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«Clarice Lispector es la escritora brasileña más estudiada de su siglo, y no solo en su país de origen. Pero el misterio es parte del universo clariceano y hay que partir de él para comprender la especificidad de su obra». Anna Caballé, El País Desde Machado de Assis, la literatura en Brasil ha contado siempre con una fructífera tradición de grandes cronistas entre los que por supuesto no podía faltar el nombre de Clarice Lispector, sin duda la escritora brasileña más influyente del siglo XX. Este volumen, que reúne la totalidad de sus ya legendarias colaboraciones en el Jornal do Brasil —escritas entre 1967 y 1973—, incluye además más de un centenar de textos inéditos publicados en otros diarios y revistas, ofreciéndonos así una panorámica completa de su labor como cronista. En estos textos, Lispector se nos muestra en una doble vertiente: por un lado, como el ama de casa enfrentada a los más prosaicos problemas domésticos —la administración del presupuesto familiar, la sopera que hay que devolver, la mudez crónica del teléfono, la educación de los hijos—; pero, al mismo tiempo, aparece también como una voz honesta y cercana que nos habla sobre el amor y la muerte, sobre el paso del tiempo, las incógnitas del «yo» y la revuelta contra la resignación cotidiana. En definitiva, una Clarice íntima y brillante, capaz de transformar el hecho cotidiano en pura metafísica, en auténtica literatura.
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Índice
Cubierta
Portadilla
Prólogo
Jornal do Brasil
1968
1969
1971
1972
1973
O Jornal
Senhor
Joia
Última Hora
Para no olvidar
Epílogo
Créditos
Aquel viernes 18 de agosto de 1967 fue especialmente tenso en la redacción del Caderno B. Pesaba sobre nosotros una doble responsabilidad, inaugurar a la mañana siguiente el suplemento de los sábados y presentar a Clarice Lispector como cronista.
Ella dijo enseguida que vendría. Rompiendo con la costumbre de la crónica tradicional, ocupó su espacio en la segunda página con varios textos cortos, una auténtica muestra de los que serían los temas principales a lo largo de los próximos seis años: la relación madre-hijo, la rebelión contra la resignación, la búsqueda del yo, la trastienda del pensamiento y la transformación de lo cotidiano en pura metafísica. A Clarice me la adjudicaron desde el principio. El director del Caderno parecía temerla, sentía por ella una devoción que podía parecer torpeza. Le tranquilizó que me encargara yo de recibirla cuando viniera eventualmente al periódico, de comunicarme con ella, de atender el teléfono cuando llamaba.
Y, sobre todo, de recibir y hacerme responsable de sus textos.
Me alegró el encargo. La admiraba desde la adolescencia, y ahora llegarían a mis manos textos semejantes a aquellos que había leído en su sección «Children’s Corner» de la revista Senhor.
No creo que Clarice recordara que ya nos conocíamos, o mejor, que ya la conocía. Era todavía novata en el Jornal do Brasil el día en que un amigo común, el periodista Yllen Kerr, me dijo que iba a visitarla, y me preguntó si le quería acompañar. Fuimos. La empleada abrió la puerta, nos sentamos en el salón en penumbra. Clarice se demoró lo justo para ser deseada. Y apareció.
Tal vez por estar yo sentada, me pareció aún más alta de lo que era. Tenía una presencia imponente. Y era consciente del impacto que causaba su extraña belleza. En ella nada era casual, elegía todo cuidadosamente; en los años siguientes no la vi nunca sin maquillaje. La conversación transcurrió solo entre ella e Yllen, una conversación llena de pausas, a tientas, como si ambos caminaran sobre un hilo. Ella hacía pausas que él no se atrevía a interrumpir o que interrumpía justo cuando ella retomaba el discurso, entonces se detenían los dos unos instantes esperando el próximo paso. Yo, muda, la observaba, siguiendo los gestos de sus manos, fijándome en la elección de las pulseras sin brillo, como antiguas o rústicas, en la ropa oscura que se fundía con la oscuridad del salón, solo una lámpara encendida. No fue una visita larga ni íntima, pero fue inolvidable para mí.
Y porque Alberto Dines, editor jefe del Jornal do Brasil, la había invitado a colaborar en el Caderno B, resultaba que aquella escritora maravillosa me pedía que tratara sus textos con esmero. Como si fuera posible no hacerlo.
Al principio, vino algunas veces a la redacción. Después, nunca más. Enviaba los textos a través de una empleada, en un sobre grande de papel marrón, siempre igual, firmado con aquella letra complicada, la única letra que le permitía el incendio que le había lisiado la mano derecha.
Y cada vez que me extendía el sobre, la empleada repetía la petición de Clarice, que llevara cuidado con sus textos, porque los necesitaba y no tenía copia. Pero yo no oía la voz de la empleada, sino la suya, que tantas veces me había hablado por teléfono, con esa manera suya de moler las erres en la garganta, de su incapacidad de usar papel carbón, porque «el papel carbón se arrruga». Yo repetía mentalmente el «arrruga» y duplicaba los cuidados.
Decidimos que una caja separada junto a la mesa de la edición recibiría solo la colaboración semanal de Clarice. Y conduje a la empleada hasta aquella especie de nido, para que le transmitiera a Clarice el cariño especial con el que era tratado su trabajo. Aun así, la empleada siguió repitiendo el mantra, que servía más para tranquilizar a la propia Clarice que para ponernos en aviso.
Años después, al encontrar algunos de aquellos textos con los que había tratado tan íntimamente trasladados a alguna novela, entendí más hondamente por qué el hecho de no tener copia dejaba a Clarice tan desamparada. Cualquier frase podía ser insustituible en un futuro, no se podía perder ninguna. Como editora de mesa del Caderno B, tenía el privilegio de leer a Clarice antes de que bajasen el texto al taller. Hacía mínimas correcciones de errores de mecanografía, solo eso. Ni siquiera era necesario. No obstante, otra de sus peticiones constantes era que prohibiésemos a los correctores tocar sus comas. «Mi puntuación —dijo más de una vez— es mi respiración». Y durante todos los años que permaneció en el Caderno B, Clarice pudo respirar tranquila, no se le tocó ni una coma.
MARINA COLASANTI
1967
LOS NIÑOS PESADOS
No puedo. No puedo pensar en la escena que visualicé y que es real. A un niño de noche le duele el hambre y le dice a la madre: tengo hambre, mamá. Ella responde con dulzura: duerme. Él dice: pero tengo hambre. Ella insiste: duérmete. Él dice: no puedo, tengo hambre. Ella repite, exasperada: duérmete. Él insiste. Ella grita dolorida: ¡duérmete, pesado! Los dos callan en la oscuridad, inmóviles. ¿Se habrá dormido?, piensa ella bien despierta. Él tiene demasiado miedo para quejarse. En la noche negra los dos están despiertos. Hasta que, de dolor y cansancio, ambos se adormecen, en el nido de la resignación. Yo no soporto la resignación. Ah, con qué hambre y placer devoro la revuelta.
LA SORPRESA
Mirarse al espejo y decirse deslumbrada: qué misteriosa soy. Soy tan delicada y fuerte. Y la curva de los labios mantiene la inocencia.
No hay hombre o mujer que no se haya mirado por casualidad al espejo y no se haya sorprendido consigo mismo. Durante una fracción de segundo nos vemos como un objeto que puede ser mirado. A esto podría llamársele tal vez narcisismo, pero yo lo llamaría alegría de ser. Alegría de encontrar en la figura exterior los ecos de la figura interna: ah, entonces es verdad que no me he imaginado, yo existo.
JUGAR A PENSAR
El arte de pensar sin riesgo. Si no fuese por los caminos de emoción a los que nos lleva el pensamiento, pensar ya habría sido catalogado como una de las formas de diversión. No se invita a los amigos a jugar a eso porque hacemos tanta ceremonia con el pensar. Lo mejor es invitarlos solo a una visita, y, como quien no quiere la cosa, ponerse a pensar a la vez, bajo el disfraz de las palabras.
Eso como juego ligero. Porque para pensar profundamente —que es el grado máximo de este hobby— es necesario estar solo. Porque entregarse a pensar es una gran emoción, y solo nos atrevemos a pensar ante alguien cuando la confianza es tan grande que no nos sentimos incómodos al usar, si es necesario, la palabra otro. Además se exige mucho a quien nos ve pensar: que tenga un corazón grande, amor, cariño, y la experiencia de haberse entregado a pensar también. Se exige tanto de quien escucha las palabras y los silencios como se exigiría para sentir. No, no es verdad. Para sentir se exige más.
Bueno, pero, en el caso de ese pensar como diversión la ausencia de riesgos lo pone al alcance de todos. Algún riesgo tiene, claro. Se juega y se puede salir con el corazón triste. Pero, de una manera general, una vez tomadas las precauciones intuitivas, no hay peligro.
Como hobby presenta la ventaja de ser por excelencia portátil. Aunque en el aire sea mejor, creo yo.
A ciertas horas de la tarde, por ejemplo, cuando la casa llena de luz más parece que haya sido vaciada por la luz, mientras toda la ciudad se estremece de trabajo y solo nosotros trabajamos en casa pero nadie lo sabe, a esas horas en las que la dignidad se recuperaría si tuviésemos un taller de reparaciones o un salón de costura, a esas horas se piensa. Así: se empieza allí dónde estés, aunque no sea por la tarde; de noche no lo aconsejo.
Una vez, por ejemplo —cuando aún mandábamos la ropa a lavar fuera—, yo estaba haciendo la lista. Tal vez por la costumbre de poner títulos o por un repentino deseo de tener un cuaderno limpio como en la escuela, escribí una lista de... Y en ese instante el deseo de no ser seria llegó. Esta es la primera señal del animus jugandi, en el tema de pensar como hobby. Y escribí ingeniosa: lista de sentimientos. Lo que quería decir con esto tuve que dejarlo para después; otra señal de estar en el buen camino es no preocuparse por no entender; la actitud debe ser: no se pierde nada por esperar, no se pierde nada por no entender.
Entonces empecé una lista de sentimientos cuyo nombre desconozco. Si recibo un regalo ofrecido con cariño por alguien que no me gusta ¿cómo se llama lo que siento? La nostalgia que se siente por alguien que ya no nos gusta, esa pena y ese rencor, ¿cómo se llaman? Estar ocupada y de repente parar porque hemos sido poseídos por una repentina pereza esclarecedora y feliz, como si la luz de un milagro hubiese entrado en la sala: ¿cómo se llama lo que se siente?
Pero tengo que advertirlo. A veces se empieza jugando a pensar y de repente el juguete empieza a jugar con nosotros. No es bueno. Solo es fructífero.
ASTRONAUTA EN LA TIERRA
Con muchísimo retraso, reflexiono sobre los astronautas. O mejor, sobre el primer astronauta. Casi al día siguiente del viaje de Gagarin, nuestros sentimientos estaban ya atrasados en contraposición a la velocidad con la que nos superó el acontecimiento. Pues es ahora cuando recapacito, con muchísimo retraso, sobre el asunto. Un asunto difícil de considerar.
Un día un niño, advertido de que la pelota con la que jugaba caería al suelo y molestaría a los vecinos de abajo, respondió: qué va, el mundo ya es automático, cuando una mano lanza al aire la pelota, la otra ya es automática y la coge, no cae.
El problema es que nuestra mano no es aún suficientemente automática. Gagarin ascendió con miedo, porque si lo automático del mundo hubiese fallado, la pelota habría hecho algo más que fastidiar a los vecinos de abajo. Mi mano poco automática tembló asustada ante la posibilidad de no ser lo bastante rápida y dejar que me escapara el «acontecimiento astronauta». La responsabilidad de sentir fue grande, la responsabilidad de no dejar caer la pelota que nos han lanzado.
La necesidad de hacer todo un poco más lógico —que de alguna manera equivale a más automático— me lleva a investigar meticulosamente el terror que se apoderó de mí:
—De ahora en adelante, cuando me refiera a la Tierra, no volveré a decir indiscriminadamente «el mundo». «Mapa mundial» lo consideraré una expresión poco apropiada; cuando diga «mi mundo» recordaré con un sobresalto de alegría que también mi mapa debe rehacerse, y que nadie me garantiza que, visto desde fuera, mi mundo no sea azul. Consideraciones: antes del primer astronauta, habría sido apropiado que alguien dijera, refiriéndose a su propio nacimiento, «vine al mundo». Pero hace poco tiempo que nacimos para el mundo. Casi avergonzados.
—Para ver el azul, miramos al cielo. La Tierra es azul para quien la mira desde el cielo. ¿Será el azul un color en sí mismo o una cuestión de distancia? ¿O de nostalgia? Lo inalcanzable es siempre azul.
—Si yo fuera el primer astronauta, mi alegría solo se renovaría cuando un segundo hombre volviese allá desde el mundo. Porque también él habría visto. Porque «haber visto» no es sustituible por ninguna descripción: haber visto solo es comparable con haber visto. Mientras que cualquier otro ser humano no hubiera visto también, habitaría en mí un gran silencio, incluso hablando. Consideración: supongo la hipótesis de que alguien en el mundo ya haya visto a Dios. Y no haya dicho una palabra. Porque si ningún otro lo ha visto, es inútil hablar.
—El gran favor del azar: estar aún vivos cuando el gran mundo comenzó. Respecto a lo que viene: debemos fumar menos, y cuidarnos más, para tener más tiempo y vivir y ver un poco más; y meterles prisa a los científicos, porque nuestro tiempo personal apremia.
*
VICTORIA NUESTRA
Qué hemos hecho de nosotros y a eso considerado nuestra victoria de cada día.
No hemos amado, por encima de todas las cosas. No hemos aceptado lo inexplicable porque no queremos que nos tomen por tontos. Hemos acumulado cosas y seguridades a costa de no poseernos ni poseer a los otros. No sentimos ninguna alegría que no haya sido catalogada. Hemos construido catedrales y nos hemos quedado fuera, porque tememos que las catedrales que nosotros mismos hemos construido sean trampas. No nos hemos entregado porque eso sería el comienzo de una vida larga y quizá sin consuelo. Hemos evitado caer de rodillas ante el primero que por amor diga: tengo miedo. Hemos creado asociaciones de terror sonriente, donde se sirve la bebida con soda. Hemos intentado salvarnos, pero sin emplear la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes. No hemos empleado la palabra amor para no vernos obligados a reconocer su entramado de amor y de odio. Hemos mantenido en secreto nuestra muerte. Hemos hecho arte por no saber cómo es lo otro. Hemos disfrazado con amor nuestra indiferencia, disfrazado nuestra indiferencia con angustia, disfrazado con un miedo pequeño el gran miedo mayor. No hemos adorado por tener la sensata mezquindad de recordar a tiempo los falsos dioses. No hemos sido ingenuos para no reírnos de nosotros mismos y poder decir al acabar el día «por lo menos no he sido tonto», y así no llorar antes de apagar la luz. Hemos tenido la certeza de que yo también y todos ustedes también, y por eso todos sin saber se aman. Hemos sonreído en público ante lo que no sonreímos cuando estamos solos. Hemos llamado debilidad a nuestro candor. Nos hemos temido el uno al otro, por encima de todo. Y todo eso lo hemos considerado nuestra victoria de cada día.
TANTO ESFUERZO
Tuvo una visita. Una antigua compañera vino de São Paulo y le hizo una visita. La recibió con bocadillos y un té, esmerándose cuanto pudo con la visita, la tarde y el encuentro. La amiga llegó bella y femenina. Con el paso de las horas, empezó lentamente a desvanecerse, hasta que apareció un rostro no tan joven ni tan alegre, más intenso, de una amargura más viva. Pronto se apagó su belleza menor y más fácil. Y pronto la dueña de la casa tenía ante sí a una mujer que, si bien era menos bonita, era más bella, que expresaba como antiguamente su ardiente pensamiento. Confundiéndose, recurriendo a lugares comunes, intentando probar la necesidad de ir hacia delante, demostrar que cada una tenía «una misión que cumplir». En aquel momento la palabra misión debió de parecerle demasiado gastada, no para ella, sino para la dueña de la casa, que había sido de las más inteligentes del grupo. Entonces corrigió: «misión, o lo que tú prefieras». La dueña de la casa se removió en la silla, incómoda.
Cuando la visita partió, caminaba con dificultad, parecía presa del cansancio que proviene de decisiones demasiado prematuras en relación con el tiempo de la acción: todo cuanto había decidido, tardaría años en lograrlo. O no lo lograría jamás. La dueña de la casa bajó en el ascensor con la visita, la acompañó hasta la calle. Le extrañó verla de espaldas: el reverso de la medalla era el cabello suelto e infantil, los hombros exagerados por la ropa mal cortada, el vestido corto, las piernas gruesas. Sí. Una mujer maravillosa y solitaria. Luchando sobre todo contra su propio prejuicio que le aconsejaba ser menos de lo que era, que le mandaba doblegarse. Tanto, tanto esfuerzo, y los cabellos caían infantiles. A su lado, en la calle, pasaban criaturas que seguramente se habían complicado menos la vida y que obedecían a un destino más inmediato. La dueña de la casa sintió en el pecho el peso de una comprensión incómoda: ¿cómo ayudarla? Sin que pudiera transformar jamás la comprensión en un acto.
EL PROCESO
—¿Qué voy a hacer? No aguanto vivir. La vida es tan corta y yo no aguanto vivir.
—No lo sé. Yo siento lo mismo. Pero hay cosas, hay muchas cosas. Hay un punto en el que la desesperación es una luz, y un amor.
—¿Y después?
—Después viene la Naturaleza.
—¿Llamas naturaleza a la muerte?
—No. Llamo a la naturaleza Naturaleza.
—¿Todas las vidas habrán sido esto?
—Creo que sí.
*
AMOR INMORTAL
Aún me siento un poco torpe en mi nueva función de esto que no se puede llamar con propiedad crónica. Aparte de neófita en el asunto, también lo soy en materia de escribir para ganar dinero. He trabajado en la prensa como profesional, sin firmar. Cuando firmo, sin embargo, soy automáticamente más personal. Y me siento un poco como si vendiera el alma. Lo he comentado con un amigo que me ha contestado: escribir es un poco vender el alma. Es verdad. Incluso cuando no es por dinero, nos exponemos mucho. Una amiga médico no está de acuerdo: argumenta que en su profesión entrega el alma, y, sin embargo, cobra dinero porque también necesita vivir. Con gran placer, pues, les vendo a ustedes una parte de mi alma, la parte de la conversación del sábado.
Solo que, al ser neófita, me aturdo a la hora de elegir los asuntos. En este estado de ánimo me encontraba un día en casa de una amiga. Sonó el teléfono, era un amigo común. También yo hablé con él, y, claro, le comenté que me habían encargado escribir todos los sábados. Y, de sopetón, le pregunté: «¿Qué les interesa a los lectores? A las mujeres, por ejemplo». Antes de que él pudiese contestar, llegó del fondo de la sala la voz alta y clara de mi amiga: «Los hombres». Reímos, pero la respuesta es seria. Con cierto pudor debo reconocer que lo que más le interesa a la mujer es el hombre.
No debemos sentirnos humilladas por ello, como si exigiésemos tener en primer lugar intereses más universales. No nos sintamos humilladas, porque si le preguntamos al mayor especialista del mundo en ingeniería electrónica qué le interesa más al hombre, la respuesta íntima, inmediata y sincera, será: la mujer. Y de vez en cuando conviene recordar esta verdad obvia, por muy sonrojante que sea. Se preguntarán: «Pero si hablamos de personas, ¿no son los hijos lo que más nos interesa?». Es muy diferente. Cualquier niño del mundo podría ser nuestra carne y nuestra sangre. No, no estoy haciendo literatura. Un día me hablaron de una niña semiparalítica que necesitó vengarse rompiendo un jarrón. Y me dolió la sangre. Ella era una hija colérica.
El hombre. Qué simpáticos son los hombres. Gracias a Dios. ¿El hombre es nuestra fuente de inspiración? Sí. ¿El hombre es nuestro desafío? Sí. ¿El hombre es nuestro enemigo? Sí. ¿El hombre es nuestro rival estimulante? Sí. ¿El hombre es nuestro igual al tiempo que es enteramente diferente? Sí. ¿El hombre es hermoso? Sí. ¿El hombre es divertido? Sí. ¿El hombre es un niño? Sí. ¿El hombre es también padre? Sí. ¿Discutimos con el hombre? Sí. ¿Podríamos pasar sin el hombre con el que discutimos? No. ¿Somos interesantes porque al hombre le gustan las mujeres interesantes? Sí. ¿El hombre es el ser con el que tenemos el diálogo más importante? Sí. ¿El hombre es aburrido? También. ¿Nos gusta que nos aburran los hombres? Nos gusta.
Podría continuar con esta lista interminable hasta que mi director me ordenase parar. Creo que nadie más me mandaría parar. Porque pienso que he tocado un punto sensible. Y, por ser un punto sensible, cómo nos duele el hombre. Y cómo la mujer le duele al hombre.
Con mi manía de ir en taxi, entrevisto a todos los conductores con los que viajo. Una noche viajé con un español bien joven todavía, con bigotito y mirada triste. Hablando de esto y de lo otro, me preguntó si tenía hijos. Le pregunté si él también tenía, contestó que no estaba casado, que no se casaría nunca. Y me contó su historia. Quince años atrás estuvo enamorado de una joven española, en su tierra. Vivía en una ciudad pequeña, con pocos médicos y recursos. La joven enfermó, sin que nadie supiese de qué, y murió a los tres días. Murió consciente de que moría, y le dijo: «Moriré en tus brazos». Y murió en sus brazos, pidiendo: «Dios mío, sálvame». Durante tres años el taxista casi no pudo comer. En la pequeña ciudad todos sabían de su sufrimiento e intentaban ayudarlo. Lo llevaban a las fiestas, donde las muchachas, en vez de esperar que las sacara a bailar, le pedían bailar con ellas.
Pero no sirvió de nada. Todo le recordaba a Clarita; así se llamaba la muchacha muerta, y eso me asustó porque era casi mi nombre y me sentí muerta y amada. Entonces decidió salir de España sin siquiera avisar a sus padres. Supo que solo dos países aceptaban inmigrantes sin exigir carta de invitación: el Brasil y Venezuela. Se decidió por el Brasil. Aquí se hizo rico. Tuvo una fábrica de zapatos, la vendió después; compró un bar-restaurante, lo vendió después. Nada le importaba. Decidió convertir su coche en taxi. Se hizo taxista. Vive en una casa en Jacarepaguá, porque «allí hay cascadas muy lindas de agua dulce (!)». En estos catorce años no se ha enamorado de ninguna mujer, y no siente «amor por nada, para él todo es lo mismo». Con delicadeza el español dio a entender sin embargo que la falta diaria que siente de Clarita no entorpece su vida, que tiene amoríos y cambia de mujer. Pero amar, nunca más.
Bien. Mi historia acaba de un modo un poco inesperado y alarmante.
Estábamos casi llegando a mi destino, cuando me habló de nuevo de su casa en Jacarepaguá y de las cascadas de agua dulce, como si las hubiese de agua salada. Dije medio distraída: «Cómo me gustaría descansar unos días en un sitio como ese».
Dije justo lo que no debería haber dicho. Porque, con riesgo de empotrar el coche en alguna casa, volvió súbitamente la cabeza hacia atrás y me preguntó con una voz cargada de intenciones: «¿De verdad le gustaría? ¡Venga cuando quiera!». Nerviosísima por el repentino cambio de clima, me oí responder rápidamente y en voz alta que no podía porque me iban a operar y «estaría muy enferma» (!). A partir de ahora entrevistaré solo a taxistas viejecitos. Pero eso prueba que el español es un hombre sincero: la añoranza intensa de Clarita no interfiere en su vida.
El final de esta historia desilusiona un poco a los corazones sentimentales. A muchos nos gustaría que el amor de los catorce años entorpeciera su vida. Quedaría mejor la historia. Pero no puedo mentir para agradarles. Y además me parece justo que su vida no quede totalmente interrumpida. Bastante drama es no poder volver a amar.
He olvidado decir que también me contó historias de negocios y desfalcos —el viaje era largo, el tráfico horrible—, pero me hice la sorda. Solo me interesó el amor inmortal. Ahora recuerdo vagamente la historia de un desfalco. Quizá, si me concentro, consiga recordarla, y la cuente el próximo sábado. Pero no creo que interese.
*
ORACIÓN POR UN SACERDOTE
Una noche balbuceé una oración por un sacerdote que tiene miedo a morir y se avergüenza de tener miedo. Dije más bien para Dios, con cierto pudor: consuela el alma del padre X, haz que sienta que Tu mano está cogida a la suya, haz que sienta que la muerte no existe porque ya estamos en verdad en la eternidad, haz que sienta que amar no es morir, que la entrega de sí mismo no significa la muerte, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no Te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, haz que se acuerde de que tampoco hay explicación de por qué el hijo quiere el beso de su madre y aun así quiere y aun así el beso es perfecto, haz que reciba el mundo sin temor, pues para ese mundo incomprensible hemos sido creados y también nosotros incomprensibles, de manera que hay una conexión entre ese misterio del mundo y el nuestro, pero esa conexión no es clara para nosotros mientras queramos entenderla, bendícelo para que viva con alegría el pan que come, el sueño que duerme, haz que tenga caridad hacia sí mismo pues, si no, no podrá sentir que Dios le amó, haz que pierda el pudor de desear que en la hora de su muerte haya una mano humana para apretar la suya, amén. (El padre X me pidió que rezase por él).
NO SENTIR
El hábito le ha amortiguado las caídas. Pero al sentir menos dolor, ha perdido la ventaja del dolor como síntoma y aviso. Hoy vive incomparablemente más sereno, aunque con gran peligro de su vida: puede estar a un paso de estar muriendo, a un paso de ya haber muerto, y sin el beneficio del aviso previo.
IR HACIA
Esta noche ha llorado tanto un gato que he sentido una compasión profunda por lo vivo. Parecía dolor, y, en términos humanos y animales, lo era. ¿Era dolor o era «ir», «ir hacia»? Porque lo que está vivo va hacia.
DENTRO DE VEINTICINCO AÑOS
Me preguntaron una vez si era capaz de imaginar el Brasil dentro de veinticinco años. Ni dentro de veinticinco minutos, cuanto más de veinticinco años. Pero la impresión-deseo es la de que en un futuro no demasiado remoto tal vez podamos comprender que los movimientos caóticos actuales eran ya los primeros pasos afinándose y orquestándose camino de una situación económica más digna para los hombres, para las mujeres y para los niños. Y eso porque el pueblo ha dado más muestras de madurez política que la gran mayoría de los políticos, y un día acabará liderando a los líderes. Dentro de veinticinco años el pueblo habrá hablado mucho más.
Si no sé prever, puedo por lo menos desear. Puedo intensamente desear que se resuelva el problema más urgente: el del hambre. Muchísimo más deprisa, sin embargo, que en veinticinco años, porque no podemos esperar más tiempo: miles de hombres, mujeres y niños son verdaderos moribundos ambulantes que técnicamente deberían estar ingresados en un hospital para desnutridos. Es tanta la miseria, que debería decretarse el estado de emergencia, como ante una catástrofe. Pero es mucho peor: el hambre es nuestra endemia, forma parte orgánica de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Y, la mayoría de las veces, al describir los rasgos físicos, morales y mentales de un brasileño, no nos damos cuenta de que en realidad estamos describiendo los rasgos físicos, morales y mentales del hambre. Los líderes que se propongan solucionar el problema de la alimentación serán tan bendecidos por nosotros como bendecidos serán por el mundo los que descubran la cura para el cáncer.
*
PRIMAVERA AL CORRER DE LA MÁQUINA
Los primeros calores de la nueva estación, tan antiguos como un primer soplo. Y que hace que no pueda dejar de sonreír. Sin mirarme al espejo, es una sonrisa que tiene la idiotez de los ángeles.
Mucho antes de llegar la nueva estación ya hubo un anticipo: inesperadamente un viento templado, las primeras dulzuras del aire. ¡Imposible! ¡Imposible que esa dulzura del aire no traiga otras!, dice el corazón rompiéndose.
Imposible, dice como un eco la suavidad aún mordiente y fresca de la primavera. ¡Imposible que ese aire no traiga el amor del mundo!, repite el corazón que parte su sequedad agrietada en una sonrisa. Y ni siquiera reconoce que ya lo trajo, que aquello es amor. Ese primer calor aún fresco lo trae todo. Solo eso, e indivisible: todo.
Y todo es mucho para un corazón de repente debilitado que solo soporta lo mínimo, solo puede querer poco y poco a poco. Siento hoy, y también mordiente, una especie de recuerdo todavía por llegar del día de hoy. Y decir que nunca, nunca di esto que estoy sintiendo a nadie y a nada. ¿Me lo di a mí misma? Solo me lo di en la medida en que el estímulo de lo que es bueno cabe dentro de nervios tan frágiles, de muertes tan suaves. Ah, cómo deseo morir. Todavía no he experimentado nunca el morir, qué camino abierto tengo aún por delante. Morir tendrá el mismo estímulo indivisible de lo bueno. ¿A quién daré mi muerte?, que será como los primeros calores frescos de una nueva estación. Ah, el dolor es más soportable y comprensible que esa promesa de fría y líquida alegría de la primavera. Con ese pudor espero morir: el estímulo de lo bueno. Pero nunca morir antes de morir realmente, porque es tan bueno prolongar esa promesa. Quiero prolongarla con delicadeza. Me baño, me nutro de la vida mejor y más fina, porque nada es demasiado bueno para prepararme para el instante de esa nueva estación. Quiero los mejores óleos y perfumes, quiero vida de la mejor especie, quiero las esperas más delicadas, quiero las carnes más finas y también las más pesadas para comer, quiero la ruptura de mi carne en espíritu y del espíritu rompiéndose en carne, quiero esas finas mezclas, todo lo que secretamente me adiestrará para aquellos primeros momentos que vendrán. Iniciada, presiento el cambio de estación. Y deseo la vida más llena de un fruto enorme. Dentro de ese fruto que en mí se prepara, dentro de ese fruto que es suculento, hay lugar para el más leve de los insomnios, que es mi sabiduría de animal despierto: un velo de alerta, lo bastante despabilada para al menos presentir. Ah, presentir es más ameno que la intolerable agudeza de lo bueno. Y que no olvide, en esa aguda lucha entablada, que lo más difícil de entender es la alegría. Porque cuanto más me recreo en ella y procuro apoderarme de su levísima vastedad, lágrimas de cansancio me vienen a los ojos: soy débil ante la belleza de lo que existe y va a existir. Y no consigo, en ese adiestramiento continuo, apoderarme del primer regocijo de la vida.
¿Conseguiré captar el regocijo infinitamente dulce de morir? Ah, cómo me inquieta no ser capaz de vivir lo mejor posible para poder por fin morir lo mejor posible. Cómo me inquieta que alguien pueda no comprender que moriré en una ida hacia una tonta felicidad de primavera. Pero no aceleraré ni un instante la llegada de esa felicidad, porque esperarla viviendo es mi vigilia de vestal. Día y noche no dejo que la vela se apague, para prolongarla en la mejor de las esperas. Los primeros calores de la primavera…, ¡eso es amor! La felicidad me deja en la cara una sonrisa de hija. Estoy muy bien peinada. Pero la espera casi no cabe ya en mí. Es tan bueno que corro el riesgo de sobrepasarme, de perder mi primera muerte primaveral, y, en el sudor de tanta espera templada, morir antes. Por curiosidad, morir antes: porque ya quiero saber cómo es la nueva estación.
Pero voy a esperar. Voy a esperar comiendo con delicadeza y recato y avidez controlada cada mínima migaja de todo, lo quiero todo porque nada es demasiado bueno para mi muerte que es mi vida tan eterna que hoy mismo ya existe y ya es.
*
PARA LOS RICOS
QUE TAMBIÉN SON BUENOS
Ha sido un honor para mí recibir un mensaje del doctor Abraão Akerman, uno de los mejores neurólogos del mundo: le gustaría hacer uso de este espacio.
Anteriormente ya había recibido un recado suyo: quería concederme una entrevista cuyo asunto fuese el hombre y la mujer, lo que ciertamente significa amor. Cuando recibí el segundo recado pensé que había llegado el momento de aquella entrevista. Le pregunté y me respondió que no: solo me la concedería si yo quería. Claro que quiero, aunque sea sobre el hombre y la mujer desde el punto de vista neurológico.
Fui, pues, a visitarlo una tarde de domingo. El doctor Akerman es un hombre completo: además de ser un maestro en el campo de la neurología, está al corriente de la mejor literatura, e incluso llega a encargar libros en Europa. Y tiene una discoteca muy selecta.
Después de conversar un poco —lo que hablamos daría para una entrevista interesantísima—, pasamos al asunto que ocupa esta columna. Y que involucra a quien tiene dinero, a la ciencia, al impuesto de la renta, a las personas de corazón bueno y activo. ¿Soy enigmática? Todo se aclarará cuando transmita lo que el doctor Akerman me dijo:
—Varias personas y yo que trabajamos por nuestra cuenta, investigando y enseñando, necesitamos, para continuar nuestras investigaciones y abrir nuevos horizontes, de una ayuda eficiente que no sea solo puntual. Como creo en las posibilidades infinitas del Brasil y de las nuevas generaciones, me gustaría que esta iniciativa partiera de los brasileños; poder prescindir de la ayuda extranjera.
Nuevas leyes de los últimos dos años facilitan esto a los grandes propietarios, ya que, como en muchos países extranjeros, sobre todo en los Estados Unidos, la generosidad desgrava. Esta misma generosidad podrá beneficiar a otras actividades importantes para nuestro pueblo, costear orquestas, museos, etc.
Prosiguiendo, supe que hace poco donaron al Departamento de Neurología de la Santa Casa de Misericórdia, dirigida por el doctor Akerman, un aparato de última generación en electroencefalografía, por valor de cincuenta mil cruceiros nuevos (cincuenta millones de cruceiros antiguos). Está claro que la donación no se hizo sin antes evaluar cuidadosamente el rendimiento del aparato.
Las donaciones privadas actualmente son escasas porque pocas instituciones disponen de personal capacitado para utilizarlas a pleno rendimiento. Los grandes industriales y los profesores extranjeros que nos visitan se sorprenden ante el excesivo material moderno infrautilizado en las instituciones públicas. Sencillamente porque no saben cómo usarlo. Son solicitudes hechas en concurso público de aparatos costosísimos que no disponen de técnicos preparados para usarlos.
En cambio, es de todos conocido el buen aprovechamiento del material científico por parte de las organizaciones privadas.
Desgraciadamente, el país es muchas veces un patrón muy abstracto, y, cuando llega el aparato, es abandonado despreciando el sacrificio público.
El doctor Akerman añadió:
—Confiemos en que el estímulo a la actividad privada, que no le hace competencia a la enseñanza pública, se repita con frecuencia, dignificando a los que desean que nuestro país alcance el nivel científico que se merece.
El doctor Akerman nombró a Mellon, poderoso banquero, que donó grandes sumas a museos norteamericanos. Dijo:
—Los ricos tienen que acostumbrarse a dar. Ha llegado el momento de dar.
*
DE LOS TACOS EN EL TEATRO
Yo no utilizo tacos porque en mi casa, en la infancia, no se usaban y me acostumbré a expresarme con otro lenguaje. Pero el taco —aquel que expresa lo que otra palabra no haría— no me asusta. Hay obras de teatro, como A volta ao lar —excelente Fernanda Montenegro— o Dois perdidos numa noite suja —excelentes Fauzi Arap y Nelson Xavier—, que sencillamente no podrían prescindir del taco por el ambiente en el que transcurren y por el tipo de personajes. Estas dos obras, por ejemplo, son de gran calidad y no pueden mutilarse.
Además, en general quien va al teatro ya está ligeramente informado, aunque solo sea por rumores, del tipo de espectáculo al que asistirá. Si el taco le incomoda o le escandaliza, ¿para qué comprar la entrada?
Más aún: por la censura lo más común es permitir solo la entrada a mayores de dieciséis años, y eso es una garantía. Aunque antes de esa edad la mayoría de la juventud moderna ya los usa.
¿Qué problema puede suscitar entonces el empleo de un taco adecuado al texto? Y eso sin tener en cuenta que, nos guste o no, el taco forma parte de la lengua portuguesa.
¡¿CHACRINHA?!
Había oído hablar tanto de Chacrinha que encendí el televisor para ver su programa, que me pareció durar más de una hora.
Me quedé pasmada. Me dicen que es el programa más popular. ¿Cómo puede ser eso? El tipo tiene algo de loco, y uso la palabra loco en su sentido genuino. El auditorio estaba a rebosar. Es un programa de aspirantes, al menos lo que yo vi. Ocupa la hora de máxima audiencia de la televisión. El tipo viste unas ropas de lo más estrafalario, el aspirante presenta su número y, si no gusta, Chacrinha toca su bocina, y lo despide. Es evidente que Chacrinha tiene algo de sádico: se nota que disfruta cuando toca la bocina. Y sus bromas se repiten continuamente, o le falta imaginación o es muy obstinado.
¿Qué decir de los aspirantes? Qué deprimente. Son de todas las edades. Y en todas las edades se percibe el ansia por aparecer, por mostrarse, por hacerse famoso, incluso a costa del ridículo o de la humillación.
Van viejos hasta de setenta años. Con alguna excepción, los aspirantes, que son de origen humilde, parecen desnutridos. Y el público aplaude. Hay premios en metálico para quien acierta el número de bocinazos que dará Chacrinha; por lo menos así fue en el programa que yo vi. ¿Tendrá tanto éxito por la posibilidad de ganar dinero, como en la lotería? ¿O por la pobreza de espíritu de nuestro pueblo? Me pregunto si los telespectadores no tendrán algo de sadismo que se complace con el sadismo de Chacrinha.
No lo entiendo. Nuestra televisión, con excepciones, es pobre, si descontamos la sobreabundancia de anuncios. Pero Chacrinha ha ido demasiado lejos. Sencillamente no entendí el fenómeno. Me sentí triste, decepcionada: querría un pueblo más exigente.
*
DIES IRAE
Amanecí encolerizada. No, no me gusta el mundo. La mayoría de la gente está muerta y no lo sabe, o están vivos y llenos de falsedad. Y el amor, en vez de dar, exige. Y los que nos aprecian quieren que seamos lo que necesitan. Mentir causa remordimientos. Y no mentir es un don que el mundo no se merece. Y ni siquiera puedo hacer lo que una niña semiparalítica hizo como venganza: romper un jarrón. No estoy semiparalítica. Aunque algo me diga que todos somos semiparalíticos. Y morimos, sin siquiera una explicación. Y lo que es peor, vivimos sin una explicación siquiera. Y tener asistentas, llamémoslas de una vez criadas, es una ofensa a la humanidad. Y tener la obligación de ser eso que llaman «presentable» me irrita. ¿Por qué no puedo andar harapienta, como los hombres que a veces veo en la calle con una barba hasta el pecho y una Biblia en la mano, esos dioses que hicieron de la locura una manera de entender? ¿Y por qué, solo porque escribía, piensan que tengo que seguir escribiendo? He avisado a mis hijos que he amanecido encolerizada, y que no me hiciesen caso. Pero yo quiero hacerme caso. Quisiera hacer algo definitivo que reventase el tenso tendón que sujeta mi corazón.
¿Y los que desisten? Conozco a una mujer que desistió. Y vive razonablemente bien, el sistema que se agenció para vivir es estar ocupada. Ninguna ocupación le gusta. Nada de lo que he hecho me gusta. Y lo que hice con amor se hizo añicos. Ni amar sabía, ni amar sabía. Y crearon el Día de los Analfabetos. Solo leí el titular, me negué a leer el texto. Me niego a leer el texto del mundo, solo los titulares ya me encolerizan. Se conmemora mucho. Y se lucha todo el tiempo. Todo un mundo de semiparalíticos. Y se espera inútilmente el milagro. Y quien no espera el milagro está todavía peor, todavía necesita romper más jarrones. Y las iglesias están llenas de los que temen la cólera de Dios. Y de los que piden la gracia, que sería lo contrario de la cólera.
No, no me dan pena los que mueren de hambre: la ira me posee. Y me parece correcto robar para comer. Acabo de ser interrumpida por la llamada telefónica de una chica llamada Teresa que se ha puesto muy contenta de que me acordase de ella. Me acuerdo: era una desconocida que apareció un día por el hospital, durante los casi tres meses que estuve internada para curarme de las secuelas del incendio. Se sentó, se quedó un poco callada, habló un poco. Después se fue. Y ahora me ha llamado para ser franca: que no escriba en el periódico nada de crónicas ni cosas parecidas. Que ella y muchos quieren que sea yo misma, aunque me remuneren por eso. Que muchos tienen acceso a mis libros y que me quieren como soy incluso en el periódico. Le he dicho que sí, en parte porque así me gustaría que fuese, en parte para probar a Teresa, que no me parece semiparalítica, que aún se puede decir sí.
Sí, Dios mío. Que se pueda decir sí. Sin embargo en este mismo momento algo extraño ha pasado. Estoy escribiendo por la mañana y de repente el cielo se ha oscurecido tanto que he tenido que encender la luz. Y llegó otra llamada, de una amiga preguntando asombrada si aquí también había oscurecido. Sí, aquí es noche oscura a las diez de la mañana. Es la ira de Dios. Y si esta oscuridad se transforma en lluvia, que vuelva el diluvio, pero sin arca, nosotros que no hemos sabido hacer un mundo donde vivir y no sabemos en nuestra parálisis cómo vivir. Porque si no vuelve el diluvio, volverán Sodoma y Gomorra, que sería la solución. ¿Por qué dejar entrar en el arca una pareja de cada especie? Por lo menos la pareja humana no ha dado más que hijos, pero no la otra vida, aquella que, porque no existe, me hace amanecer encolerizada.
Teresa, cuando me visitaste en el hospital me viste vendada e inmovilizada. Hoy me verías más inmovilizada aún. Hoy soy paralítica y muda. Y si intento hablar me sale un rugido de tristeza. ¿Así que no es solo cólera? No, también es tristeza.
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POTENCIA Y FRAGILIDAD
Y de repente aquel dolor intolerable en el ojo izquierdo, el lagrimeo y el mundo que se enturbia. Y se tuerce: porque al cerrar un ojo el otro automáticamente se entrecierra. Cuatro veces en menos de un año un objeto extraño ha agredido mi ojo izquierdo: dos veces motas no identificadas, una vez un grano de arena, otra una pestaña. Las cuatro veces tuve que buscar un oculista de guardia. La última vez pregunté a aquel que realiza su vocación cuidando, por decirlo así, de nuestra visión del mundo: ¿por qué siempre el ojo izquierdo? ¿Es solo una coincidencia?
Él respondió que no. Que por más normal que sea la visión uno de los ojos ve más que el otro y por eso es más sensible. Lo llamó ojo director. Y este, al ser más sensible, retiene el cuerpo extraño, no lo expulsa.
Es decir que el mejor ojo es aquel que es al mismo tiempo el más poderoso y el más frágil, atrae problemas que, lejos de ser imaginarios, no podrían ser más reales que el dolor insoportable de una mota hiriendo y arañando una de las partes más delicadas del cuerpo.
Me quedé pensativa.
¿Solo a los ojos les pasa eso? ¿La persona que más ve, por lo tanto la más potente, es la que más siente y sufre? Y la que más se desgarra con dolores tan reales como una mota en un ojo.
Me quedé pensativa.
SÍ
Le dije a una amiga:
—La vida siempre ha exigido demasiado de mí.
Ella dijo:
—Pero recuerda que tú también exiges demasiado de la vida.
Sí.
UN HECHO INSÓLITO Y UNA PETICIÓN
He recibido una carta mecanografiada, sin faltas de ortografía, sin florituras, aunque excesivamente respetuosa: todo el tiempo soy tratada de Su Señoría.
La carta es de Fernando Bernardes, que me pide disculpas por «importunar a su ilustre persona». Dice: «Soy un hombre humilde que trabaja como vigilante de obra, en horario nocturno, y he convertido la lectura de los libros en compañera para atravesar insomne mis largas horas de trabajo». A continuación, dice que un amigo le ha prestado un libro mío, «excelente», aunque no menciona cuál de ellos. Por eso se le ha ocurrido preguntarme si podría enviarle algún libro usado porque «mi salario es escaso y no me llega para comprarlos».
La carta me sorprende y me conmueve. ¿Por qué un hombre como este es vigilante de obra?
He hablado por teléfono con el escritor Umberto Peregrino, director del Instituto Nacional do Livro, le he contado el caso, e inmediatamente ha ordenado enviar una selección de libros al vigilante de obra. ¿Puedo hacer una petición a los lectores? Que también manden libros usados a Fernando Bernardes, le darán una alegría. Su dirección es Rua Imarui, 124, Bangu. Gracias.
EL LIBRO DE MI VECINO
Me han enviado un libro que contiene una carta. Es un libro de cuentos, se titula Jornada em círculos, el autor es José Luís Janot. Por la carta he sabido que vive casi enfrente de mí: desde mi pequeño balcón he podido ver, siguiendo su descripción, el fondo de su apartamento: «paredes blancas, escalera, puerta y ventanas azules». Dice que la noche del incendio en mi casa, vio «el humo espeso, adiviné que era su piso y bajé corriendo las escaleras». Más adelante: «Aquella noche terrible, instintivamente esperaba y le rogaba a un dios cualquiera que no le sucediera nada irreparable». Gracias, vecino, por la oración y por el libro.
He leído los cuentos. Son buenos. La solapa informa que se trata de una primera publicación. No lo parece. Se percibe una seguridad que no es de principiante. Dice, además, que el autor, aunque debutante, no es rigurosamente un neófito. «Ha sufrido todo un proceso de maduración interior antes de sentirse preparado para enfrentarse al público». Si supiera hacer crítica, entraría en más detalles. Pero no soy crítica. Lo único que puedo decir es que Jornada em círculos es bueno y que leerlo ha sido un placer.
*
SUITE DE LA PRIMAVERA SUIZA
Invierno de Berna como una sepultura que se abre, y aparece el campo, mil verdores. Hojas nuevas, hojas, cómo separaros del viento. Un estornudo y después otro, estornudos de la primavera, resfriada y atenta tras el cristal. Hilos de araña en los dedos, el pozo revelado en el jardín; qué perfume a savia nueva exhalan las menudas y pálidas flores amarillas. Hojas, hojas, cómo separaros del viento. ¿Dónde ocultarme en esta claridad abierta? He perdido mis rincones de meditación. Pero si me visto de blanco y salgo… me perderé en la luz —perdida de nuevo— y en el salto lento hacia otro plano —y de nuevo perdida— ¿cómo encontrar en esta ausencia mía la primavera? Rosa, plancha mi vestido negro. En estos llanos de calma sucesiva —y más en el siguiente, y más en el siguiente— seré el único yo posible, casi inerte en un siglo y en otro siglo y en otro siglo de esta transparencia silenciosa, oh, inhóspita primavera. O tal vez corra por esta nueva época —atravesando un nuevo mundo sin caminos—, con mil estornudos brillantes y mil verdes. Me detendré jadeante solo donde palpite mi corazón, único marco en tu vacío, primavera: yo de negro y tú de oro, yo con una flor en el pelo, tú con mil flores en los cabellos y así nos reconoceremos. También para reconocernos, en una mano llevaré un libro y en la otra tanta perplejidad, soy alta y resfriada: me reconocerás por el pañuelo y por los estornudos. Y en mitad de este odioso cielo vacío —que respiro, que respiro— nos reconoceremos por tu viento ciego y por mi orgullosa floración de estornudos.
En esta adormecida primavera, el sueño de las cabras en el campo. En la terraza del hotel, el pez en la pecera. Y en las colinas el fauno solitario. Días, días, días y después —en el campo el viento, el sueño impúdico de las cabras, el pez bobo en el acuario— tu súbita tendencia primaveral al robo, y el fauno rubicundo saltando solitario. Sí, hasta que llegue el verano y maduren para el otoño cien mil manzanas.
Como la fruta y desperdicio la mitad, nunca tengo piedad en primavera. En la calle bebo agua de la fuente, no me seco la boca con el pañuelo, he perdido el pañuelo y el invierno, nada lamento, nunca tengo piedad en primavera. Encuentro la manera de espiar por el ojo de la cerradura y te visito a la hora sagrada de tu sueño, nunca tengo piedad en primavera. Me paso las horas en la piscina, temblando con los últimos fríos del invierno, temblando por los primeros fríos de las hojas. ¡Mira la piscina! La miro, hosca. Nunca tengo piedad en primavera.
El insomnio hace levitar la ciudad apenas iluminada, no hay puertas cerradas ni ventanas sin luz. ¿Qué esperan? Esperan. Los cines ya calientes están vacíos. Alrededor de las lámparas vuelan los insectos. Hace tiempo que se derritió la última nieve. Junto al río, la invasión de parejas sentadas a las mesas, los niños soñolientos en el regazo o dormidos en el suelo duro. Las conversaciones son cansadas. La desvelada levedad de la noche no nos deja ir a dormir, alrededor de las lámparas de Berna zumban los mosquitos. Qué manera de caminar. Polvo en las sandalias, sin destino. No, la cosa no va bien. Ah, aquí está por fin la catedral, el amparo, la oscuridad.
Pero también la catedral está ardiente y abierta.
Llena de mosquitos.
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LOS GRANDES CASTIGOS
El primer día de clase del Jardín de Infancia del Grupo Escolar João Barbalho, en la Rua Formosa de Recife, conocí a Leopoldo. Al día siguiente ya éramos los imposibles de la clase. Nos pasamos el año oyendo a la profesora gritar nuestros nombres; pero, no sé por qué, le gustábamos, a pesar del trabajo que le dábamos. Separó nuestros asientos en vano porque Leopoldo y yo hablábamos igual pero en voz alta, lo que empeoraba la disciplina de la clase. Después pasamos a primero de primaria. Y para la nueva profesora también éramos los dos alumnos imposibles. Sacábamos buenas notas menos en comportamiento.
Hasta que un día apareció en clase la imponente directora, que habló en voz baja con la profesora. Voy a decir ahora lo que pasó realmente antes de contar lo que realmente sentí. Se trataba tan solo de hacer una estadística del nivel intelectual de los niños del Estado a través de un test. Pero los niños que, según la profesora, eran más listos, harían el test con los del curso superior, porque el de su propio curso sería demasiado fácil. Se trataba solo de eso.
Pero cuando se fue la directora, la profesora dijo: Leopoldo y Clarice van a hacer una especie de examen en el cuarto curso. Y tuve una de las grandes penas de mi vida. No nos explicó nada más. Pero la mención de nuestros dos nombres otra vez juntos me reveló que había llegado el momento del castigo divino. Yo, aunque alegre, era también muy llorona y empecé a sollozar bajito.
Leopoldo inmediatamente se puso a consolarme, a explicar que no pasaba nada. Inútil: yo era la culpable nata, la que había nacido con el pecado mortal.
Y de repente ahí estábamos, en la clase de cuarto de primaria, con unos niños grandotes, una profesora desconocida y un aula desconocida. Mi pavor creció, las lágrimas corrían por mi cara, por el pecho. Nos sentaron a Leopoldo y a mí, uno al lado del otro. Distribuyeron hojas de papel impreso y la severa profesora dijo esta cosa incomprensible:
—Hasta que yo diga ¡ahora! no miréis el papel. Solo podéis empezar a leer cuando yo lo diga. Y cuando diga ¡basta! tenéis que parar en el punto en el que estéis.
Recibimos las hojas. Leopoldo tranquilo, yo con más miedo todavía. Además yo ni siquiera sabía qué era un examen, aún no había hecho ninguno. Y cuando ella dijo de repente ¡ahora! mis sollozos sofocados aumentaron. Leopoldo —además de mi padre— fue mi primer protector masculino y lo hizo tan bien que consiguió que me pasara el resto de mi vida aceptando y queriendo la protección masculina. Leopoldo me mandó que me calmara, que leyera las preguntas y que contestara lo que supiese. Inútil: mi papel ya estaba empapado de lágrimas y, cuando intentaba leer, las lágrimas me nublaban la vista. No escribí una palabra, lloraba y sufría como sufrí más tarde y por otros motivos. Leopoldo, además de escribir, se ocupaba de mí.
Cuando la profesora gritó ¡basta!, mis lágrimas aún no bastaban. Me llamó, yo no le conté nada, me explicó con severidad que los niños más listos de cada clase, etc. Solo lo entendí días después, cuando me recuperé. Nunca supe el resultado del test, creo que no estaba pensado para que lo supiéramos.
En tercero de primaria cambié de escuela. Y en el examen de admisión al Ginásio Pernambucano, al entrar, volví a encontrarme con Leopoldo y fue como si nunca nos hubiéramos separado. Él siguió protegiéndome. Recuerdo que una vez usé una palabra vulgar cualquiera, cuyo sentido malicioso yo ignoraba. Y Leopoldo: «No vuelvas a decir esa palabra». «¿Por qué?». «Más tarde lo entenderás», me dijo.
En el tercer año de secundaria mi familia se mudó a Río. Solo volví a ver a Leopoldo una vez en mi vida, por casualidad, en la calle, ya adultos. Ahora éramos dos tímidos que viajaban en el mismo vehículo casi sin pronunciar una palabra. Éramos imposibles de otra manera.
Leopoldo es Leopoldo Nachbin. Supe que en su primer año de ingeniería resolvió uno de los teoremas considerados insolubles desde la más remota Antigüedad. Y que en seguida fue llamado para explicar el proceso en la Sorbona. Es hoy uno de los mayores matemáticos del mundo.
En cuanto a mí, lloro menos.
*
A FAVOR DEL MIEDO
Estoy convencida de que en la Edad de Piedra fui maltratada por el amor de algún hombre. Data de esa época un cierto pavor que es secreto.
Pues bien, una noche cálida, conversaba educadamente con un caballero civilizado, de traje oscuro y uñas cuidadas. Estaba, como diría Sérgio Porto, comiéndome tranquilamente unas guayabas. De pronto el Hombre dijo: «¿Damos un paseo?».
No. Diré la cruda verdad. Lo que dijo fue: «¿Damos un paseíto?».
Por qué paseíto, nunca lo he llegado a saber. Porque inmediatamente, desde una altura de millares de siglos, rodó con estruendo la primera piedra de una avalancha: mi corazón. ¿Quién? ¿Quién me llevaría en la Edad de Piedra a dar un paseíto del que no volví porque me quedé a vivir allí?
No sé qué elemento terrorífico esconderá la delicadeza monstruosa de la palabra paseíto.
Una vez rodado mi primer corazón, y engullida salvajemente la guayaba, estaba ridículamente asustada ante un peligro improbable.
Improbable lo digo hoy, cuando me siento protegida por costumbres civilizadas, por policías rudos y por mí misma, más escurridiza que la más mimética de las anguilas. Pero ya me gustaría saber qué hubiera dicho en otros tiempos, en la Edad de Piedra, cuando me sacudían, una mona casi, de mi árbol frondoso. Qué nostalgia, necesito pasar una temporada en el campo.
Engullida, pues, la guayaba, palidecí sin que el color abandonase civilizadamente mi rostro: el miedo era demasiado vertical en el tiempo para dejar rastros en la superficie. En realidad, no era miedo. Era terror. Era el desmoronamiento de mi futuro. El hombre, ese ser igual a mí, asesinándome por amor, y a esto le llaman amar y así es.
¿Paseíto? Eso mismo le propusieron a Caperucita Roja, que solo después se preocupó de protegerse. «Me pondré a salvo, por si acaso viviré bajo las hojas». ¿De dónde llegaba ese estribillo? No lo sé, pero en Pernambuco la voz del pueblo no se equivoca.
Que me disculpe el Hombre que se reconozca en este relato de un miedo. Que no dude de que «el problema era mío», como se dice. No le quepa duda de que debería haberme tomado la invitación por lo que seguramente era, igual que enviarme rosas: una gentileza, la noche era tibia, tenía el coche en la puerta. Que no dude de que —en la estúpida división entre el bien y el mal a la que me han obligado los siglos— sé que era Hombre Bueno Caverna Derecha Solamente Cinco Mujeres No Golpea Ninguna Todas Contentas. Y, por favor, entiéndame —apelo a su buen humor—, sé que un cowboy, como él, usa con facilidad la palabra paseíto, que para mí contenía la amenaza terrible de una caricia. Le agradezco esta palabra que, por ser nueva para mí, llegó a escandalizarme tanto.
Le expliqué al Hombre que no podía dar el paseíto, astuta que es una. Me han adiestrado los siglos, y hoy soy la más astuta entre las astutas, aunque no sea necesario, como en este caso, por si acaso viviré bajo las hojas.
El Hombre no insistió, aunque no puedo asegurar que se sintiera complacido. Nos enfrentamos durante menos de una fracción de segundo —con el transcurso de los milenios, el Hombre y yo nos vamos comprendiendo cada vez mejor, y una fracción de segundo nos basta—, nos enfrentamos, y el no, balbuceado, resonó estrepitosamente en las paredes de la caverna, que siempre favorecieron más los deseos del Hombre.
Justo después de que el Hombre se retirase, me sentí a salvo y aun así asustada. ¿Habría estado a punto de perder la vida en un paseíto? Hoy seguimos perdiendo la vida absurdamente.
Cuando el hombre se marchó, me sentí alegre, completamente reanimada. Oh, no por la invitación al paseo, durante milenios a todas nosotras nos han invitado a un paseo, estamos acostumbradas y contentas, raramente nos golpean. Me sentía alegre y agitada, pero era por el miedo.
Pues estoy a favor del miedo.
Algunos miedos —aquellos que no son mezquinos y cuya raíz no se puede arrancar— han configurado mi realidad más inexplicable. La irracionalidad de mis miedos me fascina, me confiere un aura que me ruboriza. Apenas consigo ocultar, bajo la sonriente modestia, mi gran predisposición para caer en los miedos. Pero en el caso de este miedo concreto, me pregunto de nuevo qué me sucedería en la Edad de Piedra. Algo natural no habrá sido, o yo no habría conservado hasta hoy esta mirada oblicua, no me habría vuelto tan delicadamente sensible, asumiendo astuta el color de las sombras y los verdes, andando siempre por el lado interior de las aceras, y con un falso andar seco. Algo natural no sería, porque siendo yo natural por fuerza y sin elección, lo natural no me habría asustado. ¿O es que ya entonces —en la edad de las cavernas que sigue siendo mi hogar más secreto— contraje una neurosis sobre la naturaleza de un paseíto?
Sí, pero tener un corazón oblicuo es lo acertado: es faro, dirección de los vientos, sabiduría, astucia del instinto, experiencia de muertes, adivinación en lagos, inadaptación inquietantemente feliz, porque descubro que ser una inadaptada es mi fuente. Porque es sabido que va a diluviar cuando lo anuncian los mosquitos, que mi pelo se fortalecerá si lo corto en luna nueva, que decir el nombre que no oso acarreará demora y grandes desgracias, que si ato al diablo con hilo rojo a la pata de una silla conseguiré atar mis demonios. Y sé —con mi corazón, que por no haberse atrevido nunca a exponerse en el centro, se mantiene desde hace siglos a la izquierda, en la sombra—, sé muy bien que el Hombre es un ser tan ajeno a sí mismo que, solo por ser inocente, es natural. No, mi corazón oblicuo no se equivoca, aunque los hechos me desmientan continuamente. Paseíto significa muerte segura, y la cara espantada se queda mirando con ojos vidriosos la luna vanidosa.
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UN ENCUENTRO PERFECTO
Cuando Maria Bonomi estuvo en Río, comimos juntas en un restaurante, con un vino tinto de buen cuerpo que me hizo dormir horas de sueño profundo, sin pesadillas. Mientras yo dormía, ella cogía el avión para São Paulo, donde vive con Antunes, su marido, uno de nuestros mejores directores teatrales, y Cássio, mi ahijado. Cássio anduvo un tiempo quejándose de mí: todos tenían la madrina a mano, y él se veía obligado a relacionarse conmigo a través de las fotos de los periódicos de São Paulo. He sabido que ha tenido ya dos novias y que ha roto con la segunda porque ella le pegó. Eso sí que no: es el hombre quien pega a la mujer. He decidido, siguiendo el consejo de una amiga, regalarle una metralleta de esas que lanzan chispas y hacen mucho ruido: para que libere su agresividad masculina, tan ofendida por la novia. Uno de estos días iré a São Paulo, solo para dedicarme a mi ahijado. No quiero hablar con nadie más, solo con él. También porque temo que Antunes intente convencerme para que escriba teatro, que dirigiría él, como hizo Martin Gonçalves en Río. Más imposible aún sería escribir el guion de una película, como querían Khouri y Maurício Ritner. Uno de sus argumentos es que mi escritura es muy visual. Si lo es, lo es de un modo inconsciente. En el momento en que conscientemente pretendiera ser visual, me aturdiría.
Pero volvamos a Maria Bonomi Antunes, mi comadre y amiga. ¿La conocí en Washington o en Nueva York? Era la misma de hoy: más que guapa, con un aire libre, ojos risueños que al punto se tornan graves cuando se habla de su arte. Maria es una mezcla de instinto y lucidez, lo que la convierte en un ser completo. Mi encuentro con ella fue tan encuentro mismo que, en el momento de la despedida, Maria dijo «hasta mañana». Yo me he renovado en Maria y espero que ella se haya renovado un poco en mí, aunque no lo necesite.
Comenzamos poniéndonos al día sobre nuestras vidas. Después le pregunté por su trabajo. No da abasto de tanto trabajar y vender, y el éxito la está superando. Incluso se ha visto obligada a contratar a un secretario. Lo entendí. Mi pequeño éxito