2,99 €
Deseo 2178 Era un príncipe azul… con condiciones. El mujeriego multimillonario Jonas Halstead tenía noventa días para casarse si no quería quedarse fuera de la dinastía hotelera a la que pertenecía. Lo que necesitaba era una mujer práctica con ideas afines a las suyas que no buscara enamorarse perdidamente. La tentadora oferta de Jonas podría salvar a Katrina Morrison de la ruina, pero ¿cómo podía ser su esposa solo en un papel cuando el deseo amenazaba con romper las normas de su estricto acuerdo? A medida que la pasión complicaba el camino al «sí, quiero», ¿se enamoraría Kat del hombre al que iba a prometer honrar y amar mientras durara su matrimonio temporal?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 179
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2017 Harlequin Enterprises ULC
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un matrimonio perfecto, n.º 2178 - diciembre 2023
Título original: Convenient Cinderella Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411805018
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Otro mes, otro desayuno. ¿Cuántos desayunos de negocios habían compartido? Jonas Halstead llevaba cinco años como director ejecutivo de Halstead e Hijos. Había hecho las cuentas: sesenta desayunos.
Sesenta reuniones de tres horas con el hombre conocido como el Tiburón Blanco de la Costa Oeste. Jack, que además era su abuelo, tenía fama de ser el empresario más implacable, y en ocasiones moralmente ambiguo, a ese lado del país.
Jonas preferiría que lo torturaran antes que tener que asistir a esa reunión cada mes.
Al ocupar el puesto de director ejecutivo les había prohibido a sus empleados que trataran directamente con el presidente del consejo, ya que poca gente podía soportar los modales bruscos de Jack, sus interrogatorios y sus advertencias directas sobre posibles situaciones desastrosas. Pocos, incluso los que eran auténticos animales corporativos, podían soportar su agresividad y su búsqueda de la perfección.
Jonas había aprendido que, para conservar a su plantilla, tenía que protegerla de Jack. Eso significaba que el que quedaba expuesto era él, pero, bueno, podía con Jack y, además, ganaba una pasta. Estaba deseando que llegara el día en que pudiera dirigir Halstead e Hijos sin las críticas constantes de su abuelo.
El apellido Halstead no era de fiar y, aunque a Jack no le importaba lo más mínimo y de hecho decía «Mejor que esos cabrones nos teman, es bueno para el negocio», Jonas no soportaba que se dudara de su palabra y se cuestionara su integridad. Era un hombre de negocios duro e implacable, pero cuando daba su palabra, la mantenía. Siempre.
Su familia tenía fama de hacer tratos legales aunque de dudosa moralidad; de perder la integridad en la búsqueda del todopoderoso dólar. Ver la desconfianza en la cara de sus inversores, proveedores y competidores lo avergonzaba de forma descomunal. Estaba decidido a rehabilitar el nombre de la empresa e igual de comprometido a forjarse una reputación como hombre de fiar.
Parecía que estaba haciendo progresos, aunque le estaba llevando muchísimo tiempo.
Además, seguir teniendo a Jack como presidente del consejo tampoco ayudaba. Pero, joder, era la empresa de su abuelo y, mientras el viejo no decidiera soltar las riendas, lo único que podía hacer él era intentar controlarlo. Y proteger a su preciada plantilla.
Subió la escalera hacia la ostentosa casa de playa en la prestigiosa Palisade Beach Road, Santa Mónica. Pertenecía a la familia desde hacía muchas generaciones, desde mucho antes de que la élite hollywoodiense descubriera la zona. Jonas había crecido ahí. Bueno, había pasado su infancia de una casa a otra; un niño sin madre reclamando atención de su impasible padre y de su exigente abuelo.
Entró en el espacioso vestíbulo y saludó a Henry, el mayordomo. Deseoso de quitarse de en medio la reunión, atravesó la mansión de estilo colonial español hasta la zona exterior con sus vistas de ciento ochenta grados a la playa y el océano. Hacía viento y había olas altas, las condiciones perfectas para un poco de surf o kitesurf. Bajó los escalones hasta el patio, esa zona sombreada por los árboles era el lugar favorito de Jack para comer.
Su abuelo estaba sentado a la cabeza de la mesa, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz y una taza de café en mano mientras leía la sección de negocios del periódico, uno de sus hábitos diarios. A Jack le gustaban sus hábitos, tanto en lo profesional como en lo personal. No le gustaban las personas, ya fueran hijos, nietos, colegas o empleados, que no seguían las reglas, y la forma de Jonas de llevar la empresa le suponía una fuente constante de irritación. Pero, por mucho que quisiera mostrar su desaprobación, no podía rebatir las cifras: desde que Jonas se había convertido en director ejecutivo, el flujo de dinero y beneficios había crecido a ritmo constante.
Al llegar se fijó en que Preston McIntyre estaba allí. ¿Por qué iba a desayunar con ellos el abogado de su abuelo? Le estrechó la mano y miró a Jack, que lo miró como diciendo «Te lo explicaré cuando lo considere». Ese hombre era más terco que una mula.
–Buenos días, Jack –dijo sentándose.
Cuando era pequeño lo había llamado «abuelito Jack», pero llevaba mucho tiempo dirigiéndose a él por su nombre de pila.
–Jonas. Desayuna algo.
Jonas agarró el plato de ensalada de fruta.
–¿Cómo va Cliff House? –le preguntó Jack.
Cliff House era su proyecto más reciente, una propiedad que en la década de 1920 había sido el hotel más lujoso de Santa Bárbara. Ahora mismo era una ruina, pero tenía unas vistas y un potencial increíbles y, lo mejor de todo, Jonas la había adquirido arrebatándosela a Harrison Marshall en sus propias narices. Harrison era un chef y restaurador reconocido mundialmente, además de amigo de la familia, y quitarle la propiedad había sido divertido, además de una apropiación limpia: sencillamente había ofrecido más dinero y el dueño había aceptado enseguida.
–Bien de tiempo y dentro del presupuesto.
–No esperaba menos –contestó Jack con brusquedad–. Dame más datos.
Jonas le dio un informe verbal mientras miraba de soslayo la casa de al lado, más pequeña pero impresionante de todos modos. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas echadas. Eso significaba que su padre estaba en Europa buscando arte que añadir a su ya extensa colección.
Toda esa riqueza estaba asociada a su apellido. Las casas, los coches, la posibilidad de no volver a trabajar en su vida. Esa había sido la elección de su padre. Jonas se estremeció. A él el trabajo le llenaba los días; era lo que le daba sentido a su vida, lo que le hacía mantener la cordura.
Era demasiado ambicioso. En ese sentido, era como su abuelo: un adicto al trabajo decidido a hacer crecer la empresa familiar. Además, ¿qué iba a hacer, si no, con su tiempo?
A veces se preguntaba si sería así de haber tenido una infancia más amable; si su abuelo y su padre no hubieran estado agobiándolo con que lo hiciera todo mejor, con que fuera mejor. Los dos habían dado por hecho que sería el futuro de la empresa, el quinto Halstead que dirigiera su imperio multigeneracional. Jack le había inculcado independencia, tanto de pensamiento como de acto, y la noción de que había que ganar a toda costa. Lane, su padre, no creía en expresar ningún tipo de emoción. De pequeño Jonas ya había aprendido a contener los sentimientos porque eran herramientas que su padre usaba para burlarse de él o denigrarlo.
Pero de nada servía mirar atrás. Debía centrarse en el presente.
Jack se recostó en la silla y le pidió que sirviera el café. Preston no había dicho nada en esa media hora y Jonas volvió a preguntarse qué haría ahí el abogado. ¿Qué estaría tramando su abuelo?
El hombre, con unos ojos verdes intensos como los suyos, miraba a la playa. Al rato lo miró y dijo:
–Voy a rehacer mi testamento.
Joder, ¿otra vez? Pasaba lo mismo cada cinco años más o menos. Por lo que sabía, él heredaría las acciones de Jack, y su padre, un seguro de vida cuantioso además de la mayoría de las propiedades personales de su abuelo excepto esa casa.
–Esta propiedad y mis acciones serán tuyas.
Bien. Se cabrearía mucho si hubiera estado trabajando dieciséis horas al día durante una década a cambio de nada.
–Gracias –dijo, porque sabía que era la única respuesta que Jack quería o toleraría.
–Pero…
– … solo si te casas en los próximos noventa días.
¿Qué cojones…?
Tuvo que controlarse mucho para no levantarse. ¿Es que su abuelo había perdido la chaveta?
–Eso es pedir demasiado, Jack. ¿Hay alguna explicación?
–Estás enfadado –dijo Jack en tono de diversión.
–¿Tú no lo estarías?
–Claro. Puedes enfadarte todo lo que quieras, pero no pienso cambiar de opinión. O te casas o lo pierdes todo.
Jonas se frotó la frente y miró a Preston.
–¿Esto es legal?
Preston le lanzó una mirada compasiva.
–Son sus bienes y puede repartirlos como quiera. Es chantaje, pero es un chantaje legal.
–He tomado una decisión –dijo Jack ignorando el comentario del abogado–. Cásate en noventa días y lo pondré todo a tu nombre, te daré esta casa y el control absoluto de la empresa.
–¿Y si no lo hago?
–Tu padre heredará mis acciones. Las quiere y cree que tiene derecho a ellas por ser el siguiente en la línea sucesoria. Ha expresado su deseo de volver a la empresa –añadió con aspereza.
«Por encima de mi cadáver», quiso decir Jonas, pero se contuvo.
–Dice que está aburrido, que ya es hora de volver y ocupar su lugar como el siguiente Halstead en dirigir nuestra empresa.
«¡Pero si Lane ha robado a la compañía para pagarse su adicción al juego!». Estuvo a punto de decirlo, pero no pudo. ¿A quién protegía al guardar el secreto? ¿A Jack? ¿A su padre? ¿A sí mismo?
–Se largó –fue lo único que pudo decir a modo de protesta.
–Pero sigue siendo un empresario con talento. Y es mi hijo.
–¿Y todo el trabajo que he hecho desde que se marchó no ha significado nada? ¿Lo harías sin mi consentimiento?
Jack se encogió de hombros.
–Mi prioridad siempre será lo que considere mejor para Halstead.
Claro, cómo no, ¡que Dios lo librara de anteponer los deseos de su nieto a la empresa!
–Has hecho un trabajo razonable, pero ¿qué o quién viene detrás de ti? Cuando eras un veinteañero salías con un montón de chicas y me daba igual, pero estás a punto de cumplir treinta y cinco y me preocupa que no sientes la cabeza nunca.
–Llevas soltero más de cincuenta años, así que me parece un poco hipócrita que juzgues mi estilo de vida.
–Estuve casado. Tuve un heredero y Lane hizo lo mismo. Tú no. Deberías estar casado. A estas alturas ya deberías tener un hijo o dos.
–¡Ahora la gente se casa y tiene hijos más tarde!
–Quiero verte casado. Quiero conocer a tu hijo. Quiero asegurarme de que la fortuna Halstead no salga de la familia.
–Me sorprende que no me hayas exigido también que engendre un hijo en tres meses.
–No soy tan exigente. Dicho esto, si te casas, hay muchas probabilidades de que de esa unión salgan hijos. Con el tiempo. Y te conozco lo bastante bien como para saber que detestarías tanto como yo que alguien ajeno a nuestro linaje se beneficiase del dinero Halstead, de generaciones de esfuerzo y trabajo.
¿Linaje? Jack hablaba como un señor medieval.
–No estamos en la Inglaterra del siglo XVI, Jack. ¡Y no me hace gracia que te entrometas en mi vida!
–¡Venga ya! Los matrimonios concertados llevaban funcionando cientos de años antes de que el amor lo enturbiara todo. Es sencillo, Jonas. Cásate y te daré Halstead. No te cases y tendrás que aguantar a tu padre.
Jonas maldijo para sí. Jack sabía muy bien qué botones pulsar. Sabía que Jonas haría lo que fuera con tal de mantener a su padre alejado de la empresa y tener el control absoluto de Halstead e Hijos.
Pero esa libertad tenía un precio, y el precio era casarse. Justo lo que había querido evitar a toda costa.
Retiró la silla, tiró la servilleta en la mesa y le estrechó la mano a Preston. Ignoró a su abuelo; estaba demasiado furioso para hablarle. Cuando echó a andar, la voz de Jack lo siguió:
–Bueno, ¿qué vas a hacer?
Jonas se giró despacio y, esbozando una fría sonrisa, dijo:
–Supongo que lo descubrirás dentro de tres meses. Mientras tanto, espera.
Katrina Morrison se metió la mano debajo del pelo y, con disimulo, apartó la etiqueta del vestido con la esperanza de que dejase de rasparle. Ojalá pudiera arrancarla directamente. Pero Tess, su mejor amiga, que además resultaba ser la encargada de The Hanger, una boutique del centro de Santa Bárbara que vendía ropa de diseño, le daría un bofetón si lo hacía. Aún tenía que vender los vestidos que Kat había «tomado prestados».
¡A saber lo que le haría si rompía el vestido o lo manchaba de vino o comida! Aunque, le hiciera lo que le hiciera su amiga, sería peor tener que pagar el vestido, porque no le sobraban mil y pico dólares. Y, aunque los tuviera, dudaba que fuera a gastarse ese dinero en un vestido plisado sin mangas. Pero las apariencias lo eran todo, sobre todo cuando eras la recepcionista de El Acantilado, el premiado y emblemático restaurante de Harrison Marshall, el chef y emprendedor favorito de Estados Unidos. Los clientes de El Acantilado esperaban una experiencia única. Kat era la persona que los recibía al llegar y tenía que dar una buena primera impresión. De ahí el vestido de diseño, el maquillaje aplicado con tanta pericia, los labios brillantes y los tacones.
Era feliz en vaqueros y camiseta, con su larga melena recogida en una coleta o una trenza y la cara lavada, pero ese empleo le pagaba las facturas. Así que, si le pedían que vistiera como una modelo, lo hacía.
Dando golpecitos con el boli en el libro de reservas, miraba a los camareros. El nuevo, Fred, parecía estresado; le temblaron la manos al poner el plato del icónico pato asado entre la cubertería de plata y delante del senador Cordell. Menos mal que no estaba sirviendo a Elana Marshall, la hija de Harrison, sentada en la mejor mesa del establecimiento junto a Jarrod Jones. Vaya, vaya… Elana no estaba cenando con su novio, Thom. Y tampoco estaba allí Finola, la elogiada actriz irlandesa y esposa de Jarrod.
Madre mía, podría forrarse vendiendo cotilleos de famosos a la prensa amarilla. Ya le habían hecho ofertas prometiéndole anonimato. Suspiró. Necesitaba el dinero con desesperación y vender cotilleos sería una solución sencilla a sus males económicos.
Sonrió cuando Fred pasó por delante de la mesa de Elana mirando a la chica de soslayo. Los camareros debían hacerse los tontos, no fijarse absolutamente en nada, pero Fred era joven y el famoseo lo tenía deslumbrado. ¿Acaso no le había pasado lo mismo a ella cuando había empezado a trabajar de camarera allí? Había tartamudeado la primera vez que había hablado con Ángel Morales, el famoso más buenorro y con más talento de la zona. Se había sonrojado cuando el más pequeño de los hermanos Windsor le había dado las gracias con mucha amabilidad por una cena maravillosa. Había estado a punto de desmayarse cuando los comensales de una mesa de nominados al Óscar le habían dejado una propina de dos mil dólares.
Pero después de haber atendido a tanta gente rica y famosa, ya no era tan fácilmente impresionable y, por eso, un año atrás, Harrison Marshall la había ascendido.
Miró el libro y luego miró el reloj. Los Henley llegaban tarde, pero, bueno, siempre llegaban tarde. Jonas Halstead y acompañante llegarían en cinco minutos, y él siempre era puntual.
¿Con quién iría esa noche? Según sus cálculos, la sensación rubia del pop con la que había estado saliendo los tres últimos meses ya había alcanzado la fecha de caducidad y esa noche sería otra chica la que fuera agarrada de su brazo. Jonas, multimillonario promotor inmobiliario, era un habitual de El Acantilado. Acababa de comprar Cliff House y estaba reformando el icónico hotel. Se rumoreaba que le había arrebatado la propiedad a Harrison, lo que indicaba que Halstead era un empresario alucinante… o un tiburón.
Kat suspiró. Fuera o no un empresario implacable, ella quería estar en su mundo. El mundo al que estaba destinada. Pero, a sus veintiocho años, seguía trabajando ahí.
¡Qué triste!
–Katrina.
Levantó la cabeza con brusquedad y maldijo para sí al ver a Jonas delante, impecable con un traje de diseño negro. Lo recorrió con la mirada: torso amplio, hombros anchos, cuello bronceado, mandíbula marcada cubierta por una barba de dos días, y una boca a la que le costaba sonreír pero que resultaba sexy de todos modos. Tenía la nariz larga y recta, y los ojos, de un color verde intenso. Era rico, tenía éxito y estaba buenísimo. Tenía fama de ser un poco capullo, tanto en los negocios como en la cama, pero ese dato apenas le restaba atractivo.
–Señor Halstead, bienvenido de nuevo a El Acantilado –murmuró intentando ignorar el cosquilleo del estómago. Sí, vale, era guapísimo, pero ella ya no era una camarera de veintidós años.
–Llámame «Jonas».
No era la primera vez que se lo decía, pero Kat no tenía ninguna intención de aceptar la oferta. No resultaba profesional llamarlo por su nombre de pila y no hacerlo le permitía guardar una distancia más que saludable entre los Jonas Halstead del mundo y ella. Así como no se podía confiar ni en su exmarido ni en su padre, no se podía confiar en hombres ricos con trajes caros.
Pero, en fin, ¿en qué hombre se podía confiar?
Una atracción sexual vertiginosa era lo que la había llevado a enamorarse de Wes y a casarse, y viendo que él había acabado usando su corazón como una pelota de pimpón, ya no confiaba en la habilidad de sus feromonas para elegir hombres.
Aun así, cada vez que veía a Jonas, su libido le recordaba a gritos que llevaba mucho tiempo sin sexo. A Jonas Halstead se le daría genial el sexo. Por lo que se decía, había tenido mucha práctica.
Sin embargo, esa noche estaba solo.
–¿Esta noche no viene acompañado?
Jonas se metió las manos en los bolsillos.
–Rowan se reunirá conmigo en un rato.
Kat abrió los ojos, sorprendida. ¿Estaba saliendo con Rowan Greenly? La actriz acababa de separarse de su marido tras una acusación de violencia doméstica y la irascible estrella del rock había amenazado con matar a cualquiera que se acercara a su mujer.
–Qué valiente. Le sugiero que lleve un chaleco antibalas –dijo Kat sin poder contenerse y aun sabiendo que estaba siendo indiscreta–. A Rock le gustan las pistolas.
Jonas frunció el ceño, confuso. Luego su rostro se relajó y soltó una risita.
Miles de chispas le recorrieron la piel cuando esa sonrisa hizo que pasara de verlo como un tío bueno pero distante a pensar «¡quiero arrancarle la ropa!».
No, por favor, no podía sentir algo así por Jonas Halstead. Se había divorciado de un hombre cruel y despiadado. Un multimillonario competitivo e implacable debería ser la última persona que le despertase interés. Estaba evitando a los hombres en general y a los atractivos y guapos en particular.
Jonas no era su tipo.
La puerta del restaurante se abrió y el mejor talento del baloncesto entró. Rowan Brady. ¡Claro!
Kat miró a Jonas, que enarcó una ceja oscura.
–Mi cita.
Rowan se acercó y le dio una palmada en el hombro a Jonas.
–Joe, nos conocemos desde que éramos pequeños y no dejo de decirte que no eres mi tipo.
Kat oyó el tono de broma de Rowan y se sonrojó cuando sus ojos oscuros se posaron en ella.
–Y me genera curiosidad saber por qué quieres que esta criatura preciosa piense que lo soy.
–Katrina se pensaba que había quedado con Rowan Greenly.
Rowan se estremeció.
–Eres demasiado sensato para eso. Es un bombón, pero su marido es un psicópata.
Jonas sacó las manos de los bolsillos y apoyó los antebrazos en el mostrador. La tela del traje se tensó alrededor de sus impresionantes bíceps. Kat enarcó una ceja, furiosa consigo misma por estar imaginándose quitándole la chaqueta y abriéndole la camisa para descubrir si su piel era tan ardiente como la imaginaba.
Se tragó un gemido. Tocaba desempeñar su trabajo.
–Les acompañaré a su mesa, señor Halstead.
–Ya que te sientes tan cómoda haciendo suposiciones sobre mi vida amorosa, deberías sentirte cómoda también para llamarme «Jonas».
Kat ignoró el provocativo comentario y la cara de diversión del acompañante.
–Les he sentado junto a la ventana. Tiene las mejores vistas de la playa. Por aquí, caballeros –dijo forzando una expresión de serenidad.
«Por favor, no me mires el culo», pensó mientras Jonas la seguía. «Y, si lo miras, por favor, que te guste. ¡Pero Katrina! ¿A ti qué te pasa?».
–Tienes…
Por suerte ya estaban en la mesa. Se giró hacia él, pero Jonas, en lugar de acabar el comentario, se situó tras ella y llevó la mano a su cuello. Kat notó sus dedos en la piel. Apenas la rozó, pero solo con eso sintió como si los pies se le hubiesen pegado al suelo y todas las células del cuerpo le hubiesen empezado a vibrar. Si la besaba, entraría en combustión espontánea. Estaba segura.
Jonas giró la mano, le arrancó la etiqueta del vestido y se la mostró.
–Está claro que se te ha olvidado quitártela. Toma.
Kat miró la etiqueta y lo miró a él, horrorizada.
¡Mierda, mierda, mierda, mierda!
Ahora no podría devolver el vestido.
El estómago se le subió a la garganta y de pronto sintió que le faltaba el aire.
–¿Estás bien? –preguntó Jonas–. ¿Katrina?