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Bianca 2024 Un espléndido baile de máscaras no era lugar para la poco agraciada recepcionista Carys Wells. Acostumbrada a pasar desapercibida entre los famosos, se sentía vulnerable ante la mirada ardiente de un hombre enmascarado. Lo que menos se imaginaba era que era el mismo del que había huido dos años antes y que su magnetismo sexual volvería a causar su perdición. Alessandro Mattani no recordaba a Carys, pero su cuerpo sí lo hacía…íntimamente. Y el italiano estaba resuelto a reclamar todo lo que consideraba suyo.
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Seitenzahl: 221
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Annie West
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un amor en el recuerdo, bianca 2024 - febrero 2023
Título original: Forgotten Mistress, Secret Love-Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415798
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
ALESSANDRO apenas miró el material de propaganda que tiró a la papelera. Su nueva secretaria aún no había aprendido lo que él tenía que ver y lo que no. La sección textil de la compañía estaría representada en la feria que estaba a punto de celebrarse, pero uno de los directores se encargaría de ello. No era necesario que el presidente…
Oddio mio!
Su mirada se detuvo en la foto de un folleto que estaba medio tapado por otros papeles. Alessandro entrecerró los ojos al fijarse en la sonrisa de la mujer; un pequeño lunar atraía la atención hacia una boca que despertaría el interés de cualquier hombre: grande, exuberante, incitante. Se quedó paralizado al tiempo que se le aceleraba el pulso.
Esa sonrisa… Esa boca…
Pero no fue el aspecto sexual lo que atrajo su atención. Un retazo de recuerdo seductor flotó entre sus pensamientos conscientes. Un sabor dulce como una cereza madura, gustoso y adictivo.
Sintió calor a pesar del aire acondicionado que había en su espacioso despacho. Algo similar a una emoción lo dejó sin aliento. Se dijo que no tenía que analizar lo que sentía, sino relajarse y dejar que afloraran las sensaciones. Como una cortina de encaje movida por la brisa, el velo que cubría los recuerdos de aquellos meses de hacía dos años se abrió, se separó y volvió a cerrarse. Alessandro apretó los puños, pero no sintió dolor, sino la conocida e irritante sensación de vacío que le hacía sentir impotente y vulnerable. No importaba que le hubieran asegurado que en aquellos meses perdidos no había sucedido nada extraordinario. Otros recordaban lo que había dicho y hecho. Pero él, Alessandro Mattani, no se acordaba.
Agarró el folleto sin pensarlo. Era el anuncio de un hotel de lujo de Melbourne. Esperó, pero no saltó ninguna chispa de reconocimiento. Él no había estado en Melbourne. Al menos no se acordaba.
Lo invadió la impaciencia y trató de controlarla respirando profundamente. Una reacción emocional no lo ayudaría, a pesar de que había veces en que la sensación de pérdida, de haber perdido algo vital estaba a punto de hacerle enloquecer.
Volvió a mirar el folleto. La recepcionista sonreía a una pareja mientras se registraba en el hotel, y su sonrisa era fascinante. El entorno era opulento, pero él había crecido rodeado de lujo, por lo que apenas se dio cuenta. Por el contrario, la mujer lo intrigaba. Cuanto más la miraba, mayor era el presentimiento de que la conocía, lo cual hacía que la sangre le circulara más deprisa y que sintiera un cosquilleo en la nuca. ¿Le había sonreído ella así? Empezó a estar seguro de que sí.
Examinó sus rasgos con atención. Llevaba el pelo negro recogido y su cara era agradable pero corriente. Tenía la nariz respingona y algo corta. Los ojos eran de un castaño sorprendentemente claro; la boca, grande. No era guapa ni lo suficientemente exótica como para que se volvieran a mirarla. Pero tenía algo, un carisma que el fotógrafo había percibido y del que había sabido sacar partido.
Alessandro le pasó el dedo por un pómulo y la suave curva de la mandíbula y se detuvo en la exuberante promesa de sus labios. Ahí estaba de nuevo el presentimiento, la intuición de que no era una desconocida. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron dispuestos a actuar. En su memoria defectuosa algo se agitó, y recordó una sensación suave como el roce de aquellos labios en los suyos. Volvió a sentir el sabor a cereza madura, irresistible. La caricia de unos delicados dedos en la mandíbula y en el pecho, con el corazón latiéndole deprisa. El sonido de suspiros femeninos, la sensación de éxtasis.
Inspiró como si estuviera haciendo un ejercicio físico muy intenso. La nuca y el entrecejo comenzaron a sudarle mientras su cuerpo se excitaba. ¡Era imposible! Pero el instinto le revelaba una verdad que no podía pasar por alto: conocía a aquella mujer, la había abrazado, le había hecho el amor.
Lo invadió un sentimiento de posesión masculina. La experiencia primitiva de dominio, del macho olfateando a la hembra era inconfundible. Miró fijamente la imagen de la desconocida que se hallaba al otro lado del mundo. Si él no había ido a Melbourne, ¿habría viajado ella hasta allí, hasta Lombardía? Se sintió frustrado por no poder recordar lo sucedido en aquellos meses. Examinó la foto durante varios minutos. Aunque le parecía imposible, cada vez se sentía más seguro de que en aquella mujer residía la clave de sus recuerdos inaccesibles. ¿Podría ella devolvérselos? Así le restituiría lo que había perdido y eliminaría la sensación de que era menos de lo que había sido, la insatisfacción que le producía su vida. Extendió la mano hacia el teléfono. Pretendía hallar respuestas al precio que fuera.
–Gracias, Sara, me has salvado la vida –Carys se sintió aliviada. Aquel día todo le había salido mal. Al menos aquello, lo más importante, estaba solucionado.
–No te preocupes –le respondió su vecina y canguro–. Leo estará bien con nosotros.
Carys sabía que Sara tenía razón, pero eso no le impidió sentir una punzada de remordimiento en el pecho. Había aceptado aquel empleo en el hotel Landford porque esperaba, la mayoría de los días, estar de vuelta en casa a una hora razonable para ocuparse de su hijo. No quería que Leo creciera con una madre ausente por estar demasiado ocupada en su trabajo y sin tiempo para dedicárselo, y que tuviera una vida familiar como la que Carys había conocido de niña. Sobre todo porque Leo sólo la tenía a ella.
La punzada en el pecho se hizo más intensa y le impidió respirar. Incluso después de todo el tiempo que había pasado no podía evitar sentir remordimientos y añoranza al recordar. Tenía que ser más dura. En otra época había perseguido un sueño, pero ya era lo bastante inteligente como para no seguir creyendo en él, sobre todo después de haber aprendido cruelmente lo inútil que era.
–¿Qué pasa, Carys?
–Nada –se obligó a sonreír porque sabía que Sarah podía leerle el pensamiento incluso por teléfono–. Te debo una.
–Desde luego. Puedes cuidar de Ashleigh el fin de semana que viene.
–De acuerdo –miró el reloj. Tenía que volver antes de que se produjera la siguiente crisis–. No te olvides de darle a Leo un beso de mi parte cuando se vaya a dormir –era ridículo sentir un nudo en la garganta porque no iba a poder darle de cenar ni besarlo antes de acostarlo. Se dijo que su hijo estaba en buenas manos y que ella podía considerarse afortunada por haber encontrado un trabajo que le permitía dedicarle tiempo. Estaba agradecida a la dirección del hotel por dejarle conciliar en buena medida la vida laboral y la familiar.
Aquel día era una excepción. La gripe había hecho estragos en el personal del Landford en el peor momento. Más de un tercio de los trabajadores estaba de baja y no importaba que Carys llevara todo el día trabajando. Una hora antes, David, el director de actos sociales, había tenido que marcharse con una fiebre altísima, por lo que ella tenía que sustituirlo.
Estaba muy nerviosa, ya que era la oportunidad de demostrar lo que valía y de justificar la fe que David tenía en ella al haberla aceptado a pesar de que su currículum no era el adecuado. Le debía no sólo el puesto, sino también la seguridad en sí misma que lenta y esforzadamente había ido ganando desde su llegada a Melbourne.
–No sé a qué hora volveré, Sarah. Probablemente de madrugada –Carys se negó categóricamente a preocuparse por cómo iba a volver a casa. No podía usar el transporte público a esas horas, y el coste de un taxi era prohibitivo–. Nos veremos a la hora de desayunar, si te parece bien.
–Muy bien, Carys. No te preocupes.
Carys colgó y echó hacia atrás los hombros. Llevaba tanto tiempo trabajando en el ordenador y el teléfono sin parar que le dolía todo el cuerpo. Echó una ojeada al monitor que tenía frente a sí y las palabras escritas bailaron ante sus ojos. Trató de concentrarse aunque sabía que, por mucho que lo hiciera, trabajar en aquel documento sería una prueba de resistencia y determinación. Suspirando, agarró las gafas y se inclinó hacia delante. Tenía que acabar aquello para poder hacer las comprobaciones de última hora del baile de máscaras de aquella noche.
Carys estaba en una esquina del salón de baile, cerca de la puerta que conducía a la cocina, escuchando las novedades que le susurraba el jefe de los camareros. La cocina era un caos ya que la mitad del personal estaba con gripe. Sólo habían llegado dos empleados para sustituir a los que habían llamado para decir que estaban enfermos, y los chefs no daban abasto. Por suerte, los huéspedes no habían notado nada extraño. El hotel se enorgullecía de su exquisito servicio, y el personal estaba haciendo lo posible para estar a la altura de su reputación.
El salón de baile era refinado y elegante. Antiguos candelabros iluminaban las joyas centelleantes de la multitud que lo abarrotaba. Los huéspedes estaban tan elegantes como correspondía a uno de los acontecimientos más importantes de la Semana de la Moda. La habitación olía a fragancias exclusivas, flores de invernadero y dinero, mucho dinero. Personas famosas, diseñadores, hombres de negocios…, la flor y nata de la sociedad australiana estaba allí aquella noche acompañada asimismo de celebridades extranjeras. Y todos ellos estaban a cargo de Carys.
Se le aceleró el pulso y trató de concentrarse en las palabras de su compañero. Tenía que hacerlo para conseguir que la noche fuera un éxito. Se jugaba mucho.
–Muy bien, veré si hay alguien del restaurante que pueda ayudaros –asintió y se volvió hacia el teléfono que había en la pared. Extendió la mano para marcar el número del restaurante, pero se quedó paralizada. Sintió un cosquilleo al final de la columna vertebral que se transformó, al ir ascendiendo por la espalda, en una sensación ardiente que le quemaba la piel. A través de la ropa, la piel le hervía y se le erizaron los cabellos de la nuca.
Dejó el auricular con mano temblorosa y se dio la vuelta. El personal del hotel circulaba entre la colorida multitud con bandejas de canapés y champán. Los grupos de personas se deshacían y se volvían a juntar. Los huéspedes, la mayoría de los cuales llevaba bellas máscaras hechas a mano, se divertían, establecían relaciones laborales o se dedicaban a lucir sus galas. No se percatarían de que hubiera alguien que no perteneciera a su estrecho círculo, lo cual a Carys le venía muy bien. No ansiaba tener un lugar en un baile de cuento de hadas, sobre todo después de haber abandonado la fantasía del príncipe azul.
Sin embargo, sintió que las mejillas le ardían. Se quedó sin respiración y el pulso se le aceleró porque su instinto le decía que alguien la observaba. Con el corazón en la boca, buscó frenéticamente entre la multitud a algún conocido, a alguien que hiciera que el corazón se le desbocara como lo había hecho mucho tiempo atrás.
Cerró los ojos durante unos segundos. Aquello era una locura. Todo eso formaba parte del pasado, un pasado que era mejor olvidar. El cansancio y los nervios hacían que se imaginara cosas. Su camino y el de él no volverían a cruzarse, ya se había encargado él de eso. Cary hizo una mueca al sentir un dolor familiar en el pecho.
¡No! Se negó a que su caprichosa imaginación la distrajera. Había gente que dependía de ella. Tenía que hacer su trabajo.
Desde el otro lado de la atestada sala, él la observaba. Se agarró con fuerza al respaldo de una silla mientras el corazón se le aceleraba. El choque que le supuso reconocerla fue tan potente que tuvo que cerrar los ojos durante unos instantes. Al abrirlos, vio que ella se volvía hacia el teléfono.
Era ella; no la mujer del folleto, sino mucho más: la mujer que recordaba, mejor dicho, que casi recordaba. Se le apareció la imagen de ella alejándose con la espalda rígida y a paso muy rápido, como si no pudiera alejarse lo bastante deprisa, mientras él se quedaba clavado donde estaba. Ella llevaba una maleta y un taxista metía otra en el maletero de su vehículo. Por último, ella se detuvo y el corazón de él también lo hizo. Pero no se dio la vuelta, y unos instantes después estaba dentro del coche que aceleraba y se alejaba por el camino privado de la casa de él en el lago Como. Él permaneció inmóvil, presa de sentimientos encontrados: furia, alivio, decepción, incredulidad… Y dolor, un dolor que iba llenando su vacío interior. Sólo una vez en su vida había experimentado sensaciones tan intensas: a los cinco años, cuando su madre lo abandonó por una vida regalada con su amante.
Alessandro se removió e hizo un gesto negativo con la cabeza para desterrar la borrosa imagen, al tiempo que volvía a ser consciente de que se hallaba en el salón de baile lleno de gente. Sin embargo, la intensa mezcla de emociones le seguía bullendo en el pecho. Madonna mia! No era de extrañar que se sintiera vulnerable con semejantes sentimientos. ¿Quién era esa mujer para hacerle reaccionar de tal manera?
Se mezclaron en él la ira y la impaciencia porque una mera casualidad lo hubiera llevado hasta allí, porque podía fácilmente haber evitado aquella oportunidad de saber más. Soltó la silla y sintió la huella profunda de la madera en la palma de la mano. La espera había terminado. Tendría las respuestas que buscaba aquella noche.
Carys se sacó un zapato a hurtadillas y movió los dedos de los pies. El baile estaba a punto de acabar. Entonces supervisaría cómo se recogía el salón y se preparaba para el desfile de moda del día siguiente. Suprimió un bostezo. Le dolían todos los huesos y lo único que quería era meterse en la cama. Bordeó la pista de baile para ir a comprobar…
Una mano grande, cálida e insistente tomó la suya e hizo que se detuviera. Rápidamente, Carys adoptó una expresión serena para atender al huésped que había sobrepasado los límites al tocarla. Esperaba que no estuviera borracho. Puso una sonrisa profesional y se dio la vuelta. La sonrisa se evaporó. Durante unos instantes, el corazón le dejó de latir mientras miraba al hombre que tenía frente a sí, quien, a diferencia de la mayoría de los presentes, todavía llevaba la máscara. Tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto, por lo que se veía la hermosa forma de la cabeza. La máscara le ocultaba los ojos, pero Carys captó un brillo oscuro. La boca era un corte duro sobre la barbilla fuerte y firme.
Cary le miró la barbilla con los ojos como platos. No podía ser… Él se movió y ella aspiró el leve aroma de una colonia desconocida. El alma se le cayó a los pies. ¡Por supuesto que no era él! Una cicatriz ascendía por la frente del desconocido desde el borde de la máscara. El hombre que ella había conocido era tan hermoso como un joven dios, sin cicatrices. Tenía la tez dorada por las horas al sol, no pálida como la de aquel extraño. Y sin embargo…
Sin embargo, en ese momento tuvo el estúpido deseo de que fuera él. Contra toda lógica y la necesidad de protegerse, lo deseó con todas sus fuerzas.
Era un hombre alto, mucho más que ella a pesar de que llevaba tacones. Sin duda tan alto como… ¡No! No iba a seguir por ese camino. No iba a seguir jugando a ese lamentable juego.
–¿Qué desea? –le preguntó con voz ronca, más bien como una invitación íntima que como una fría pregunta. Lo maldijo en silencio por haberle hecho perder el control simplemente al recordarle a un hombre y una época que era mejor olvidar–. Creo que me ha confundido con otra persona –dijo en tono cortante, aunque tuvo el cuidado de no mostrar su enfado. Si podía salir de aquello sin alborotos, lo haría.
Carys trató de que le soltara la mano, pero él se la apretó con más fuerza y la trajo hacia sí. Ella dio un traspié, sorprendida por cómo la agarraba. Lo miró a los ojos. Esperaba que hablara de la comida o la música o que le pidiera algún tipo de ayuda. Su silencio la puso nerviosa y su instinto le gritó que tuviera cuidado.
–Tiene que soltarme –alzó la barbilla y deseó poder verle bien los ojos.
Él inclinó la cabeza y ella pensó, aliviada, que probablemente querría algo así como otra botella de vino para la mesa. Iba a preguntárselo cuando alguien la empujó y la lanzó contra el pecho del desconocido. Unas manos grandes la agarraron por los brazos. Frente a ella había un traje muy elegante, la masculina barbilla y un par de hombros que no le pasarían desapercibidos a ninguna mujer. Unos hombros como los de… Se mordió los labios. Aquello tenía que acabar.
Otra pareja la empujó y, de pronto, se halló pegada a un cuerpo duro, caliente y fuerte. Se sintió mareada. Se imaginó que percibía cada músculo del cuerpo de él contra el suyo. Por debajo de la cara colonia, un vago aroma a piel masculina le hizo cosquillas en la nariz. El hombre le resultaba demasiado familiar, como si fuera un fantasma de uno de los interminables sueños que la perseguían. Su extraño silencio contribuía a aumentar la sensación de irrealidad.
Entonces, una de las manos de él se deslizó por su espalda hasta justo antes de las nalgas. Carys sintió el calor del deseo, una sensación que llevaba siglos sin experimentar. Su cuerpo respondió temblando al masculino encanto del de aquel hombre.
–Tengo que irme. ¡Por favor! –la boca le tembló y, para su consternación, los ojos se le llenaron de lágrimas. Parte de ella deseó locamente sucumbir a la potente masculinidad de él porque le recordaba al hombre que le había enseñado los peligros de la atracción física instantánea. Tenía que salir de allí.
Con una fuerza producto de la desesperación, Carys consiguió separarse y se tambaleó cuando él la soltó de repente. Ella dio un paso vacilante hacia atrás, luego otro, mientras el hombre la miraba con ojos inescrutables y tan inmóvil como un depredador a punto de abalanzarse sobre ella. Se le hizo un nudo en la garganta a causa del pánico. Abrió la boca, pero no pudo articular sonido alguno. Después se dio la vuelta y se abrió paso a ciegas entre la multitud.
El salón de baile se hallaba vacío salvo por los empleados que recogían y movían los muebles. Sonó un teléfono y Carys cruzó los dedos para que no hubiera más problemas. Estaba exhausta y aún inquieta por el recuerdo del desconocido, –Dígame.
–Carys, menos mal que te he encontrado.
Reconoció la voz del nuevo empleado del turno de noche en recepción.
–Tienes una llamada urgente –prosiguió él–. Te la paso.
De pronto, todo el cansancio le desapareció. Se le hizo un vacío en el estómago que fue a llenar el miedo. ¿Le había pasado algo a Leo? ¿Estaba enfermo? ¿Había sufrido un accidente? El clic de la conexión telefónica resonó en sus oídos, así como el silencio que siguió.
–¿Qué pasa, Sarah?
Hubo una pausa en la que oyó el eco de su propia respiración. Después surgió una voz aterciopelada.
–Carys.
Sólo una palabra que bastó para que se le erizara todo el vello del cuerpo. Era la voz que la perseguía en sueños, la voz que, a pesar de todo, seguía teniendo el poder de derretirla. Comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que sentarse en el borde de la mesa que había a su lado. Se agarró la garganta en un gesto desesperado. ¡No podía ser!
–Tenemos que vernos –dijo la voz del pasado–. Ahora.
QUIÉN es usted? –preguntó Carys con voz ronca. ¡No podía ser él! Sobre todo después de haberse convencido de que no quería volverlo a ver. El destino no podía ser tan cruel. Pero un impulso autodestructivo le produjo una punzada de excitación. Hubo un tiempo en que deseó que se pusiera en contacto con ella, que fuera a buscarla, que le dijera que se había equivocado, que le dijera… Pero ya no era tan ingenua para seguir creyendo en semejantes fantasías. ¿Qué quería él? Un presentimiento de peligro le heló la sangre.
–Ya sabes quién soy, Carys.
Su forma de pronunciar su nombre, con aquel acento italiano tan sexy, convirtió la palabra en una caricia que hizo que ella se derritiera por dentro. Siempre había puesto en peligro su autocontrol. Recordó cómo la había convencido para que abandonara todo por lo que había luchado simplemente por el privilegio de estar con él. Había sido una estúpida.
–Por favor, dígame quién es.
No podía ser él. Nunca la hubiera seguido hasta Australia. Lo dejó claro cuando ella se marchó con el rabo entre las piernas. Pero el recuerdo del desconocido del baile, del hombre enmascarado que le había hecho pensar en él, disminuía su incredulidad. ¿Se estaría volviendo loca? Lo veía y lo escuchaba cuando sabía perfectamente que se hallaba instalado en su mundo de amigos ricos, elegantes y aristocráticos, de negocios importantes, sangre azul y glamour, en el que la gente como ella sólo era motivo de breve entretenimiento.
–No finjas que no me conoces, Carys. No tengo tiempo para jueguecitos. Soy Alessandro Mattani.
Carys apretó el auricular entre sus dedos. Se hubiera caído al suelo de no haber estado sentada.
–Alessandro…
–Mattani. Seguro que reconoces el apellido –le dijo con voz cortante como una cuchilla.
¿Que si reconocía el apellido? ¡Si en otro tiempo había tenido la esperanza de que también fuera el suyo! Se le formó una risa histérica en la garganta y se puso la mano en la boca para no soltarla, al tiempo que se concentraba en respirar profundamente. Necesitaba oxígeno. La habitación comenzó a dar vueltas. Un ruido a sus espaldas la devolvió a la realidad y miró hacia abajo como si estuviera a una enorme distancia de allí. El auricular se le había resbalado entre los dedos y había caído en la mesa.
Alessandro Mattani: el hombre al que había amado, el que le había partido el corazón.
Los últimos empleados le dieron las buenas noches. Carys alzó la mano a modo de despedida. Miró a su alrededor, confusa. Todo estaba preparado para el desfile de moda del día siguiente. Estaba sola… salvo por la voz al otro lado del teléfono. La voz de sus sueños. A tientas, como si fuera a tocar un animal salvaje, estiró la mano hacia el auricular. Lo levantó.
–¿Carys?
–Aquí estoy.
–Nada de juegos. Quiero verte.
Pues peor para él. Hacía tiempo que Carys había dejado de preocuparse de lo que quisiera Alessandro Mattani. Además, no era tan estúpida como para volver a acercársele. Ni siquiera se fiaba de las defensas contra él que tanto le había costado construir, contra un hombre por el que había abandonado su trabajo, todos sus planes e incluso el respeto hacia sí misma.
–No es posible.
–Claro que lo es –le espetó él–. Sólo nos separan doce plantas.
¿Doce plantas? ¿Estaba en Melbourne? ¿En el Landford?
–¿Eras tú el de esta noche en el baile? –si se hubiera sentido menos aturdida, se habría dado cuenta de lo que su tensa voz traslucía. Pero trataba de reponerse del choque y no podía pensar en su orgullo.
Él no contestó. Carys se sintió invadida por una ola de calor. Había sido él quien la había tenido en sus brazos en el salón de baile. ¿Cuántas veces había deseado que la abrazase, a pesar de todo lo que se decía a sí misma sobre olvidar el pasado? ¿La había abrazado y ella no lo había reconocido? Claro que lo había reconocido, a pesar de la nueva colonia, la palidez y la cicatriz. El miedo le cortó la respiración. Lo habían herido. ¿Había sido grave? Recurrió temblorosa a los últimos restos de control que le quedaban.
–¿Qué quieres?
–Ya te lo he dicho –contestó él con impaciencia–. Quiero verte.
Ella no pudo evitar un bufido de incredulidad ante sus palabras. Cómo habían cambiado los tiempos. Finalmente, el orgullo vino en su ayuda.
–Es tarde. He tenido un día muy largo y me voy a casa. No tenemos nada que decirnos.
–¿Estás segura? –su voz parecía estar recorrida por una erótica corriente subterránea.