciones de la dama y había declinado la sugerencia. En su lugar, había seguido los consejos de varias de las aldeanas que tenían jardines preciosos.

Demostraría ser una buena esposa en todos los aspectos. La actitud de Gowan le había salvado la vida y nunca podría recompensarle por ello. Aunque no podría explicarle eso a Munro, ni a nadie más, sin revelar su vergüenza. De modo que buscaba maneras de hacer que su vida fuera más cómoda para que nunca se arrepintiese de haberla tomado por esposa. Y el jardín sería una de esas maneras para lograr que se sintiese orgulloso.

La mañana pasó deprisa mientras arrancaba y quitaba las malas hierbas del jardín. Le dolían los hombros y la espalda de tanto trabajar, pero se sentía satisfecha con todo lo que había conseguido. Se lavó y comió sopa con pan antes de ir a ayudar a una de las mujeres del pueblo, que acababa de dar a luz. Sus intentos por ignorar la sensación de vacío se tambaleaban cada vez que veía al recién nacido de su amiga. Saber que su destino nunca sería tener hijos no impedía que sintiera una presión en el pecho cuando tomaba al bebé en brazos. Se mantenía ocupada y llenaba sus días para tener alejada la tristeza de su esterilidad.

Mientras caminaba hacia casa de Muireall, un escalofrío recorrió su espalda, como si alguien estuviera observándola. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie que estuviera prestándole atención. Agarró con ambos brazos el saco de ropa remendada y siguió su camino. Al pasar frente a la última casa del sendero y desviarse por uno más pequeño lo vio al fin.

Aidan MacLerie.

El hijo del conde estaba observándola con deseo en la mirada. No se acercó a hablar con ella, pero tampoco apartó la mirada. Ella asintió con la cabeza al pasar frente a él y sus miradas se cruzaron antes de que siguiera su camino. Los nervios de su estómago, la presión del pecho mientras intentaba respirar y el sudor que resbalaba por su cuello y por su espalda daban fe de que no era inmune a sus atenciones.

Cat se obligó a seguir caminando, intentando no darle importancia a su presencia e ignorar la esperanza de que le dirigiese la palabra. Se giró para seguir el sendero más pequeño en dirección a casa de Muireall, que era la tercera, y entonces él habló.

—Buenos días.

Cat se detuvo y asintió con la cabeza.

—Buenos días para vos también, milord —se atrevió a mirarlo y vio que él seguía observándola desde su puesto. Sintió un cosquilleo en la piel de la muñeca, donde Aidan la había besado, y eso le recordó aquel gesto tan inapropiado.

—Aidan —dijo él mientras se aproximaba—. Debes llamarme Aidan.

Ella negó con la cabeza e hizo una reverencia.

—No podría hacer eso, milord. No nos conocemos y sois el hijo del conde.

Sus ojos se iluminaron y una sonrisa se asomó a sus labios. ¿Por qué le daba la impresión de que acababa de desafiarlo de alguna manera? Aidan llegó hasta ella y Cat miró a su alrededor para ver si había más aldeanos cerca. Al no ver a nadie no se quedó más tranquila. Pensaba que el hijo del conde podría ser aún más descarado si sabía que nadie los observaba.

—Bueno —dijo él mientras le levantaba la barbilla para que le mirase—, ¿quieres decir que, si estuviéramos más familiarizados el uno con el otro, podrías llamarme por mi nombre?

Le soltó la barbilla y le acarició suavemente la mandíbula hasta deslizar los dedos por su cuello.

—Entonces creo que deberíamos conocernos mejor.

Sus caricias despertaron en ella todo tipo de sentimientos, aunque sabía que eran sentimientos equivocados. Su estatus como hijo y heredero del conde le otorgaba mucho poder sobre la gente como ella y además Cat sabía que tenía un sinfín de mujeres ansiosas por compartir su cama. Pero no podría ser ella. Nunca sería ella. Ella honraría su palabra y sus votos hacia su marido. La deuda que tenía con Gowan le hizo verlo todo con claridad, así que se apartó y negó con la cabeza.

—Creo que nuestra relación es la que debería ser, milord. Yo vivo en el pueblo de vuestro padre y sé cuál es mi lugar. Sé que no puedo oponerme a nada de lo que me pidáis, pero os ruego que me dejéis en paz.

Aidan apartó la mirada de sus ojos y Cat se dio cuenta entonces de que, mientras le rogaba, le había agarrado la muñeca. Alarmada por aquel gesto tan íntimo, más aún por haber tocado a un hombre que no fuera su marido, apartó la mano y dio un paso atrás. Esperó durante unos segundos a oír su reprimenda y se atrevió a mirarlo a la cara. Pero no fue tanto deseo como sorpresa lo que vio allí.

—Os pido perdón, señorita —le dijo él, y se apartó del camino para dejarla pasar—. Solo quería conoceros, pues no os había visto antes. Nunca os exigiría algo que no estuvierais dispuesta a dar.

¿Le habría entendido mal? ¿Acababa de acusarlo de algo que no había hecho? Su experiencia con los hombres era muy limitada, y su experiencia con las bromas de ese tipo era menor aún.

—Y yo os pido perdón a vos, milord, si os he ofendido. Me está esperando mi amiga —levantó el saco para demostrárselo, aunque quizá pareció que lo hacía para protegerse y que no volviera a acercarse tanto—. Si me dais permiso para irme con ella…

—Que tengáis buen día, Catriona MacKenzie.

—Buen día a vos también —respondió ella mientras aceleraba el paso—, milord —aquello último le salió sin pensar e hizo que él soltara una carcajada profunda.

¿Por qué diablos había vuelto a bromear con él? Se atrevió a mirar hacia atrás cuando llegó a casa de Muireall y vio que él seguía observándola. Llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Con la esperanza de que las cosas que tenía que hacer allí la mantuvieran distraída, entró y saludó a Muireall, que estaba sentada en una cama alimentando a su recién nacido.

—Pareces sonrojada, Catriona —dijo Muireall—. ¿Estás bien?

—Oh, sí. Estoy bien —dejó el saco de ropa sobre la mesa y comenzó a separar las prendas según tamaños. Al ser consciente del silencio, miró a Muireall y vio su mirada de intriga—. ¿Tienes alguna prenda más que remendar? ¿Algún recado que hacer?

—Estás intentando asegurarte de que no me fije en el rubor de tus mejillas y en tu respiración acelerada —Muireall levantó al bebé y se lo puso sobre su hombro. Le frotó la espalda y se levantó de la cama para acercarse a ella—. Algo o alguien ha hecho que te ruborices.

—¡Muireall, soy una mujer casada! Nunca podría…

—¿Divertirte un poco? —su amiga se rio y le acarició la mejilla—. Eres una buena esposa para Gowan, pero eso no significa que no puedas reírte y disfrutar.

—Le debo mucho —explicó Cat antes de quedarse callada.

—Sé que eso es lo que crees, pero tú le devolviste la alegría a su vida. Eso saldaría cualquier deuda que creas que tienes con él.

Muireall era una de las pocas personas que conocía la verdad sobre su vida y cómo Gowan la había salvado. Pero ni siquiera ella conocía los detalles.

—Entonces, ¿quién ha hecho que te sonrojes así? —preguntó de nuevo su amiga.

Incómoda al ver lo astuta que era Muireall, Catriona le quitó al bebé. Sujetó a Donald contra su pecho, frotó su mejilla contra la coronilla del bebé e intentó ignorar el anhelo que siempre le provocaban los bebés. Pero Gowan nunca le había prometido hijos, solo un lugar seguro para vivir y alguien que cuidara de ella. Dejando a un lado los anhelos, era una buena oferta y no se arrepentía de haberla aceptado. Ni entonces ni ahora.

—¿Te ha dicho Hugh lo pesada que puedo ser cuando quiero algo? —preguntó Muireall—. «Como un perro detrás de un hueso», suele decir —su amiga se rio mientras volvía a tomar a su hijo en brazos—. Dime quién te ha hecho sonreír así.

Catriona vaciló por varias razones.

Después susurró su nombre, pues creía que guardar el secreto haría que este tuviera más poder sobre ella.

—Aidan MacLerie.

—Es un muchacho fornido, ¿verdad? Tiene los mismos rasgos que su padre… y su tamaño —dijo Muireall con un guiño.

Catriona se quedó con la boca abierta al oír aquel comentario sobre el tamaño de Aidan.

—Puede que acabe de tener un bebé, pero eso no hace que no aprecie a un hombre guapo como él —admitió Muireall. Una de las cosas que más le gustaban de su amiga era su manera sincera de pensar y de vivir. Y sabía que Muireall amaba a su marido con todo su corazón, así que fijarse en otros hombres jóvenes y fornidos no significaba nada frente a ese amor—. Me preocuparía por ti si un hombre como Aidan MacLerie no te hiciera sonrojar.

—Sí, Muireall, me he fijado en el muchacho —admitió Cat con una sonrisa, y siguió clasificando la ropa con la esperanza de haber dejado atrás el tema.

—¿Muchacho? —Muireall se rio—. ¡El muchacho se convirtió en hombre hace tiempo!

Cat se rio y después se encogió de hombros.

—A mí no me importa.

—Será el líder de los MacLerie después de su padre. Por lo que dice mi hermano, será un buen sucesor —su hermano Gair era administrador del conde y estaba en posición de juzgar los puntos fuertes y débiles del heredero.

Cat se acercó al baúl situado junto a la cama y guardó la ropa. Al no haber crecido allí, no sabía mucho sobre el conde y su familia. No tanto como Muireall.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó ella.

—Tiene veintidós —así que era cinco años menor que ella. Igual que Munro.

—¿Y aún no está casado? —evitó mirar a Muireall al hacer la pregunta en lo que esperaba que fuese un tono neutro. Al ver que su amiga no respondía, Cat se dio la vuelta y la miró. En sus ojos vio un brillo de entusiasmo y de picardía—. Sí, siento curiosidad —admitió—. Nada más.

—¡Entonces estás viva! Tenía mis dudas sobre ti, Catriona.

Muireall era una mujer muy especial; disfrutaba de la vida y no dejaba escapar un minuto sin apreciar algo o a alguien a su alrededor. Brillase el sol o hubiese tormenta, ella saboreaba cualquier cosa, desde la sonrisa de su hijo hasta el sonido de la voz de su marido. Y eso atraía a las personas hacia ella. Muireall tenía en su vida todo lo que Catriona siempre había deseado y de lo que creía que podría prescindir.

Tal vez se hubiese aislado tanto de todos al intentar ser lo que Gowan necesitaba y deseaba. Su marido nunca le había dicho exactamente lo que esperaba de ella, ni cuando le había pedido que se casara con él ni tampoco después. Hacía lo que pensaba que una buena esposa debería hacer. Limpiaba, cosía, cocinaba. Se mostraba atenta con él cuando estaba en casa. ¿No era eso lo que debía hacer?

—En respuesta a tu pregunta, debería haberse casado ya, pero se resiste. Un hombre joven busca lo que buscan los jóvenes.

—¿Chicas? —preguntó ella, y se llevó la mano a la boca tras decir algo tan… descarado.

A juzgar por cómo flirteaba con ella, tenía bastante experiencia en buscar lo que buscaban los jóvenes. Y muchas mujeres estarían encantadas de acostarse con el hijo del conde. Pero Cat no era una de ellas.

—Sí, chicas. Mujeres mayores, también —explicó Muireall—. A todas parece gustarle y a él parecen gustarle todas. Parece que las trata a todas con respeto sin importar cómo empiecen o acaben. ¿Es eso lo que deseabas saber?

—Gracias por satisfacer mi curiosidad —respondió Catriona. Tenía mucha curiosidad. Había oído historias de su maestría con las mujeres y nunca había oído nada malo sobre él—. ¿Qué más puedo hacer para ayudarte? Si tienes que hacer algún recado, es el día perfecto para ello —aunque Muireall le dirigió una mirada pícara, agarró un trozo de tela de cuadros de la cama y decidió no tomarle más el pelo a su amiga de lo que ya lo había hecho.

—Necesito agua del pozo —dijo mientras le entregaba al pequeño Donald—. Pero necesito caminar un poco, así que iré contigo.

Mientras sujetaba al bebé en brazos, Cat vio cómo Muireall se envolvía con la tela y la ataba para formar una especie de bolsa en la que poder llevar al niño pegado a su pecho. Tras meter a Donald entre los pliegues de la tela, Cat recogió los cubos que había junto a la puerta y la abrió. Salió, esperó a que su amiga la siguiera y ambas caminaron juntas hacia el centro del pueblo… y hacia el pozo.

Saludaron a las personas a su paso y se detuvieron en varias ocasiones para que Muireall le mostrara el bebé a todo aquel que se lo pidiera. Cat no podía evitarlo; seguía mirando hacia delante y hacia atrás para ver si el hijo del conde estaba allí. Al no verlo, suspiró aliviada. No quería pensar en su reacción ante él, y sospechaba que le gustaría disfrutar de sus atenciones, así que era mejor que se hubiera ido.