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Miniserie Deseo 221 Ambos sabían que lo que había ocurrido entre ellos era algo único, pero también que no podían volver a repetirlo El millonario subastador de arte Ronan Murphy necesitaba con urgencia una niñera para sus dos hijos pequeños. La guapísima Joa Jones tenía una amplia experiencia en el cuidado de niños y sería la candidata perfecta, pero había un problema... Entre ellos existía una atracción imposible de ignorar. Aunque una noche de pasión no podía hacerle daño a nadie, ¿verdad?
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Seitenzahl: 203
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2020 Joss Wood
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un corazón cautivo, n.º 221 - febrero 2024
Título original: Temptation at His Door
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411806558
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Joa Jones suspiró aliviada cuando por fin pudo resguardarse de la lluvia bajo los impresionantes soportales del edificio donde se encontraban las oficinas de Murphy International. Se sopló las manos porque las tenía heladas, y pensó que iba vestida de manera inadecuada para Boston a finales de enero.
Había dejado Auckland hacía dos días, donde había estado trabajando como niñera.
En Nueva Zelanda, se había sentido muy integrada y querida dentro de la familia Wilson. Sin embargo, cuando le sugirieron que se mudara a Londres con ellos, pensó que se trataba de una de esas cosas que se dicen por cortesía y que no se deben tomar en serio. Además, sus hijos eran mayores y ya no necesitaban una niñera realmente.
Joa sabía que tenía que cerrar esa página de su vida y seguir adelante. Podría haber encontrado otro trabajo en Nueva Zelanda con facilidad, pero durante sus últimos meses allí no paraba de sentirse fuera de lugar y de pensar que se estaba equivocando de profesión.
Volver a Boston era una opción aterradora pero necesaria. Era la única opción que tenía.
Joa se llevó una mano al pecho, tratando de contener el pánico.
Desde la muerte de Iz, había reflexionado mucho y se había dado cuenta de que había empezado a trabajar como niñera en un intento de encontrar la familia que nunca había tenido tras haber crecido en un centro de acogida. Ahora, a sus veintinueve años, era consciente de que si quería tener una familia tendría que construir la suya propia. Estaba cansada de encariñarse con la vida de los demás y luego tener que despedirse cuando esas familias ya no la necesitaban.
Volver a Boston significaba un nuevo comienzo, un reinicio. Se lo tomaría como una oportunidad para pasar algún tiempo con Keely, su hermana adoptiva, y para pensar en qué debía hacer a continuación.
Sin dejar de calentarse las manos con su aliento, Joa miró a un lado y a otro de la calle, pero no vio a Keely por ninguna parte. Cuando llegó al aeropuerto, recibió un mensaje de texto de ella pidiéndole que fuera directamente a Murphy International, la prestigiosa casa de subastas ubicada en el centro de Boston. Ella y Keely tenían una reunión con Carrick Murphy, su director general, para acordar los detalles de la subasta de la colección de arte de la madre adoptiva de Joa (y tía abuela de Keely). La colección era una de las mejores del mundo y, tras la muerte de Isabel Mounton-Matthew hacía poco más de un año, Joa y Keely habían heredado sus obras de arte, junto con una casa histórica en el próspero vecindario de Back Bay en Boston, una sólida cartera de acciones y varias cuentas bancarias llenas de dinero.
Joa, que había crecido con muchas carencias durante su infancia y adolescencia, ahora era heredera de una gran fortuna. Todavía seguía sin poder creérselo.
Keely, adoptada por Isabel después de la muerte de sus padres cuando era pequeña, podría haberse reunido con Carrick Murphy por su cuenta; conocía a los hermanos Murphy desde hacía mucho tiempo y Joa le había otorgado un poder notarial para actuar en su nombre una semana después de la muerte de Iz. Confiaba plenamente en su hermana.
Sin embargo, Joa había sentido la necesidad de estar en Boston, el lugar donde esperaba labrar su futuro.
Un taxi se detuvo frente a las puertas de entrada y las hermanas por fin pudieron abrazarse. Keely le llenó la cara de besos.
–¡Me alegro tanto de verte, Ju! –dijo Keely sin parar de darle besos en la cara–. Las videollamadas no son lo mismo.
–Yo también me alegro mucho, Keels –respondió Joa con la voz llena de emoción.
Y era cierto. Esa mujer la había acogido en su casa, en su vida, y la había tratado como a una verdadera hermana, como a su mejor amiga. Desde el día en que Joa dejó el centro de acogida y se mudó a la mansión de Isabel, Keely había compartido su ropa, le había enseñado a maquillarse, la había aconsejado en su primera cita con un chico, la había ayudado a completar las solicitudes universitarias, a elegir su vestido para el baile.
Y lo más importante, fue ella quien la tomó de la mano mientras enterraban a Isabel.
De manera impulsiva e inusual, Joa se acercó de nuevo a Keely para volver a abrazarla. Ella era su familia, la única que tenía.
Keely, que nunca hacía ascos a un abrazo, la meció de un lado a otro antes de retirarse y poner las manos en las mejillas de Joa.
–¡Estás helada! –dijo Keely mientras le tocaba las mejillas al desprenderse del abrazo–. Por el amor de Dios, entremos ya. ¿Y qué llevas puesto?
Joa miró su abrigo fino, sus vaqueros y sus zapatillas ahora mojadas.
–Parece que no me he abrigado lo suficiente.
Entraron en el impresionante vestíbulo dominado por una amplia escalera de mármol, donde una elegante mujer estaba sentada detrás de un escritorio esperando a que se acercaran. Keely se quitó el abrigo de cachemira y lo colgó de su brazo. Había un guardia de seguridad junto a la puerta y otros dos en las entradas de las salas. Cuadros de gran formato colgaban en las paredes y enormes ramos de flores llamaban la atención sobre dos pedestales a ambos lados de la impresionante escalera de mármol y hierro forjado.
Joa, ataviada con ropa de segunda mano y una vieja chaqueta vintage, volvía a sentirse fuera de lugar. Aquel era el mundo de Isabel y el de Keely, pero no el suyo. A nivel intelectual, se sentía una mujer muy segura de sí misma, pero a nivel emocional, seguía siendo la chica de catorce años temerosa y desconfiada, siempre a la espera de recibir un golpe en cualquier momento. Una parte de ella todavía estaba esperando que alguien apareciera y le informara de que la herencia de Isabel había sido un error, que una chica como ella no podía heredar la mitad de una de las fortunas más grandes del país.
Por suerte, la mano de Keely en su espalda la anclaba a la realidad.
–Es maravilloso tenerte de vuelta, cariño. ¿Cuánto tiempo planeas quedarte?
–No lo sé. –Joa cambiaba su mochila de hombro y se encogía de hombros–. Mi contrato en Auckland ha terminado. Creo que necesito un cambio de rumbo, buscar una nueva profesión. Así que estaré aquí hasta que pueda poner en orden mis pensamientos. ¿Te parece bien?
Keely fingió reflexionar.
–Bueno, no estoy segura de que haya espacio para ti en casa. Es solo una modesta vivienda de principios de siglo, con quince dormitorios, varias salas de recepción y bibliotecas, un salón de baile, dos comedores, una sala de prensa, la zona para el servicio… –bromeó Keely, y luego frunció el ceño al mirar la mochila–. ¿Dónde está tu equipaje?
Joa hizo una mueca.
–La aerolínea lo perdió. Creo que está en Kuala Lumpur. Me dijeron que debería llegar aquí pasado mañana.
–O nunca.
–Sí, yo también sospecho que eso sea lo más probable –aceptó Joa.
El teléfono de Keely sonó y ella lo sacó de su bolso. Deslizó su dedo por la pantalla y Joa captó la sombra borrosa de un rostro apuesto y el destello de unos dientes blancos mientras el hombre sonreía.
–¿Dónde estás?
Joa comenzó a retroceder, pero la mano de Keely la detuvo. ¿Quién era ese hombre con esa voz tan seductora y profunda? ¿El nuevo amor de Keely?
Intrigada, Joa inclinó la cabeza y, asegurándose de mantenerse fuera de la vista de la cámara, echó un rápido vistazo a la pantalla.
«Vaya… Qué guapo».
Joa ignoró la frustración que brillaba en aquellos ojos verde azulados y la irritación que tensaba su boca. Su mandíbula marcada estaba cubierta por una barba incipiente y su camisa con el cuello desabrochado dejaba entrever un pecho ligeramente cubierto de vello castaño, del mismo color que su cabello ondulado hasta los hombros. Parecía un ángel rebelde, uno muy guapo, que parecía querer aparentar que no lo era, y ese detalle lo hacía aún más atractivo.
Joa solo sabía que, si su físico era coherente con su rostro, sería un verdadero espectáculo. No podía concebir la idea de que un rostro tan atractivo estuviera unido a un cuerpo mediocre. Estaba casi segura de que bajo su ropa había un abdomen definido, unas piernas largas y un trasero bien duro.
Las mariposas en su estómago revolotearon con entusiasmo.
¿Cuándo fue la última vez que tuvo una reacción tan intensa y sexual ante un hombre? ¿Hacía un año? ¿Tal vez dos?
–Acabo de llegar a la casa de subastas –respondió Keely–. Nos vamos a retrasar un poco, pero ya he avisado a Carrick. –Entregó una tarjeta de visita al conserje e indicó a Joa que la siguiera escaleras arriba–. ¿Te unirás a la reunión? –le preguntó al atractivo hombre de la pantalla.
–No, lo siento, tengo mucho lío.
Entonces, ella se detuvo a mitad de la escalera y preguntó con cara de preocupación:
–¿Qué sucede?
–Anna se ha ido.
Joa, sabiendo que no se moverían de la escalera hasta que Keely terminara su conversación, apoyó los brazos en la barandilla y miró hacia una de las salas. Varios empleados uniformados retiraban con sumo cuidado un enorme cuadro de la pared.
–¡Oh, no! –Keely parecía horrorizada–. Es la sexta que pierdes desde que Lizbeth se jubiló.
¿Sexta qué?
–Dime algo que no sepa –murmuró la voz del hombre al otro lado de la línea–. Se fue de compras…
–¿Y qué compró? –preguntó Keely poniendo mala cara.
–Lencería, cosméticos, perfumes, zapatos, bolsos, ropa…
–¡Espera! Déjame adivinar… Todo de algún diseñador.
–Así es. Me temo que yo solo he mantenido a flote a varias boutiques de Boston últimamente.
–No esperaba algo así de ella. –Keely apoyó una mano en su cadera–. La verdad es que tienes muy mala suerte con las niñeras, Ro.
La palabra «niñera» hizo que Joa prestara más atención. Después de todo, era su profesión. Ahora la conversación empezaba a cobrar mayor sentido.
Y Keely había llamado a su interlocutor Ro…
Debía de estar hablando con Ronan Murphy.
Su hermana le había mencionado en sus habituales y extensos correos electrónicos. Él era el director de ventas y marketing a nivel mundial y el subastador principal de Murphy International. Keely conocía a toda la familia Murphy desde la infancia y había sido amiga de la esposa de Ronan durante la universidad.
–Los padres de Thandi están de vacaciones, así que no pueden ayudarme con los niños, y justo hoy tengo un día especialmente movido.
–No te preocupes, yo puedo ir a recogerlos al colegio, pasar la tarde con ellos y prepararles la cena –se ofreció Keely, siempre dispuesta a ayudar–. Creo que lo pasaron bien la última vez que estuve con ellos.
–Pero ¿no llegaba hoy tu hermana? –preguntó él.
–Ya está aquí –dijo mientras comenzaba a girar la cámara, pero Joa hizo un gesto de rechazo. ¿Acaso había perdido la cabeza? Estaba horrible después de tantas horas de vuelo.
Su hermana puso los ojos en blanco, pero afortunadamente no giró la cámara.
–A Joa no le importará, adora a los niños.
Le encantaban los niños, eso era verdad, pero en su primera noche de vuelta en Boston esperaba poder charlar con su hermana, beber vino, ponerse al día…
–Considéralo hecho –dijo Keely, ignorando su rotundo gesto negativo con la cabeza.
«Maldita sea, Keels».
–Eres mi salvavidas. Se lo haré saber al colegio –dijo el hombre con tono agradecido–. Ahora tendré que empezar a hacer algunas llamadas para encontrar una nueva niñera.
Boston tenía varias agencias muy buenas; encontraría a alguien adecuado en un santiamén. Joa lo sabía porque las había estado investigando desde Nueva Zelanda, antes de decidir que el de los Wilson sería su último trabajo de niñera.
Keely inclinó la cabeza hacia un lado y sus brillantes ojos azules se encontraron con los de Joa mientras seguía al teléfono.
–Antes de contratar a alguien, habla conmigo primero. Tengo una idea…
La temperatura de la sangre de Joa bajó un grado.
«¡De ninguna manera!».
–Si te estás ofreciendo a cuidar de los chicos a tiempo completo, mi respuesta es sí.
Keely no pudo contener una carcajada.
–¡No, no es eso! Te quiero, a ti y a tus hijos, pero no tanto ni de esa manera.
Parecía que entre Keely y Ronan no había ningún tipo de relación romántica ni sexual. ¿Y por qué eso hacía que Joa se sintiera feliz y aliviada?
–Pero puede que tenga una solución para ti. Déjame hablar con alguien y luego te llamo –continuó su hermana.
No, no podía ser. Estaba demasiado agotada y se imaginaba cosas. Keely no le había buscado un trabajo en su primer día de vuelta a casa.
Joa había decidido que no volvería a trabajar como niñera, no quería volver a caer en el error de encariñarse y vivir pensando que la familia que ayudaba era la suya propia, como ya le había pasado.
Después de que cortaran la llamada, Joa le puso mala cara a su hermana. No tenía ningún interés en ser la niñera de Ronan Murphy, ni de nadie. Ni hoy, ni mañana, ni en el futuro.
–¡Ni se te ocurra!
–¿Qué? –preguntó Keely, poniendo cara de no haber roto un plato en su vida. Joa la conocía mejor que nadie y sabía que bajo aquel exterior inocente vivía una mente diabólica.
–No quiero volver a ser niñera, Keels.
Estaba harta de vivir como si formara parte de una familia solo para darse cuenta de que, al cabo de un año, a veces dos, ellos seguían adelante… sin ella.
Además, ya no trabajaba para padres solteros. Había aprendido la lección con Liam y luego con Johan. Joa sabía que los padres solteros eran su kriptonita, porque siempre acababa pensando con demasiada facilidad que ella era la esposa y la madre que sus hijos necesitaban.
Liam había conocido a alguien de su oficina y se había casado con ella, una mujer que adoraba a sus hijos y que estaba feliz de ser su madre a tiempo completo. La semana antes de su boda, Joa había recibido órdenes de marcharse. Y Johan, bueno, él era gay y quería otro marido, no una esposa.
Si Joa quería una familia, necesitaba tener la suya propia y no apropiarse de la de otro.
Las hermanas comenzaron a subir las escaleras, y Joa no dejaba de pensar en cómo esquivar las ideas que Keely parecía tener para ella. Tal vez si cambiaba de tema la distraería. Valía la pena intentarlo.
–Sé que Murphy‘s va a subastar la colección de arte de Iz para nosotras, pero no entiendo el motivo de esta reunión. Tienen el inventario, lo subastan y luego hacen un cheque a la fundación. Creía que era un proceso sencillo.
–No exactamente –dijo Keely, guiando a Joa por el pasillo a su derecha–. Murphy’s tiene que comprobar las procedencias para asegurarse de que todos los objetos son auténticos. La mayoría de las obras de Isabel están bien documentadas, pero Finn, el hermano menor de los Murphy, encontró tres cuadros en Mounton House que sospechamos que podrían ser cuadros de Homer perdidos.
–¿Winslow Homer?
–Finn Murphy les echó un vistazo y dijo que era importante aclarar su procedencia, lo que no es tan fácil, claro. De todos modos, la reunión es con Carrick Murphy y Sadie Slade, una investigadora de arte que han contratado –informó Keely–. He estado investigando un poco sobre ella, y es una mujer tan guapa como inteligente. Muy del tipo de Carrick.
Joa puso los ojos en blanco ante la insinuación de Keely. Su hermana era encantadora, pero a la vez una sabelotodo sin remedio.
Por desgracia, la mayoría de las veces tenía razón. Aunque también tenía una mente muy dispersa que tendía a desviarse del tema.
–Estábamos hablando de las pinturas, Keels.
–Bien, necesitamos que Sadie nos confirme sin los tres cuadros son de Homer. En primer lugar, porque podrían recaudar una gran suma de dinero para la fundación, pero también porque no quiero tener que comerme mis palabras.
–¿Cómo? –Joa no entendía a qué se refería.
Keely hizo un mohín.
–Porque Seymour me dio un sermón de veinte minutos sobre cómo debería manejar mis expectativas. Ese hombre es un auténtico grano en el culo. Tiene que poner siempre los puntos sobre las íes.
Seymour era el abogado que llevaba la herencia de Isabel. Joa había coincidido con él en el funeral y luego en la lectura del testamento. Pero de tan mal que se encontraba en esas dos ocasiones, no recordaba gran cosa de él ni de lo que ocurrió.
–¿Y no es eso algo bueno en un abogado? –preguntó Joa, perpleja.
–Supongo –admitió Keely–, pero me saca de quicio.
Joa tenía curiosidad por saber cómo se las había arreglado aquel hombre para provocar una reacción tan extrema en su hermana.
–¿Qué te ha hecho?
–Tiene un nombre pretencioso que le va al pelo. Mide dos metros de alto, está fuerte, tiene los ojos azules, el pelo rubio oscuro y una cicatriz en la mandíbula. Sus amigos le llaman Dare, otro nombre igual de estúpido.
Vale, como abogado, su aspecto y su apodo no deberían tener mucha importancia. Quedaba claro que su hermana había pasado mucho tiempo examinando el físico de alguien que la irritaba. Interesante…
Keeley se detuvo ante una puerta con una pequeña placa que indicaba que era la sala de conferencias y Joa rezó para que alguien le ofreciera café en cuanto entraran. Y, a poder ser, mucho.
Joa echó los hombros hacia atrás. Estaba allí para asistir a la reunión, pero luego se retiraría, dejando que Keely se ocupara de todo en aquel mundo enrarecido de abogados de alto nivel y subastadores de fama mundial. En ese momento, su prioridad era pensar en un nuevo trabajo, en rediseñar su vida…
Y si tenía tan claro su plan, ¿por qué no se quitaba de la cabeza el rostro de Ronan Murphy?
Al final del pasillo de la sala de conferencias, Ronan Murphy oyó el pitido de un mensaje de grupo entrante y activo el móvil. Al ver el nombre del grupo de padres del colegio de sus hijos en West Roxbury, abrió el mensaje y vio que era un recordatorio sobre un baile que el comité de recaudación de fondos iba a organizar a finales de mes.
Ronan reconoció algunos de los perfiles, ya que había conocido a muchas de las madres cuando iba a recogerles al colegio. También había cometido el error de entablar conversación con algunas de ellas. Las conversaciones triviales habían acabado convirtiéndose en descaradas ofertas para invitarle a un café o a cenar. E incluso había recibido algunas ofertas directas para divertirse en la cama.
A todas les decía lo mismo: «Agradezco la invitación, pero ahora mismo no estoy abierto a tener citas».
Su mujer se había ido, pero seguía siendo su mujer…
Ronan se pasó la mano por la mandíbula, ignorando los pinchazos de dolor que sentía en el corazón. Ahora no podía pensar en Thandi, tenía mucho trabajo que hacer. Y lo primero era encontrar una nueva niñera adecuada para sus hijos.
Tenía grandes dificultades para retener una niñera en casa. Desde la jubilación de Lizbeth hacía dieciocho meses, ya han habían pasado por seis distintas. Y todas con el mismo problema, que le prestaban más atención a él que a sus hijos.
Y él no necesitaba atención y afecto, pero sus hijos sí.
Lo único que quería era una niñera que no pensara en él como un soltero rico al que conquistar. Cuatro de las seis niñeras habían flirteado con él con cierto disimulo, pero dos de ellas fueron muy directas y le dijeron que el sexo también estaba incluido en la lista de servicios que prestaban.
Ya habían pasado tres años desde la muerte de Thandi, pero él seguía sintiéndose casado. Y él no engañaba; nunca lo había hecho y nunca lo haría.
Pensó que estaba a salvo de más insinuaciones cuando contrató a Anna (ella le había dicho que era gay y que tenía una relación), pero ella se había excedido utilizando su tarjeta para comprar montones de cosas que él no había autorizado y tuvo que despedirla.
Quería a alguien que no le robara, que no lo viera como un posible marido o amante. Solo quería a una persona profesional y honesta, alguien que entrara en su casa e hiciera lo que él le había pedido: cuidar de sus hijos y dejarle en paz.
¿En serio era mucho pedir?
Eli, su ayudante durante los dos últimos años, llamó a la puerta y entró en la habitación cuando Ronan le dijo que pasara. Él tuvo que cerrar un ojo ante el traje naranja chillón y la corbata negra de Eli. No solo era una ayudante estupenda, sino que también iba muy a la moda. Puede que demasiado.
–¡Socorro! ¿Dónde están mis gafas de sol? –dijo Ronan cerrando los ojos y palpando el escritorio como si se hubiera quedado ciego.
Eli puso los ojos en blanco.
–Que sepas que este tono de naranja es tendencia.
–¿Dónde? ¿En la cárcel? –replicó su jefe con una carcajada.
Eli deslizó la carpeta por encima de su escritorio y Ronan la atrapó. A menudo se metía con ella por su ropa, se había convertido en una broma cotidiana entre ellos, pero nunca decía nada con intención de herir sus sentimientos.
Él se reclinó en la silla y apoyó los pies en la esquina del escritorio. Entrelazó las manos sobre el estómago y apoyó la nuca en el asiento.
–Necesito encontrar otra niñera. ¿Puedes llamar a las agencias por mí?
–Claro. ¿Qué ha pasado esta vez? –Ronan le explicó los detalles mientras Eli no paraba de negar con la cabeza–. Me pondré a ello enseguida, no te preocupes. –Y señalando con la cabeza la carpeta que Ronan tenía bajo la mano, dijo–: Es la lista actualizada de Finn, detalla el contenido de la colección de Isabel Mounton. Es impresionante.
Él ya había leído el inventario actualizado, pero no se lo dijo. Eli se dejó caer en la silla del lado opuesto de su escritorio y repasaron la enorme lista de tareas pendientes.
–¿Te duele la cabeza? –preguntó Eli, viendo que Ronan se frotaba las sienes con las yemas de los dedos.
–Sí. ¿Tienes analgésicos?
–No, lo siento, ayer te tomaste el último que me quedaba –dijo Eli negando con la cabeza.