4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €
Cuando uno ex novio se casa, te puedes reír. Con dos, empiezas a ponerte nerviosa. Pero tres, ¿tres? Angie DiFranco está empezando a tomárselo como algo personal. ¿Qué tiene ella que incita a los hombres a casarse... con otra? Según una de sus amigas, los hombres son como una tapa cerrada. Llega una mujer, la afloja un poco y lo deja libre para que la siguiente quite la tapa sin ningún problema. De repente, Angie mira a Kirk, su novio, con nuevos ojos. Kirk, cuya última novia aflojó la tapa dándole un ultimátum. Kirk que, de repente, parece dispuesto a que se la quiten del todo. Si la teoría de la tapa cerrada es cierta, Angie podría estar casada en un año. Eso con un poquito de esfuerzo y la ayuda de sus amigas... La autora de Confesiones de una ex novia te va a encandilar con su última y palpitante novela, en la que narra la angustia de Angie y su euforia cuando decide triunfar y casarse en Nueva York. Linda Curnyn vive en Manhattan y, en este momento, acepta peticiones de matrimonio. Por favor, envíen foto (del anillo de compromiso). Mientras tanto, sigue trabajando en su próxima novela.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 301
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Hermosilla, 21
28001 Madrid
© 2003 Lynda Curnyn. Todos los derechos reservados.
SIN COMPROMISO, Nº 11 - noviembre 2011
Título original: Engaging Men
Publicada originalmente por Worldwide Library/Red Dress Ink.
Traducido por Catalina Freire Hernández.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
™ Red Dress Ink es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-849010-088-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Para Alexandra y Samantha.
¡Soñad a lo grande, chicas!
Todo empezó con un mensaje en mi contestador:
«¿A que no sabes quién se casa?», decía una voz que yo conozco bien.
Era Josh. Mi ex novio. Convertido en el prometido de otra. No es que yo quisiera casarme con Josh, que tiene aversión al hilo dental. «¿Los hombres prehistóricos usaban hilo dental?», me decía. «¿Sigue habiendo hombres prehistóricos?», replicaba yo.
Corté con él después de seis meses, con la excusa de que no me veía a los sesenta diciéndole que se lavase la dentadura. «Vale, vale, usaré hilo dental», me dijo entonces. Pero ya era demasiado tarde. El romance había muerto.
Y ahora va a casarse. Con alguien que ha conocido hace tres meses. Y no era el primer ex novio que seguía ese camino. Randy, el novio que tuve antes de Josh, empezó a silbar la marcha nupcial seis semanas después de que nos hubiéramos dicho adiós. Y Vincent, mi primer amor, que llevaba diez años felizmente casado.
Según mi madre, que vive al lado de la madre de Vincent en Marine Park, Brooklyn, va a tener su tercer hijo.
Si un ex novio se casa, una se puede reír. Con dos empiezas a ponerte nerviosa. Pero tres... ¿tres?
Con tres una empieza a tomárselo como algo personal. Pero bueno, ¿qué tengo yo que incita a los hombres a casarse... con otra?
–Es el dilema de la tapa cerrada –me dice mi amiga Michelle (ex compañera de instituto y ahora compañera de trabajo en Lee y Laurie, una empresa de venta de ropa por catálogo), cuando le cuento el caso.
–¿La tapa cerrada? –repito yo, esperando una sabia explicación que me devuelva la tranquilidad espiritual. Después de todo, mientras yo me sacaba una diplomatura en Dirección de Empresas, Michelle, que antes vivía en el mismo barrio que yo, ha conseguido un marido, una casa y un diamante del tamaño de Nueva Jersey.
–Ya sabes, intentas abrir un bote y la tapa no se mueve, pero le das el bote a otra persona y lo abre sin ninguna dificultad. No creerás que Jennifer Aniston, por muy bonito que tenga el pelo, habría podido casarse con Brad Pitt si no fuera por el factor Gwyneth, ¿no? Mira Frankie, por ejemplo (se refiere a su marido, con quien se casó tras su ruptura con Rosanna Cuzio, la chica más guapa del instituto).
O sea, que hay un patrón de comportamiento masculino. Evidentemente, yo había calentado a Josh, Randy y Vincent para que la siguiente chica pudiera comprar el vestido de novia. De verdad, por lo menos podrían haberme hecho dama de honor.
Sin embargo sólo soy una ex novia, que sería o no invitada a la boda, dependiendo de lo segura que se sienta la novia.
De repente miro a Kirk, mi novio, con otros ojos. Llevamos juntos un año y ocho meses, un récord para mí desde Randy, con el que estuve tres años. Somos una buena pareja Kirk y yo. Incluso recibo invitaciones a nombre de los dos porque todo el mundo piensa que vamos en serio. La cuestión es: ¿me invitará Kirk a su boda algún día?
–Kirk, cariño... –le digo aquella noche, en la cama, con la televisión encendida y una remota posibilidad de que haya revolcón.
–Mmmm –murmura él, sin apartar los ojos de la pantalla.
–Tu última novia... Susan.
–¿Sí? –pregunta él entonces, mirándome. Evidentemente, teme que vayamos a tener una de esas conversaciones de pareja.
–Saliste con ella mucho tiempo, ¿no? ¿Dos años?
–Tres y medio –contesta Kirk, haciendo una mueca. Una mueca que me asusta.
–¿Y nunca hablasteis de matrimonio?
Él suelta una carcajada.
–¿Lo dices en serio? Por eso rompimos. Susan me dio un ultimátum: o nos casamos o se terminó. Por supuesto, yo elegí la segunda opción.
Ajá. Aliviada, apoyo la cabeza en su hombro, permitiéndole que vuelva al estado vegetativo mientras ve la tele.
Si Susan aflojó la tapa, eso sólo significa una cosa: que yo podría abrirla. Incluso podría estar casada antes de un año.
Al día siguiente quedo con mi mejor amiga, Grace, para comer; lo cual es un evento porque Grace, con su carrerón y su novio rico, cada día tiene menos tiempo para los demás. Haciendo una concesión a su estilo de vida, quedamos en un restaurante a dos manzanas de su oficina, entre la calle 54 y Park Avenue. Por supuesto, ella no sabe que era una comida de celebración hasta que yo levanto mi copa, diciendo:
–Felicítame, voy a casarme.
–¿Qué? –exclama Grace, sus ojos azules como platos. Pero cuando mira mi dedo anular y ve que no hay anillo levanta una ceja.
–Ahora no. Algún día.
–Felicidades –me dice entonces, irónica.
Sólo Grace se puede reír de un tema tan serio, siendo como es una mujer de treinta y tres años que no tiene anillo de compromiso. Es la persona más fuerte y más independiente que conozco. Además de tener siempre un novio divino, también tiene un trabajo estupendo como gerente de Cosméticos Roxanne Dubrow. Sí, la Roxanne Dubrow que vende sus productos sólo en Saks Fifth Avenue.
Grace salió con mi hermano Sonny cuando estábamos en el instituto, pero no nos hicimos amigas hasta que me salvó la vida en el patio. Yo estaba a punto de morir a manos de la abusona de Nancy, que estaba decidida a matarme porque yo era delgada y ella gorda. Grace apareció entonces, alta, rubia y fuerte y le dijo a Nancy que se fuera a freír espárragos. Todo el mundo, incluso Nancy, temía a Grace en el instituto Marine Park. A mí me impresionaba. Y más cuando me adoptó como su mejor amiga, a pesar de que yo estaba en primero y ella en segundo.
Y seguimos siendo amigas. Las únicas que han escapado del barrio sin casarse a los dieciocho y sin tener un hijo por año. Los padres de Grace se la llevaron a Long Island cuando cumplió los dieciséis, esperando que ese cambio de barrio les ahorrase el botellón y otros comportamientos antisociales, pero seguíamos viéndonos en verano. Después, cuando acabó la carrera, se mudó a Manhattan. Es la hermana que no he tenido nunca y mi madre la considera un miembro honorífico de la familia.
–¿No te preocupa terminar sola? –le pregunto, buscando en su rostro algún signo de vulnerabilidad.
Ella se encoge de hombros.
–En Nueva York, una mujer puede tener todo lo que quiera. Si sabe buscarlo.
Para Grace eso es fácil de decir. Alta, voluptuosa, con el pelo rubio y unas facciones perfectas, siempre ha sido una chica de escándalo. Mientras yo... yo siempre he sido «la pequeña Angie DiFranco» y sigo siéndolo. Metro sesenta, con unos rizos oscuros que desafían a cualquier gel y unos muslos cada día más parecidos a los de mi madre.
Entonces dejo escapar un suspiro. Se me acaba de ocurrir que si no me caso con Kirk no sé qué será de mí.
–¿Y Drew? –le pregunto, para saber si ve en su novio un futuro marido–. ¿Piensas alguna vez en... ya sabes?
–Claro que sí –contesta Grace–. Todas las chicas piensan en eso.
Me siento aliviada. Al menos no soy la única treintañera histérica. Grace y Drew llevan apenas un año saliendo, al menos ocho meses menos que Kirk y yo.
–Pero eso no lo es todo –dice mi amiga.
Grace tenía razón, me doy cuenta al día siguiente mientras voy a trabajar. El matrimonio no lo es todo. A pesar de haber estudiado Dirección de Empresas, soy actriz. Sí, actriz. Aunque a ti te lo parezca, en Nueva York no es raro. Y en este momento, una actriz con trabajo. Aunque sea en Todos arriba, un programa de gimnasia para niños en la televisión de pago. Es una buena experiencia delante de la cámara... o al menos eso me dijo el representante que se negó a incluirme en su book hasta que tuviera algún crédito televisivo.
Pero mientras me pongo los leotardos amarillos, me pregunto por enésima vez si pasarme seis meses saltando y brincando con un montón de niños de seis años vale para engordar mi currículum profesional.
–Hola, Colin –saludo a mi compañero cuando entro en el estudio, taza de café en mano.
Lo malo de este trabajo es que hay que levantarse a las cinco de la mañana. Aparentemente, los niños ricos se levantan muy temprano.
Colin me sonríe. Es la única persona que puede sonreír a las seis de la mañana y, por eso, es el presentador perfecto para Todos arriba. Los niños lo adoran y, en los seis meses que llevo trabajando con él, también yo he aprendido a quererlo. Es simpático, amable y bueno con los niños. Por no decir que, además, es guapísimo, con unos ojos azules de cine y el pelo siempre cortado a la última moda. Es todo lo que una mujer podría desear... si no fuera gay.
–¿Qué estás leyendo?
–Ah, esto –sonríe él, mostrándome un libro que se llama El reto de leer un cuento–. He pensado que podría ayudarme con el programa.
–Colin, sólo tenemos que mantenerlos en forma.
–Sí, claro. Pero ya sabes que se ponen muy revoltosos.
Desde luego, Colin se toma su trabajo muy en serio.
–¿Estás lista?
Yo dejo escapar un suspiro.
–Qué remedio.
Sigue asombrándome haber conseguido este trabajo. Hasta el día de la audición yo no había hecho ejercicio en toda mi vida. Y, sin embargo, aquí estoy, con mis leotardos amarillos y mi camiseta azul cielo, rodeada por un grupo de niños que saltan y brincan como cabras. Afortunadamente, los leotardos esconden mi celulitis.
–Todo el mundo en posición –grita Rena Jones, la productora, mirándonos. Bueno, en realidad, me mira a mí. Rena adora a Colin y a mí... sólo me tolera.
Una vez colocados frente a las cámaras, yo pongo mi mejor sonrisa.
«La buena salud depende de hábitos saludables», suele decir Rena cuando alguien (en general yo) le recuerda que los niños de seis años no tienen problemas cardiovasculares.
Sin embargo, cuando comienza la música, una mezcla de ritmo circense y Britney Spears, mis pies empiezan a moverse. Y cuando toca hacer estiramientos y levantamientos de pierna parezco una majorette, animando a los diez niños que nos rodean. Niños, debo añadir, que intentan hacerlo lo mejor posible mientras sus padres nos miran, en sus rostros una mezcla de orgullo paternal y miedo a que se tuerzan un tobillo y no puedan aparecer en televisión durante los seis programas que tanto trabajo les ha costado conseguir.
Media hora después suspiro de cansancio (algo que disfrazo con una saludable y profunda exhalación) antes de que todo el mundo se ponga a aplaudir.
–¿Esta noche vas a salir con Kirk? –me pregunta Colin mientras vamos a los camerinos. Siempre me hace esa pregunta y sé que le alegra que mi relación vaya bien. Su ruptura con Tom dos meses antes fue muy dura, pero el pobre se contenta con saber que hay gente por ahí que sigue siendo monógama.
–Por supuesto –contesto, con la confianza que me otorga lo bien que va mi relación con Kirk.
Aquella noche me doy cuenta de que mi relación con Kirk puede que no vaya tan bien.
Estamos en su casa, donde suelo dormir varios días a la semana. No sólo porque vive entre la calle 27 y la Tercera Avenida (que está más cerca del estudio de televisión que mi apartamento en el East Village), sino porque nos gusta pasar juntos el mayor tiempo posible.
Yo comparto un piso de dos dormitorios con Justin, otro de mis mejores amigos, que suele estar hecho un asco. En cambio, el apartamento de Kirk es un oasis de paz y organización, con la ropa colgada en el armario y pósters de cine en las paredes. Sí, a los dos nos encanta el cine (aunque a Kirk le gustan las de miedo y a mí los clásicos y cualquier película en la que intervenga Mel Gibson). Incluso su botiquín está ordenado, pensé esa noche mientras me lavaba los dientes. El bote de pasta está bien cerrado, el peine limpio, la cajita con la maquinilla de afeitar (que se la regaló una ex), guardada en el armarito al lado de un frasco de Egoïste, de Chanel (se lo regalé yo y sólo se la pone cuando lo obligo). Yo guardo un antihistamínico en su botiquín porque tengo tendencia a congestionarme a causa del polen y otras sustancias.
Después de enjuagarme la boca limpio el lavabo (para devolverle su aspecto inmaculado) y cuando entro en el dormitorio, Kirk tiene el ordenador portátil sobre las piernas.
–¡A jugaaaaar! –grito, lanzándome sobre la cama con unas braguitas y una camiseta que le he robado del cajón.
–Espera un momento, cariño.
La pantalla del ordenador está llena de números y gráficos y, suspirando, tomo el libro que está sobre la mesilla: El teatro y su doble de Antonin Artaud.
Lo abro por la página cinco y me pongo a leer. Bueno, no a leer exactamente porque estoy mirando a Kirk de reojo.
Tiene el mejor perfil que he visto en mi vida. Y unos preciosos ojos grises, que en este momento están fijos en la pantalla del ordenador, casi sin parpadear. Una de las cosas que admiro de Kirk es su capacidad para concentrarse. No lo entiendo, porque a mí se me escapa todo pensamiento inteligente en cuanto se acerca la posibilidad de que me meta mano.
De hecho, fue su aparente desinterés por el sexo lo que me llamó la atención desde el principio.
Nos conocimos en el departamento de atención al cliente de Lee y Laurie, (como ya he dicho antes, la empresa en la que trabajo cuatro días a la semana para ganar el dinero que no gano como actriz).
Entonces Kirk trabajaba para Informática Lanix (la que instaló los ordenadores en Lee y Laurie) y fue a solucionar un problema técnico. En cuanto lo vi, concentrado en un terminal, me quedé intrigada. Además de guapo (Kirk tiene el pelo castaño oscuro, inteligentes ojos grises, labios perfectos y mentón cuadrado), era un tío inteligente. Tanto que no parecía fijarse en nada que no fueran los ordenadores. Y por eso seguramente me encandilé con él (eso me decía Grace cada vez que la llamaba para contarle cómo iban mis fracasados intentos de seducción).
Me pasaba el día pidiéndole ayuda con problemas imaginarios, como que el ratón no funcionaba, que se me había atascado una página... Y mientras Kirk pacientemente miraba mi ordenador, yo me colocaba «accidentalmente» cerca, para rozarme con él.
–Estoy obsesionada –le dije a Grace después de dos semanas de fracasados intentos.
–Es el reto. No lo puedes resistir.
Tenía razón. Me di cuenta cuando, por fin, me atreví a seguir su consejo («pídele que salga contigo, por Dios») y Kirk dijo que sí. Pero yo estaba loca por él desde el primer día. Kirk no se parecía nada a mis otros novios. Para empezar, ganaba suficiente dinero como para invitarme a cenar. Y yo admiraba su ambición de abrir su propia empresa de informática... y su cuerpo, cuando por fin pude descubrirlo, trabajado en el gimnasio.
Ese cuerpo que ahora mismo está a mi lado y que, afortunadamente, acaba de apagar el ordenador.
Encantada, cierro el libro y me echo en sus brazos con la misma emoción del primer día. Y eso que ya llevamos juntos casi dos años. Llámame competitiva, llámame ninfómana, me da igual... para mí no hay nada como que Kirk me sonría en la cama, con los ojos ensombrecidos.
–Ven aquí –dice con voz ronca, como si fuera yo quien se resiste.
Sin dudar, me coloco encima, encantada al descubrir que ha pasado de software a hardware en un minuto a pesar de que llevo una camiseta que esconde mis «formas». Aun así, mete la mano por debajo, encuentra los bultitos, porque no se pueden llamar de otra forma, y me acaricia.
Yo dejo escapar un suspiro, sabiendo lo que me espera. Porque si hay algo que se nos da bien es el sexo. Como científico que es, Kirk ha experimentado conmigo hasta encontrar el botón apropiado. Y nunca es aburrido, pienso mientras se coloca encima de mí, me quita las braguitas y se pone el preservativo.
Debería odiarme a mí misma por ser como arcilla en sus manos... si no fuera porque me encanta. Mi única queja es que a Kirk no le gusta besar mientras lo hacemos. De hecho, raramente me besa, pero da igual porque me encanta ver su cara desde abajo.
En lugar de quedarme mirando su expresión extasiada, hoy cierro los ojos. Y cuando estoy pillando el ritmo, una repentina e inesperada imagen aparece en mi cabeza: Kirk quitándome la ropa y tumbándome en una cama con dosel. Cuando miro la ropa que ha quedado tirada en el suelo, veo que son metros y metros de seda blanca. ¿Un vestido de novia?
Entonces mi cuerpo se contrae... y tengo el mayor orgasmo de mi vida. Abro los ojos al oír un gemido que no parece salir de mi garganta. Casi hubiera jurado que fue Kirk, que no tiene ningún problema en demostrar cuánto disfruta, pero no... he sido yo. Unos segundos después, siento y oigo su propio estremecimiento de placer.
–Vaya, eso ha estado muy bien –murmura, mientras me besa.
–Sí –digo yo, estudiando su expresión.
Desde luego, ha estado muy bien. Pero, ¿qué significa esa imagen del vestido de novia? Esta es una revelación extraña.
Entonces veo un brillo extraño en los ojos de Kirk.
–Nunca lo había sentido tan... fuerte –sonríe, dándose la vuelta.
Ah, ya sé qué significa ese brillo en sus ojos: orgullo. El típico orgullo masculino ante un polvo bien echado.
–No sé qué ha pasado... Joder, estábamos en la postura del misionero. Nada especial... a lo mejor ha sido el nuevo colchón. Si lo sé, le doy una propina al dependiente.
«Por favor».
Yo empiezo a ponerme de los nervios pero, afortunadamente, Kirk me coloca encima de él. Y el enfado se me pasa ante el contacto de su sólido torso. O por la ternura de sus manos en mi espalda. O a lo mejor sólo quiero creer eso porque Kirk, como casi todos los hombres, es muy dado a comentar la parte técnica del acto amoroso, algo que a mí me resulta incomprensible.
Entonces mira el reloj y se levanta de un salto.
–¿Las diez? Tengo que hacer la maleta.
–¿La maleta?
–¿No te lo he dicho? –sonríe Kirk, mientras se pone los calzoncillos–. Me voy a casa este fin de semana.
¿A casa? Kirk se va a Newton, Massachusetts, para visitar a sus padres. Unos padres a los que yo todavía no conozco.
–¿Cuándo lo has decidido? –le pregunto, sintiendo cómo el pánico empieza a apoderarse de mí.
–La semana pasada. Iba a decírtelo...
Kirk va a pasar el fin de semana con sus padres y ha olvidado decírmelo. Mientras yo estaba teniendo un orgasmo al imaginar un vestido de novia, él estaba planeando una peregrinación a casa de mamá sin contar conmigo. Y es la tercera vez en un año y ocho meses. Claramente, yo no soy la mujer que está a punto de abrir su tapa.
–Podrías habérmelo dicho antes...
«Y así podría haber exigido mis derechos como novia», pienso, pero no se lo digo.
–Lo siento, cariño –dice él, contrito–. Ya sabes que tengo mucho lío con el nuevo cliente. ¿Te he dicho que estoy diseñando un programa informático para Norwood? Tienen oficinas por todo el país y si consigo un contrato con ellos podría tener trabajo para varios años...
Sus palabras me dejan en silencio un momento. Desde luego, Kirk es un chico muy serio y dedicado a su trabajo. Y el programa informático que creó hace seis meses es lo más importante para él. Ante tanta ambición, me da corte decirle: «oye, mira, considero que ya es hora de conocer a tus padres».
–Voy a bajar un momento a la tienda para comprar un par de cosas que necesito. ¿Quieres algo?
«Sí, que no te vayas».
–No, nada.
–Vuelvo en diez minutos –sonríe Kirk, dándome un besito en la frente.
En cuanto cierra la puerta, levanto el teléfono. Necesito otra perspectiva, en concreto la perspectiva de un ex novio. Y como el orgullo me impide llamar al recién comprometido Josh, llamo a Randy. Después de todo, no casarte con tus novios tiene sus ventajas. Yo he conseguido convertir al menos a dos ex novios en amigos.
–No sabía que eso te preocupase –me dice Randy cuando le pregunto por qué él y yo nunca hablamos de casarnos.
–¿Cómo?
–Pensé que el matrimonio y los hijos no te interesaban. Ah, por cierto, ¿te he dicho que Cheryl y yo estamos intentando tener un niño?
–Genial. ¿Cómo que no me interesaba?
–Vamos, Angie, sabes tan bien como yo que tu carrera es lo primero para ti. Siempre has querido ser una estrella de cine.
–Una estrella no, yo soy actriz.
–Bueno, da igual.
Cuando cuelgo unos minutos después, empiezo a preguntarme si estoy dando una imagen equivocada de mí misma. Cierto, siempre he tenido el sueño de hacer una carrera como actriz. Y aunque aún no he conseguido el papel de mi vida, Todos arriba es algo, ¿no?
Pero debo ser realista si quiero abrir la tapa de Kirk. Tengo treinta y un años, como me recuerda mi madre siempre que puede...
Y debo empezar a parecer una chica que quiere casarse.
Cuando llego a casa al día siguiente, después de la grabación, y descubro a Justin intentando meter un sofá por el estrecho pasillo, me doy cuenta de que, aunque no estoy casada, puedo hablar como si lo estuviera.
–¿Qué estás haciendo? –le grito, aunque veo perfectamente lo que está haciendo: subir muebles viejos a casa. Porque aunque Justin es encantador, tiene una manía horrorosa: buscar en la basura.
–Hola –me sonríe, señalando su última adquisición: un sofá estampado en verde y rojo que ha visto días mejores–. ¿Te puedes creer que alguien ha tirado esto a la basura?
Desde luego, pienso, mirando el estampado de flores y los cojines aplastados.
–Estaba delante del portal.
Un sofá de 1965 justo delante del portal. Evidentemente, Justin no ha podido resistirse.
–Ya tenemos dos sofás.
Mi compañero de piso había prometido deshacerse de uno de ellos y pienso, no por primera vez, que haber heredado el piso de su tía Eleanor puede ser una maldición. Además de los muebles que su tía le dejó a su sobrino favorito, Justin ha adquirido en la basura, entre otras cosas, cuatro televisores, tres vídeos, seis estanterías cada una de un estilo diferente y una barbacoa que supongo guarda para cuando se compre una casa en las afueras.
En su mente, Justin no cree estar rescatando basura, sino auténticos tesoros.
–Ange, ¿podrías echarme una mano?
Yo dejo escapar un suspiro, atrapada como estoy en el pasillo.
–¿Cómo lo has subido?
Aunque Justin tiene músculos a pesar de ser delgado, no entiendo cómo ha podido subir dos pisos con este monstruo de cien kilos.
–David, el del 3º B, me ha echado una mano. Y me ha dicho que tiene unas lámparas viejas...
–Cielo, tenemos que hablar –lo interrumpo, intentando hacerlo con amabilidad. Pero cuando iba a darle una charla sobre los peligros del reciclaje, suena el teléfono.
–¿Puedes...?
Justin entra en el salón.
–¿Dígame? Hola, señora Di, ¿cómo está?
Mi madre.
Me siento en el brazo del sofá y espero mientras mi compañero de piso la encandila. A veces creo que sólo llama para hablar con él. Pero es normal. Incluso yo me quedé obnubilada cuando lo conocí en una clase de improvisación. Entonces los dos empezábamos como actores y Justin acababa de abandonar una carrera detrás de las cámaras. Había ganado un premio por una película que debería haber ido al festival de Sundance, pero no encontraba distribuidor y decía querer ampliar sus horizontes profesionales. Aunque yo no lo entiendo porque tan difícil es conseguir trabajo en el cine delante como detrás de las cámaras.
Pero Justin parece contento con un trabajo como técnico en una productora de Long Island, con un horario flexible para perseguir sus objetivos como actor... y cantante. Pues sí, también quiere ser cantante.
Nuestro profesor de improvisación nos había puesto juntos. Al principio me daba miedo trabajar con él porque, con su pelo rubio y sus ojos verdes, era la clase de tío que yo intentaba evitar. Después de todo, un tío guapo (actor, además) tiene que ser creído por fuerza. Así que puedes imaginar cómo me sentí cuando el profesor nos pidió que hiciéramos un ejercicio que consistía en que yo me pusiera de espaldas y me dejase caer en sus brazos.
Para crear confianza, por lo visto. En cuanto Justin me sujetó supe instintivamente que ese chico siempre estaría a mi lado. Y así fue. Cuando mi antigua compañera de piso me echó hace dos años porque prefería vivir con su novio, Justin me abrió las puertas de su apartamento sin pestañear.
A mi madre no le hizo mucha gracia que me fuera a vivir con un chico, pero en cuanto lo llevé a cenar se ganó su confianza como se había ganado la mía.
–¿Este domingo? –está diciendo Justin ahora–. Señora Di, no me haga esto. Ya sabe que no puedo resistirme a sus manicotti, pero es que Lauren viene a verme este fin de semana.
Lauren es su novia desde hace tres años, aunque en realidad juntos sólo han debido pasar unos tres meses. Lauren es una actriz de teatro que siempre hace papeles protagonistas, pero nunca en Nueva York. Ahora mismo está haciendo un Ibsen en Florida.
–Sí, este fin de semana tengo novia, pero creo que Ángela no tiene ningún plan. Un momento, enseguida se pone. Un abrazo, señora Di –termina Justin, dándome el teléfono... después de haber destrozado mis planes para el fin de semana.
–Hola, mamá –digo tirándome en el sofá, del que sale una nube de polvo.
–¡Ángela! –grita mi madre, como si fuera un milagro oír mi voz. La pobre sigue pensando que vivo en un barrio peligroso sólo porque a mi hermano Sonny se le ocurrió alquilar una película de matones supuestamente situada aquí.
–¿Qué tal, mamá? ¿Qué tal está la abuela?
Mi abuela también vive en Brooklyn, en el piso de abajo. O sea, que es como si vivieran juntas, pero no del todo.
–La abuela está bien. Y deseando verte el domingo. Sonny y Vanessa van a venir también –me informa mi madre, como si el tonto de mi hermano y su mujer fueran una invitación irresistible.
Pero ya no hay forma de escapar.
«La familia es lo primero», suele decir, como buena italiana que es. Y sé que tiene razón. Aunque resulte difícil de creer en Nueva York, donde nadie parece tener padres.
–Vas a traer a Kirk, ¿no?
–No, se ha ido de viaje.
–¿Ah, sí?
Por su tono de voz, debe pensar que es un viaje de negocios y decido no desilusionarla. Después de todo, Kirk es prácticamente un miembro de mi familia.
El asqueroso.
–Mamá, tengo que colgar. Justin ha traído un... sofá y tenemos que sacarlo del pasillo.
–¿Un sofá? Creí que ya teníais un sofá.
–Sí, pero es que Justin ha decidido coleccionarlos.
Mi madre se ríe, como si todo lo que hace Justin fuera estupendo. Intento colgar el teléfono, pero no llego.
–¡JUSTIN! –le grito, lo suficientemente alto como para que me oigan en todo el barrio.
–¿Qué pasa?
–¿Cómo que qué pasa? –exclamo, golpeando el sofá y levantando otra nube de polvo.
–Jo, no me había dado cuenta de que estaba tan sucio –suspira Justin cuando me oye estornudar.
–Aparentemente, no te das cuenta de muchas cosas. Como por ejemplo que ya tenemos dos sofás. O como que tendré que ir a cenar a Brooklyn el domingo por la noche, así que me acostaré tarde y...
–Pero si tú nunca te acuestas antes de medianoche –me interrumpe él–. Aunque estés en casa.
–¡Eso no tiene nada que ver!
–¿Entonces qué pasa?
–Lo que pasa... lo que pasa... es que Kirk se ha ido a pasar el fin de semana con sus padres –le digo por fin.
–¿Y por qué no le has dicho a tu madre que te vas con él?
–Porque no voy con él.
–Ah.
–No me ha pedido que vaya con él.
–Ah –repite Justin, en otro tono, como si hubiera comprendido.
–¿No debería haberme pedido que fuera con él?
Mi amigo se lo piensa un momento.
–¿Tú querías ir?
–Eso da igual –suspiro yo. Los hombres no se enteran de nada–. El caso es que llevamos casi dos años saliendo y aún no me ha presentado a sus padres. Mientras él sí conoce a mi madre.
–Bueno, es que Brooklyn está más cerca que... ¿de dónde es Kirk?
–De Newton, Massachusetts. Pero el caso es que no me toma en serio. No lo suficiente como para presentarme a sus padres... o para casarse conmigo.
Justin me mira con expresión de sorpresa.
–¿Casarse contigo?
¿Qué les pasa a los hombres cuando se menciona la palabra «casarse»?
–Sí, casarse conmigo. ¿Por qué es tan difícil de creer que Kirk pueda casarse conmigo? Después de todo, llevo casi dos años durmiendo con él, comiendo con él, compartiendo mis pensamientos con él... ¿no crees que ha llegado la hora de ser novios formales?
–Nosotros comemos y dormimos en la misma casa –sonríe Justin–. Y no vamos a casarnos, ¿verdad?
–Mira, déjalo –suspiro yo, pensando que por muy agradable que sea, este chico no se entera de nada. Después de todo, es un tío y yo conozco a los tíos porque he crecido en una casa llena de ellos–. Vamos a buscar un sitio para el sofá.
Entonces me acuerdo del apartamento de Kirk, tan ordenado, tan limpio, y me doy cuenta de que hay otras razones para casarse.
Razones inmobiliarias, por ejemplo.
Decido llevar mi problema al Comité. El Comité, llamado así por su infalible habilidad para tener una opinión sobre absolutamente todo y todos, está formado por Michelle, Roberta y Doreen, o sea, las tres encargadas de Atención al Cliente en Lee y Laurie, que me han enseñado todo lo que sé sobre la venta por catálogo.
El trabajo me lo consiguió Michelle cuando mi madre se encargó de gritar a los cuatro vientos de Brooklyn que su hija no tenía trabajo, ni dinero ni futuro. Y se lo agradezco. Una aprende mucho aquí.
Además, es un sitio que me viene muy bien para poder seguir trabajando como actriz porque sólo trabajo de tres a nueve cuatro días a la semana y tengo seguro médico. La clase de seguro médico soñado por una chica que, como yo, siempre tiene alguna alergia.
Y también es la meca para una mujer casada, a juzgar por la cantidad de mujeres casadas que trabajan aquí. Y precisamente porque son mujeres casadas o divorciadas, decido contarles mi problema.
El Comité, como ya he dicho, está compuesto por mi ex compañera de instituto Michelle Delgrosso (que aparentemente sólo trabaja en Lee y Laurie para pagar los cosméticos de Mac y unos cortes de pelo carísimos que le dejan la melena larga, lisa y más brillante que a nadie... aunque, eso sí, un poco de los ochenta), Roberta Simmons (una mujer de cuarenta años, madre de dos hijos) y Doreen Sikorsky (una divorciada que está harta de los hombres). Y yo.
–Hola –las saludo, mientras me siento en mi sitio.
En este momento sólo están Michelle y Doreen. Y como Doreen está hablando por teléfono, sólo me queda Michelle, que es el epítome de todo lo que mi madre considera bueno en este mundo. Nacida en Brooklyn, casada a los veintitrés años y propietaria de una casa de tres dormitorios en Marine Park.
–¿Dónde está Roberta?
La vida de Roberta está más cerca de mis aspiraciones... si viviera en Manhattan.
–En el lavabo, como siempre –contesta Michelle–. Te lo juro, yo no sé qué come esa mujer.
–No todas podemos ser bulímicas, Michelle –dice Doreen, que acaba de colgar–. Hola, DiFranco, ¿cómo va todo?
Yo suspiro. Esta es la clase de gente con la que uno se relaciona cuando acepta un trabajo en el que te pagan quince dólares la hora. Quizá debería guardarme el dilema para mí misma...
Pero entonces aparece Roberta, con su aspecto de mujer que sabe lo que quiere. A lo mejor es el pelo corto; las mujeres con pelo corto siempre parecen sensatas y responsables. O quizá es el caro traje de chaqueta, que debe haber comprado con el descuento para empleados de Lee y Laurie.
–Hola, Angie.
–Hola, Roberta.
Cuando estoy a punto de contarles mi problema, en mis oídos suena el familiar pitido que anuncia una llamada.
–Gracias por llamar a Lee y Laurie. Soy Ángela, ¿en qué puedo ayudarla?
La cliente quiere comprar el jersey que lleva una guapísima modelo en la página setenta y cuatro del catálogo. Y lo quiere en todos los colores.
Una vez solucionada la llamada, me vuelvo hacia mis compañeras.
–Kirk se ha ido a ver a sus padres este fin de semana. Sin mí.
–¿No conoces a sus padres? –pregunta Michelle.
–No.
–Pues rompe con él –me aconseja Doreen. Yo miro a Roberta, pero está atendiendo una llamada.
–No le hagas caso –dice Michelle–. Una cosa, Angie, ¿desde cuándo sales con Kirk?
–Un año y ocho meses.
–¿Tanto? Vaya... –Michelle arruga el ceño y frunce los perfilados labios.
–No te interesa casarte con ese tío. En realidad, no te interesa casarte –sigue diciendo Doreen–. Un hombre así nunca te dará lo que necesitas.
–Eso depende de lo que Angie necesite, ¿no? –interviene Michelle–. ¿Qué quieres de él, Angie?
Esa pregunta me llena de confusión. ¿Qué quiero de Kirk? Entonces me acuerdo del vestido de novia, el que apareció en mi mente mientras estaba haciendo el amor con él... y el asombroso orgasmo. ¿Por qué no voy a querer casarme? Me gusta la idea de volver a casa y encontrar a la misma persona, alguien que siempre esté ahí para ayudarme en los malos momentos. Quiero un hombre para toda la vida.
Y cuando miro los vaqueros de diseño de Michelle, veo que necesito algo más: dos sueldos. Es normal. Vivir en Nueva York no es fácil con lo que gano en Lee y Laurie. Y mi ilustre papel en Todos arriba sólo me da para el transporte y la tintorería.
Esto no significa que no quiera a Kirk. Lo quiero. Más razón para combinar salarios, facturas y, sobre todo, el dinero del alquiler, pienso, recordando mi piso lleno de sofás.
–Quiero casarme con él, claro.
Para Michelle –que desde los dieciocho años estuvo planeando su boda con Frankie Delgrosso, copropietario (junto con su padre, por supuesto) de un concesionario de coches en Brooklyn– eso es causa de celebración.
–¡Ángela va a casarse! –grita–. Gracias por llamar a Lee y Laurie...
–¿Casarte? –repite Roberta–. ¿Con Kirk?
–¡Claro que con Kirk! ¿Con quién si no?... Gracias por llamar a Lee y Laurie. Soy Ángela. ¿En qué puedo ayudarla?
Intento concentrarme en la cliente, que quiere saber si hacemos arreglos, pero mientras le explico qué clase de pantalón le iría bien a sus extraordinarias medidas, me pregunto por qué a Roberta le parece tan raro que quiera casarme con Kirk. Frustrada después de diez minutos de explicaciones telefónicas, grito:
–¿Ha pensado alguna vez comprar pantalones con cinturilla elástica?
La cliente me contesta de mala manera y cuelga, enfadada. Rezando para que la coordinadora de ventas no haya escuchado esa llamada, me vuelvo hacia Roberta.