Su nombre es santo - Scott Hahn - E-Book

Su nombre es santo E-Book

Scott Hahn

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Beschreibung

A los católicos se les enseña a valorar la santidad, a admirarla en los demás y a luchar por ella en sus propias vidas. Pero apenas se habla de qué es la santidad. En este libro, Scott Hahn busca definir el término, para ayudarnos a comprender mejor nuestra relación con la santidad. Al rastrear su significado, primero en el Antiguo Testamento y luego en el Nuevo, el autor revela magistralmente cómo Dios transmite gradualmente su santidad a su pueblo (a través de la creación, la adoración, etc.) y finalmente los transforma, al compartir su vida divina.

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SCOTT HAHN

SU NOMBRE ES SANTO

La santidad de Dios y su poder transformador en la Sagrada Escritura

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Holy Is His Name: The Transforming Power of God’s Holiness in Scripture

© 2020 by Scott Hahn. Emmaus Road Publishing.

© 2024 de la edición española traducida por Teresa Gómez

by EDICIONES RIALP, S.A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6779-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6780-5

ISNI: 0000 0001 0725 313X

A Jeremiah Hahn, en el primer aniversario de su ordenación sacerdotal.

«Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo»

Lc 1, 49

ÍNDICE

Prólogo

Prefacio

1.

Luv is not all you need

2. La génesis del amor

3. Explosión de santidad

4. Santidad en el Reino

5. No siempre santos

6. La santidad en los profetas

7. La santidad en persona

8. Ser santos, ser dioses

9. Un Cuerpo santo

10. Su tipo de santidad

11. Santidad y sacerdocio

12. Santidad en

Hebreos

13. Santos hoy

Apéndice. Los

Santos

en los libros deuterocanónicos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Notas

«No tenemos que aprender a tener miedo, pero como hijos de un Dios amoroso, salvados a través de la cruz de Cristo, sí necesitamos aprender a temer a Dios. En Su nombre es santo, Scott Hahn explica a sacerdotes y laicos lo que significa ser santo, lo lejos que estamos de la santidad de Dios, así como a maravillarnos y admirar su trascendencia y majestad, y a reconocer nuestro valor y pequeñez ante su compasión omnisciente».

Cardenal George Pell Ex Prefecto de la Secretaría para la Economía

«Los católicos aprendemos a esforzarnos por ser santos. Pero ¿qué significa realmente “ser santo”? En este cautivador libro, Scott Hahn sigue la temática de la santidad en las Escrituras y muestra cómo se trata de mucho más que un buen comportamiento y vivir la religión. La verdadera santidad consiste, en última instancia, en la misma vida divina de Dios habitando en nosotros, cambiándonos y haciéndonos cada vez más semejantes a Él, para que podamos ser sanados de nuestros muchos pecados y debilidades, y comencemos a amar con el amor de Dios. Y esta transformación no es solo para sacerdotes, religiosos o laicos excepcionales; es lo que Dios desea para cada ser humano. Lee Su nombre es santo y sin duda te sentirás inspirado para profundizar en tu propio encuentro personal con el poder de la santidad de Dios».

Edward Sri Autor de El Arte de Vivir: Las Virtudes Cardinales y la Libertad de Amar

«¡Santidad! Es una llamada universal que a menudo no tiene respuesta. Pero ¿qué es? En su última obra, Scott Hahn recurre a los textos del evangelio en una explicación que nos hace reflexionar sobre lo que verdaderamente significa ser santo. Es un viaje revelador que nos lleva más allá de la modernidad hacia la verdadera santidad transformadora que Dios tiene prevista para todos nosotros».

Doug Keck Presidente y director ejecutivo de EWTN, presentador de EWTN Bookmark

«Scott Hahn nos presenta, con un estilo tan teológico como magistral, la rica espiritualidad bíblica de la santidad. Llevándonos desde la generación hippie de los años sesenta y el Movimiento de Jesús, pasando por las escrituras hebreas hasta el Nuevo Testamento y la experiencia cristiana, nos conduce a las alturas místicas de la auténtica santidad en Cristo. Este libro es imprescindible».

John Michael Talbot Músico ganador del Premio Grammy y escritor

Prólogo

Su nombre es santo es como vino añejo del extenso viñedo de la mente de Scott Hahn. Su tema, la santidad, es algo tan específico (de hecho, la esencia de la santidad es algo así como la singularidad divina) como universal, tanto en el sentido de «la llamada universal a la santidad» (Lumen Gentium, capítulo 5) como en el sentido de que toda la historia de la salvación se centra en ella. Nadie está más calificado que Scott Hahn para abrir este tesoro bíblico para la admiración, comprensión y puesta en práctica de los católicos laicos ordinarios como nosotros.

Al igual que la Escritura y la vida misma, este libro descubre cualidades paradójicas que suelen ser mutuamente excluyentes. Yo he contado por lo menos cinco, y ciertamente hay muchas más.

1. La primera es la simultaneidad de trascendencia e inmanencia, o lo sagrado y lo secular de la santidad, tanto en Dios como en el hombre. Este libro sitúa nuestros débiles esfuerzos individuales por ser santos en el contexto bíblico (es decir, el contexto más amplio, real y revelado por Dios). Un contexto de miles de años de historia providencialmente planificada por la mente de Dios, el más grande de los artistas y dramaturgos, narrador de la historia más grande jamás contada. Uno de los grandes títulos del siglo xx fue Tu Dios es demasiado pequeño de J. B. Phillips. Su nombre es santo nos muestra que nuestra comprensión de la historia de la santidad (es decir, Su historia) también es demasiado pequeña. Uno de los significados de trascendencia es siempre más, y este libro nos muestra lo que Hamlet le recordó a Horacio: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas en tu filosofía»1.

2. Otra paradoja es la armonía de unidad y diversidad, del panorama general y la abundancia de detalles sorprendentemente diferentes en esa larga historia de la santidad. Los datos de Hahn son la revelación divina, es decir, la Escritura interpretada por la Tradición; y la teoría, ciencia o sabiduría para interpretar esos datos es la teología. Al igual que en todas las ciencias, la teoría se verifica mediante los datos, en la medida en que arroja luz y los unifica. Si buscas que toda la Biblia, desde el Génesis al Apocalipsis, cobre vida y se ilumine de manera inspiradora, este es el libro adecuado.

Este texto nos muestra que la santidad es un elemento clave, más de lo que pensamos. No es simplemente uno de los muchos atributos divinos o virtudes humanas. Es fundamental para toda la historia de la salvación, y su mejor definición es concreta e histórica en lugar de abstracta y lógica. La santidad no es solo uno de los atributos divinos o humanos, sino el centro de la historia humana. Este libro resume toda la trama de la Biblia. Al fin y al cabo, a diferencia de otros libros religiosos, la Biblia es una historia, de hecho, una historia de amor. Pero una muy extraña y sorprendente.

3. En tercer lugar está la conexión del pasado con el presente. Podemos ver tanto los privilegios que tenemos (por ejemplo, los Sacramentos) como nuestras crisis actuales (la descristianización continua de nuestra cultura y nuestras derrotas en las guerras culturales) a la luz de la continuidad con nuestro pasado judeocristiano, que cobra vida en el presente como un animal dormido despertado por una luz repentina. El animal, por supuesto, es Cristo, el león de Judá.

4. Un cuarto aspecto es la unificación de lo teórico y lo práctico. Al igual que san Pablo, san Agustín y santo Tomás, no hay ninguna verdad teológica o histórica que Hahn nos transmita y que no impacte en nuestras vidas. (William James entendía que esa propiedad de marcar la diferencia era la piedra de toque de la verdad). Empezar a ver las cosas de otra manera es empezar a ser de otra manera.

5. Así, la cabeza y el corazón también están unidos, al igual que en Agustín, cuyas estatuas siempre tienen una Biblia abierta en una mano y un corazón ardiente en la otra. Pero este fuego, como la zarza ardiente, no destruye ni consume. Los discípulos en el camino a Emaús dijeron de Cristo: «¿No ardía nuestro corazón mientras [...] nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). Esa es la razón por la cual existe este libro y también esta editorial.

Si hay un regalo que Dios desea que tengamos, un regalo que debemos pedir a Dios para todas las personas que queremos, un don que resume todos los demás, incluida la felicidad misma, ese don es la santidad, como se muestra en este libro y en cada libro de la Biblia. Nada se le puede comparar.

Peter Kreeft

Prefacio

Los católicos aprendemos desde las primeras clases de catequesis a valorar la santidad, a admirarla en los demás y a luchar por conseguirla en la propia vida.

Pero nunca se nos explica exactamente qué es.

Escuchamos y leemos historias de santos y se nos dice que lo que tienen en común es la santidad. Cada uno tiene que interpretar esto como pueda.

Es interesante señalar que el glosario del Catecismo de la Iglesia Católica no tiene una entrada para la palabra santidad, a pesar de que precisamente esa palabra aparece en las definiciones de otros cinco términos.

No tenemos definiciones. Tenemos percepciones: vemos que las personas santas hacen cosas buenas y evitan hacer cosas malas. Alimentan a los pobres y dan hogar a los sintecho. A veces son martirizadas porque se niegan a cumplir leyes injustas. Entonces concluimos que santidad equivale a bondad, o a valentía o filantropía.

Pero luego crecemos y nos enteramos de que hay santos irascibles, como Jerónimo, o maquinadores como Cirilo, intolerantes como Epifanio, o bruscos como Padre Pío. Su comportamiento, a primera vista, destroza nuestros estereotipos de santidad y descubrimos que nuestras preconcepciones eran erróneas.

Podría pasar que nos preguntemos si alguna vez hemos entendido la santidad, o si realmente existe. O si, en caso de existir, vale la pena intentar alcanzarla.

Sin embargo, personas en las que confiamos siguen dando un alto valor a esta cualidad, así que encogemos los hombros y seguimos adelante, sin entender demasiado.

Este es precisamente el problema, mi problema y el de los católicos de nuestra época.

El gran evento sísmico en la Iglesia en el último siglo ha sido el Concilio Vaticano II. Muchas personas discuten sobre sus efectos, pero el papa de aquel momento, san Pablo VI, dejó claro su significado y mensaje central. El Concilio trató sobre «la llamada universal a la santidad», una frase destacada en el título del capítulo 5 de la constitución dogmática sobre la Iglesia: Lumen Gentium. Allí encontramos el siguiente llamado: «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado»2.

El mismo documento explica que las vidas y las ocupaciones de los cristianos son diversas, pero la santidad es una.3

Esto es algo que claramente es importante para nuestras vidas y, sin embargo, ni siquiera el Concilio Vaticano II, en todos sus documentos, se aventuró a dar una definición.

No obstante, el concepto de santidad ha estado presente en el pueblo de Dios desde el principio de su historia tal y como la conocemos. El tema ha sido objeto de un profundo estudio antropológico en tiempos modernos. Así que deberíamos poder descifrar qué es, y espero hacerlo en las páginas de este libro.

En el artículo 2809, el Catecismo sugiere lo que encontraremos en el camino, y es una idea muy atractiva:

La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad (cfr. Salm 8; Is 6, 3). Al crear al hombre «a su imagen y semejanza» (Gn 1, 26), Dios «lo corona de gloria» (Salm 8, 6), pero al pecar, el hombre queda «privado de la Gloria de Dios» (Rom 3, 23). A partir de entonces, Dios manifestará su Santidad revelando y dando su Nombre, para restituir al hombre «a la imagen de su Creador» (Col 3, 10).

Hay mucho en juego, así que para proceder a este estudio necesitamos mucha motivación, pero prometo que la tarea no será ardua. No se trata de una discusión académica: es una historia, la historia de tu vida y de la mía. Comenzaré por la mía, y pasaremos después a la nuestra.

1. Luv is not all you need

Teníamos solo catorce años y estábamos hartos del amor. Habíamos escuchado hablar sobre él a nuestros padres y profesores. Parecía que solo sabían hablar de eso. Habían sido jóvenes durante los emocionantes años 60, cuyo punto culminante fue el verano del amor y cuya banda sonora era All You Need Is Love1 de los Beatles. En 1969 habían ido en peregrinación a Woodstock, el festival de tres días cuyo tema era paz y amor. Fue su generación la que instó al mundo a hacer el amor y no la guerra.

Sin embargo, su generación no era la nuestra. Hoy en día es común agrupar años tan dispersos como 1946 y 1957 en el baby boom de la posguerra. Pero de hecho no coinciden, o al menos no coincidían en 1972. Nosotros, como cada generación de jóvenes, considerábamos a nuestros maestros viejos a los veintiséis años. Sus ideales y preocupaciones nos parecían lejanos. Su amor nos aburría.

Lo escribíamos como luv en vez de love, como si esa cuarta letra hiciera que la palabra fuera imposiblemente exigente y difícil. En cambio, el diminutivo significaba afecto despreocupado —sincero, espontáneo y real— y calidez, pero sin ningún matiz molesto de esfuerzo o formalidad.

Tampoco quiero exagerar. El planeta nunca deja de girar, y cada nueva generación adolescente se burla y pone los ojos en blanco ante las prioridades de sus predecesores. En unos pocos años, a nosotros también nos llegaría nuestro turno.

Pero aún no lo sabíamos, así que nos estremecíamos cuando esa pequeña palabra surgía desde el atril o el púlpito, y lo hacía cada vez más a menudo. La guerra de Vietnam provocó el reclutamiento militar, y con ello un profundo deseo de que los jóvenes obtuvieran al menos una prórroga. Los profesores y pastores estaban exentos, así que estas profesiones se volvieron enormemente atractivas, especialmente para aquellos inclinados al amor y la paz.

Podíamos ignorar tales actitudes en nuestros ídolos de rock, pero en el colegio y en la parroquia —en mi caso, una iglesia protestante—, simplemente lo aguantábamos. Mis compañeros de clase y yo nos burlábamos diciendo luv, luv, luv.

Desafortunadamente, mi rebelión personal no terminó allí. La adolescencia es difícil para la mayoría de los niños. Hice la mía más difícil aún cultivando hábitos de delincuencia menor, que gradualmente fueron creciendo. Pronto estaba incendiando campos, robando álbumes de música, experimentando con drogas. Finalmente me pillaron y supe que mi vida tenía que cambiar. El juez dejó eso claro: fue indulgente porque yo parecía un chico listo, de buena familia. Pensó que yo podía cambiar. Pero puntualizó que tendría una sola oportunidad.

Yo no quería ir a un centro de detención para menores: algunos de mis amigos habían estado allí, y lo habían pasado muy mal. Por razones muy prácticas, necesitaba corregirme, y sabía que eso requeriría una transformación en mi actitud hacia la autoridad.

Comencé a tomar el colegio más en serio. Al menos hice un esfuerzo por escuchar, estudiar para los exámenes y entregar a tiempo la tarea. El juez tenía razón: era un chico listo, así que esto no suponía demasiado trabajo. También empecé a ir a la iglesia con mi familia. Éramos presbiterianos y nuestra iglesia, al igual que la mayoría de las iglesias protestantes en esos días, tendía a la izquierda. La guerra dominaba los pensamientos del clero más joven, y su contacto con el movimiento pacifista los hacía tolerantes hacia otros movimientos afiliados al cambio, algunos de los cuales se apartaban de la moral cristiana tradicional.

Así que cuanto más intentaba adaptarme, más oía hablar de luv, luv, luv. Lo soportaba lo mejor que podía. No quería ir a un centro de detención para menores.

Todavía en el instituto, comencé a acompañar a amigos a programas vespertinos y de fin de semana en el Ligonier Valley Study Center en Stahlstown, Pensilvania, más o menos a una hora de mi casa. Esto resultó ser otro logro para mí.

El Study Center, como lo llamábamos, había sido fundado recientemente, en 1971, por un joven que estaba triunfando en el mundo protestante, R. C. Sproul.

Sproul daba conferencias constantemente, y yo me quedaba atónito con sus charlas. No se eran para nada como lo que yo conocía de la escuela o la iglesia. No parecían conferencias. Era divertido y dramático. Contaba historias con las que transmitía puntos difíciles de filosofía, teología y Sagrada Escritura.

Recuerdo en particular unas conferencias que años después formarían su libro de 1985 La santidad de Dios, un éxito de ventas y tal vez su obra maestra. Desde el atril nos hablaba de los estudios de Rudolf Otto, un teólogo luterano alemán de principios del siglo xx, conocido por su libro Lo santo. La categoría de Otto del «numinoso» me impactó. Yo había experimentado el poder de Dios de maneras extrañas e inexplicables. Podía sentir este poder poniendo orden y disciplina en el caos que había sido mi vida. Sentía que solo podía inclinarme ante el Todopoderoso, que había descendido para salvarme.

Otto hablaba de la presencia santa de Dios como el mysterium tremendum et fascinans: un misterio que nos hace temblar, pero a la vez nos fascina. Nos atrae y nos repele. Pedro podía decir honestamente: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte» (Lc 22, 33), y al mismo tiempo, «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8).

Esto encajaba con lo que yo sentía en ese momento. Me dejó con un profundo deseo de Dios, pero también con un agudo sentido de mis propias debilidades y mi inclinación al pecado. Esto fue algo sano para un chico adolescente.

Los programas de Ligonier también eran distintos de lo que conocía de otros sitios. En el colegio y en la iglesia todavía estábamos sufriendo la resaca hippie. El verano del amor había pasado, pero todavía era lo único de lo que hablábamos. El mundo —también las iglesias— nos seguía diciendo: luv, luv, luv. Pero R. C. se hacía eco de las Escrituras, que nos decían: Santo, santo, santo (cfr. Is 6, 3; Ap 4, 8).

Y Sproul no estaba solo. Invitaba a otros a hablar. Sentíamos que estábamos siendo testigos del comienzo de un gran momento y movimiento en la historia cristiana. Estábamos recuperando el sentido de la trascendencia, soberanía, misterio y poder de Dios.

Todavía era solo un niño, pero empecé a leer libros para adultos. Quería no solo escuchar lo que Sproul decía, sino también leer los libros que él leía. Conseguí una copia de Lo santo de Otto, y la examiné detenidamente, tomando notas que ocupaban páginas y páginas.

En el capítulo 4, Otto intentaba describir la experiencia del «suspenso y humilde temblor, en la mudez de la criatura ante... —sí ¿ante quién?—, ante aquello que en el indecible misterio se cierne sobre todas las criaturas»2. Citaba las Escrituras que retratan a Dios como temible, feroz y poderoso. El Señor dijo a los israelitas: «Enviaré mi terror por delante y trastornaré todos los pueblos adonde vayas; haré que todos tus enemigos te den la espalda» (Ex 23, 27). Y Job suplicó al Señor Dios que le asegurara «que alejarás tu mano de mí, que no me espantarás con tu terror» (Jb 13:21).

En tales pasajes, reconocí algunas de mis propias experiencias. No necesitaba que me recordaran mi propia miseria. No era solo un pecador; era un delincuente juvenil, declarado culpable de delitos reales. Tenía vívidos recuerdos de estar temblando frente a un juez y esperar recibir todo el peso de la justicia, solo para encontrarme inundado de una misericordia inesperada. Mi conversión había agudizado esta sensación interna, haciéndome consciente de la justicia celestial, pero también me hacía anhelar saber más.

Me sabía indigno ante Dios. No tenía que convencerme del mysterium tremendum et fascinans. Conocía la santidad de Dios, su poder y su alteridad, fugazmente, de momentos de oración en mi habitación. Lo conocía de momentos de gran tristeza y gran gratitud. Lo conocía mientras leía las Escrituras. Lo conocía cuando escuchaba esas charlas en Ligonier. Pero no lo había sentido en la iglesia.

No es que la gente allí no fuera buena. Lo eran. Mis padres eran buenas personas, al igual que mis hermanos. Se preocupaban por la humanidad y cuidaban a las personas. Pensaban globalmente y actuaban localmente. Eran educados y generosos. Sin embargo, por regla general, no eran religiosos en el sentido de los primeros reformadores protestantes.

Martín Lutero fue un hombre que conocía su insignificancia ante Dios. Su primera conversión tuvo lugar durante una tormenta eléctrica cuando la lluvia caía y los rayos quemaban la tierra cercana. Se sintió abrumado por el temor ante el espectáculo, convencido de que Dios había desatado todos los poderes del cielo como castigo por sus muchos pecados. Juan Calvino también quedó impresionado ante el Todopoderoso, y Jonathan Edwards imaginó a los pecadores como arañas arrojadas al fuego mientras soportaban la ira de Dios.

En nuestra iglesia no hablábamos mucho sobre el pecado, ni sobre Dios, en realidad, excepto para mencionar que era Amor y que quería que nos amáramos mutuamente. Todo eso era cierto, pero no parecía ser toda la verdad. ¿Qué era de aquellas experiencias descritas por R. C. Sproul y Rudolf Otto? ¿Qué pasaba con mi propia experiencia personal de Dios?

Westminster Presbyterian era lo suficientemente grande como para emplear a varios pastores, y representaban un espectro de fe e incredulidad. Uno hablaba de la fe mientras que otro dudaba abiertamente de la resurrección y alentaba a los adolescentes a experimentar con las tablas de Ouija.

Mi iglesia no desafiaba las devociones de la sociedad secular. Parecía presentar el ethos secular —blanco, estadounidense, de clase media alta— pero en términos más enfáticos y con un barniz de justificación religiosa. En los años 70, eso significaba mucho luv, luv, luv.

Esto no era algo nuevo, ni siquiera entonces. En 1937, el teólogo protestante H. Richard Niebuhr resumió el credo tácito del cristianismo estadounidense: «Un Dios sin ira trajo hombres sin pecado a un Reino sin juicio a través de un Cristo sin cruz»3.

En la década de los 70, la adhesión a las iglesias ya estaba cayendo en picado, y creo que esta fue la razón. No había nada diferente, nada trascendente en nuestra versión del Evangelio. La iglesia no se distinguía de todo lo demás en la ciudad. Después de un momento de reflexión, mucha gente concluyó que era menos interesante, relevante o inspiradora que la participación directa en el gobierno local o en clubes filantrópicos cívicos.

No es que las congregaciones carecieran de bondad. Lo que pasaba era que la experiencia estaba desprovista de santidad. R. C. Sproul, sin embargo, retaba a las personas a encontrarse con la divinidad en términos divinos. Y yo estaba respondiendo con todo lo que tenía.

Ese Dios poderoso tomó a este adolescente rebelde, y cristiano apático, y me hizo temblar. Sin embargo, incluso temblando quería más de este Dios misterioso. Era abrumador, y aún así quería que me habitara. Y quería que no solo fuera mío sino de todos. Quería que mi familia y amigos conocieran su grandeza.

En los años venideros, reconocería este miedo como una característica del amor. En ese entonces, solo sabía que no tenía nada que ver con el luv del que oía hablar en el colegio y en la iglesia.

Sproul y Otto lo llamaban la santidad de Dios, y esa extraña palabra me sonaba acertada. Era una palabra que no encajaba del todo en ninguna otra circunstancia que conocía. Sugería bondad, pero era más que bondad. Sugería alteridad, pero provocaba un deseo de acercarse.

Era algo que había llegado a definir mi mundo de manera inesperada, y algo que necesitaba entender.

Esto fue para mí el comienzo de una verdadera búsqueda religiosa. Lo que había comenzado como un intento desesperado de imponer orden en mi vida se había convertido en algo completamente diferente. En algún momento del camino encontré a Dios: no una idea sobre Dios, sino a Dios mismo, y su presencia me abrumó.

Santidad era la palabra que usaban estudiosos y predicadores cuando describían la admiración e incluso el terror inspirado por Dios en tales encuentros. Es útil conocer los efectos de la santidad, pero quería más que eso. Quería saber no solo las consecuencias, sino qué era. ¿Qué tenía Dios que provocaba tales respuestas en nosotros, seres humanos? ¿Qué era exactamente la santidad? Se hablaba mucho de la santidad, pero las definiciones eran esquivas. Incluso los diccionarios teológicos me decepcionaron. Esto es lo que encontré en uno de los recursos más respetados de la época, el diccionario multivolumen Interpreter’s Dictionary of the Bible:

SANTIDAD: Lo «dado» que sustenta e impregna toda religión: la marca distintiva y firma de lo divino. Más que cualquier otro término, «santidad» expresa la naturaleza esencial de lo «sagrado». Por lo tanto, debe entenderse, no como un atributo entre otros atributos, sino como la realidad más interna con la que todos los demás están relacionados. Incluso la suma de todos los atributos y actividades de lo sagrado es insuficiente para agotar su significado, ya que para aquel que ha experimentado su presencia siempre hay algo más, que se resiste a la formulación o definición4.