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Amir era el orgulloso primogénito del jeque y, por tanto, heredero al trono de Kuimar. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba... Y lo que más deseaba era a Lydia. En tres días... y tres noches, hicieron realidad todas y cada una de sus fantasías; su pasión parecía no tener límites. Lydia sabía que enamorándose había roto las reglas del juego. Pero ya era demasiado tarde...
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Seitenzahl: 165
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kate Walker
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Tres días juntos, n.º 1339 - agosto 2014
Título original: Desert Affair
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4660-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
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Disculpe. ¿Está este asiento libre?
Lydia ni siquiera tuvo que mirar para arriba para saber quién había hablado. Solo una persona en toda la sala de espera podría tener esa pronunciación. El tipo de voz que envolvía los sentidos y que hacía vibrar por la sensualidad del acento.
Lo había visto en cuanto entró. Habría sido imposible no verlo. Era alto, moreno, de porte majestuoso y sobresalía entre todos los demás. Era el tipo de hombre que, sin tener que hacer nada, atraía la mirada de cualquier mujer con la fuerza de un imán.
Lydia no había podido ocultar el enorme interés que había suscitado en ella y estaba segura de que él había visto cómo lo miraba. Sin embargo, no había hecho nada para demostrar que le importaba: ni una ligera sonrisa, ni el más leve rastro de aprobación ni de desprecio. Ni el más mínimo gesto había perturbado su hermoso rostro moreno; pero ella sabía que no le había pasado desapercibida.
—He dicho...
—¡Ya he oído...!
Lo había dicho un poco enfadado lo que hizo que ella levantara la cabeza de forma abrupta, apartándose de la cara unos suaves rizos castaños, y que le contestara de mala manera. Sus enormes ojos azules, ribeteados por una pestañas largas y rizadas se posaron en su cara y, por un instante, pensó que el corazón se le había parado.
¡Dios santo! ¡De cerca era aún más espectacular! Tenía la belleza de una piel dorada, la cara de una escultura griega y una boca carnosa y sensual. La nariz era larga y recta y el pelo de un negro imposible, tan corto que enfatizaba la perfección de sus asombrosas facciones.
Y si le había parecido alto en la distancia, al tenerlo de pie a su lado, con aquellos sorprendentes ojos fijos en ella, el impacto era demoledor.
—¡Ya he oído lo que ha dicho...!
Lydia bajó su tono, deseando poder borrar el interés de la cara.
—Pensé que no estaba ocupado.
Y no lo estaba. Llevaba allí sola unos tres cuartos de hora y él debía haberse dado cuenta. Después de todo, no le había quitado los ojos de encima en todo aquel tiempo.
Ella había intentado ocultarse tras la revista que había comprado para la espera; aun así, cada vez que había levantado la cara, había sentido sus ojos clavados en ella.
—Me preguntaba si estaba esperando a alguien.
—No. Estoy aquí sola.
—¿Le importa si me siento con usted?
—¿Por qué?
Sabía que parecería desconfiada, como una gata que ve acercarse a su territorio a un extraño; pero no podía evitarlo. Así era como se sentía, recelosa e insegura de sí misma. Sobre todo, porque la opulenta sala de espera de la clase VIP la hacía sentirse como una intrusa. No se trataba del tipo de lugar que ella solía frecuentar; nunca se lo podría haber permitido de no haber sido por su nuevo empleo.
Él, por el contrario, parecía estar en el lugar que le correspondía. Aunque iba vestido como ella, con vaqueros y un jersey, estaba claro que su ropa no era de la misma calidad. No; la suya era de firma. A pesar de todo, había algo en él que parecía hablar de un espíritu salvaje. Era como si una parte básica de su carácter no pegara con aquel lugar ultramoderno.
Él se encogió de hombros ante la pregunta de ella, e inconscientemente, ella desvió la mirada hacia los hombros, notando su anchura y fortaleza.
—Para charlar un rato durante la espera.
Una pequeña sonrisa apareció en aquella devastadora boca y sus ojos negros como el ébano brillaron durante un segundo con un toque de humor.
—¿Le parece tan mala idea? —continuó él.
—No... no...
Lo que le faltaba. Se le estaba enredando la lengua y era incapaz de decir palabras coherentes. Esa era una situación a la que no estaba acostumbrada. Normalmente, no tenía ningún problema para hablar con extraños. Al contrario, estaba acostumbrada a hacerlo. Entonces, ¿por qué le afectaba ese hombre de aquella manera?
—Van a llamar a mi vuelo en cualquier momento.
—Lo dudo —dijo mirando hacia una enorme ventana—. Cada vez nieva con más intensidad. No creo que ningún piloto con dos dedos de frente se atreva a despegar con un tiempo así. Tendrá suerte si su vuelo solo se retrasa un par de horas.
—¿Qué quiere decir con «solo» un par de horas?
—Que podrían cancelar el vuelo. En realidad, podrían cancelar todos los vuelos y cerrar el aeropuerto. Será mejor que tenga en cuenta esa posibilidad —dijo él, viendo cómo se le cambiaba la cara—. Creo que el tiempo va a empeorar.
¿Y qué haría ella entonces? Si el aeropuerto cerraba no tendría ningún sitio a dónde ir; ningún lugar al que volver. Se suponía que ese día era el comienzo de una nueva vida.
—¿Le gustaría tomar algo conmigo?
—No...
Se sentía incapaz de decir que sí, que se sentara con ella. Parecía que toda su educación se había evaporado.
—¿De qué tiene miedo? ¿Cree que voy a saltar sobre usted delante de los otros pasajeros? Quizá tenga miedo de que su arrebatadora belleza me vuelva loco y la tome aquí mismo, sin piedad.
—Desde luego, es usted ridículo.
Luchó por dominar el vuelco que le había dado el corazón al oír eso de la «arrebatadora belleza». Lo había dicho con tono irónico, pero algo en aquellos ojos le había dicho que aquellas palabras tenían más significado real de lo que parecía.
—No sea tonto —continuó ella—. Simplemente, no sé qué quiere; por qué quiere hablar con una total extraña.
El sonido que él hizo con la lengua mostraba impaciencia. El gesto no era nada inglés por lo que ella se preguntó de dónde sería. El acento no era ni francés ni italiano; era mucho más exótico. La arrogancia y el orgullo de su perfil y su porte le hizo pensar en los reyes de la antigüedad o en los guerreros tuareg del desierto; pero esos pensamientos extraños se alejaron de su mente cuando él volvió a hablar.
—No creo que sea ninguna idiota —declaró con cierta rudeza—. ¿Por qué se comporta como si lo fuera? Sabe muy bien lo que hay entre nosotros. Está ahí desde el primer momento en el que me fijé en usted y usted en mí.
—Desde luego que no.
No le gustaba la postura de inferioridad que tenía por estar sentada; se sentía muy vulnerable. Con precipitación, se puso de pie, pero en lugar de arreglar las cosas las empeoró.
Al estar cara a cara con él, era plenamente consciente de las diferencias entre ellos. Aunque medía casi un metro ochenta y siempre se había considerado demasiado alta, ese hombre tenía la rara habilidad de hacer que se sintiera pequeña.
La cabeza de él estaba bastante por encima de la de ella lo que la obligaba a mirar hacia arriba. El ángulo le hizo fijarse en la peligrosa sensualidad de su boca. Su preciosa boca y la suave piel color aceituna que la rodeaba. Inmediatamente, se preguntó qué se sentiría al tener aquella boca sobre la suya, al presionar sus labios contra la suavidad de los de él.
Estaba tan cerca de él que el aroma de su cuerpo embriagó sus sentidos.
—Desde luego que no —repitió, esta vez con menos firmeza—. ¿Qué se supone que hay entre nosotros? No sé de qué me está hablando.
Sus ojos negros brillaron con una mirada burlona.
—Sabe muy bien de lo que estoy hablando —le respondió con una voz suave y peligrosa—. Los dos sabemos lo que está sucediendo entre nosotros, aunque usted no quiera admitirlo.
De manera inesperada, levantó una mano y le acarició la mejilla, dejando tras los dedos una huella de fuego en su piel.
—Y el nombre es muy sencillo —murmuró.
Mantuvo la mirada de ella, dejándola muda, incapaz de moverse o de pestañear. Y lo que leyó en aquella mirada fija, brillante y fiera le dio la respuesta que tanto deseaba y temía.
«Sexo».
La palabra flotó en la mente de Lydia.
Puro. Primario. Poderoso. El tipo de respuesta instintiva que no se podía entender ni explicar. Una interacción humana de lo más básica. No se podía negar ni tampoco resistirse a ella.
Estaba claro que él también había sufrido el mismo impacto de reconocimiento carnal, la misma señal que decía «deseo a esta persona. La deseo tanto que moriría si no pudiera tenerla».
A Lydia se le secó la garganta y el corazón se le aceleró. Su manos comenzaron a sudarle.
—Yo...
Abrió la boca para negar tal acusación, pero la verdad ahogó la protesta.
—¿Sí? —la animó él con tal suavidad que esa palabra sencilla se convirtió en pura seducción.
Le resultaba obsceno estar sintiendo algo tan primitivo en un lugar tan público e impersonal. Sin embargo, estaba convencida de que estaban rodeados de un aura que los envolvía y los protegía de las miradas ajenas.
—¿Qué ibas a decir? —insistió él.
Ella sentía la boca tan seca que era incapaz de pronunciar palabra y solo podía negar con la cabeza, confundida.
Su reacción fue brusca y sorprendente, haciéndola sentir pánico durante un instante. Apartó la mano y murmuró algo en un idioma que ella no reconoció.
—¡Ya basta! —declaró con voz fría—. No tengo tiempo para esto...
Antes de que ella se diera cuenta, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—Yo...
Lydia luchó con la maraña de sentimientos que había anidado en su garganta y le impedía hablar.
—Yo... —volvió a decir, como poca voz—. Por favor... ¡Espere!
A ella le pareció que había dado un grito y que todos se iban a volver a mirarla; pero apenas había sido un susurro. Entonces, él, lentamente, se dio la vuelta.
—¿Qué ha dicho?
Lydia respiró hondo para controlarse y hablar sin que se le notara la ansiedad.
—He dicho que espere.
Él levantó una ceja e inclinó la cabeza como si estuviera considerando la situación.
—¿Ha cambiado de opinión?
—Sí.
Era mejor dejarle pensar eso. Que pensara que había cambiado de opinión en lugar de dejarle saber que lo había sentido todo el tiempo. Que no podía dejarle que saliera de su vida con la misma rapidez con la que había entrado.
—¿Ha cambiado de opinión y qué quiere?
—Que se quede para charlar...
Él seguía sin moverse.
—Y quizá para tomar algo... —añadió señalando hacia la ventana—. Está claro que ninguno de los dos va a ir a ninguna parte pronto. Las horas pasan muy lentas cuando se está esperando.
Él seguía sin darle una respuesta. ¿Qué estaba esperando ese hombre? ¿Que le suplicara? Pues no pensaba hacerlo. Aunque si se diera de nuevo la vuelta...
Él esperó un minuto más. Lo justo para ponerle los nervios de punta. Después, con rapidez, recorrió la corta distancia que los separaba.
Lydia pensó que se parecía a una sigilosa pantera y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de su mente visiones en las que ese hombre era el verdadero depredador y ella, su presa.
De manera inesperada, le dedicó una sonrisa encantadora que habría derretido un bloque de hielo y que acababa de romper en mil pedazos la delicada barrera que ella había comenzado a construir.
—Me alegro de que haya cambiado de opinión —dijo con tanta calidez que ella se preguntó si estaba hablando con el mismo hombre de hacía escasos segundos—. Odio esperar. No tengo paciencia.
—Yo tampoco —admitió Lydia—. De hecho, ya estaba aburridísima.
Después de tantos meses sintiéndose sola y rechazada, la mirada de apreciación que brillaba en los ojos de aquel hombre era como un bálsamo para su dolido orgullo.
—Pero ya no importa lo que tengamos que esperar porque ya no nos daremos cuenta del tiempo.
—No...
No pudo decir nada más porque le estaba volviendo a suceder lo mismo. La sensualidad de las palabras de él la había vuelto a dejar con la garganta tan seca que tuvo que deslizar la lengua por los labios para despegarlos. Al ver su intensa mirada negra seguir el movimiento, sintió como si en realidad la hubiera tocado y tembló en secreto.
La necesidad de que la tocara de verdad le hizo flaquear las piernas y tuvo que sentarse.
—¿No quiere sentarse? —logró decir.
Cuando él se sentó a su lado, la invadió un nuevo sentimiento. Una sensación incómoda, como si algo húmedo y resbaloso le hubiera recorrido la espina dorsal.
De repente, supo que su vida no volvería a ser la misma. Que su futuro estaba unido a ese hombre y que no habría manera de liberarse de él.
Entonces, ¿de qué hablamos?
Lydia tuvo que hacer un esfuerzo para alejar los pensamientos abrumadores que no dejaban de llegarle a la cabeza. Ya era hora de que empezara a controlar la situación. ¡Mira que verlo como el amo de su destino! Ese hombre solo era un nuevo conocido. De acuerdo, sorprendente, fascinante, guapo para morirse, lo reconocía, pero solo un hombre, al fin y al cabo.
Entonces, sus miradas se volvieron a cruzar. Desde luego, «solo un hombre» no era la descripción más adecuada.
—¿Por dónde empezamos?
—Por nuestros nombres.
—Es verdad; ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Lydia Ashton —logró decir con naturalidad—. ¿Y usted es...? —añadió tendiéndole la mano.
—Soy Amir Zaman y puedes tutearme —dijo él con una sonrisa.
—Amir...
Ahora todo parecía un poco más normal.
Pero entonces, él le tomó la mano y ella sintió que todo el control volvía a desaparecer en cuestión de segundos.
Su mano era cálida y firme, y su apretón, fuerte y controlado. Pero fue el contacto sensual de su piel lo que provocó que una descarga eléctrica le recorriera todo el cuerpo.
—Amir... —volvió a decir ella, intentando ocultar lo que estaba sintiendo—. Es un nombre poco corriente y, desde luego, no es inglés.
—Es árabe —dijo con un tono sorprendente—. Significa príncipe.
Desde luego, le iba a la perfección. Pegaba con su orgullo, con sus facciones y con su pose arrogante. Podía imaginarlo con la ropa de los guerreros tuaregs al viento. Estaría magnífico e impresionante.
—Al menos, significa algo. Una vez busqué Lydia en un diccionario de nombres. Parece que es el nombre de la mujer de Lydia, una ciudad o región de Grecia.
Él todavía le tenía la mano sujeta y a ella no se le ocurría cómo podía soltarse sin resultar desagradable. Así que, la dejó donde estaba que en realidad era lo que más le apetecía.
—Árabe —repitió ella, intentando que la conversación continuara—. ¿Vas hacia algún país árabe?
—Se supone que hoy tenía que volar hacia el Golfo Pérsico.
—¿Tiene amigos allí?
—Familia.
Algo había cambiado. Sin saber cómo, ella se había metido en un tema del que él no quería hablar. Inocentemente, había intentado atravesar unas barreras que no sabía que existían. Notó una nueva dureza en sus ojos brillantes que la hizo sentirse mal. De repente, se sintió incómoda con la mano entre las de él por lo que, con un suave gesto, la apartó.
—Me gustaría tomar algo —logró decir con dificultad.
—Claro —en un instante, la mirada distante había desaparecido y de nuevo se mostraba cortés.
Solo le bastó una mirada para conseguir que un camarero fuera a atenderlos.
—¿Qué desean?
—¿Lydia? ¿Qué te apetece? ¿Café? ¿Vino?
—Café —respondió ella rápidamente. No quería tomar ninguna bebida alcohólica; ya se sentía bastante intoxicada.
—Café para dos, por favor.
—Sí, señor.
A Lydia no le habría sorprendido que el camarero se inclinara ante él. El tono de su voz había sido cortés, pero, al mismo tiempo, había exigido obediencia total. Obviamente, Amir Zaman era una persona acostumbrada a dar órdenes y a que estas se cumplieran.
—¿Lydia...?
—Per... perdón. ¿Qué estabas diciendo?
¿Le habría notado que estaba pensando en él? Por supuesto que sí. Seguro que lo sabía con toda certeza y le gustaba porque eso era lo que quería.
—¿Te estaba preguntado hacía dónde te dirigías?
—Iba a los Estados Unidos. A California.
Y los Estados Unidos estaban en sentido contrario a la dirección que él llevaba. El destino los había unido, pero solo por un breve instante. Y, antes de que pasara mucho tiempo, el destino los volvería a separar más que nunca.
Amir se sorprendió de que esa noticia le afectara tanto. Era como si una mula le hubiera dado una coz en el estómago.
¿Por qué? ¿Porque esa mujer iba en dirección contraria a la suya? ¿Porque ella iba a California cuando él iba a Kuimar?
—¿Qué hay en California? ¿Un hombre?
—No; un trabajo. Un puesto que llevo años buscando. ¿Has oído hablar del grupo de hoteles Halgrave Group?
—Sí.
Por supuesto que lo conocía, pensó Lydia. Alguien con el dinero que él parecía tener conocería una de las cadenas hoteleras más exclusivas del mundo.
—Bueno, pues ellos me ofrecieron este trabajo. Yo trabajaba en un hotel en Leister y, sorprendentemente, oyeron hablar de mí. Me llamaron y me dijeron que si quería hacer una entrevista con ellos. Después, me ofrecieron el puesto.
—¿En California?
—Para empezar. Tengo que hacer un curso de seis semanas sobre la empresa. Después, me pueden mandar a cualquier parte del mundo.
Y la oferta de trabajo no podía haber llegado en mejor momento. La relación con Jonathan estaba haciendo aguas y su sueño de casarse con él, totalmente destrozado.
Y no habría sido humana si no hubiera deseado que Jon se enterara de su suerte. Siempre la había acusado de ser demasiado conservadora, demasiado prudente:
«Eres tan cuidadosa con todo que resulta tremendamente aburrido, Lydia», se había quejado él. «Nadie pensaría que tienes veinticinco años. Eres tan anticuada...»
Y, obviamente, Jon no había deseado casarse con una anticuada, pensó con amargura.
El regreso del camarero con los cafés le concedió un minuto de distracción para recobrar la compostura y regresar al presente.
—¿Cómo te gusta el café? —le preguntó Amir, tomando el control hasta de la cosa más insignificante.
—Con mucha leche y sin azúcar.
Él tomaba el café totalmente al contrario: negro y con mucho azúcar. Pero lo que más le asombró fueron los movimientos elegantes y eficientes de sus manos.
Amir era totalmente distinto a Jon, pensó sin poder evitarlo. Jon tenía una complexión típica inglesa además de ser rubio con ojos azules. Siempre habría dicho que ese era el tipo de hombres que le gustaba. Hasta que conoció a Amir y descubrió el poderoso efecto que tenía sobre ella.
—Entonces, no dejas a ninguna persona... —continuó Amir cuando el camarero se marchó—. ¿No echarás de menos a nadie?
—No; ni siquiera a mis padres. Llevan unos cuantos años viviendo en Portugal y como soy hija única, no hay nadie que me retenga aquí.
—¿Y si yo te pidiera que te quedaras?
—¿Qué?
Casi se atraganta con el café.