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Solo con mi mujer Dimitrios Pandakis había jurado que, a diferencia de su hermano, él jamás se dejaría atrapar por el matrimonio, y se había tomado tan en serio su promesa que, a pesar de su fama de rompecorazones, ¡nunca se había acostado con una mujer! Pero de pronto su nueva secretaria empezó a poner a prueba la firmeza de tal juramento. Con su aspecto sencillo, Alexandra Hamilton se las había arreglado para colarse en el corazón de Dimitrios, y él sabía que solo había una cosa que lo haría sentirse satisfecho: ¡casarse! Una vida por delante Zoe debía su vida a la Fundación Giannopolous y quería agradecérselo trabajando para ellos. Ni siquiera había tenido que negociar su puesto con el millonario Vasso Giannopolous. Enseguida se había enamorado no solo de la preciosa isla griega en la que trabajaba, sino también del atractivo magnate que vivía en ella. Vasso había mantenido su corazón a buen recaudo tras la última traición que había sufrido. Pero el coraje de la guapa Zoe le hizo darse cuenta de que había cosas por las que merecía la pena arriesgarlo todo, en especial por llegar hasta el altar.
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Seitenzahl: 379
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 550 - junio 2022
© 2001 Rebecca Winters
Solo con mi mujer
Título original: The Bridegroom’s Vow
© 2015 Rebecca Winters
Una vida por delante
Título original: A Wedding for the Greek Tycoon
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002 y 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-749-3
Créditos
Índice
Solo con mi mujer
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Una vida por delante
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Dimitrios oyó unos pasos en el pasillo, detrás de la puerta. Se destapó y se levantó, curioso por saber qué pasaba.
–¿Leon? –dijo en un susurro al ver a su adorado hermano mayor con una maleta–. ¿Qué pasa?
Leon se dio la vuelta.
–Vuelve a la cama Dimi.
Ignorando la orden, se encaminó hacia Leon.
–¿Adónde vas?
–Baja la voz. Muy pronto te enterarás.
–¡Pero no te puedes ir! –Dimitrios adoraba a Leon, quien había ejercido no ya de hermano, sino de padre y protector, durante aquel último año–. Si te vas, yo me iré contigo. Estaré listo en unos minutos.
–No, Dimi. Tienes que quedarte con el tío Spiros y con los primos. Volveré dentro de una semana.
A Dimitrios se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Los primos no son tan divertidos como tú y el tío Spiros es demasiado estricto.
–Desde que papá y mamá murieron, ha sido muy bueno con nosotros a su modo. No será tan malo.
Dimitrios sintió un ataque de pánico y se lanzó a los brazos de su hermano.
–¡Por favor, déjame ir contigo!
–No puedes. Verás, me voy a casar esta misma noche. Ya está todo arreglado.
«¿Casarse?».
Dimitrios sintió que el mundo entero se desmoronaba.
–¿Con cuál de tus novias?
–Con Ananke Paulos.
–Nunca he oído hablar de ella. ¿La traerás aquí?
–No –dijo él con un fuerte suspiro–. Iremos a vivir a la villa de papá y mamá.
–¿Me podré ir con vosotros? Allí tengo mi habitación.
Leon negó con la cabeza.
–Lo siento, pero a las mujeres no les gusta tener que compartir su casa.
–¡Pero eso significa que no volveremos a vivir juntos!
–Siempre seremos hermanos. Te vendré a visitar todos los días.
El dolor se hacía cada vez más insoportable.
–¿La quieres más que a mí?
Leon lo miró con los ojos llenos de angustia.
–No, claro que no. La verdad es que daría cualquier cosa por no tener que casarme con ella. Pero está embarazada y yo soy el padre de ese niño.
Dimitrios parpadeó atónito.
–¿Va a tener un bebé?
–Sí.
–¿Le has hecho un bebé a una mujer que no amas? –no podía entender algo así.
–Oh, Dimi, escucha… Tienes solo doce años y no eres lo suficientemente mayor para entender ciertos sentimientos que tiene un hombre. Cuando el día llegue, tú cuerpo reaccionará al ver a una mujer hermosa. Sentirás ganas de abrazarla y de hacerle el amor. El placer que una mujer puede darte es algo increíble.
Dimitrios frunció el ceño.
–¿Algo increíble?
Leon resopló frustrado al no poder hacerle entender a su hermano lo que trataba de explicarle.
–Cuando un hombre y una mujer hacen el amor, la sensación es absolutamente maravillosa.
–¿Fue así con Ananke?
–Sí.
–Pero no la quieres.
–Se puede desear a una mujer a la que no se ama. Nunca me habría casado con ella de no ser por el bebé. Pero ahora tengo una obligación que cumplir.
–¡No puede ser! –gritó Dimitrios con desesperación–. ¿Qué clase de mujer puede querer vivir con un hombre que ella sabe que no la quiere?
Leon suspiró.
–Dimi, hay otras razones por las que ella quiere casarse conmigo.
–¿Qué razones?
–Por el dinero y el estatus social.
–No lo entiendo.
–Sabes que nuestra familia ha tenido y tiene un poderoso imperio financiero en Grecia desde hace muchas generaciones. Nuestra reputación es reconocida en todo el mundo. El tío Spiro se reúne continuamente con gente muy importante, tal y como hacía nuestro padre antes de morir. Por ese motivo, Ananke me ha engañado, y se ha quedado embarazada con la esperanza de pasar así a formar parte de nuestra familia. Ha conseguido lo que quería, pero no va a ser la boda que ella esperaba. Iremos a la iglesia solo ella, su abuela como testigo y yo.
–¡La odio! –dijo Dimitrios con profundo dolor.
–No digas eso, Dimi. A partir de esta noche ella será una más de la familia.
–¡Me da igual, sigo diciéndolo! –con los ojos llenos de lágrimas, Dimitrios se apartó de su hermano–. ¿Tú crees que nuestra madre también se casó por dinero?
Leon tardó unos segundos en responder.
–Probablemente sí.
Su hermano era siempre brutalmente honesto. Su respuesta le dolió intensamente.
–¿Es que un hombre rico no puede encontrar a una mujer que lo ame por sí mismo?
–No puedo responder a eso. Pero querría que tú no cometieras el mismo error que he cometido yo. Por desgracia, sé que lo vas a tener difícil.
–¿Qué quieres decir?
–Algún día, tú dirigirás la corporación Pandakis, porque el tío Spiros dice que eres el más inteligente de todos nosotros. También serás, probablemente, el más guapo de todos. Tendrás a cientos de mujeres a tus pies y habrás de ser muy precavido para que no te atrapen como a mí.
Dimitrios apretó los dientes.
–Nada de eso me va a suceder a mí.
Leon sonrió con tristeza.
–¿Cómo lo sabes?
–Jamás haré el amor con una mujer. Así no tendré que preocuparme.
–Claro que lo harás –le dijo su hermano y le acarició la mata de rizos negros–. Continuaremos con esta conversación la semana próxima.
Dimitrios vio cómo su hermano se alejaba y sintió un profundo dolor, tan intenso como el de la noche en que les dijeron que sus padres se habían matado. También entonces había sentido ganas de morir.
Alexandra Hamilton no confiaba en nadie para que le tiñera el pelo, con la única excepción de Michael, peluquero de Z-Attitude en Paterson, New Jersey.
Era un verdadero genio en su oficio y, además, hacía las veces de confesor de los más íntimos secretos de Alexandra.
Michael no era solo un peluquero, sino que entretenía gustoso a todas las mujeres que entraban en su salón. Todas lo adoraban, jóvenes y mayores.
Los ojos verdes de Alexandra se encontraron con la incisiva mirada de Michael en el espejo.
–¿Cuándo te vas a quitar ese tinte aburrido y vas a dejar que salga a la luz tu rubio natural?
–Cuando él se enamore de mí tal y como soy.
Con ese «él» se refería a Dimitrios Pandakis, por supuesto. Alexandra lo amaba profunda y sinceramente.
–Siento recordarte esto, pero llevas diciendo lo mismo desde hace cuatro años, cuando entraste a trabajar en su compañía.
Alexandra le sacó la lengua y no respondió.
–Repito que lo siento –dijo Michael sin ningún tipo de arrepentimiento en su voz.
Ella alzó la barbilla.
–Voy progresando.
–¿Desde que le pusiste veneno en el café a su anterior secretaria hace seis meses?
–¡Michael! ¡Eso no tiene gracia! Era una mujer maravillosa. Todavía la echo de menos y sé que él también.
–Solo estaba bromeando. Cuéntame, ¿en que consiste ese progreso tuyo?
–Debo de ser la única mujer en los cinco continentes que no trata de captar su atención desesperadamente –le aseguró ella–. Y un día se va a dar cuenta.
–Espero que sea antes de que se case con otra mujer y tenga un heredero para su fortuna.
Ella frunció el ceño.
–Gracias por ser positivo respecto a mis posibilidades.
–Sabes que me quieres porque te digo la verdad.
Ella se mordió el labio.
–Tiene un sobrino al que adora como si fuera su hijo. La señora Landau me contó que el hermano de Dimitrios murió tiempo atrás, y él tuvo que hacerse cargo de su sobrino Leon.
–Bueno, eso implica que quizá no tenga demasiada prisa en fundar su propia familia.
–¡Ya está bien, Michael!
Él sonrió y la miró de arriba abajo.
–Tienes que reconocer que sé lo que me hago. Admite que la transformación que obré en ti ha sido una auténtica expresión del artista que llevo dentro.
–No te pega ser modesto. Porque, sencillamente, no dices que has creado una obra maestra.
Gracias a sus dotes y conocimientos sobre peluquería y maquillaje, Michael había logrado crearle una imagen muy diferente a la original, dandole el aspecto de alguien mucho mayor.
–Puede que sí. Pero quizá me excedí al recomendarte esas gafas de ostra. Pareces sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial.
–Esa era la idea. Sabes que estoy en deuda contigo –dijo ella.
–Ya me pagarás, dejando que mis amigos y yo nos quedemos en tu suite del hotel de Thessalonica durante las fiestas.
–A pesar de todo, creo que salgo ganando.
–¿Tienes idea de cuánto cuesta una suite?
–No –respondió ella.
–Claro, a ti qué más te da, siendo la secretaria privada de Dimitrios Pandakis. ¡Hay que ver cómo vives! –dijo él en un tono dramático.
–Sabes que a mí eso me da exactamente igual.
Michael se puso serio por un momento.
–¿No es un poco difícil ser siempre su compañera profesional, pero que nunca haya nada personal?
Su comentario tocó una fibra sensible.
–No podría imaginarme dejar de verlo cada día.
–Eres imposible, querida.
–Lo sé –se levantó y le dio un beso en la mejilla–. Nos veremos en Grecia la semana que viene.
–Nosotros vamos a ir vestidos de trovadores. ¿Seguro que no quieres que os lleve a ti y a tu jefe algún traje?
Ella negó con la cabeza.
–Al señor Hamilton no le gustan los disfraces.
–Es una pena.
Alexandra se rio.
–Que tengas un buen viaje, Michael.
–¿Te refieres al viaje chárter que voy a compartir con otras trescientas personas enlatadas como sardinas? La que tendrá un buen viaje serás tú, que vas en el jet privado de Pandakis.
–Reconozco que esa parte tiene su encanto.
Se marchó del salón reconociendo y agradeciendo el que el disfraz elaborado por Michael hubiera funcionado también durante los cuatro años que llevaba trabajando para Dimitrios. Se había ganado la confianza del gran magnate. Pero al pensar que tal vez eso sería todo lo que obtendría de él sintió un profundo pesar.
Alexandra pensó en el otro motivo que la había llevado a cambiar su aspecto. En el fondo temía que Giorgio Pandakis la pudiera reconocer cuando fueran a Grecia. Claro que lo dudaba, pues Dimitrios no parecía haberlo hecho.
Habían pasado nueve años desde aquella noche en que Giorgio Pandakis, totalmente borracho, había tratado de acosarla, cuando solo tenía dieciséis años. Por suerte, fuera del museo de la seda de Paterson alguien lo estaba buscando y oyó los gritos.
Alexandra jamás había olvidado el rostro de su defensor, que apareció oculto entre las sombras. Como un negro príncipe justiciero, Dimitrios Pandakis había apartado a su primo de ella y lo había lanzado al suelo de un golpe, dejándolo inconsciente.
Después le había preguntado a Alexandra si quería poner una denuncia, sin importarle cómo aquel acto bárbaro podría ensuciar el nombre de la familia.
En aquel mismo instante, ella se había enamorado de él.
En cuanto se hubo tranquilizado, le había asegurado que no sería necesario llamar a la policía. Lo único que quería era olvidar lo sucedido. Después de agradecerle lo que había hecho, había corrido a través del jardín, sujetándose las deshechas piezas de su camisa.
Antes de desaparecer por la esquina, se había vuelto a mirar a su salvador. Vio entonces cómo recogía a su primo y se lo echaba sobre el hombro, con el poder y la fuerza que solo un hombre así poseía.
Sus grandes ojos verdes se habían quedado fijos en él mientras la silueta se alejaba y desaparecía.
En aquel mismo instante había tomado la determinación de que algún día volverían a encontrarse, y lo harían en circunstancias muy distintas. Entonces, ella se encargaría de hacerse inolvidable para él también.
Mientras Dimitrios se abotonaba la camisa, alguien llamó a la puerta de su habitación. Asumiendo que se trataría de Serilda, el ama de llaves que se había ocupado de él desde su infancia, le dijo que pasara.
Pero, al abrirse la puerta, no escuchó los habituales comentarios sobre el tiempo y la situación mundial.
Así que no podía ser otro que su sobrino.
Dimitrios sentía un profundo amor por aquel muchacho de veintidós años, cuyo físico y cuyos gestos cada vez le recordaban más a su fallecido hermano.
Leon había muerto en un accidente de coche a la vuelta de su luna de miel, pero, milagrosamente, su esposa y el bebé que aún no había nacido no sufrieron daño alguno.
El niño, que fue bautizado con el mismo nombre de su padre, tenía un carácter jovial y alegre como el de su fallecido antecesor y una naturaleza abierta y amigable. Una vez superada la adolescencia con sus habituales problemas, se había convertido en un joven estupendo que estaba a punto de terminar la universidad.
Pero, desde el regreso de Dimitrios de China el día anterior, había tenido pocas oportunidades de ver al muchacho. Normalmente, Leon buscaba su compañía y le contaba con todo detalle cuanto sucedía en su mundo.
Sin embargo, en aquella ocasión se había limitado a darle un abrazo de bienvenida y se había marchado de la villa sin dar explicaciones. Dimitrios había notado que tenía ojeras y que su gesto no era tan vivaz como de costumbre.
Algo le ocurría, estaba seguro. Esperaba que no fuera nada serio. Quizá era el momento de averiguar de qué se trataba.
–Te has levantado muy pronto, Leon –dijo–. Me alegro, porque estaba a punto de ir a buscarte. Te he echado de menos y estaba ansioso por tener un rato para charlar contigo.
Tras ponerse la chaqueta, salió del vestidor esperando encontrarse a su sobrino.
Pero, al comprobar que no se trataba de él sino de Ananke, aún en camisón, sintió una náusea.
Siempre había sentido una repulsión total hacia la mujer que había forzado a su hermano a un matrimonio que no quería, pero el amor por su sobrino había atemperado tan destructivo sentimiento, y había hecho que, al menos, llegara a tolerar la presencia de aquella mujer en la villa.
Ananke tenía entonces cuarenta y un años y era una mujer aún muy atractiva para muchos hombres. Pero a ella no le interesaba nadie.
En muchas ocasiones, Dimitrios se había preguntado si en realidad lo que ella esperaba era poder convertirse en su esposa. Aunque siempre había dejado muy claro que no tenía intención de casarse hasta que su hijo no tuviera una familia por sí mismo, Dimitrios sabía que eso no era más que una excusa para permanecer en la villa. También sabía que ningún otro hombre aparte de él le podía ofrecer el estilo de vida de los Pandakis.
En una fiesta de cumpleaños reciente, uno de sus primos, Vaso, había sugerido algo parecido. La mirada de Dimitrios había sido suficientemente expresiva como para que el hijo de Spiro Pandakis no volviera a sacar el tema jamás.
Por desgracia, nada parecía poner trabas a la insaciable ambición de Ananke. La temeridad de ir a buscarlo a las siete de la mañana a su dormitorio daba prueba de ello.
Normalmente, y por respeto a su hermano y a su sobrino, la trataba educada y correctamente. Pero aquello había sobrepasado los límites de lo aceptable.
–No tienes ningún derecho a estar aquí, Ananke.
–Por favor, no te enfades conmigo. Tengo que hablar contigo antes de que Leon se entere –parecía haber estado llorando–. Es algo muy importante.
–¿Tan importante como para dar falsas impresiones a mis empleados y a mi sobrino? –le preguntó furioso–. De ahora y para siempre, para cualquier asunto que tengas que tratar conmigo, ven a verme a mi oficina.
–¡Espera! –le gritó ella al ver que salía a toda prisa de la habitación y se alejaba por el corredor haciendo caso omiso a su súplica–. Dimitrios…
Corrió tras él brevemente, pero él no se detuvo.
Cerró la puerta de la casa y el repiquetear de aquellos tacones altos cesó. Estaba a punto de llegar al garaje cuando su sobrino lo llamó.
Dimitrios se dio la vuelta y se sorprendió al ver que Leon venía detrás de él.
–Tío –lo alcanzó–. Necesito hablar contigo. ¿Podría llevarte a la oficina?
Durante unos segundos Dimitrios se sintió culpable por haber despreciado a Ananke cuando trataba de alertarlo de algo. Pero el sentimiento desapareció al pensar en sus continuas tretas y engaños.
–El trabajo puede esperar. ¿Por qué no vamos a comer algo juntos? Llamaré a Stavros para decirle que iré un poco más tarde.
–¿Estás seguro? ¿No preferirías pasar un rato con alguna de tus amigas ahora que has regresado de China?
–Ninguna mujer es más importante que tú, Leon.
–¿Estás seguro? El otro día en Elektra, Ionna vino a preguntarme cuándo regresabas. Me dijo que tenía que hablar contigo urgentemente. Incluso me pidió tú número de móvil. Le dije que no lo recordaba.
Dimitrios sacudió la cabeza.
–Si realmente fue así de directa, entonces ha firmado su sentencia de muerte.
Su sobrino lo miró fijamente.
–Pero es muy guapa.
–Estoy de acuerdo. Pero ya conoces mis reglas, Leon. Cuando una mujer empieza a tomar la iniciativa, entonces desaparezco.
–Es una buena regla. Yo la he estado usando y he de decir que funciona.
Por alguna razón, oír aquella afirmación de labios de su sobrino le resultó excesivamente cínica.
–La verdad es que me alegro de que podamos pasar algún tiempo juntos –dijo Dimitrios y le dio un gran abrazo a su sobrino. Minutos después el coche ya estaba en las colinas de Thessalonica, desde donde se veía toda la bahía. Tomó su móvil y llamó a su ayudante–. Stavros, ¿puedes arreglártelas sin mí un rato más?
–¿La verdad?
La pregunta sorprendió a Dimitrios.
–Siempre.
–Puede que la señorita Hamilton y yo estemos a muchos miles de kilómetros, pero desde que ella empezó a trabajar aquí me siento totalmente innecesario.
–Eres indispensable para la compañía, Stavros, y lo sabes –se apresuró a asegurarle. El hombre de sesenta y seis años había llevado la sucursal griega de la empresa Pandakis durante décadas.
La señorita Hamilton, ex ayudante de su secretaria privada, la señora Landau, quien había muerto inesperadamente seis meses atrás, estaba aún en sus comienzos. Pero Dimitrios entendía perfectamente el comentario de Stavros.
La señorita Hamilton era una auténtica joya, una mujer renacentista: brillante, creativa. Una combinación de eficiencia, habilidad y trabajo duro que, a pesar de no tener una gran belleza, si resultaba tremendamente agradable. Tenía demasiados atributos buenos como para poder etiquetarla. La señora Landau había hecho muy bien contratándola.
Durante su viaje a Beijing había podido definir qué era lo que hacía de ella alguien tan especial. Había sido en la recepción, al verla relacionarse con sus colegas, donde se había dado cuenta de cómo era capaz de desplegar su magia y, a la vez, negociar sin dar tregua.
Prestaba atención al detalle tal y como lo hace una mujer, pero pensaba como un hombre. Y, además de todo eso, no parecía tener ningún interés en él.
–La señorita Hamilton ha aportado sus valores a esta compañía tal y como lo hiciste tú en su momento, enseñándome todo cuanto sé, Stavros. Estoy ansioso de que os conozcáis la semana próxima. Ella te admira mucho.
–Yo también estoy deseando conocerla. La primavera va encontrarse con el invierno.
–Ella tiene ya sus treinta y bastantes, con lo que yo más bien diría que es el verano. En cualquier caso, te noto extrañamente cascarrabias.
–Tienes que ser abierto con los achaques de la edad.
Dimitrios se rio, no sin notar la vulnerabilidad de su ayudante. Quizá debía hablar con la señorita Hamilton para que le dejara a Stavros algún asunto importante del que ocuparse.
–Quiero que te quede claro que no te voy a dejar jubilarte hasta que yo no me jubile. Nos veremos a última hora de la tarde.
–¿Qué le sucede a Stavros? –le preguntó su sobrino en cuanto colgó el teléfono.
Dimitrios apoyó la cabeza sobre el respaldo.
–Está tomando conciencia de que se hace viejo.
–Lo entiendo.
Dimitrios se habría reído de semejante comentario de no haber sido por el tono tan serio que Leon le había imprimido.
–Me has dicho que querías hablar conmigo. Como me has contado lo de Ionna, no he podido evitar preguntarme si acaso te has enamorado de alguna chica que tu madre no aprueba.
Leon negó con la cabeza.
–No es por eso por lo que hemos discutido, sino porque le he dicho que no me gusta la carrera que estoy haciendo y que quiero dejar la universidad. Todavía estamos en septiembre y estoy a tiempo de anular la matrícula.
Dimitrios se obligó a sí mismo a mantener la calma y a no reaccionar precipitadamente.
–Debes tener una buena razón para tomar una decisión tan drástica.
–¡No me siento bien con lo que hago! –gritó él–. Nunca me he sentido bien. Mi madre siempre ha tenido el empeño de que sea el heredero del imperio Pandakis. Dice que se lo debo a la memoria de mi padre. Pero no me interesa el mundo de los negocios. ¿Tú crees que eso me convierte en un traidor? –preguntó con voz ansiosa.
–No, claro que no –respondió Dimitrios.
En aquel momento, le habría gustado poder decirle a su sobrino unas cuantas verdades, como que su padre no estaba tampoco interesado en los negocios, o que su madre era en realidad una «cazafortunas». Pero la sinceridad estaba a veces reñida con el cariño, pues no quería hacer daño al joven.
–¿Qué es lo que quieres hacer en la vida? ¿Lo sabes?
Leon suspiró.
–Tengo una idea, y un sentimiento que crece con cada visita al monte Athos. Tú fuiste el primero que me llevó allí, ¿recuerdas? Dimos un enorme paseo y dormimos y comimos en varios monasterios.
Claro que lo recordaba, sobre todo la fascinación que su sobrino había sentido desde el primer momento por los monjes.
Dimitrios se incorporó. Sabía lo que Leon iba a decirle.
–Anoche le dije a mi madre que estaba pensando entrar en una orden religiosa. Ella salió de mi habitación completamente histérica. Jamás antes la había visto reaccionar así con nada. ¿Podrías hablar con ella, por favor? Tú eres la única persona a la que ella hace caso.
Cielo santo. ¿Sería posible que la admiración que Leon sentía por él lo hubiera llevado a considerar que el amor de una mujer era algo sin importancia?
La visita de Ananke a su habitación empezaba a cobrar un nuevo sentido.
Si su hijo renunciaba a todos sus bienes materiales y se retiraba a la montaña, Ananke no tendría más remedio que dejar la villa y marcharse a vivir a una casa modesta que Dimitrios le proporcionaría. Todos sus sueños se desvanecerían.
–Antes de hablar con tu madre, quiero saber con más detalle cómo te sientes.
–Como ya te he dicho, todavía tengo que pensar sobre ello.
–Nuestro viaje al monte Athos tuvo lugar hace diez años. Creo que has tenido bastante tiempo para pensar.
Leon se ruborizó y la reacción sorprendió a Dimitrios. Quizá su sobrino tenía una verdadera vocación religiosa. Si ese era el camino que quería seguir, no iba a ser él quien lo disuadiera de no hacerlo.
No obstante, puede que aquella vida monástica sonara muy bien a oídos de alguien joven y algo perdido aún en la vida.
Dimitrios jamás había puesto en duda cuál habría de ser su propio destino, y que su principal responsabilidad era la de ser su guardián. Por eso, primero escucharía las razones de Leon, para luego hacerle ver ciertas cosas en las que él no habría reparado. Sabía que aquella decisión partiría totalmente el corazón de Ananke, quien, a pesar de todos sus defectos, amaba a su hijo con veneración.
Pero también destrozaría a Dimitrios si no lograba quitarse de la cabeza que, quizá, la drástica opción que había elegido su sobrino estaba relacionada con el tormentoso pasado de su tío y cuanto le había transmitido a causa de eso.
De pronto, Dimitrios se sintió más viejo que Stavros.
La familia de Alexandra siempre se quejaba del poco tiempo que se quedaba cuando iba a visitarlos a Paterson. Sus padres nunca habían aprobado su idea de aparentar más edad para lograr que la compañía Pandakis la contratara. Ese era un tema de discusión constante con su madre cada vez que la veía.
–Yo creo que después de cuatro años en la compañía, podrías volver a recuperar tu aspecto normal y a usar ropa que corresponda a tu edad. Hace tanto tiempo que no te veo como realmente eres, que ya no te recuerdo.
–Mamá –suspiró Alexandra–. Quería tan desesperadamente que me contrataran, que habría sido capaz de cualquier cosa con tal de agradar a la señora Landau. Pensé que si le daba a mi imagen un aire de mujer madura, segura e independiente, tendría más posibilidades. El señor Pandakis puede tener fama de donjuán, pero en cuanto al personal con el que trabaja, es totalmente profesional y respetuoso.
–Pero la señora Landau ya no está, cariño. Ahora que has obtenido lo que querías, creo que no estaría de más que volvieras a tener la apariencia de mi hija de nuevo.
–No lo entiendes, mamá.
–Sí, claro que sí. No quieres correr el riesgo de que nada te aleje de él, porque estás totalmente prendada.
–Así es –admitió ella–. Ese hombre es…
–¿Extraordinario? –preguntó su madre–. Lo sé. Es la causa de que hayas dejado de salir y de que ya no tengas vida social alguna.
–En este momento no tengo tiempo de socializar. Pero cuando la feria haya terminado, él se va a tomar tres semanas de vacaciones y me ordenará a mí que haga lo mismo.
–Lo que significa que te pasarás tres semanas esperando el día en que puedas volver a trabajar para verlo.
Su madre la conocía demasiado bien.
–Alexandra –continuó su madre–. No me gusta interferir en tu vida, pero es evidente que estás completamente enamorada de ese hombre y eso te ciega respecto a una serie de verdades.
Alexandra hacía oídos sordos a cuanto su madre decía.
–¿No te das cuenta de que ese hombre no es normal?
–¿Por qué? ¿Solo porque no está casado y con tres niños? –gritó ella.
–Exacto. Es una persona que tiene demasiadas cosas, y me temo que se ha debido de perder en mitad del camino.
Alexandra negó con la cabeza.
–Si lo conocieras, no dirías eso.
–No me estoy refiriendo a su capacidad para los negocios. Hay algo en él que no está claro. Me da la sensación de que algo debió de hacerle mucho daño en su niñez, y es emocionalmente muy inmaduro. ¿Cómo, si no, explicas su incapacidad para establecer una relación estable? ¿Por qué la señora Landau elegía solo mujeres poco atractivas para trabajar con él? No es un tipo normal. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Los ojos de Alexandra se llenaron de lágrimas.
–Sí –susurró.
–Cariño –la madre la abrazó–. Yo lo único que quiero es tu felicidad, pero me temo que, si sigues a su lado, acabará aprovechándose de tu generosidad, sin darte nada a cambio. Acabarás quedándote soltera y no podrás formar una familia.
Alexandra lloró durante un minuto y luego se limpió las lágrimas.
–Mamá, tengo que contarte algo que quizá te haga entender por qué no puedo dejarlo escapar. Cuando solicité el trabajo en la Compañía Pandakis no fue por casualidad –dijo ella.
–Sospechaba algo así. Cuando su gente vino al seminario sobre seda hace diez años, recuerdo el impacto que causaron tantos hombres ricos y guapos en toda la ciudad. No era un mal sitio para iniciar una carrera una vez terminada la universidad.
–Realmente ocurrió hace nueve años.
La madre la miró interrogante.
–¿Qué fue lo que sucedió aquella noche? ¿Es que ese Dimitrios Pandakis se fijó en ti y te dijo que fueras a verlo cuando crecieras?
–¡No! –gritó Alexandra–. Si hubiera sido así, no habría necesitado disfraz alguno. Con quien sí ocurrió algo fue con Giorgio Pandakis.
Alexandra le contó a su madre cómo Dimitrios la había salvado de su primo.
–Estaba dispuesto a apoyarme, mamá. Me ofreció su ayuda porque él es así.
–No me extraña que si se comportó de ese modo te enamoraras de él –dijo la madre en un tono susurrante–. Siempre me había preguntado qué era lo que había sucedido, porque todo cuanto has hecho desde entonces ha sido teniéndolo a él en mente.
–Jamás he podido mirar a otro hombre y jamás podría hacerlo.
–Pero ¿qué te ha dado aparte de dolor? Todo esto tiene que acabar, cariño. Una fantasía adolescente es una cosa, pero en ti se ha convertido en una obsesión. Si ese hombre fuera para ti, a estas alturas algo habría sucedido entre vosotros.
Alexandra sabía que su madre tenía razón. Todo el mundo tenía razón, también Michael y Yanni.
–Me da miedo que te vayas a Grecia con él. Eso puede estrechar la relación entre vosotros, sin que tú consigas obtener nada a cambio.
–Pero tengo que ir, soy la organizadora de la feria.
–Veo eso claramente, pero creo que te estás metiendo en la boca del lobo. Además, no me gusta la idea de que estés cerca de su primo. Obviamente, ese muchacho ya debió de causar problemas antes de agredirte a ti, si no tú jefe no habría tenido la actitud que tuvo.
–No te preocupes, mamá. Giorgio lleva tiempo casado y tiene niños. Además, ya no soy una adolescente, y no creo que ni tan siquiera se fije en mí.
Su madre la miró fijamente.
–No estoy tan segura de eso. Puede que hayas crecido, pero siempre serás hermosa. Además, las mentiras terminan saliendo a la luz. ¿Cómo crees que reaccionaría el señor Pandakis si descubriera que te has disfrazado solo para conseguir que te contratara?
–Fue la señora Landau la que me dio el trabajo.
–Tú sabes a lo que me refiero.
Alex suspiró.
–No sé lo que Dimitrios sentiría si lo descubriera.
–Yo creo que sí lo sabes. Acabas de decirme que es un hombre honesto en todo lo que se refiere a su negocio. Los hombres así esperan que se los trate con idéntica honestidad. Acuérdate de lo que te digo, Alexandra: cada minuto que permaneces en ese trabajo estás corriendo un grave riesgo.
–¿Piensas que no lo sé? –dijo ella en un tono agónico–. He pensado mucho sobre ello. Entre Michael y tú me habéis convencido de que lo que debería hacer es renunciar a mi trabajo.
–Si realmente piensas así, entonces vete a Grecia a terminar lo que tienes entre manos, no te acerques a su familia y, después, regresa a casa y envía tu carta de renuncia. Él tendrá así tres semanas para encontrar a otra persona.
–Tienes razón –dijo ella descorazonada–. Charlene, mi ayudante, daría cualquier cosa por obtener mi puesto. En cuanto regrese, me buscaré algo cerca de aquí.
–¿Me lo prometes?
–Sí –abrazó a su madre–. Dale un beso a papá de mi parte. Me tengo que ir.
–Llámame tan a menudo como puedas.
–De acuerdo. Te quiero, mamá. Y gracias por el consejo.
–Es más que un consejo; es una advertencia.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Alexandra mientras se alejaba de la casa. Durante el trayecto de vuelta a Nueva York no hizo sino recordar una y otra vez la conversación que había mantenido con su madre.
Sentía que durante cuatro años había actuado como una necia. En todo aquel tiempo no había logrado causar ni el más mínimo impacto en Dimitrios.
Pero, si no a ella, si estaba dispuesta a que jamás olvidara los frutos de su trabajo.
Durante los últimos ocho meses se había dado en cuerpo y alma a la organización de la feria textil, dispuesta a lograr que Grecia alcanzara un puesto importante en la producción mundial.
Antes de que la señora Landau falleciera, ya le había encargado a Alexandra la elaboración de un proyecto atractivo, pues la compañía tenía que ganarse el apoyo del gobierno griego.
Aunque la señora Landau había dado su visto bueno a cuanto Alexandra había realizado, el fatal ataque que la mujer había sufrido en su casa había ocurrido antes de que pudiera presentarle el material a Dimitrios.
La muerte de la mujer había afectado mucho a todo el mundo, especialmente a él, quien, de pronto, se había encontrado sin su mano derecha, sin su persona de confianza en la sucursal americana.
Cuando le pidió a Alexandra que se responsabilizara no solo de su trabajo, sino también del de la señora Landau, ella sabía que lo había hecho a pesar de considerar que no tendría capacidad para todo ello.
Pero Alexandra se apresuró a mostrarle todo el trabajo que ya tenía adelantado y que la misma señora Landau le había encargado. Solo faltaba su visto bueno para ponerlo todo en marcha.
Recordaba perfectamente aquella tarde. La había llamado a su despacho y la había recibido sentado tras su escritorio. Tenía claras marcas de cansancio en su atractivo rostro, fruto de demasiados viajes y poco reposo.
Él la miraba con curiosidad, pero con una patente desconfianza en su capacidad de llevar a cabo un trabajo tan complejo y de tanta importancia.
–¿Ha estado alguna vez en Grecia, señorita Hamilton?
–No. Pero soy licenciada en Historia.
Un silencio tenso siguió a su respuesta. Se frotó las sienes como si tuviera un dolor de cabeza. Sin duda, la situación era complicada y él estaba teniendo que hacer un grave esfuerzo de paciencia.
–¿Tiene algo por escrito o necesita más tiempo?
Ella respiró profundamente.
–Iré a mi oficina por el portfolio.
Nada más regresar le preguntó si podía extender el material sobre la mesa. Él asintió.
En el momento en que ella abrió el inmenso dibujo sobre la mesa, su gesto de resignación desapareció. Se inclinó sobre la imagen allí representada y frunció el ceño.
–Esto no es Atenas –dijo.
–¿Tenía pensado que fuera allí?
En lugar de responder, él continuó analizando lo que tenía delante.
Alexandra tragó saliva y continuó.
–Esto representa la Thessalonica medieval durante una feria celebrada en la época bizantina, en el siglo doce. Había gentes de todas partes: Egipto, Constantinopla, Fenicia, El Peloponeso…
Él levantó al vista y la miró fijamente.
–¿Usted ha dibujado esto?
–No es más que un boceto. Pensé que, puesto que Thessalonica es su ciudad natal podría ser interesante recrear aquella lejana feria, con todo su colorido, sus mercaderes, puestos, y conseguir que todos los ciudadanos participaran. Podrían proveer de comida y alojamiento a los asistentes vestidos con su traje regional. Habría trovadores, músicos, bailarines… Thessalonica ha sido y aún es un importante centro cultural. No creo que haya un sitio mejor para celebrar un acontecimiento así.
Abrió el boceto de un detalle de la bahía.
–Podríamos invitar a los países del Mediterráneo, incluso del Atlántico, a que trajeran sus barcos y los anclaran en el puerto, tal y como se hacía antaño. Los asistentes podrían visitarlos. Sería como un viaje al pasado, pero con lo último en materia textil de todo el mundo. Haríamos una extraordinaria campaña en Internet. Cada país tendría su página web en la que listaría sus productos. Ya me he encargado de reservar algunas direcciones. La gente que no pueda atender podrá igualmente hacer sus pedidos. Piense en lo que todo esto supondría para la isla: una importante lanzadera económica. Además….
Extendió un nuevo dibujo.
–Siguiendo la ruta de la seda que va desde Thessalonica hasta Soufli, se podrían hacer exposiciones sobre la seda, con un tour a distintos puntos estratégicos. Allí el clima es cálido en septiembre y la feria se desarrollaría en la mejores condiciones. Podríamos avisar a los medios con suficiente antelación y estoy segura de que harían una cobertura total del acontecimiento…
–Señorita Hamilton –la cortó.
Ella sintió un sudor frío. «No le gusta», pensó. Temerosa de mirarlo, respondió.
–¿Sí?
–Lo que ha desarrollado aquí es una obra de puro genio. A decir verdad, tengo dificultades para seguirla.
Alexandra se había preparado para la decepción, pero en absoluto para semejante halago.
–Pero, por desgracia, nada de esto podría llevarse a cabo sin las necesarias plazas hoteleras, y en la zona de Macedonia y Thrace hace falta avisar de un acontecimiento así con meses de antelación.
–Lo he hecho –dijo ella y él la miró completamente atónito–. No solo a los hoteles, también a los restaurantes, universidades, músicos, servicios de transporte, autoridades portarias, la policía, para que todos tengan tiempo de planificar con antelación.
–¡Cielo santo! –suspiró él.
–Me alegro de que estemos hablando de todo esto hoy, porque pasado mañana es la fecha límite que tengo para cancelar o confirmar todo esto sin multas. Quiero que sepa que todo el mundo me ha dicho que solo esperarían tanto tiempo porque se trataba de Dimitrios Pandakis. Tengo que decirle que es un verdadero honor trabajar para usted.
Dimitrios se pasó la mano por el pelo.
–Siento decirle que, en lugar de un premio por su brillante trabajo, se ha ganado el castigo de tener que quedarse a trabajar toda la noche conmigo, señorita Hamilton –con aquellas palabras no había hecho sino alimentar parte del deseo insatisfecho de Alexandra–. Mientras usted lo organiza todo para que nos sirvan la cena aquí, yo cancelaré mi cita de esta noche. Quiero que me cuente su idea desde el principio, lentamente esta vez. Necesito escuchar los detalles que esa brillante mente suya ha ideado. La verdad es que no había estimado en lo que valía su formación universitaria. ¿Habla algún idioma?
–Como mi especialización fue en Historia Clásica tuve que estudiar latín y griego.
–¿Habla griego? –le preguntó incrédulo.
–No. Pero desde que trabajo para ustedes estoy tratando de aprender ambos con la ayuda de un tutor.
–¿Quién?
–Un licenciado de la universidad de Atenas que vive en mi edificio. Hacemos un intercambio de clases por cenas.
–¿También sabe cocinar?
–A Yanni no lo disgusta mi comida.
Alexandra no recordaba haber visto a Dimitrios sonreír nunca antes y su gesto lo hizo aún más atractivo.
–Cuando vaya abajo, pida que le manden una jarra de café.
–¿Qué marca de descafeinado quiere?
Él levantó una ceja.
–Olvídese de todo lo que aprendió de la señora Landau.
–No creo que lo diga en serio. Ella velaba solo por su bienestar.
Sus ojos negros se fijaron en los de ella.
–Usted sabe mucho más de lo que yo creía posible.
Alexandra esperaba sinceramente que así fuera porque, ¿cómo si no se iba a hacer imprescindible para él?
Algunas lágrimas más se deslizaron por sus mejillas. En todos aquellos meses poco había cambiado la situación personal. Su madre tenía razón respecto a Dimitrios. No era normal. Incluso Alexandra había llegado a la conclusión de que tenía que abandonar la lucha. La feria sería su último trabajo allí…
Dimitrios salió de la oficina con el periódico bajo el brazo y se dirigió al ascensor. Luego bajó hasta el garaje.
–¿La señorita Hamilton no ha llegado aún? –le preguntó a su chófer.
–No la he visto, señor Pandakis.
Miró el reloj. Solo pasaban dos minutos de las ocho. Pero le extrañaba, pues era la persona más puntual que había conocido.
El día anterior le había sugerido pasar a buscarla a su apartamento. Sorprendentemente le había dicho que no sería necesario, pues pensaba estar en la oficina a primera hora para dejar zanjados unos asuntos.
–Señor Pandakis.
Dimitrios se volvió y vio que uno de los recepcionistas se aproximaba a él.
–Su secretaria acaba de llamar. Dice que se ha hecho tarde y que un amigo la llevará directamente al aeropuerto.
No le cabía duda de que la señorita Hamilton tendría muchos amigos. Pero del único que sabía era de Yanni, un compatriota suyo.
Además de hacerle la cena a cambio de clases de griego, ¿sería también compañero de almohada? Eso podría explicar por qué no lo había llamado directamente al móvil para contarle el cambio de planes. No le habría resultado fácil si el «profesor» estaba tumbado a su lado y estaban teniendo una difícil despedida.
La vida amorosa de la señorita Hamilton le resultaba un auténtico enigma, pues nunca había dejado que interfiriera en su trabajo. Si de algo se había dado cuenta era de que no era como el resto de las mujeres, por eso se había convertido en alguien de inestimable valor para él.
Se montó en la limusina.
–Vamos al aeropuerto.
–Sí, señor.
Dimitrios abrió el periódico. En la primera plana del Times aparecía una enorme foto de tres barcos, uno vikingo, uno griego y uno romano, que esperaban atracados en el puerto de Thessalonica el inicio de la feria. Un artículo de cierta embergadura acompañaba a la imagen. Estaba claro que la mano de la señorita Hamilton había intervenido en la redacción. Dimitrios pensó que tal vez había sido demasiado frío con ella, pues, quitando un escueto «bueno», no le había dado…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una llamada de teléfono. Miró el número. Pertenecía a su villa en Grecia.
–¿Yassou?
–Kalimera, tío. Vienes para aquí hoy, ¿verdad?
Su sobrino parecía ansioso.
–Voy de camino al aeropuerto.
–Bien. Tengo que hablar contigo de un montón de cosas.
–Supongo que la situación con tu madre se habrá tranquilizado.
–La verdad es que ella se niega a tratar el asunto.
–Ya hemos hablado de esto. Sabes que teme perderte, Leon.
–¿Cómo puedo convencerla de que eso no puede suceder?
Dimitrios se frotó los ojos.
–Verás, creo que lo mejor será que mañana los tres nos sentemos y hablemos de todo.
–Gracias. Mi madre es más accesible cuando estás tú. ¿Puedo recogerte del aeropuerto?
Dimitrios notó el tono suplicante de su sobrino.
–Llegaré muy tarde y mi secretaria vendrá conmigo.
–¿Dónde se va a quedar?
–En el Palace.
–No pasa nada. La llevaremos allí de camino a casa. Aunque puede que tardemos, porque el tráfico está imposible. Te vas a sorprender de la transformación que ha sufrido la ciudad.
–Estoy ansioso por ver todo terminado.
–Toda la ciudad ha sido adornada con pendones medievales y telas de colores. La ciudad está abarrotada de gente y, en este momento, hay seis barcos en el puerto. ¡Ya veras la embarcación egipcia de tiempos de Cleopatra! Yo creo que en cinco días la gente no va a tener tiempo suficiente de verlo todo.
–Pero es el tiempo máximo que puede soportar nuestra ciudad una invasión así.
–Eso es lo que Vaso dice. Estuvimos comiendo con unos oficiales de la oficina del primer ministro. Dicen que nunca antes habían visto nada semejante. Ya están dándote la enhorabuena y la feria ni siquiera ha empezado.
–Mi secretaria se sentirá muy feliz de oír eso. Es la verdadera mentora de esta extraordinaria idea.
–Dices eso porque eres excesivamente modesto.
–No. Si no me crees, le diré a la señorita Hamilton que te enseñe el proyecto que me presentó cuando lleguemos.
–Me alegro de que vuelvas a casa, tío.
–Yo también. Nos vemos. Un saludo.
Dimitrios colgó sin dejar de pensar en la señorita Hamilton. Leon se iba a quedar muy impresionado cuando viera sus dibujos. Estaba dispuesto a enmarcar el primero que le había mostrado y a colgarlo en su oficina.
El teléfono sonó de nuevo y él respondió sin reparar en el número.
–¿Leon? ¿Se te ha olvidado algo?
–Soy Ananke.
Dimitrios debía haber mirado el teléfono, pero había estado despistado pensando en la señorita Hamilton.
–Yassou, Ananke.
–No me sorprende que mi hijo te haya llamado antes que yo –comenzó a decir sin más preámbulos–. Quiero saber si está dispuesto a quedarse en la universidad un semestre más. Por favor, dime que sí.
Su desesperación debilitó a Dimitrios.
–Todavía estoy negociando con él y tratando de ver adónde se encamina.
–¿Cuándo vuelves a casa?
–Hoy a última hora. Le he dicho a Leon que nos sentaremos los tres y discutiremos con calma el asunto.
–Gracias –dijo ella con la voz temblorosa.
–Ananke, no olvides que no es mucho lo que yo puedo hacer.
–¡Puedes impedírselo!
Dimitrios suspiró.
–Si su destino está trazado, no habrá nada en La Tierra que pueda cambiar eso.
Ella gimió y él se despidió.
–Nos veremos mañana –colgó.
El vehículo se detuvo al llegar ante su jet privado. Bajó del coche y se apresuró a subir las escaleras.
–Kalimera, Kyrie Pandakis.
Era la señorita Hamilton la que lo recibía saludándolo en su idioma. Aquella mujer nunca dejaba de sorprenderlo.
–Kalimera –respondió él, y sintió un profundo alivio al ver que ella ya estaba allí.
–Hero poli.