Un hombre oscuro y peligroso - Carole Mortimer - E-Book

Un hombre oscuro y peligroso E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

Bianca 2021 Una presa inocente… Contratada para catalogar la biblioteca de la casa Sullivan, la catedrática de Historia Elizabeth Brown está en su elemento. Los libros son lo suyo, los hombres… bueno, en ese asunto tiene menos experiencia. Pero desde luego no está preparada para la inesperada llegada del dueño de la casa, Rogan Sullivan. Rogan es un hombre oscuro, peligroso y diabólicamente sexy; exactamente el tipo de hombre del que debería alejarse. Pero Rogan tarda poco tiempo en demostrarle a la dulce e ingenua Elizabeth las razones por las que debería dejarse seducir…

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Seitenzahl: 160

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Carole Mortimer

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hombre oscuro y peligroso, n.º 2021 - octubre 2022

Título original: The Master’s Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-248-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Escondido entre las sombras de la noche. Oscuro, peligroso, un predador letal, sus brillantes ojos negros clavados en la mujer que, sin saber que era acechada, se movía por el dormitorio cubierta sólo por una toalla. Incluso esbozaba una sonrisa, sin saber del peligro que la esperaba al otro lado de la ventana, en la oscuridad.

 

Elizabeth sintió un escalofrío por la espalda y, levantando la cabeza del libro, miró por la ventana, pensando que debería haber corrido las cortinas antes de irse a la cama. Pero, como la mujer de la novela, había creído que nadie podía verla por la ventana del segundo piso en aquella remota casa sobre los escarpados acantilados de Cornualles.

La marea debía haber subido, cubriendo la playa, pensó, al oír los golpes del mar contra las rocas.

Y tuvo que contener otro escalofrío mientras leía el siguiente párrafo del libro:

 

El pelo oscuro enmarcaba un rostro de duro y sensual magnetismo. Los intensos ojos negros se concentraron en el cuello de la mujer, donde podía ver el latido del pulso, la sangre corriendo por sus venas.

Tenía unos pómulos altos, marcados, una nariz recta, unos labios cincelados que ahora levantó para revelar unos incisivos puntiagudos mientras la mujer dejaba caer la toalla, revelando la perfección de su desnudez…

 

¡Zas!

Tan concentrada estaba en la descripción del predador atacando a la protagonista que el estruendo de un cristal rompiéndose en el piso de abajo hizo que Elizabeth lanzase un grito, agarrándose al libro que ya la tenía muerta de miedo.

¿Qué demonios había sido eso?

Había algo, o alguien, en el piso de abajo.

Alguien, seguramente. Elizabeth no creía ni por un momento que el intruso fuera un vampiro. La razón por la que le gustaban novelas como Las sombras de la noche era que los monstruos de esas historias eran cosa de ficción.

Pero el intruso que había entrado en la casa no era un monstruo ni un demonio, más bien un ladrón. Había habido varios robos en la zona recientemente y, sin duda, todos los malhechores en un radio de treinta kilómetros sabían que Brad Sullivan, el propietario norteamericano de la casa Sullivan, había muerto a causa de un infarto una semana antes.

Lo que esos ladrones probablemente no sabían era que la doctora Elizabeth Brown había llegado allí quince días antes, contratada para catalogar la biblioteca del señor Sullivan durante el verano. Y que como no sabía qué hacer hasta que alguno de los parientes de Brad Sullivan se pusiera en contacto con ella, seguía en la casa esperando instrucciones.

¿Qué debía hacer?

¿Qué podía hacer?

La señora Baines, el ama de llaves de la casa Sullivan durante los últimos veinte años, vivía en un apartamento sobre los antiguos establos al que se había retirado una vez que le sirvió la cena, de modo que probablemente no sabía que alguien había entrado en la casa. Pero no había teléfono en su habitación y había dejado el móvil cargándose en la biblioteca…

El corazón de Elizabeth empezó a latir aceleradamente al oír más ruidos en el piso de abajo. Parecía una voz de hombre… con tono impaciente y agresivo.

Genial. No podía ser un ladrón normal, tenía que ser uno enfadado.

Muy bien, no iba a quedarse allí esperando que el hombre subiera a su habitación en busca de algo de valor para encontrarla escondida bajo las mantas. Ladrón o no, tendría que bajar y enfrentarse con él. Pero, evidentemente, no sin antes encontrar un arma con la que defenderse.

Colocándose el libro distraídamente bajo el brazo, Elizabeth salió al pasillo intentando no hacer ruido y tomó un pesado candelabro de bronce que encontró sobre una mesa antes de asomarse por la escalera para mirar hacia el vestíbulo.

Alguien había encendido una luz en algún sitio desde que ella se fue a la cama una hora antes.

La casa Sullivan era una mansión de tres plantas, originalmente construida dos siglos antes para una familia aristocrática, y desde el vestíbulo se abrían varias puertas. Todas estaban firmemente cerradas y no se veía luz por debajo, ni siquiera la de una linterna.

Elizabeth se inclinó un poco más sobre la pulida barandilla de roble y vio que la luz llegaba desde el final del pasillo. La cocina, seguramente. Aunque qué podría encontrar allí de valor un ladrón no tenía ni idea. Lo único que no era parte integral de la cocina eran el microondas y la batidora.

Claro que también había un bloque de afilados cuchillos sobre la encimera, recordó Elizabeth, alarmada. Y con cualquiera de ellos el ladrón podría hacerle un serio daño a la persona que se atreviese a perturbarlo.

«Cálmate», se dijo a sí misma, irguiendo los hombros. No iba a esconderse y que el ladrón se llevara lo que quisiera. Le gustase o no, y no le gustaba nada, tenía que enfrentarse con ese hombre y esperar que su presencia en la casa fuera suficiente para asustarlo.

Y si no…

No iba a pensar en lo que podría pasar si la situación se diera la vuelta. Ella era una mujer independiente de veintiocho años. Una mujer con un doctorado en Historia que había vivido y trabajado en Londres durante los últimos diez años. Dudaba mucho que un ladrón de Cornualles fuese la mitad de peligroso que algunos de los extraños con los que se había visto obligada a compartir el metro todos los días.

¿La escalera siempre había crujido de esa forma?, se preguntó, mientras empezaba a bajar al primer piso. Los escalones de madera crujían de manera tan alarmante que podría alertar al ladrón de su presencia antes de que estuviera preparada para enfrentarse con él.

–¡Maldita sea!

La exclamación había sonado en la cocina y cuando Elizabeth vio que la puerta estaba entreabierta se apretó contra la pared, mirando al hombre que se movía de un lado a otro.

Por supuesto, iba vestido de negro, ¿no vestían de negro todos los ladrones?

Elizabeth respiró profundamente, apretando el candelabro de bronce con la mano izquierda mientras con la derecha empujaba un poco la puerta antes de dar un paso…

–¿Quién demonios es usted?

Se llevó tal sobresalto al oír la voz tras ella, que el candelabro de bronce escapó de entre sus dedos…

–¡Ay!

Cayendo directamente en el pie del ladrón, que se dobló sobre sí mismo para tocar la bota sobre la que había caído el pesado objeto.

Elizabeth miró alrededor, buscando algo con lo que defenderse, y enseguida se dio cuenta de que el ladrón estaba entre el taco de cuchillos y ella.

¡El libro! Había olvidado que lo seguía llevando bajo el brazo, pero lo agarró entonces y procedió a golpear al extraño en la cabeza con él.

–¡Pero bueno…! –el hombre se irguió para sujetarla por las muñecas–. ¿Quiere dejar de atacarme?

Elizabeth se quedó inmóvil, mirándolo con los ojos como platos.

¡Era el protagonista del libro que había estado leyendo!

Los mismos ojos negros, el mismo pelo oscuro, el mismo rostro esculpido de pómulos prominentes, nariz recta, labios firmes y mandíbula cuadrada. El mismo cuerpo alto y atlético, completamente vestido de negro…

¿El mismo predador?

Por primera vez en su vida, Elizabeth se desmayó.

 

 

–¡Bueno, menos mal! –exclamó Rogan cuando la pelirroja a la que había tomado en brazos para llevar al sofá del salón empezó a abrir los ojos.

Era una chica bajita, de unos veintitantos años. Tenía un rostro ovalado y una complexión de porcelana; pómulos delicados, nariz pequeña, labios generosos y una barbilla de duende… que podía levantar orgullosamente, como cuando lo había atacado en la cocina, primero con un candelabro de bronce y luego con un libro.

Cuando abrió los ojos, vio que los tenía de color azul cielo y rodeados de las pestañas más largas que había visto nunca.

La joven se sentó abruptamente en el sofá para mirarlo con la expresión de un cervatillo asustado.

–¿Por qué sigue aquí? –le preguntó.

–¿Por qué sigo aquí? –repitió él, incrédulo.

–Ha tenido tiempo de escapar cuando yo… cuando…

–¿Cuando se desmayó? –terminó Rogan la frase por ella.

–¡Desmayarme! –exclamó Elizabeth, indignada, aunque era verdad–. Bueno, es una reacción perfectamente normal cuando una es atacada por un ladrón.

Sí, esa barbilla podía levantarse en gesto de desafío cuando quería. Y su postura también denotaba indignación. Incluso en pijama.

A Rogan nunca le habían gustado demasiado los pijamas, ya que prefería que las mujeres con las que compartía cama no llevasen nada en absoluto. Pero aquella chica conseguía que algo tan poco favorecedor como un ancho pijama de algodón resultase más sexy que un camisón de seda.

Tal vez porque el tejido no escondía del todo las curvas que había debajo. ¿O podría ser que el pijama azul destacase el color de sus ojos? Fuera lo que fuera, su pequeña atacante era una chica muy sexy.

¿Pero qué estaba haciendo en la casa Sullivan?

–Perfectamente normal –repitió, asintiendo con la cabeza–. Salvo por dos cosas: primero, no soy un ladrón. Segundo, fue usted quien me atacó, señorita. Y la prueba está en el chichón que tengo en la cabeza y en el golpe que me ha dado en el pie.

Elizabeth sintió que le ardían las mejillas. Era cierto, lo había atacado. Primero soltando el candelabro sobre su pie y luego con el libro.

El mismo libro que él tenía ahora sobre la pierna, como si hubiera estado leyéndolo mientras esperaba que ella recuperase el conocimiento.

Qué apuro.

–Dudo mucho que a la policía le interesen mis esfuerzos por defenderme, considerando que es usted quien ha entrado en una casa que no es suya.

–Yo no estaría tan seguro. Por lo visto, algunos ladrones han recibido una compensación al ser atacados por los propietarios de las casas en las que habían entrado –dijo él–. Lo he leído en un periódico.

Elizabeth también había visto ese artículo y empezaba a cuestionar la cordura del sistema legal de su país.

–Aparte de que no podrían acusarme de nada –siguió el extraño.

–Pero…

–He abierto la puerta de la cocina usando la llave que estaba escondida en el tercer tiesto a la izquierda, en el alféizar de la ventana.

¿Qué llave bajo qué tiesto? Y sobre todo, ¿cómo sabía aquel hombre que había una llave bajo ese tiesto en particular?

–¿Ha estado vigilando la casa?

–¿Rondando a mi presa quiere decir? –bromeó él.

–Exactamente –Elizabeth lo fulminó con la mirada, angustiada al pensar que había estado vigilando los movimientos del personal.

–Esta casa está alejada de todo y no hay otra en muchos kilómetros. Además, la llave fue convenientemente dejada bajo un tiesto y no hay perro guardián. De hecho, no hay seguridad en absoluto. Al menos ninguna que esté activa en este momento.

–¿Y cómo lo sabe? –exclamó Elizabeth.

Era cierto, la alarma no había sido conectada desde que llevaron a Brad Sullivan al hospital una semana antes porque ni la señora Baines ni ella sabían cómo hacerlo.

–Los ladrones tienen que estar al tanto de los últimos descubrimientos tecnológicos –respondió él, encogiéndose de hombros.

–¿Va a marcharse sin llevarse nada o piensa esperar hasta que llegue la policía? Porque los he llamado antes de bajar –dijo Elizabeth, desafiante.

–¿Ah, sí?

–¡Sí!

Era una chica valiente, tenía que admitirlo.

Mostraba un gran valor ante la adversidad. Aunque dudaba mucho que un auténtico ladrón se hubiera parado a charlar y menos molestarse en llevar a una mujer desmayada al sofá.

–¿Sabía usted que cuando miente cierra el puño de la mano izquierda?

–Yo no… –Elizabeth no terminó la frase al ver que tenía el puño cerrado–. ¡He llamado a la policía y llegarán en cualquier momento!

Rogan se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de piernas totalmente relajado.

–Pues entones va a pasar usted un buen apuro.

–¿Yo? Es usted quien ha entrado aquí…

–He usado una llave, ¿recuerda?

–Porque sabía que estaba debajo de un tiesto. Eso no le da derecho…

–Tal vez debería usted considerar otra razón para explicar por qué sabía yo que la llave estaba ahí. Y también sería buena idea que antes de irse a la cama se entretuviera con algo menos… –el hombre tomó el libro y leyó el primer párrafo– gráfico es la descripción más amable que se me ocurre. No sabía que las historias sobre vampiros pudieran ser tan…

–¡Deme eso! –la fiera pelirroja le quitó el libro y lo escondió a la espalda–. ¿Va a marcharse o no?

–No –contestó Rogan.

Elizabeth arrugó el ceño, consternada.

–No querrá que lo detengan, ¿verdad?

Él volvió a encogerse de hombros.

–Eso no va a pasar.

–Cuando llegue la policía…

–Si llega la policía –la interrumpió él– le aseguro que no me detendrán.

Elizabeth lo miró, frustrada, sin saber qué hacer con aquel hombre; aquel ladrón que se negaba a marcharse. El hecho de que no hubiera podido llamar por teléfono era irrelevante; el tipo debería haber salido corriendo y no entendía qué hacía allí.

Pero entonces vio que tenía un papel de cocina manchado de sangre en la mano.

–¿Y cómo se ha cortado si no ha roto la ventana para entrar? –exclamó, con un gesto de triunfo.

–Se me cayó una botella de leche cuando la sacaba de la nevera y me corté con un cristal cuando intentaba recogerla del suelo.

Eso explicaba el golpe que había oído antes.

Aunque no la razón por la que aquel hombre estaba sacando una botella de leche de la nevera, claro.

–No esperará que ni yo ni la policía nos creamos esa historia, ¿verdad?

Rogan llevaba horas viajando. Horas tensas y agotadoras durante las cuales no había podido pegar ojo. En consecuencia, estaba agotado y sediento. Y por divertida que le resultara aquella chica, también estaba cansado de contestar a sus preguntas. Especialmente cuando la pregunta clave era qué hacía ella en la casa Sullivan.

De modo que se levantó, su expresión más impaciente cuando la pelirroja se echó hacia atrás como si fuera a atacarla.

–Prefiero una taza de té antes que beberme su sangre, no se preocupe.

–¿Se estaba haciendo un té?

–Pues sí. ¿Algún problema?

–Algún… para su información, yo leo esos libros para entretenerme –replicó ella, a la defensiva.

Rogan tuvo que sonreír.

–Por lo que he visto, yo diría que también le suministran ideas para sus fantasías sexuales.

Elizabeth se puso colorada hasta la raíz del pelo.

–¿Se puede saber quién es usted?

–Ah, por fin una pregunta sensata –suspiró Rogan, dirigiéndose a la cocina para tomar el té que sin duda ya estaría frío.

Y él pensando tomar una deliciosa taza de té antes de meterse en la cama…

–¿Y bien? –la pelirroja lo había seguido y ahora estaba en la puerta, con los brazos en jarras.

Rogan tomó un sorbo de té antes de contestar:

–¿Y bien qué?

–¿Quién es usted?

–Evidentemente, no soy un ladrón.

Elizabeth empezaba a darse cuenta de que era cierto. Un ladrón no se hubiera parado para hacerse una taza de té antes de robar la plata. O limpiar el suelo después de tirar una botella de leche. Y tampoco se hubiera molestado en llevar en brazos a una mujer desmayada. Y desde luego, no se pondría a charlar sobre el libro que esa mujer había estado leyendo antes de irse a la cama…

Qué vergüenza que aquel extraño, un hombre cuyos movimientos eran tan letales como los del predador de su libro, hubiera descubierto su debilidad por las historias de vampiros.

No sólo le daba vergüenza, se sentía mortificada.

–¿Es usted pariente de la señora Baines? –le preguntó. Aunque no entendía qué podría hacer en la cocina un pariente del ama de llaves a esas horas.

Y el intruso debió pensar lo mismo porque la miró con gesto burlón antes de responder con un seco:

–No.

–¿Va a decirme quién es o…?

–¿O qué? –el hombre se apoyó en la encimera, cruzando los brazos sobre el pecho–. A mí me parece más interesante saber quién es usted. O más bien, ¿qué demonios hace en la casa de Brad Sullivan?

Elizabeth, momentáneamente hipnotizada por los bíceps marcados bajo el jersey negro, se echó un poco hacia atrás.

–Yo trabajo aquí.

–¿Como qué?

–No es que sea asunto suyo, pero mi nombre es Elizabeth Brown y estoy catalogando la biblioteca del señor Sullivan.

–¿Usted es la doctora Brown? –el hombre se apartó de la encimera, mirándola de arriba abajo con expresión incrédula.

–Sí, soy yo –murmuró ella, sorprendida–. Pero es un doctorado en Historia, no en Medicina.

¿Por qué le estaba dando explicaciones a aquel hombre? ¿Qué tenía que la hacía sentirse obligada a contestar? ¿Que hacía que el aire a su alrededor pareciese tan cargado de… algo?

–¿La misma doctora Brown que hace una semana envió una carta a Rogan Sullivan en Nueva York para decirle que su padre había sufrido un infarto y estaba en el hospital?

Elizabeth no podía apartar los ojos del extraño. La doctora Brown, respetada doctora de Historia, estaba comiéndose con los ojos a Rogan Sullivan.

Porque la única explicación para que aquel hombre alto, moreno y magnético supiera de esa carta era que fuese el hijo de Brad Sullivan.

¡Quien, según le había contado la señora Baines, hacía quince años que no iba a la casa familiar de Cornualles!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TÉ? –sonrió Rogan, burlón, mientras Elizabeth Brown, la doctora Brown, se sentaba en un taburete con el ceño fruncido.