Un deseo abrasador - Susan Stephens - E-Book
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Un deseo abrasador E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

El secreto de Lizzie tenía nombre, Thea. ¡Y era su hija! Cuando Damon Gavros entró en el restaurante donde trabajaba Lizzie Montgomery, el abrasador deseo mutuo atravesó el calor de la cocina. Instantáneamente, ella retrocedió once años, a la maravillosa noche que habían compartido. Y aunque él fuera la causa de que Lizzie lo hubiera perdido todo, la irresistible conexión entre ambos seguía echando chispas. Sin embargo, había una cosa que Damon no sabía de Lizzie… todavía. Damon estaba seguro de que Lizzie le ocultaba algo y tenía la intención de averiguarlo…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Susan Stephens

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un deseo abrasador, n.º 2585 - noviembre 2017

Título original: The Secret Kept from the Greek

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-529-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Once años antes…

 

Lizzie echaba chispas. Él vio que sus ojos castaños lo crucificaban desde la sala del tribunal. Solo tenía dieciocho años, era pelirroja y llevaba pantalones de cuero negros, un minúsculo top, varios tatuajes y un piercing en un labio. Había que estar inconsciente para no desear a aquella fuerza de la naturaleza que era Lizzie Montgomery.

Eso no cambiaba los hechos. Se hallaban en un tribunal de justicia de Londres y él, Damon Gavros, formaba parte de Gavros Inc, una compañía naviera internacional. Estaba allí para apoyar a su padre, que era el principal testigo de la acusación en el caso de Gavros Inc contra Charles Montgomery, un estafador.

Le chocó volver a ver a Lizzie en la sala, aunque no podía decir que le pesara haberse acostado con ella la noche anterior. Aunque, entonces, hubiera sabido quién era ella, la pasión que se había despertado entre ambos los hubiera conducido por el mismo camino, sin importarles las consecuencias.

Se habían conocido la noche anterior, cuando se habían negado a servir una copa a Lizzie, claramente afligida, en un bar en el que él se hallaba tranquilamente sentado mientras pensaba en que se iba a juzgar al hombre que había estafado millones a su padre. Al ver que el barman estaba a punto de echarla, porque ella se negaba a marcharse, intervino. Se la llevó a su mesa, la invitó a un café y hablaron.

Ella le dijo que se llamaba Lizzie. Damon no sabía que era hija de Charles Montgomery. Era muy guapa y divertida y estaba deseando empezar a estudiar en la universidad. Él estaba a punto de terminar. Una cosa había llevado a la otra y ya era tarde para reparar el error.

Descubrió la magnitud del mismo cuando se llevaron al padre de Lizzie al calabozo y esta lo esperó a la salida del tribunal. Lo insultó y le dio una bofetada que lo pilló por sorpresa. Supuso que se la merecía.

Se acarició la mejilla mientras la miraba a los ojos, que centelleaban. Sin hacer caso de la gente que se arremolinaba a su alrededor a contemplar la escena, ella cerró los puños y le dijo furiosa:

–¡Eres un canalla! ¿Cómo pudiste acostarte conmigo anoche sabiendo que iba a pasar esto?

–Tranquilízate, Lizzie –contestó él mientras hacía una seña a su equipo para que se fuera–. Estás dando un espectáculo.

–¿Que me tranquilice? Gracias a ti, han condenado a mi padre.

A ojos de Lizzie, Charles Montgomery era inocente. Y el resto del mundo, y sobre todo Damon, a quien se había abrazado, jadeante, la noche anterior, podía irse al infierno.

–Y no me mires así. No me asustas.

–Eso espero.

–No me toques –dijo ella esquivándolo cuando él intentó abrazarla para consolarla.

De reojo, Damon vio que los guardas de seguridad de la empresa alejaban a los espectadores y que el director del equipo legal de su padre se acercaba. Le indicó con la mano que se marchara. Lizzie se merecía cierta consideración. El juez había querido convertir a su padre en un ejemplo de lo que podía sucederles a otros que quisieran imitarlo, por lo que lo había sentenciado a una larga condena en prisión.

–Tu padre ha hecho daño a mucha gente, Lizzie, no solo a mi familia.

–¡Basta! –gritó ella al tiempo que se tapaba los oídos–. ¡Lo único que os importa es el dinero!

–Tengo que proteger a mi familia. Y no solo a ella, sino a todos los que trabajan en la empresa. ¿No se merecen también ellos que se les haga justicia?

–¡Y tú eres un santo! –gritó ella dándole la espalda.

El sentimiento de culpa se apoderó de él al ver que sollozaba en silencio. ¿Se habría comportado de otro modo la noche anterior si hubiera sabido lo que iba a pasar? Por mucho que lo intentara, no conseguía arrepentirse de haberse acostado con Lizzie. Solo pensaba en consolarla, en protegerla de los ojos de los curiosos. Pero Lizzie Montgomery no estaba de humor para ser consolada.

–¡Te odio! –gritó cuando llegaron sus amigos a llevársela.

–Pues yo no.

Ella no tenía la culpa de lo que había hecho su padre. Y aunque se equivocaba al serle leal, Damon la entendía. Él sentía lo mismo por su padre, que se había pasado la vida levantando la empresa que Charles Montgomery había estado a punto de destruir.

El padre de Damon siempre se había preocupado por las familias que dependían de él, una responsabilidad que traspasaría a su hijo un día. Damon estaba deseando seguir los pasos del gran hombre. Lizzie aún no lo sabía, pero era otra víctima de Charles Montgomery. Damon pensaba que, para cuando su avariciosa madrastra hubiera acabado con ella, Lizzie se vería en la calle.

–Me gustaría ayudarte.

–¿Ayudarme? –dijo Lizzie con desdén. ¡De ninguna manera! Vuelve con tus amigos ricos y a tu cómoda vida, niño de papá.

Otra serie de epítetos siguió mientras sus amigos intentaban llevársela de allí.

Damon la echaría de menos. En una sola noche había comprobado que era una gata salvaje con un corazón de oro.

–¡Mi padre es inocente! –gritó ella con toda la potencia de su voz mientras la arrastraban sus amigos.

–A tu padre lo han declarado culpable de todos los cargos –contraatacó él con suavidad– en el máximo tribunal de este país.

Lizzie se soltó de sus amigos y se volvió para enfrentarse a él.

–¡Por tu culpa y por la de los de tu calaña! –le espetó en un tono que se asemejaba más a un aullido agónico que a una frase–. ¡Nunca te lo perdonaré! ¿Me oyes? ¡Nunca!

–Nunca digas nunca jamás, Lizzie –le contestó él esbozando una leve sonrisa.

Capítulo 1

 

DAMON Gavros! ¡Cuánto tiempo!

«Damon Gavros». Lizzie se sintió desfallecer. Pero, sin duda, tenía que haber más de uno en Londres. Le faltó el aire cuando Stavros, su nervioso jefe, irrumpió en la cocina del restaurante mientras ella lavaba una montaña de platos. No, no había error posible. No tuvo que darse la vuelta para saber que se trataba del Damon Gavros que se temía. Lo sintió en cada fibra de su cuerpo. ¿Habían pasado de verdad once años desde la última vez que se habían visto?

Se apoyó en el fregadero y se preparó para un encuentro que no había esperado que sucediera, y mucho menos en su lugar de trabajo, donde se sentía segura.

En su mente aparecieron rápidas imágenes sucesivas de Damon. Era el único hombre que le había dejado una huella tan poderosa que no había conseguido olvidarlo. Y por más razones que el hecho de que fuera el hombre más carismático que había conocido.

–¡Bienvenido! –gritó Stavros, al borde de la histeria–. ¡Damon, por favor, entra en la cocina! ¡Ven aquí! Quiero presentarte a todo el mundo.

Lizzie se quedó inmóvil. Con la cabeza gacha y los puños cerrados dentro del agua llena de espuma, respiró hondo y revivió su antigua furia. Recordó que, once años antes, frente al edificio del tribunal, se había sentido inmensamente sola y que había maldecido a Damon Gavros por ser la causa.

Ahora se daba cuenta de que Damon y su padre habían hecho lo correcto y que toda la culpa la tenía el padre de Lizzie, que se había apropiado de los ahorros de mucha gente. Por aquel entonces, ella estaba tan confusa, enfadada y trastornada que no lo había entendido. Solo cuando, al volver a su casa, su madrastra la había echado a la calle, reconoció por fin que su padre era un sinvergüenza, y su esposa, una mujer despiadada y avariciosa.

No había olvidado a Damon, pero ¿dónde había estado esos once años?

No había formado parte de la vida de Lizzie, por supuesto. Ella no lo hacía responsable de nada, salvo de su ausencia. De hecho, le agradecía que le hubiera enriquecido enormemente la vida. Se preguntó qué pensaría de ella ahora. Años antes era una completa rebelde; ahora, totalmente convencional. ¿Le haría eso sospechar algo?

Se puso a temblar. Se había jurado no volver a tener relaciones sexuales después de Damon, y no solo porque ningún otro hombre pudiera comparársele.

Damon y Stavros se acercaban cada vez más, y el afecto mutuo que se demostraban recordó a Lizzie el que observó entre Damon y su padre después del juicio. ¡Cuánto los había envidiado! Tener alguien en quien confiar le parecía entonces un sueño imposible. Se daba cuenta ahora de que le habían hecho un favor al hacer que el juicio se celebrara, ya que había aprendido a valerse por sí misma y, aunque no tenía mucho, se ganaba la vida honradamente y era libre.

–¡Lizzie! Quiero presentarte a un buen amigo que acaba de volver de sus numerosos viajes. Damon Gavros.

Ella se volvió de mala gana.

Se produjo un silencio de varios segundos hasta que Damon dijo:

–Creo que nos conocemos.

La voz de Damon se deslizó por las venas de Lizzie como nata caliente. Le resultó tan conocida como si no hubieran dejado de verse durante once años.

–Así es –respondió ella temblando por dentro, pero sonriendo a su jefe.

–Os dejo solos –dijo Stavros mientras se frotaba las manos de alegría pensando que, por fin, había conseguido hacer el papel de Cupido.

–Ha pasado mucho tiempo, Damon.

–Ciertamente –contestó él mientras la examinaba.

Ella se sintió vulnerable. No estaba vestida para ese encuentro como a ella le hubiera gustado, ya que llevaba zapatos de goma y un delantal sobre su vieja ropa, y un gorro de plástico le cubría los rizos pelirrojos. Y seguro que tenía la cara roja y sudorosa a causa del vapor que había en la cocina.

«Y no te conozco», se dijo mientras miraba su hermosos rostro, que había mejorado con la edad. Aparte de lo que había leído en los periódicos sobre el personaje, no sabía en qué se habría convertido Damon Gavros. Y si había vuelto a Londres para quedarse, debía enterarse.

Sus ojos eran increíbles, seductores y risueños. Peligrosos, porque veían demasiado.

El impacto de Damon en sus sentidos fue tan abrumador como lo había sido siempre. Desde el brillo de los gemelos de diamantes que llevaba en los puños de la camisa a su mirada levemente risueña, que podía eliminar la capacidad de razonar de Lizzie de golpe, Damon Gavros, con su dinero y su poder, era una terrible amenaza para todo lo que a Lizzie le importaba.

Sin embargo, su cuerpo reclamaba su atención mientras su mente le indicaba que fuera prudente. Damon era terriblemente carismático, así como físicamente imponente, pero era el poder de su mente lo que lo dominaba todo. Y era eso lo que la asustaba.

–El éxito te sienta bien –afirmó ella.

Él asintió levemente, pero no contestó. Probablemente era lo máximo que podía hacer tras haberla encontrado en aquella cocina.

Los expertos hablaban del incomparable éxito de Damon al tomar las riendas de la empresa de su padre. Cuando, en sus artículos, no se referían a él como el soltero más cotizado, era porque lo calificaban de compasivo multimillonario, debido a su labor benéfica. Lizzie dudaba que tuviera una actitud caritativa hacia ella si descubría cómo había vivido los once años anteriores.

–¿Nos vamos a otro sitio? –propuso él.

–¿Cómo? –ella lo miró sorprendida creyendo que no había oído bien.

–No me apetece hablar aquí. ¿Y a ti?

Sus ojos la atravesaron y, durante unos segundos, ella no supo qué decir. La idea de ir a algún sitio con Damos Gavros era alarmante.

 

 

Damon entendía la sorpresa de Lizzie al volver a verlo. También él se había sorprendido, sobre todo al verla tan cambiada. Estaba ansioso por saber qué había sido de ella durante los once años anteriores y por qué trabajaba allí.

–Seguro que Stavros puede prescindir de ti durante una hora –insistió mientras se dirigía hacia la puerta.

–No puedo –contestó ella, lo que lo hizo detenerse–. Como verás… –ella extendió las manos, cubiertas por guantes de goma–. Estoy trabajando.

A él no se le había ocurrido que lo pudiera rechazar.

–¿Stavros? –se dirigió a su jefe, que se hallaba al fondo de la cocina.

–Desde luego –contestó este con entusiasmo–. Lizzie se merece un descanso. Que se siente a tu mesa. El chef os preparará un festín…

–Preferiría no hacerlo –lo interrumpió Lizzie.

Damon se había dado cuenta de los vaqueros y el jersey gastados que llevaba bajo el delantal, por lo que compendió sus reservas. El restaurante era de lujo, pero, ya que la había encontrado, estaba dispuesto a saberlo todo de ella y a enterrar el hacha de guerra después de todos los años transcurridos tras el juicio de su padre.

–No tenemos que comer aquí. ¿Vamos a un sitio más informal? –propuso él–. Volveré, Stavros –dijo sonriéndole–. Quiero que nos contemos lo que hemos hecho en estos once años –añadió volviéndose a Lizzie.

Ella se rio, nerviosa. Era tan impropio de la Lizzie que conocía que lo hizo recelar.

–A menos que esos once años incluyan un esposo o un novio.

–No, no lo incluyen –replicó ella alzando la barbilla y mirándolo a los ojos.

–¿Has traído abrigo?

–Sí, pero…

–¿Qué mal puede haber en que me dediques aproximadamente una hora de tu trabajo?

Stavros intervino antes de que ella pudiera contestar.

–¿Cómo vas a negarte? –le preguntó a Lizzie con una sonrisa afectuosa–. Otro se ocupará de tu trabajo. Vete –se volvió hacia Damon–. Lizzie nunca se toma tiempo libre.

Para no ser descortés con ambos, Lizzie solo podía hacer una cosa.

–Voy por el abrigo –dijo.

 

 

Fue al servicio de empleados y se refrescó el rostro con agua fría. Se miró al espejo y se preguntó adónde habían ido los once años transcurridos. ¿Acaso importaba? Damon Gavros había vuelto y debía enfrentarse a ello.

Al menos, Stavros estaría encantado. No dejaba de intentar que ella saliera con un hombre. ¿Un multimillonario y una lavaplatos? Ni siquiera Stavros podía hacer que eso funcionara, aunque Damon parecía contento y en sus labios se había dibujado una sonrisa de triunfo. Unos labios que la habían besado hasta hacerla perder el sentido, recordó Lizzie, al tiempo que intentaba no pensar en la noche más importante de su vida.

El corazón le dio un vuelco al salir del cuarto de baño y encontrarse a Damon apoyado en la pared. ¿Siempre había sido tan atractivo?

Sí, pensó, mientras él la ayudaba a ponerse el abrigo.

Había que reconocer en su favor que no se le alteró la expresión, a pesar de que el abrigo, que ya era viejo cuando lo compró en la tienda de segunda mano, le estaba enorme. Pero necesitaba algo que la abrigara. El de Damon debía de ser hecho a medida. Era de alpaca y de un azul tan oscuro que casi parecía negro.

Con una bufanda de cachemir alrededor del cuello, parecía el rey del universo sexual. Debía de estar pensando: «¿Qué demonios le ha pasado a Lizzie Montgomery?».

La vida: eso era lo que le había pasado, pensó ella mientras él le sostenía la puerta para que saliera. Y la vida cambiaba a las personas. Esperaba que a lo mejor tanto en su caso como en el de él.

–Esta noche conduzco yo –dijo Damon mientras se detenía en la puerta del copiloto de un flamante Bentley negro con una matrícula personalizada: DG1.

–Por supuesto –respondió ella en tono burlón–. ¿Libra esta noche el chófer?

Damon no contestó y le abrió la puerta. Cuando ella se sentó olió a dinero y a cuero.

–Es precioso –dijo mirando a su alrededor mientras Damon se acomodaba a su lado.

No quería que creyera que se hallaba en una situación tan necesitada que la riqueza de él la abrumaba. A pesar de lo que Damon creyera, en aquellos momentos tenía todo lo que deseaba. Aunque él hubiera ganado una fortuna y ella fuera pobre, había diversas formas de sentir una profunda satisfacción con la propia vida, y eso era lo que ella sentía.

Damon arrancó y se incorporó al lento tráfico de Londres. Así era como viajaban los ricos, concluyó ella. No iban apretujados y dando botes en un autobús a la hora punta, sino que se deslizaban suavemente en su propio espacio privado mientras escuchaban música clásica.

–¿Te gusta tu trabajo?

La pregunta, tan directa, la hizo volver a la realidad.

–Sí –respondió ella elevando la barbilla–. Tengo muy buenos amigos en el restaurante, sobre todo Stavros. Estoy exactamente donde quiero estar, trabajando con gente que se preocupa por mí tanto como yo por ella.

Damon pareció desconcertado durante unos segundos. Después le preguntó:

–¿Tienes hambre?

Lizzie tenía hambre, y de algo más que de alimentos. Hacía once años que no se sentía así, pero él solo tenía que mirarla para que ella recordara lo que había experimentado en sus brazos. Reconoció que ponerse a pensar en eso era una completa pérdida de tiempo.

–Yo estoy hambriento.

–Puedes llevarme de vuelta al restaurante.

–¿Por qué iba a hacerlo?

Ella se quedó atónita cuando él le puso la mano sobre las suyas. Esperaba que no se compadeciera de ella.

Damon detuvo el coche en Enbankment, al lado del río Támesis. Mientras ella se desabrochaba el cinturón de seguridad, él le abrió la puerta.

–¿Qué prefieres: una hamburguesa o un perrito caliente?

Ella estuvo a punto de soltar una carcajada.

–Un perrito.

–¿Con tomate y mostaza?

Lizzie asintió y él la miró antes de dar media vuelta. Ella contempló sus anchos hombros mientras charlaba con el hombre que había en el puesto de comida, no lejos de donde habían aparcado. Damos se llevaba bien con todo el mundo, pero, ¿cómo se tomaría lo que le tenía que decir?

Decidió esperar. Antes de contárselo, debía conocerlo mejor y saber cómo vivía.

Cuando él le dio el perrito, sus dedos se rozaron y ella sintió un escalofrío. Parecía que, por mucho que quisiera mantenerse indiferente, para pensar con claridad, su cuerpo insistía en ir por libre. Y su cuerpo deseaba a Damon con la misma intensidad de siempre.

–¿Estás pensando en el pasado? –preguntó él leyéndole el pensamiento.

Estaba pensando en cuando tenía dieciocho años, era virgen y no sabía qué le depararía el futuro.

–Estaba pensando en que el perrito tiene demasiada salsa.

Damon se hallaba bajo una farola, y su luz le sentaba muy bien, ya que resaltaba sus rasgos y el tono oscuro de su piel.

–No me había dado cuenta de lo hambrienta que estaba –dijo ella mordiendo el perrito para distraerse del aspecto físico de Damon.

–¿Adónde fuiste después del juicio? Desapareciste.

Buena pregunta. No a un amoroso hogar, por descontado.

«¿Quién va a mantenerme ahora?». Esa había sido la primera pregunta de su madrastra cuando Lizzie volvió a casa y se encontró la maleta en el vestíbulo.

Subió corriendo a su dormitorio a llorar, pero se había encontrado que no quedaba nada suyo allí. Estuvo unos minutos clamando contra su destino antes de calmarse y decirse que aquella sería su vida desde aquel momento y que lo mejor que podía hacer era aceptarlo.

Bajó y halló a su madrastra en el estudio de su padre rebuscando en los cajones del escritorio.

Lizzie le dijo que tendrían que trabajar las dos, a lo que su madrastra le había respondido con voz altanera que ella no trabajaba y que perdería el tiempo si intentaba convencerla para que la dejara quedarse, ya que era un gasto que no se podía permitir.

Esa fue la última vez que se vieron. Su madrastra tardó menos de una semana en reemplazar a su padre por otro hombre más rico.

Lizzie decidió darle a Damon una versión mejorada.

–No estuvo tan mal. Encontrarme sin casa me hizo bien. Tuve que aprender a valerme por mí misma y me di cuenta de que me gustaba.

–¿El qué? ¿Sacrificar tus sueños?

–A veces, los sueños deben esperar –Lizzie había hecho algo más que sobrevivir. Había prosperado y se había demostrado a sí misma que era capaz de mucho más de lo que había imaginado.

–Tienes tomate en la barbilla.

Ella tomó aire con rapidez cuando él se lo limpió. El contacto de su mano seguía siendo eléctrico.

–La próxima vez te llevaré a cenar como es debido.

–¿La próxima vez? ¿Has vuelto para quedarte?

Él no contestó la pregunta.

–Stavros dice que trabajas demasiado. Tienes que descansar de vez en cuando.

¿Qué más le había contado Stavros sobre ella? Damon llevaba mucho tiempo ausente de su vida, pero seguía constituyendo un aparte fundamental de la misma. Aún no lo sabía, pero él podía destrozársela si quería.

–¿Quieres agua o un refresco? –preguntó él.

–Agua.

Mientras él iba a comprarla, ella pensó en la primera vez que lo había engañado, en la noche que pasaron juntos, fingiendo que no era virgen al embarcarse en una aventura romántica con un atractivo griego. En aquel momento, su vida era un caos y no pensaba con claridad. Su madrastra la odiaba y ella estaba desesperada por conseguir que su padre le prestara atención.

Sin resultado.

Había estado a punto de fracasar también con Damon. Se había aferrado a él y le había rogado que la hiciera suya para olvidarse de su desgraciada vida familiar. Había lanzado una exclamación de dolor cuando él la tomó, por lo que él se había retirado. Tuvo que recurrir a todas sus artes femeninas para convencerlo de que continuara.

Le había dicho que por supuesto que tomaba la píldora. De todos modos, él había usado protección.

Damon le demostró que era un maestro a la hora de seducirla y darle placer, y se pasaron la noche haciendo el amor. Pero también tuvieron ocasión de hablar, y así habían descubierto una intimidad que ninguno de los dos se esperaba. Estaba segura de que ambos habían disfrutado de su mutua compañía.

–Vamos a dar un paseo.

Ella lo miró mientras le abría la botella de agua.

–Muy bien.

Un paseo la ayudaría a olvidarse del pasado y a contemplar la majestuosidad de Londres, suponiendo que pudiera dejar de mirar a Damon.