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En este libro, Scott Hahn nos habla sobre el espíritu del Opus Dei; explica el papel que ha tenido en su conversión al catolicismo, y por qué las enseñanzas de san Josemaría Escrivá dan un sentido nuevo a todos los aspectos de su existencia. Un testimonio iluminador que es a la vez una motivadora historia personal y una inspirada obra de la espiritualidad contemporánea.
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SCOTT HAHN
TRABAJO ORDINARIO, GRACIA EXTRAORDINARIA
Mi camino espiritual en el Opus Dei
Sexta edición
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Título original: Ordinary Work, Extraordinay Grace. My Spiritual Journey in Opus Dei
© 2006 by SCOTT WALKER HAHN
Publicado por acuerdo con Doubleday,
una división de Random House, Inc.
© 2022 de la versión española realizada
por Miguel Martín, by EDICIONES RIALP,
Manuel Uribe, 13. 28033, Madrid
(www.rialp.com)
Primera edición española: octubre 2007
Sexta edición española: diciembre 2022
Realización eBook: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-6308-1
ISBN (versión digital): 978-84-321-6309-8
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A Joseph Paul Karl Hahn
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
I. UN PRELUDIO PERSONAL
Me metieron en el bolsillo
Abreviando
Alma sacerdotal, mentalidad laical
Los datos
Extra Ordinario
¿Qué pasa conmigo?
II. EL SECRETO DEL OPUS DEI
Aclarémonos
Un tranvía llamado divino
La singularidad cristiana
La verdad evangélica
¿Una doctrina olvidada?
III. LA ÉTICA CATÓLICA DEL TRABAJO
Términos y condiciones
La Palabra en acción
Así en la tierra como en el cielo
Tocado por el éxito
IV. LA OBRA Y LA IGLESIA
¿Qué es tan especial?
Una «partecica»
Errores clericales
Asuntos de familia
Roma dulce hogar
V. TRABAJO Y ADORACIÓN: EL PLAN DE VIDA
Resistencia a descansar
Profesionalitis
Un pequeño domingo, cada día
El rito en la raíz
VI. APUNTAR ALTO
Amor y sacrificio
Ambición santa
Solo para que lo vea Dios
Ponte a trabajar
La elite somos todos
Desde la salida del sol, hasta el ocaso
VII. AMISTAD Y CONFIDENCIA
El alma del mundo
Misión: Imposible
Éxitos apostólicos
VIII. SECULARIDAD Y SECULARISMO
En el mundo y en el tiempo
Las raíces del laicismo
Naturalidad
El lado luminoso
IX. SEXO Y SACRIFICIO
Momentos difíciles
Una medalla de oro
El lecho matrimonial, un altar
Sentir con la Madre
X. EL TALLER DE NAZARETH: UNIDAD DE VIDA
En casa con el Verbo
Donde está tu hogar, está tu corazón
XI. UNA MADRE TRABAJADORA
XII. ENCIENDE EL ROMANCE
Amar como Jacob
APÉNDICE
Las Escrituras como referencia
El método
El poder de transformarse
Filiación divina y Palabra Revelada
Sentido literal y espiritual
Texto y contexto
El lugar de la Biblia
El intérprete virtuoso
AUTOR
I. UN PRELUDIO PERSONAL
Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo.
CAMINO, 2
YO NO ERA TODAVÍA UN CATÓLICO convencido. Me asustaba llegar a serlo. Había pedido un año sabático como ministro presbiteriano porque necesitaba tiempo para estudiar y pensar. Durante los últimos años —y muy en contra de mi profunda formación calvinista y evangélica— me sentía cada vez más inclinado al modo católico de pensar. Cuanto más profundamente estudiaba la Escritura, la teología y la historia —y más intensamente rezaba— más inexorable era el atractivo que ejercía sobre mí el catolicismo.
Con todo, casi toda mi experiencia de la fe católica procedía de los libros. Mi adolescencia había transcurrido en un medio predominantemente (y ardientemente) protestante. Primero como estudiante en un pequeño colegio privado, luego en un renombrado seminario evangélico, y más tarde como pastor y profesor en algunas pequeñas iglesias y escuelas de esa denominación. En todos esos lugares experimenté un afectuoso compañerismo, animoso liderazgo y ferviente culto.
Por otra parte, mi limitada exposición a los ambientes católicos, salvo en los libros, había sido de todo menos edificante. Ocurrió sobre todo cuando era un quinceañero, y procedía de chicos que eran tan golfos como yo lo había sido hasta que acepté a Jesucristo como mi Señor y Salvador.
Pero ahora era un adulto enfrentándome a una crisis de adulto. Yo era un fervoroso protestante, un ministro ordenado, que encontraba los argumentos católicos más que persuasivos: me parecían convincentes. Así que luchaba en mi interior para elegir entre todo lo que amaba en mi pasado protestante y lo que comenzaba a comprender de la fe católica. En los evangélicos veía una profunda devoción a Jesucristo… una humilde sencillez en el modo de orar… una impresionante rectitud en el trabajo… mucho celo por cristianizar la cultura… y un apasionado interés por la Sagrada Escritura. Esto último era muy importante para mí como predicador de la Palabra de Dios y joven teólogo bíblico. En la doctrina católica, sin embargo, encontraba una irresistible coherencia, autenticidad y fuerza.
La Biblia me había llevado a esta crisis. Al principio buscaba entender la «teología de la alianza» de los primeros reformadores protestantes. Mis estudios me hicieron descubrir que ellos, en especial Calvino y Martín Lutero, fueron mucho más católicos en su doctrina que sus modernos descendientes. Calvino y Lutero me condujeron a lugares de la Escritura —donde se trata sobre los sacramentos, la jerarquía y autoridad en la Iglesia, e incluso la doctrina sobre María— pero también, y lo considero de especial importancia, me dieron a conocer a los Padres de la Iglesia, los primeros comentadores de la Escritura. Y allí, en los escritos de esos primeros padres, yo percibía el aroma de una Iglesia que solo podía identificar como Católica. Era litúrgica, jerárquica, sacramental. Era Católica y sin embargo, retenía también todo lo que yo amaba de la tradición de la Reforma: una profunda devoción a Jesús, una espontánea vida de oración, el celo por transformar la cultura, y, por supuesto, un ardiente amor a la Sagrada Escritura.
Con todo, esa Iglesia solo cobraba vida para mí en los polvorientos libros que leía. ¿Dónde están —me preguntaba— los creyentes católicos que viven de esa manera?
Al parecer, me estaban esperando en Milwaukee.
Me metieron en el bolsillo
Cuando llegué a Marquette University para graduarme en teología, tenía grandes esperanzas pero pocas expectativas. Y sin embargo, encontré gracia sobre gracia. Me topé con un amable y brillante cura que estaba dispuesto a charlar de teología conmigo hasta la madrugada. Me contó que se había criado en un hogar polaco-americano donde los miembros de la familia acostumbraban a saludarse con frases de la Escritura. Pero me dije para mis adentros que este no debía ser un católico corriente. Se había doctorado en una universidad romana, había trabajado un tiempo como oficial en el Vaticano, y se rumoreaba (con acierto, pues así fue) que iba camino de ser obispo.
Pero luego comencé a tratar a otros católicos —uno, un filósofo político, otro, un dentista— en los que vi las mismas características. Lo que más me impresionó fue que los dos llevaban una pequeña Biblia en el bolsillo. En algún momento del día, me podía encontrar a cualquiera de ellos sentado en la iglesia leyendo la Escritura. Si les pedía que me ayudasen a entender un punto de doctrina podían sacar el librito para respaldarlo. Pensaba para mí: Estos leen la vida de Jesucristo y eso vale la pena.
Le mencioné a mi amigo sacerdote que había encontrado a dos tipos que siempre llevaban encima el Nuevo Testamento, y que realmente parecían conocerlo.
Me contestó: «Ah, esos deben ser del Opus Dei».
Opus Dei. Yo sabía bastante latín para entender que eso significaba «La Obra de Dios» o «Trabajo de Dios». Casi enseguida, al oír las palabras del cura, el Opus Dei se convirtió para mí en un faro, una casa iluminada que prometía ser el final de mi largo viaje, una primera vista de un paisaje que solo había encontrado en los libros. No es que esa tierra fuera tan pequeña como para poder abarcarla en un vistazo; ni que el Opus Dei fuese el todo de esa tierra, pues la Iglesia Católica era mucho más amplia de lo que yo estaba preparado para conocer si la comparaba con mi experiencia hasta entonces, y además había y hay tantas otras instituciones y movimientos en la Iglesia. Pero, por muchas razones, el Opus Dei era un sitio donde yo comenzaría a sentirme en casa. ¿Cuáles eran esas razones?
Primero, y muy importante, la devoción por la Biblia que yo veía en sus miembros.Segundo, su cálido ecumenismo. El Opus Dei fue la primera institución católica en admitir a no-católicos como cooperadores en sus labores apostólicas.Tercero, la rectitud de la vida de sus miembros.Cuarto, la vida ordinaria de los miembros. No eran teólogos —eran dentistas, ingenieros, periodistas…—, pero comunicaban y vivían una teología que yo encontraba atractiva.Quinto, tenían una santa ambición: una clara ética en el trabajo.Sexto, practicaban la hospitalidad y prestaban una generosa atención a mis muchas preguntas.Y séptimo, rezaban. Dedicaban tiempo a la oración mental diariamente, verdadera conversación con Dios. Eso les daba una serenidad que raramente había encontrado.Conforme fue creciendo mi amistad con estos hombres del Opus Dei, comencé a apreciar la rica teología bíblica y espiritualidad bíblica que había en el núcleo de su vocación. Yo tenía eso como algo mío mucho antes de que Dios me diera esa misma vocación, incluso antes de que Dios me trajese a los sacramentos de la Iglesia Católica. Me di cuenta enseguida de que ellos tenían una fuerza tremenda para renovar toda mi vida, pero también la vida de la Iglesia y la del mundo. Por eso, este libro trata de las raíces bíblicas del espíritu del Opus Dei.
Abreviando
Mi definición favorita del Opus Dei es la que encontré en la oración de una estampa a mediados de los años ochenta. El Opus Dei es «un camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano». No es solo un modo de orar, ni solo una institución de la Iglesia, y mucho menos una escuela teológica. Es «un camino», y ese camino es lo bastante ancho como para servir a todos los que llenan sus días con el trabajo: en el hogar con los hijos, en una fábrica o una oficina, en las minas, en el campo o en el campo de batalla. El camino es también bastante ancho para abrirse a la multitud de expresiones de la oración, de estilos teológicos y métodos. Dios llama a algunas personas a seguirle en este camino como fieles del Opus Dei; pero otras muchas obtienen simplemente orientación espiritual del Opus Dei y de los libros de su fundador.
En pocas palabras: El Opus Dei fue fundado en 1928 por un joven sacerdote español, san Josemaría Escrivá. Muchos años antes, había recibido «barruntos», presentimientos, luces en la oración en el sentido de que Dios quería algo de él, pero no tenía idea de qué podría ser. Luego, inesperadamente, en aquel día de octubre lo vio mientras leía algunos apuntes. Dios le hizo ver a san Josemaría lo que quería de él.
El fundador habló en raras ocasiones sobre qué fue lo que vio en aquel momento, pero siempre usó el verbo «ver» y dejó claro que vio el Opus Dei completo, tal como se desplegaría a lo largo de los años. Así lo expresa un documento Vaticano: «No se trataba de un proyecto pastoral que toma cuerpo poco a poco, sino de una llamada que irrumpe repentinamente en el alma del joven sacerdote»[1].
¿Qué vio? Quizá sus esquemáticos apuntes nos proporcionen alguna luz: «Simples cristianos. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo profesional ¡Todos santos! Entrega silenciosa»[2]. A su primer Círculo de formación acudieron solo tres muchachos, al terminar les dio la bendición con el Santísimo Sacramento: «…tomé al Señor sacramentado en la custodia, lo alcé, bendije a aquellos tres…, y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones…, blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer»[3].
San Josemaría vio que Jesús quería que todos fuesen santos; todos, sin excepción. Nuestro Señor estaba hablando a la muchedumbre, no a su círculo íntimo, cuando dijo, en el sermón de la montaña: «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Ese es el Evangelio sin medianías, la buena nueva que los apóstoles predicaron a las naciones.
San Pablo dice que Dios «nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos» (Ef 1,4). Más aún, Dios ha dado a conocer su «plan» para nosotros, «el misterio de su voluntad». En la plenitud de los tiempos —que es justamente ahora, hoy— vamos a «recapitular todas las cosas en Cristo» (Ef 1, 9-10).
San Josemaría enseñó que toda actividad humana —la vida política, familiar, social, el trabajo y el descanso— debe ser restaurada en Cristo, ofrecida a Dios como un sacrificio agradable, unida al sacrificio de la Cruz, unida al sacrificio de la Misa. Deseaba ardientemente ver el día en «que en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos»[4].
San Josemaría veía la creación como una gran liturgia cósmica, ofrecida al Padre por esos «otros Cristos» en unión con Cristo sacerdote.
Alma sacerdotal, mentalidad laical
Podemos hacer esta ofrenda porque somos un «sacerdocio real, una nación santa» (1 Pe 2, 9). Participamos de la realeza y del sacerdocio de Cristo porque, mediante el bautismo, tenemos una participación en su naturaleza (ver 2 Pe 1, 4). San Josemaría pedía a todos «alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical»[5]. No hay contradicción en esto. Pues, como sacerdotes y reyes, tenemos una vocación que es a la vez sagrada y secular. Participamos de la realeza de Cristo, participamos de su sacerdocio. Por tanto santificamos el orden temporal y lo ofrecemos a Dios, lo restauramos «en Cristo» porque vivimos en Cristo. Lo vamos restaurando poco a poco, comenzando por lo que tenemos bajo nuestro dominio, por lo más próximo. Nuestro puesto de trabajo, nuestra sala de estar: ahí es donde ejercemos nuestro dominio y nuestro sacerdocio. Nuestro altar es nuestra mesa de trabajo, nuestro puesto de trabajo, el surco que aramos, la zanja que cavamos, el pañal de cambiamos, la olla que revolvemos, la cama que compartimos con nuestro cónyuge. Todo eso es santificado por la ofrenda de nuestras manos, que son las de Cristo.
Esta doctrina alcanza un énfasis particular en el Opus Dei, pero pertenece a la Iglesia entera. La realeza y el sacerdocio, los derechos y deberes corresponden, no a unos pocos privilegiados, no solo al clero ordenado, sino a todos los creyentes bautizados. Nuestra especial dignidad viene de ahí; en el bautismo hemos sido hechos «hijos de Dios» (1 Jn 3, 2), nos hemos unido a la «asamblea de los primogénitos» (Heb 12, 23). Y si somos primogénitos, somos herederos (ver Gal 4, 7), coherederos de la realeza y sacerdocio de Cristo: de lo secular (que estamos santificando) y de lo sagrado. «Todo es vuestro…», dice san Pablo, «y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 22-23).
Somos hijos de Dios. La expresión teológica para este hecho es «filiación divina», y ese es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Es la fuente de la libertad, de la confianza, del empuje, fervor y alegría de todos los cristianos que viven y trabajan. Este es el «secreto a voces» que permite a hombres y mujeres en todo el mundo vivir su vocación: santificar su trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás a través del trabajo.
Ya sé que no es poco. Dedicaremos el resto del libro a examinar estas doctrinas con más detalle.
Los datos
San Josemaría pasó el resto de su vida predicando lo que Dios le había hecho ver. Al principio ni le había dado nombre. Accidentalmente su director espiritual le preguntó un día: «¿Cómo va esa Obra de Dios?».
Poco a poco, los detalles de organización se fueron explicitando en la mente de san Josemaría, aunque en el Derecho Canónico no había aún sitio para una institución como la que Dios le había revelado.
San Josemaría condujo el desarrollo de la Obra con prudencia, para que no cayera permanentemente en un molde institucional inadecuado, aunque tuvo que pasar por algunas formas provisionales que no respetaban en su totalidad los caracteres propios del Opus Dei. En 1965 el Concilio Vaticano II introdujo la idea de una nueva figura jurídica: las prelaturas personales. Una institución que tendría clérigos y laicos cooperando orgánicamente en apostolados específicos. La palabra personal implica que la cabeza de esa institución, su prelado, gobierna no un territorio sino un cierto grupo de personas, dondequiera que estas personas estén. En el caso del Opus Dei, son los fieles de la Prelatura, llamados a dedicarse de modo permanente a este particular «camino de santificación». Ya sean casados o célibes, adquieren su compromiso (que toma la forma de un contrato) cuando hacen la «oblación», y renuevan ese compromiso cada año. Pasado un tiempo, pueden reconocer la firmeza de su vocación de un modo más solemne haciendo la «fidelidad», dando así validez al contrato para el resto de su vida.
San Josemaría consideraba la prelatura personal como la figura perfecta para el Opus Dei. Sin embargo, no vivió para llegar a ver a su familia en este hogar. Murió en 1975.
El Papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei como primera prelatura personal en 1982. Cuando escribo esto, son alrededor de 85.000 los miembros —«los fieles» es la denominación preferida por la Iglesia— de la prelatura del Opus Dei. La gran mayoría de ellos son laicos y un pequeño número, sacerdotes.
Extra Ordinario
Las descripciones en torno a la fundación del Opus Dei podrían malinterpretarse, y quizá por eso san Josemaría trataba del asunto tan pocas veces. En la fundación hay algunos milagros documentados y gracias extraordinarias. Y con todo, el Opus Dei pone el acento decididamente en la vida ordinaria, el trabajo ordinario, y la experiencia religiosa ordinaria.
Tal vez aquellos milagros fueron necesarios por la radical novedad del plan de Dios para san Josemaría. Era un plan que parecía fuera del contexto de lo que sucedía en el primer tercio del siglo veinte, un tiempo en que se destacaba en los ambientes católicos la dignidad del clero hasta casi olvidar la del creyente bautizado ordinario. En Europa, como en Estados Unidos, la llamada universal a la santidad no era una doctrina teológica generalmente aceptada. El mismo san Josemaría hubo de sufrir por esto acusaciones de herejía.
Pero Dios se sirvió de estas primeras gracias extraordinarias —visiones, milagros, revelaciones privadas— para abrir un camino nuevo de santidad a través de la vida ordinaria. En ocasiones se necesitan potentes explosivos para abrir una carretera, pero no suelen usarse para su mantenimiento.
Por eso, ahora vamos a centrarnos en la vida ordinaria. Dios dio a sus hijos el dominio sobre el mundo (Gen 1, 26), y los invita a disfrutar de los bienes del universo que Él ha creado y redimido. Más aún, nos hace el inmenso regalo de hacernos participar en esa creación y redención.
Podemos poner un ejemplo de lo ordinario en acción: los miembros del Opus Dei se toman muy en serio la llamada de la Iglesia al apostolado. Pero no los encontraremos en las esquinas aporreando Biblias, o llamando a la puerta de desconocidos para dar su testimonio de Jesucristo. San Josemaría enseñó en vez de eso un silencioso apostolado de «amistad y confidencia» —realidades diarias— en el cual los miembros buscan servir a los demás. Puede significar invitar a almorzar a un amigo, en vez de invitarlo a una velada de oración, o a un partido de tenis, en vez de a un debate doctrinal.
Todo es completamente ordinario. Aunque esta misma doctrina tiene la fuerza de impactar a la gente. El mundo moderno —e incluso algunas personas en la Iglesia— se ha vuelto tan rebuscado, que poner el acento en lo ordinario constituye una verdadera revolución.
¿Qué pasa conmigo?
A estas alturas probablemente es superfluo decir que este calvinista se hizo católico, y que mis primeros contactos con el Opus Dei fueron importantes etapas en mi camino a la Iglesia Católica. También puede estar ya claro para el lector que más tarde recibí la vocación al Opus Dei.
Al atreverme a escribir este libro no pretendo presentarme como un modelo del Opus Dei. Ni tampoco es este libro una definición oficial de la Obra (como se llama a veces coloquialmente al Opus Dei), de sus objetivos y sus principios. Todavía menos es un análisis crítico de la estructura organizativa del Opus Dei o su estatus en el Derecho Canónico. Todos esos libros ya se han escrito, y muy bien escritos por cierto[6].
Este libro es más bien, mi personal reflexión sobre la vocación que comparto con tantos hombres y mujeres, que me superan en saber, en virtudes, y en la vida diaria del Opus Dei. Es también una pública expresión de agradecimiento a Dios por una gracia que no merezco, una gracia que espero puedan compartir muchos otros, si el Señor quiere dársela.
Como soy, por oficio y formación, un teólogo especializado en la Sagrada Escritura, este libro aplica las herramientas de mi peculiar (y enteramente santificable) profesión al núcleo del espíritu del Opus Dei.
[1]Misal para la beatificación de Josemaría Escrivá y Josefina Bakhita, Tipografía Vaticana, 1992 p. 14.
[2]Apuntes íntimos, n. 25. Citado en El Opus Dei en la Iglesia, Pedro Rodríguez, Fernando Ocáriz, José Luis Illanes. Rialp. Madrid, 1993, p. 216.
[3] Cfr. El Fundador del Opus Dei. Andrés Vázquez de Prada. Vol. I. p. 482. Rialp. Madrid. 1997.
[4]Ibidem, p. 380.
[5] Carta, 28.3.55 n.3. Citada en El itinerario jurídico del Opus Dei, A. de Fuenmayor, V. Gómez Iglesias, J. L. Illanes. p. 286. EUNSA. Pamplona, 1989.
[6] Cfr. por ejemplo: El itinerario jurídico del Opus Dei, ya citado. El Opus Dei en la Iglesia, ya citado. El Opus Dei: informe sobre la realidad. Dominique Le Tourneau. Rialp. Madrid, 2006.