Transhumanismo: ¿homo sapiens o ciborg? Vol. 2. Comunicaciones - María Lacalle Noriega - E-Book

Transhumanismo: ¿homo sapiens o ciborg? Vol. 2. Comunicaciones E-Book

María Lacalle Noriega

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Beschreibung

Desde los orígenes de la humanidad, el ser humano ha procurado mejorar sus condiciones de vida y el bienestar de sus congéneres mediante la ciencia y la técnica aplicadas a su propia existencia y a la realidad que lo circunda. En las últimas décadas, gracias al desarrollo científico y tecnológico, hemos experimentado un crecimiento acelerado, que seguramente devendrá exponencial, de las posibilidades que nos ofrecen las denominadas tecnologías convergentes: la genética, la nanotecnología, la neurociencia y la inteligencia artificial. En este contexto, surge hace más de tres décadas una corriente cultural denominada transhumanismo, movimiento que ha sido definido por uno de sus promotores intelectuales, Nick Bostrom, director del Instituto para el Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford, como «un movimiento o corriente cultural, intelectual y científica, que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana, y de aplicar al ser humano la tecnología emergente para que se puedan eliminar aspectos no deseados e innecesarios de la condición humana como serían el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento y hasta la condición mortal». El transhumanismo nos sitúa ante multitud de interrogantes, algunos estrictamente científico-prácticos acerca de las posibilidades reales de llevarlo a cabo y otros teóricos. En este movimiento, es fundamental distinguir lo real y factible a corto, medio y largo plazo y la ciencia ficción (como la criogenización o el uploading de la mente a un ordenador). La corriente transhumanista nos pone ante preguntas filosóficas y éticas: ¿quién es el ser humano?, ¿quién el transhumano o el poshumano? ¿Es verdaderamente el ser humano una máquina muy perfecta, tal y como presuponen los transhumanistas, o es algo más? ¿Es deseable la mejora de la especie en el plano físico, genético y cognitivo? ¿En qué condiciones o límites éticos y legales debería realizarse dicha mejora? ¿Está llamado el ser humano a una mejora y a la plena realización o inmortalismo en términos biopsíquicos terrenales, como supone la corriente, o a algo más? ¿Satisfará esta mejora naturalista la búsqueda de sentido y los anhelos del corazón humano?

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Colección Razón Abierta serie Estudios

Director

Leopoldo José López Prieto (Universidad Francisco de Vitoria)

Comité Científico Asesor

Daniel Sada (Universidad Francisco de Vitoria)

Federico Lombardi S. J. (Fundación Joseph Ratzinger)

Stefano Zamagni (Fundación Joseph Ratzinger)

Paolo Benanti (Pontificia Universidad Gregoriana)

Andrew Briggs (Universidad de Oxford)

Rafael Vicuña (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Javier Prades (Universidad San Dámaso)

© 2020 Los autores de sus textos

© 2020 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

[email protected] // www.editorialufv.es

Primera edición: noviembre de 2022

ISBN volumen II edición impresa: 978-84-19488-20-6

ISBN volumen II edición digital: 978-84-19488-21-3

ISBN obra completa edición impresa: 978-84-19488-22-0

ISBN obra completa edición digital: 978-84-19488-23-7

ISBN EPUB: 978-84-19488-27-5

Depósito legal: M-27705-2022

Preimpresión: MCF TEXTOS, S. A.

Impresión: Producciones digitales Pulmen, S. L. L.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

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Impreso en España - Printed in Spain

ÍNDICE

Comunicaciones

Una propuesta desde una antropología centrada en la persona ante los planteamientos transhumanistas sobre la finitud y la muerte

Susana Miró López, Carmen de la Calle de Guevara

Pico della Mirandola y la controversia transhumana

Mario Ramos Vera

¿Perfeccionar lo equilibrado? Consideraciones de inspiración tomista en torno a la mejora del cuerpo humano

Javier Aranguren Echevarría

El smartphone como cerebro aumentado: Una reflexión sobre el consumidor actual y el transhumanismo

Francisco José Gil-Ruiz, María Hernández Herrera, Raquel Ayestarán Crespo

La razón humilde frente a la abolición del hombre: C. S. Lewis y los orígenes del transhumanismo

Juan Bagur Taltavull

Kant: Hacia una ética transhumana

Jesús Miguel Santos Román

Humanism and transhumanism: Aporias of materialistic superhappiness

Ramón Caro Plaza

El ser humano: Creados para crear

Rafael Cristo Moreno Rodríguez, Susana Bautista

Licitud de la implantación de chips en el cuerpo humano

Esperanza Marín Conde

Entre la realidad y los ensueños: El futuro de la libertad

Rafael Monterde Ferrando, Enrique R. Moros Claramunt

UNA PROPUESTA DESDE UNA ANTROPOLOGÍA CENTRADA EN LA PERSONA ANTE LOS PLANTEAMIENTOS TRANSHUMANISTAS SOBRE LA FINITUD Y LA MUERTE

Susana Miró López

Universidad Francisco de Vitoria

Carmen de la Calle de Guevara

Universidad Francisco de Vitoria

INTRODUCCIÓN

Son muchas las diferencias existentes en las distintas culturas, sociedades y momentos históricos. Sin embargo, en todos los seres humanos existe un anhelo profundo, el deseo de ser feliz, y para conseguirlo se pretende erradicar todo lo que suponga un obstáculo: el dolor, la enfermedad, la muerte… El proyecto transhumanista pretende la mejora de la especie humana haciendo uso de los avances que la ciencia y la técnica pueden ofrecer. Propone una evolución de la humanidad hacia una situación en la que las capacidades físicas, cognitivas y emocionales se desarrollen de tal modo que se consiga un mejoramiento y superación de la especie. Se aspira a desterrar cualquier deficiencia que suponga una merma en el individuo para así superar los límites naturales de nuestra especie.

Albert Cortina expone una breve definición del transhumanismo que dice así: «El transhumanismo es una ideología que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana, y aplicar al hombre las nuevas tecnologías, con el fin de que se puedan eliminar los aspectos no deseados y no necesarios de la condición humana: el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento e, incluso, la condición mortal» (2017, p. 66). El transhumanismo reconoce que el ser humano, en su situación actual, es un ser limitado en sus distintas capacidades, se muestra vulnerable ante él mismo, ante el otro y ante el medio que lo rodea. Se enfrenta irremediablemente a un destino conocido: la muerte. Esto le imposibilita alcanzar la añorada felicidad. Los planteamientos transhumanistas creen que la ciencia y la tecnología darán respuesta al anhelo del ser humano; no utilizar todo el potencial que ofrecen sería inmoral, pues es la manera de conseguir derrotar esta vez, y ya de manera definitiva, los límites de la especie.

Ante este proyecto, se plantean infinitos interrogantes: unos, sobre la viabilidad técnica; otros, sobre el coste económico y la posibilidad de que sean extensibles a todos los individuos. Pero podríamos decir que estas son cuestiones menores; lo verdaderamente cuestionable es si se ha reflexionado en profundidad sobre qué es el ser humano. Luego, es necesario responder qué significa ser persona, aproximarnos a conocer la naturaleza humana; entender la noción de límite y ver si existen algunos superables y otros que no lo son; ante la existencia de obstáculos insuperables, preguntarse si tiene algún sentido que sean inevitables; en definitiva, ¿es el ser humano capaz de alcanzar la anhelada felicidad si no existen esos límites? y, en caso de poder superarlos, ¿hablaríamos de personas verdaderamente plenas o sería una especie distinta o de otro tipo de plenitud que no es la que añoramos?

En este estudio, pondremos en diálogo el transhumanismo con una antropología centrada en la persona. Creemos que es viable esta aproximación porque ambos reconocen los obstáculos de nuestra especie y pretenden ofrecer una salvación, una esperanza al ser humano. Veamos ambas propuestas para identificar si los planteamientos y las respuestas son del mismo orden o si una es más completa en sus premisas y conclusiones para nuestra especie.

PUNTO DE PARTIDA SOBRE EL SER HUMANO DESDE EL TRANSHUMANISMO Y DESDE UNA ANTROPOLOGÍA CENTRADA EN LA PERSONA

Como ya hemos indicado en la introducción, creemos que es posible establecer un diálogo entre el transhumanismo y una antropología centrada en la persona porque compartimos un deseo común. Un deseo implícito en el corazón de cada hombre que nos lleva a anhelar una plenitud que parece que no podemos conquistar de manera definitiva por nosotros mismos.

Al ser humano le resulta imposible detener el tiempo y, con ello, todos los efectos que provoca su paso en nuestro cuerpo. Burlar la vejez, superar los límites, desterrar de nuestra naturaleza los efectos de la enfermedad… Los transhumanistas, desde un punto de partida netamente materialista, plantean la solución acudiendo a las NBIC (nanociencia, biotecnología, infotecnología y cognotecnología): ciencia y tecnología se aúnan para dar soluciones a las debilidades que minan el cuerpo humano. Unas nuevas divinidades que prometen la eterna juventud a aquellos que las adoren. Quintili expone que en tan solo una década se ha conseguido que daños que antes eran irreparables ahora se solventen sin dejar secuelas en los individuos (2012, pp. 125 y ss.). El ritmo de los avances es vertiginoso. Estamos a un paso de conquistar el mundo soñado, una realidad en la que el dolor, la enfermedad y la muerte no tengan la última palabra.

La mejora del cuerpo será de tal orden que conceptos como límite, finitud o vulnerabilidad no tendrán cabida en nuestro vocabulario. La superación será posible recurriendo al nuevo elixir que nos promete la tecnociencia. Marcos considera que en el transhumanismo «sigue presente el componente de optimismo tecnocientífico y la voluntad de superar la naturaleza humana, entendida siempre y solo en términos de limitaciones» (2018, p. 111). Un optimismo que no deja de ser una falacia, pues se asienta en una manera de entender la naturaleza humana que la reduce a pura materia. Si el ser humano es pura materia, se plantea investigarla y mejorarla para solventar los límites.

Desde una antropología centrada en la persona, el ser humano no es solo pura materia. Integrado por dos coprincipios, cuerpo y alma, no puede superar sus límites atendiendo solo a uno de ellos. Más aún, la antropología que proporciona el humanismo cristiano, según Ruiz de la Peña en su Teología de la creación, interpreta que el mundo y el ser humano son criaturas de Dios, pero no debe entenderse el acto creacional como un proceso concluso y cerrado, todo lo contrario. La persona, a imagen y semejanza del Creador, está llamada a perfeccionar tanto su ser como el mundo que la rodea conforme a un plan preconcebido pero abierto a la par, al concurso de la voluntad del hombre (1988, 1.ª). La obra creacional, que en principio era buena, se tiñe de misterio en sus mismos orígenes y, junto con esa bondad de la obra, surge el sufrimiento tanto físico como moral. Un Dios eterno, infinito y bondadoso crea un mundo valioso, una realidad distinta de la del Creador, con un carácter finito, limitado y temporal. Su existir implica una precariedad, una relación de dependencia que lo hace vulnerable, pero a la vez digno de ser amado por el otro.

Obviemos la concepción teológica de esta propuesta antropológica, no hablemos de Dios y sustituyamos el comienzo del mundo y de la vida, si se desea, por un comienzo azaroso. Sea como fuere, constatamos lo mismo: el carácter finito, limitado y temporal del cosmos y de nuestra especie. No entremos tampoco en la valoración de por qué un Dios que decimos todopoderoso y omnipotente es capaz de crear un mundo donde el dolor y la muerte están presentes. Podríamos intentar entender que, dado que la creación es una obra inconclusa, en el desarrollo evolutivo surge el mal físico (Teilhard de Chardin, 1982), y por el mal uso de la libertad humana, el llamado mal moral. El transhumanismo no profundiza en el mal moral, se centra en erradicar el mal físico. Sin embargo, desde la antropología del humanismo cristiano, entendemos que parte de esas limitaciones podrán ser superadas, pero muchas otras son inevitables porque forman parte de nuestra propia naturaleza y no podemos eliminarlas; entre ellas, la muerte. Es entonces cuando invitamos a reflexionar si el mundo, el hombre y la sociedad son mejores precisamente por ser vulnerables. En definitiva, estamos cuestionándonos el sentido de la finitud humana.

EL DESEO DE BURLAR LA MUERTE EN EL TRANSHUMANISMO

El transhumanismo no pretende una reflexión sobre el sentido de la finitud; es algo que, desde sus parámetros tecnocientíficos, no puede estudiar por no ser propio de su objeto formal. Luego, creemos que las soluciones que plantea para superar los límites se hacen desde una consideración reduccionista de la persona. No puede dar una respuesta completa, al obviar la verdadera naturaleza de la persona. El gran reto del transhumanismo no es superar las deficiencias, sino vencer la muerte. Pero, de nuevo, estudia la posibilidad atendiendo a la parte corpórea, material. El anhelo de la inmortalidad surge con un ímpetu que dirige todos los campos de investigación, pero no creemos que las soluciones ofrecidas respondan al profundo deseo inscrito en el corazón humano.

Ante sus propuestas, surge una serie de objeciones; así, si bien constatamos la existencia del deseo, no deberíamos afirmar que todo ser humano aspira a vivir eternamente. Habría que matizar que estamos hablando de mantenernos en el mundo con una calidad de vida adecuada. Pero estamos abriendo un debate que excede las intenciones de este estudio. Hablar sobre el significado de una calidad de vida adecuada y de vivir eternamente en un momento en el que en nuestro país se ha aprobado la ley de la eutanasia no deja de ser paradójico. Aun así, consideremos válido el argumento transhumanista de que todo evolucionará de tal manera que se erradicará el dolor físico e incluso el dolor del alma; que no existirán dificultades para subsistir, por haber recursos naturales para todos; que mantendremos nuestros vínculos de amistad y familiares, puesto que todos seremos inmortales, aunque es difícil que se puedan controlar accidentes que desencadenen la muerte de algún ser querido, y que seremos capaces de asimilar la historia como un proceso sin fin y el tiempo como una magnitud en cierto modo ya carente de sentido… Intentando que todas las objeciones que nos surjan tengan una respuesta satisfactoria, cabe preguntarse qué me ofrecen para vencer esa muerte y cuál es la propuesta para vivir eternamente esta vida.

Gracias a la tecnología, Bostrom y sus discípulos creen posible superar la muerte a través de la existencia posbiológica. Se puede llegar al paraíso en la tierra por la información. En el futuro, se contará con el software y el hardware necesarios que permitan migrar la matriz sináptica de cada individuo y reproducirla en el interior de un ordenador. Dejaríamos nuestro cuerpo biológico sometido al cambio, con riesgo de sufrir accidentes, lastrado por múltiples limitaciones y necesidades, para vivir eternamente en un substrato digital (Postigo, 2009).

Cuando Matt Damon y Ben Affleck escribieron el guion de Good Will Hunting, no sabemos cómo se hubiera desarrollado la famosa escena del parque entre Robin Williams y el propio Damon si este hubiera sido transhumanista. Williams hace ver al joven que es un ignorante, que cree estar de vuelta de la vida y, sin embargo, no sabe nada: «Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos sobre todos los libros que se han escrito, Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el papa, su orientación sexual, lo que haga falta… Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo. No lo has visto…».

¿El sueño del transhumanismo para vencer la muerte es que dejemos las carcasas de unos cuerpos materiales para que quedemos presos en unos circuitos eléctricos? Como Ballesteros recoge, «el posthumanismo con su beatería por la información ignora la esencial distinción entre los grados de compresión de la realidad, que van de modo descendente de la sabiduría a la información pasando por el conocimiento» (2012, p. 19).

El transhumanismo infravalora doblemente a la persona, primero al prescindir de uno de los coprincipios que la conforman, el cuerpo, y sustituirlo por un sustrato electrónico; segundo, al transmutar la matriz sináptica a un ordenador, en el que solo caben procesos de nivel sintáctico, sin tener en cuenta la grandeza de la inteligencia humana. Cabe preguntarse si este experimento propuesto por los transhumanistas da al traste con la existencia del hombre. Recordemos la paradoja del barco de Teseo: después de reemplazar todas las piezas del barco, ¿podríamos considerarlo el mismo o estaríamos ante un navío diferente? El proyecto transhumanista va más allá, no cambia las piezas, sino que, de todo el ser, solo busca rescatar un timón para ensamblarlo no ya en otro barco, sino en un objeto que nada tiene que ver con el gran navío.

El transhumanismo fragmenta al ser humano, lo destruye como individuo y lo aísla de la sociedad. Le arrebata su biografía, lo extrae de la historia y le prohíbe envejecer para venderle el eterno habitáculo de una conexión eléctrica en la que desarrollarse. Sin embargo, como nos dice Roberto Casas, «se va extendiendo la opinión de que esta humanidad caracterizada por la finitud […] está llamada a ceder el paso a una nueva realidad que ya no estará sometida a estas limitaciones» (2020, p. 24), pero no nos engañemos, el autor advierte que hablamos de una realidad diferente: ya no seremos nosotros. Parece que la sociedad se venda los ojos ante la deriva que pueden tomar los acontecimientos y prefiere dar credibilidad a eslóganes como los que se pueden leer en obras de alto contenido transhumanista: «La muerte es solo un problema técnico. Adiós, igualdad. Hola inmortalidad» (Harari, 2017). Y, como el mismo Casas reflexiona, parece que no nos damos cuenta de que el problema fundamental que traerán los avances tecnológicos no es de orden científico, sino filosófico; se nos propone un «panorama radicalmente nuevo» (p. 25), no sabemos cómo sería el mundo habitado por esos nuevos seres que, a priori, parecen no tener mucho en común con lo que entendemos por personas.

El transhumanismo pretende burlar la muerte mediante diferentes fórmulas. Unos investigan cómo retardar el envejecimiento humano hasta llegar a controlar los procesos biológicos naturales que se puedan revertir y lograr una existencia ilimitada del cuerpo físico. Otros se decantan por transferir la conciencia a soportes alternativos, como equipos informáticos. Crear mecanismos que se escapen a las leyes de la física y así transformar a las personas en seres de longevidad indefinida, salvo accidentes o hecatombes, que ya no morirían.

Por fin, el transhumanismo habría conseguido su victoria ante la muerte. El hombre verá colmado su deseo de felicidad, será eterno. Para Justo Domínguez, este final infinito que proponen no coincide con el anhelo del ser humano: «Sería deseable no tener que morir, pero, si llegar a no morir conlleva eliminar elementos fundamentales de la persona humana, entonces puede ser que la consecuencia de lo que se alcanza o el camino por el que se consigue conduzcan a una negación misma del ser humano» (2020, p. 53). Cuando, a lo largo de la historia, se ha estudiado el anhelo de inmortalidad, se ha planteado en relación con la muerte y con una vida más allá de la muerte. Desde luego, es lícito el mejorar la esperanza de vida de nuestra especie e investigar para contribuir al desarrollo biotecnológico de los hombres, pero, cuando se aspira a prolongar la vida, se quiere «vivir mejor en el amplio sentido de todas las dimensiones de la persona y vivir más en la medida en que ayude a vivir más plenamente» (p. 68). En el fondo de nuestro ser, sabemos que el reto del hombre es saber enfrentarse en su día a día al misterio del mal (dolor, sufrimiento, muerte…), hacerlo con todo el ser, con sabiduría, voluntad y, por qué no, también con fe. La persona que sabe dar sentido al sufrimiento muestra una grandeza mayor que cualquier máquina. Ballesteros la reconoce con el término de Homo patiens, capaz de realizarse incluso en el fracaso, con unas categorías que no son éxito o fracaso, sino cumplimiento o desesperación, y una meta que es llegar al final de la existencia con el convencimiento de que todo se ha cumplido (2012, p. 21).

Sin embargo, somos fáciles de engañar. Y el transhumanismo, partiendo de la premisa de la soberbia intelectual que caracteriza a nuestra especie, se encierra en la ilusión de la técnica y la ciencia. Y el problema del dolor, la insatisfacción y el legítimo anhelo de una vida plena se encarga de hacer el resto del trabajo (Díaz, 2020). Cuando alguien ofrece una solución mágica, la tomamos porque queremos pensar que es infalible. No queremos ver que, tal vez, para encontrar la respuesta a nuestro deseo, debemos bajar de nuestro pedestal y alzar los ojos.

EL SER HUMANO: SER MORTAL

No podemos olvidar que todos los límites, en última instancia, nos remiten al límite extremo y definitivo de la muerte: la vida es un morir cada día. Se entrega la vida pedazo a pedazo. La persona sufre porque, a la vez que se va perfeccionando, se va caducando y se ve expuesta a la aniquilación y al tiempo. Vive en un permanente asomarse al espacio vacío del tiempo, que se le escapa como agua entre las manos. Así lo expresa Gómez Sancho: «La vida de todo hombre viene a ser un suspiro intermedio entre dos lágrimas: la del nacimiento y la de la muerte» (1998, p. 149). La única condición necesaria para morir es estar vivo. Desde el mismo momento en que llegamos a la vida, estamos expuestos a la muerte. Esta posibilidad radical revela un aspecto de la verdad de lo que es el ser humano, mejor dicho, de quién es el ser humano, aunque es una verdad que no es aprehensible conceptualmente, como afirma Domínguez (2011, p. 85). Desde una antropología centrada en la persona, entendemos que esta condición mortal debe ser asumida y aceptada si se quiere vivir en la verdad de lo que se es, de la identidad auténtica. A pesar de eso, a menudo se vive como si no existiera la muerte, alimentando una falsa ilusión de eternidad y perdiendo la conciencia de la irrepetibilidad de cada momento. Se olvida que es el cotidie morimur, que señalaba Séneca en sus Epístolas, lo que permite vivir el presente con plenitud.

En nuestra sociedad, el ser humano a menudo parece anestesiado en relación con la realidad de la muerte: primero, la ignora como posibilidad en su juventud; más adelante, la olvida, y luego la rechaza en la ancianidad o en la enfermedad (propia o ajena) como si fuese algo que no ha de llegar todavía. En definitiva, no se acepta la muerte como una etapa de la vida, la última, que está llamada a ser vivida con su valor y sentido propio; como señala Spaemann, ahora no se enseña a morir: «Los niños ya no ven cómo mueren los ancianos; la mayor parte de la gente se encuentra con la muerte por vez primera en la suya propia» (2004). La cultura actual ha conseguido expulsar la realidad de la muerte de la cotidianidad de la vida. La gente ya no muere en casa, como sucedía antaño, rodeada por la familia y envuelta en el calor del hogar. Ahora es más habitual encontrarse con una muerte privada y solitaria, aislado en una sala a solas o con personal sanitario, rodeado de tubos y máquinas, todo y todos bien esterilizados para evitar infecciones; el hospital permite alejar la muerte del hogar, colocarla a cierta distancia. Es otra forma de morir y de ver morir: con un cristal por medio o a través de una pantalla a golpe de mando a distancia, sin peligro de ser salpicados por la sangre o invadidos por el olor.

La muerte forma parte de la vida de cada uno y constituye un momento personal y único. Morir es algo estrictamente personal, es uno de los parámetros del vivir. Y, aunque se aparte la realidad de la muerte del día a día, el ser humano está determinado por ella, antes, ahora y siempre. Es parte de su esencia, ya que la finitud de la existencia humana estructura lo real desde el ser para la muerte de Heidegger, como afirma Alonso Cano: «El hecho de que somos entes atravesados por la muerte es lo que nos da nuestra paradójica entidad (puedo morir por el otro, pero jamás podré morir su muerte sería el precepto que condensaría esta perspectiva)» (2017, p. 1).

PERO LA MUERTE DUELE, ¿NO HAY FORMA DE VENCERLA? NECESITO SER SALVADO

Las fórmulas ofrecidas por el transhumanismo no parece que respondan al deseo profundo inscrito en nuestra naturaleza. Justo Domínguez entiende que sus planteamientos «provocan una reducción en la comprensión de la muerte y en la forma de vencerla» (2011, p. 65). Ser inmortales por vivir indefinidamente o en una forma cibernética, si la tecnología se desarrollara de tal manera que se pudiera lograr, no parece ser la aspiración del ser humano. Como apuntamos al comenzar este escrito, tanto el transhumanismo como la visión propuesta desde una antropología cristiana comparten el objetivo de vencer definitivamente la muerte, pero la respuesta que dan no es la misma. Con la solución transhumanista, nos enfrentamos a problemas de diversa índole: demográficos, psicológicos, sociales…; es más, supone una renuncia a lo que cada uno de nosotros es, un ser nacido para amar y ser amado de forma incondicional, es decir, también en sus límites.

El hecho de ser nacido se refiere a que la vida nos ha sido dada; ningún hombre puede hacerse nacer ni es capaz de hacer nacer a otro de la nada. La vida como don nos fue concedida, pero no de una manera completa, plena, sino para que cada uno de nosotros la vayamos construyendo conforme a una misión que vamos descubriendo en nuestro día a día: «La vida no le ha sido dada ya hecha, sino que se recibe a sí mismo con la misión de llegar a ser de una forma determinada» (Domínguez, 2011, p. 70). Esta condición abierta del hombre permite que la libertad adquiera un sentido. El ser humano, en el uso de su libertad, se va haciendo. Y, de nuevo, tanto el transhumanismo como el humanismo cristiano parece que tienen algo en común: la importancia de la facultad de la libertad. En aras de esta, los primeros justifican que es una facultad absoluta que permite al ser humano hacerse a sí mismo. Sin embargo, para la antropología cristiana, no se trata de una facultad absoluta, nuestra propia experiencia lo muestra: no toda acción humana nos perfecciona, no siempre que el hombre actúa libremente lo hace bien. La libertad, como la vida, también es un don recibido y está en relación con el origen de su ser y con los demás seres. Reconocemos nuestra libertad como la facultad que nos capacita para alcanzar la plenitud que añoramos; sin embargo, la reconocemos finita y tan imperfecta como nosotros mismos. El mal uso de la libertad del hombre lo lleva a ser capaz de causar el mal moral. Esta realidad y la de nuestra propia muerte recuerda al ser humano su condición de ser necesitado: no somos dioses, somos creaturas necesitadas de algo o alguien más grande que nos acoja pese a esta fragilidad constitutiva. El hombre adquiere conciencia de que es incapaz de explicarse a sí mismo, ni siquiera a través de esa conciencia colectiva volcada en un ordenador, si se pudiera, podríamos explicar nuestra especie, ni aunque nos dieran toda la eternidad viendo nuestro software en un nuevo hardware.

La finitud que nos caracteriza implica que la libertad humana es creativa porque necesita recorrer un camino para ir alcanzando una plenitud. Esa plenitud, que el ser humano ve que no está al alcance de su mano, le permite caer en la cuenta de que la relación con el otro lo constituye también y es requisito para seguir desarrollándose el uno y el otro. En esa relación, comprendemos que todos, aunque necesarios, somos seres contingentes. Los hombres no nos autoexplicamos, no nos dimos la vida, la recibimos. El hecho de intentar profundizar en el sentido de la vida como don y de la muerte como incapacidad de aceptar que pueda ser el final de algo tan maravilloso como el ser nos conduce a buscar al Hacedor y al Salvador. ¿El que creó la vida puede ser el que venza a la muerte?

En la antropología cristiana, se identifica la muerte como mal; luego, no puede ser el final de la vida, entendida como el ser, lo bello, lo bueno, lo verdadero. A la par, no somos capaces de vencerla, por lo menos en el sentido de hacerlo de una manera que erradique el mal. La propuesta transhumanista anula la verdadera naturaleza, es reduccionista y parcial. La muerte debe ser vencida no solo en lo biológico, sino más allá. Mi yo entero en cuerpo y alma espera una plenitud que no es el sueño transhumanista, que implica renunciar a lo que naturalmente soy, me diluye, atenta contra mi persona, mi historicidad, mi capacidad de relación, mi libertad, en la medida en que su acto supremo es amar al otro incondicionalmente; ahora solo podré amarlo si mi matriz sináptica se une a la suya. Vencer a la muerte no es superar algunos aspectos biológicos técnicamente. Vencer a la muerte, como mal metafísico, es algo imposible para el ser humano. No es pensable la superación de la muerte como símbolo del mal que está en el mundo amenazando al hombre. De ahí que la muerte lance al ser humano a preguntarse por la existencia de Dios, aunque sea como una protesta por el mal que existe en el mundo, o para pedir una explicación ante el misterio, o para caer de rodillas al descubrir su grandeza y suplicarle la salvación (Domínguez, 2011, p. 75).

La esperanza cristiana sobre la superación de la muerte la encontramos ya en la escatología del Antiguo Testamento, donde vemos la relación de fidelidad de Dios con su pueblo, que no lo deja nunca pese a las constantes caídas del pueblo elegido. En los textos bíblicos, la concepción del tiempo es lineal y teleológica, lejos de la visión del tiempo cíclico, que se mantiene fuera del ámbito bíblico y que en cierto modo retoma el transhumanismo. Existe una fe en la creación y una esperanza en la promesa. El hombre reconoce que la vitalidad máxima se manifiesta en la relación de Dios con el hombre, actuando en comunión; de ahí que el pueblo entone el salmo «tu gracia vale más que la vida» (Sal 63, 4).

La vida, entonces, es plenitud existencial, incluso en medio de las dificultades, penurias y sinsabores. Dios acompaña en este dolor del hombre aun cuando no lo sintamos y creamos estar abandonados en la soledad más profunda. La figura de Job es el claro exponente de permanecer fiel a Dios incluso cuando sus caminos no son comprensibles. Job cree en Dios por ser Dios mismo, inabarcable en su grandeza por el ser creado (Ruiz, 2002, cap. I). A lo largo de todo el Antiguo Testamento, se profundiza en la idea de la unión gozosa con Dios, y a esa vida con Dios se le otorga una exigencia de eternidad. En el Libro de la Sabiduría, se recoge la doctrina de la inmortalidad no al modo griego, sino como fruto de la justicia, de la santidad. Parece que se comienza a interpretar el cumplimiento de la promesa como la comunión eterna de la vida divina (1988, cap. II). Con la llegada de Jesucristo, se desborda la promesa al pueblo judío, en Dios hecho carne se cumple todo: Cristo ha venido a nuestra historia (encarnación, existencia terrena y muerte, resurrección y ascensión), pero a la par se ha quedado en ella a través de los sacramentos y de la Iglesia, y ha de venir al final de los tiempos en una forma definitiva de presencia en la realidad creada.

¿Y qué tiene que ver este plan con cada uno de nosotros?, ¿con la posibilidad de vencer definitivamente la muerte, pero no en el sentido transhumanista? Si el transhumanismo parece ciencia ficción, aunque cada vez más posible, la antropología cristiana parece inconcebible por nuestra razón. Primero, se nos pide no ceñirnos a una razón en sentido cientificista; es precisa una razón abierta en la que demos cabida al misterio. Además, debemos estar dispuestos a bajarnos de nuestra soberbia intelectual para reconocer que existen realidades que escapan a nuestro intelecto: estamos ante la cuestión de Dios que nos resulta imposible atrapar en nuestras categorías. Pero lo más importante es reconocer que nuestra naturaleza, que parece tan perfecta, para sentirse completa, precisa de una pieza que no encuentra, de un deseo que no sacia; a lo mejor, la propuesta cristiana, si no violenta al ser, si le da paz, si no se trata de una píldora para conformar ese anhelo, puede ser esa pieza que no encontramos (Manglano, 2009).

Cristo ha venido a ofrecer la salvación a los hombres, a manifestar el amor de Dios, capaz de derramarlo sobre nosotros de manera incondicional. En esa relación amorosa, el ser humano se sabe aceptado y reconfortado por el único capaz de superar el mal metafísico y la muerte como su representación más radical. Solo un Dios podría vencer definitivamente a la muerte. En el acto creacional, se inicia nuestra historia, estamos llamados a consumar salvíficamente esta obra en Cristo, juez misericordioso de nuestra vida que nos propone una vida eterna. Superada la barrera personal de la muerte, el hombre es llamado a la vida eterna con Cristo, no se propone una participación neumática en esta eternidad, se nos habla de la resurrección de la propia carne, una corporeidad neumática: «Se siembra un cuerpo mortal, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44). El sujeto de la existencia resucitada es el mismo que el de la existencia mortal, pero a la vez transformado; al haber superado el crisol de la muerte y el pecado, podemos hablar analógicamente de una mutación cualitativa que alcanza el revestimiento de lo corruptible y mortal para hacerlo incorruptible e inmortal: el hombre, cuerpo y alma que a veces se encontraba fragmentado deviene en un cuerpo espiritual. Hasta el momento de la resurrección de nuestro cuerpo, Benedicto XII, en la Benedictus Deus, sostenía la no dilación, el hombre goza ya de la eternidad, de la vida eterna con la visión intuitiva del ser divino. Tras la parusía, es el hombre entero el que resucita, se salva, la comunidad entera está llamada a la salvación y la realidad entera (Manglano, 2009, cap. V).

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se nos habla del «nuevo cielo y la nueva tierra», el mismo Cristo nos habla de una regeneración o «restauración de todas las cosas» (Hch 3, 21). La antropología y la cosmología encuentran su síntesis en la cristología. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido de la vida; sobre el significado de la historia; sobre los imperativos éticos de la justicia, la libertad, la dignidad; sobre la dialéctica presente-futuro, sobre la persona: ¿quién soy yo?, ¿qué será de mí? La muerte, que por vía de hecho nos frena en la existencia terrena, se presenta como un escándalo ante la razón. Nuestro ser entero se revela ante ella, ante el absurdo de una vida condenada a la muerte. La victoria sobre ella es necesaria, es la esperanza de toda la humanidad. Con Cristo, la muerte permite abrirse al amor eterno; la fe y la esperanza del hombre se cumplen en Él. Si la vida tiene sentido, la muerte debe dar paso al ser humano para permanecer eternamente en lo que añoraba durante su existencia terrena: el disfrute eterno del amor infinito por el que me acoge siempre.

CONCLUSIÓN

Con el presente artículo, hemos querido entablar un diálogo con el transhumanismo desde una propuesta antropológica cristiana centrada en la persona. Para ambos, el descubrimiento de la finitud de la persona se plantea como un reto. Parece que es necesario superarlo para vivir en plenitud. Como mal radical surge el problema de la muerte. Desde la visión transhumanista, se pretende dar una serie de soluciones para vencer el truncamiento de la existencia humana, pero se presenta con soluciones parciales, bien porque se refieren a alargamiento de la existencia, bien porque se proyecta un vaciamiento de nuestra mente en un soporte informático. En todas ellas, se reduce el significado de ser persona. Los conceptos de naturaleza humana, vulnerabilidad y deficiencias adquieren un sentido en la antropología cristiana que va más allá del sentido transhumanista. Es más, las limitaciones son interpretadas como oportunidades para abrirse a los demás y a una realidad más allá de nosotros mismos que precisa de una razón ampliada para acceder a ella. El estar dispuestos a renunciar a nuestra soberbia intelectual y abrirnos a una realidad transcendente nos permite encontrarnos con un Dios Padre que sale al encuentro de la humanidad a lo largo de la historia.

En Cristo, la victoria sobre el mal, su mensaje de salvación a la humanidad, permite al ser humano descubrir el sentido de su vida y la llamada vocacional a amar y ser amado en la eternidad. No es el hombre el que se da la vida eterna, sino el mismo Dios Creador y Salvador.

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