Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada - Rebecca Winters - E-Book

Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada E-Book

Rebecca Winters

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un príncipe en el desierto Visitar el bello desierto de Nafud era la oportunidad que Lauren Viret tenía para conseguir que el espíritu y los secretos de su abuela descansaran para siempre. En pleno desierto, quedó atrapada por una tormenta de arena y un extraño muy atractivo la rescató. El príncipe Rashad pensaba que la bella norteamericana a la que le había salvado la vida ocultaba algo… ¡Y debía vigilarla! Lo que no esperaba era quedarse cautivado por ella. Las noches mágicas del desierto desvelarían la verdad. La mujer más adecuada Ally Parker había acudido a Italia buscando respuestas a varias preguntas sobre su pasado y solo Gino, duque de Montefalco, podía responderlas. En cuanto el guapísimo duque italiano la llevó a su mágica residencia campestre, Ally empezó a enamorarse de él. Pero los secretos y pecados del pasado podrían impedir que Gino convirtiese a Ally en la prometida de Montefalco…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 385

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 225 - agosto 2020

 

© 2011 Rebecca Winters

Un príncipe en el desierto

Título original: Her Desert Prince

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2006 Rebecca Winters

La mujer más adecuada

Título original: The Bride of Montefalco

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-625-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un príncipe en el desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

La mujer más adecuada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Montreux, Suiza. Día tres de junio

 

–NO PUEDO casarme contigo, Paul. Aunque te considero un hombre estupendo, no estoy enamorada de ti.

–Debido a la muerte de tu abuela, estás demasiado triste para saber cuáles son tus sentimientos.

–Pero lo sé. Un matrimonio entre nosotros no funcionaría.

–¿De veras vas a ir a ese viaje?

–Sí. Quiero seguir sus pasos durante una temporada. Es mi tributo hacia ella.

–No deberías ir allí sola, Lauren. Al menos deja que vaya contigo para protegerte.

–¿Protegerme? ¿De qué? No, Paul.

–¿Cuánto tiempo estarás fuera?

–No lo sé, pero no importa. Hemos de decirnos adiós.

 

 

El desierto de Nafud. Día cinco de junio

 

«Vagaron por el desierto, por lugar desolado.

Sedientos, su ánimo desfallecía en ellos».

Lauren Viret recordaba la cita de Los Salmos mientras bebía agua de su cantimplora, contemplando la indescriptible soledad del extenso desierto del norte de Arabia.

Desde que habían salido de la ciudad de El-Joktor, el calor abrasador se había apoderado del grupo de veinte que se adentraba en el corazón del desierto. Cuarenta, si se contaban los camellos.

Lauren era menos que un gránulo en aquella extensión interminable de arena donde uno podía morir en un instante. Antes de emprender ruta aquella mañana, su guía, Mustafa, le había sermoneado acerca de que su camello era más valioso que cualquier humano.

Ella había leído muchas historias reales sobre el desierto como para saber que era cierto. Los camellos, además de ser un medio de transporte, proporcionaban cobijo, protección, e incluso agua y comida en circunstancias extremas.

Mientras ella permanecía pensativa, Mustafa apremió a su animal para que avanzara junto a ella. Él habló con entusiasmo mientras señalaba las enormes dunas con forma de media luna que había en aquella zona del desierto de Nafud. Era cierto que ella nunca había visto algo parecido. No era de extrañar que su abuela no dejara nunca de hablar de aquel lugar.

Pero Mustafa no sabía que lo que muchos años atrás había cautivado a la abuela norteamericana de Lauren había sido algo de carne y hueso, mucho más atractivo que aquellas dunas.

–Malik era mejor que la vida, Lauren –le había dicho su abuela en una ocasión–. El jeque de su pueblo. Su palabra era ley. Su atractivo era como el de un dios. Yo no podía evitar amarlo, igual que tampoco podía evitar respirar.

Lauren no podía imaginar un amor como aquél.

Volvió la cabeza para mirar a los camelleros con las cabezas cubiertas. Hombres de desierto que se preguntaban qué era lo que la había llevado hasta allí, sola. Lauren sabía que estaba fuera de lugar, una mujer norteamericana, rubia, vestida con guthra y el kandura, típicamente masculino, igual que había hecho su abuela Celia Melrose Bancroft.

En su ciudad natal, todo el mundo había quedado maravillado con el parecido que Lauren tenía con su abuela. Era curioso cómo ciertos rasgos genéticos se saltaban una generación. La madre de Lauren había sido una bella mujer de cabello moreno. Celia le había puesto un nombre árabe a su hija. Lana, quería decir tierna, algo que añadía cierto aura a la madre de Lauren. Sus padres habían fallecido en el trágico accidente de un funicular mientras estaban esquiando, seis meses después de que Lauren naciera. Afortunadamente, Celia tenía cientos de fotografías que Lauren miraba a menudo para mantener con vida a sus padres en su corazón.

–Jolie-laide –había murmurado Paul en una ocasión, al ver una foto de Lana, pero Lauren lo había oído. En francés, eso significaba atractiva, interesante, pero sin ser guapa. Cuando ella le preguntó a Paul qué quería decir, él contestó–: Me temo que has heredado los genes buenos, petite. Sin ofender a tu querida madre.

Lauren sabía que Paul estaba coqueteando con ella en aquellos momentos. Por supuesto, él no se daba cuenta de que la madre de Lauren, mitad norteamericana, mitad árabe, se parecía a su padre, el jeque Malik Ghazi Shafeeq. Lauren había visto una foto de su abuelo que había sido publicada en un periódico árabe y que su abuela le había mostrado en una ocasión. Y seguía guardada con los tesoros de Celia.

El jeque iba vestido con una túnica y con un pañuelo que le cubría la cabeza, dejando al descubierto su nariz y su boca, que había heredado su hija. Lauren se preguntaba si su abuelo todavía estaría vivo. Probablemente no.

Una vez que Celia había muerto, nadie más conocía la relación entre Lauren y su abuelo árabe, y nunca la conocerían. Pero la curiosidad que ella sentía respecto a él era uno de los principales motivos por los que ella había realizado ese viaje al desierto.

Esa noche acamparía bajo las estrellas. Al día siguiente, la caravana continuaría hasta el oasis Al-Shafeeq, donde pasaría varias semanas confiando en encontrar más información acerca de aquel hombre.

Su abuela Celia habría dicho:

–Lo que demuestra que tienes sangre árabe en las venas es tu pasión por la vida. Sólo en ese aspecto he visto rasgos de Malik. Recuerda mis palabras… con el hombre adecuado, esa pasión será desatada.

Paul, un periodista de París, nunca habría llegado a ser ese hombre. A Lauren le gustaba Paul pero, en el fondo, esperaba el día en que pudiera experimentar la gran pasión de la que su abuela le había hablado a menudo.

Aunque Lauren había rechazado la oferta de matrimonio que le había hecho Paul, ella temía que él no hubiera perdido la esperanza de casarse con ella y que estuviera esperando a que regresara. Fue gracias a su personalidad incansable por lo que consiguió una entrevista con Celia.

Durante varios años, Paul había querido hacer una serie de artículos para su periódico acerca de la vida de Richard Bancroft, el esposo fallecido de Celia. Aunque Celia había sido una joven madre soltera, Richard se había casado con ella convirtiéndose en la figura paterna de la pequeña Lana. Más tarde se había convertido en el favorito de Lauren, sobre todo después de que sus padres murieran en el accidente. Al parecer, a Richard nunca le molestó que Celia no le dijera el nombre del que había sido su amante y el padre de Lana. Era suficiente el hecho de que ella amara a Richard.

Richard había sido un célebre antropólogo y aventurero y había organizado catorce expediciones diferentes a las partes más inhóspitas del planeta. Lauren y su abuela lo habían acompañado en alguna de las expediciones y se habían quedado asombradas de los paisajes que habían visto en sus viajes. Por algún motivo Richard nunca viajó al desierto de Arabia, y por tanto Lauren y su abuela tampoco se aventuraron a ir allí. Lauren nunca sabría si fue porque su abuela consideraba que aquel lugar era demasiado sagrado como para volver a visitarlo con otro hombre, o porque Richard estaba interesado en otros lugares.

Gracias a su insistencia, Paul había conseguido la oportunidad de entrevistar a Celia sobre su vida con Richard y sus diferentes viajes. Desde un principio él había intentado conocer a Lauren, que todavía vivía con su abuela en Montreux y la ayudaba a recopilar las notas y los diarios de Richard para publicar un libro sobre su vida.

Celia pensaba que Paul era encantador. Y Lauren también, pero su relación había sido estrictamente platónica, sin que el corazón entrara en el juego. Su abuela lo sabía, pero un día le confesó a Lauren que su mayor temor era dejar a su querida nieta sola, sin un compañero con el que compartir la vida.

–No siempre estaré sola –le había asegurado Celia–. Igual que has hecho tú, pienso viajar y hacer algo provechoso con mi vida. Aparecerá alguien en el momento adecuado –Lauren no quería inquietar innecesariamente a su abuela cuando estaba llegando a su fin, pero siempre había habido sinceridad entre ellas.

Después de que Celia falleciera, Lauren preparó su viaje hasta el oasis Al-Shafeeq. Necesitaba ir a ver el lugar donde su abuela había experimentado un profundo amor bajo la luna llena del desierto.

Lauren se llevó la mano al cuello de forma instintiva para tocar el colgante de oro que tenía grabado una media luna y que llevaba colgado con una cadena de oro bajo la ropa. Era el mayor tesoro de su abuela, y se lo había regalado su amante durante una visita romántica a Garden of the Moon.

Ella también le había hablado de otro jardín, Garden of Enchantment.

Los nombres habían encantado a Lauren y ella quería ir a verlos durante su visita. Consideraba el colgante como un talismán y confiaba en que un día le proporcionaría la misma magia que había unido a su abuela y su querido Malik, en cuerpo y alma.

Tras la muerte de su abuela, Lauren deseaba librarse de la intensa tristeza que sentía y había decidido comenzar aquella aventura. Su intención era realizar el mismo viaje que había hecho su abuela años atrás, y de la misma manera.

Celia había sido la única madre que Lauren había conocido. Y tras quedarse sola Lauren, su único interés era viajar al lugar que había cambiado la vida de Celia. Conocer el lugar en el que había tantos recuerdos preciados para su abuela.

Paul le había suplicado a Lauren que lo dejara acompañarla en su viaje. Ese mismo mes había conocido a un príncipe de un reino del norte de Arabia en una de las mesas de juego del casino de Montreux. Paul había aprovechado la oportunidad para conseguir una entrevista con él y sacar algunas fotos del príncipe y su comitiva para el periódico.

Durante su conversación, el príncipe le había hablado de la belleza de Nafud y de que la zona brindaba la oportunidad de tomar fotografías estupendas. También había alardeado acerca de que algún día él gobernaría todo el reino. Paul le había contado a Lauren que aunque sólo fueran los deseos del príncipe, era una buena historia.

Cuando él le mostró la información a Lauren, ella no quiso decepcionarlo, sobre todo porque se había portado muy bien con su abuela durante el final de su vida. Pero Lauren sabía que Paul sentía algo por ella y no quería que se equivocara. Era un hombre atractivo que merecía enamorarse de una mujer que también lo amara. Y Lauren no era esa persona.

Inmersa en su pensamiento tras haberse acostumbrado al extraño movimiento del camello, apenas se había percatado de que la topografía era diferente en el suroeste. Se veía una cadena montañosa de color marrón que aparecía de la nada. Frunció el ceño. El día anterior, durante el vuelo desde Ginebra, había estudiado el mapa de la zona y no había visto que hubiera ninguna montaña durante la ruta hasta el oasis. Estaba segura de ello.

De pronto, oyó unos gritos y se estremeció.

–¿Mustafa? –lo llamó, pero se percató de que él había retrocedido para hablar con los otros hombres–. ¿Mustafa? –lo llamó gritando–. ¿Qué sucede?

El camello de Mustafa se colocó al lado del suyo.

–¡Una tormenta de arena! Debemos refugiarnos. Tire de las riendas para que se siente su camello. ¡Rápido!

Una tormenta de arena. El fenómeno más temido del desierto. Una fuerza mayor que un huracán o un tornado. Días atrás había leído que hacía muchos años una caravana de dos mil personas y mil ochocientos camellos había sido alcanzada por una tormenta de arena. Toda la tribu había quedado atrapada por las enormes nubes de arena roja, y sólo un beduino había sobrevivido para contarlo.

El fuerte viento que él había descrito en su historia golpeaba contra su capa con brusquedad, como si estuviera decidido a quitársela. Una nube de color amarillo teñía el cielo azul y avanzaba hacia ellos deprisa, pero no se oía ningún sonido. Al sentir que le costaba respirar, el pánico se apoderó de ella.

De pronto, Mustafa la bajó del camello y la dejó a sotavento del animal.

–¡Agárrese, señorita! Cúbrase la cabeza y acurrúquese contra el animal.

–¿Pero dónde va? –gritó ella asustada.

–Me quedaré a su lado, señorita. Debe… –pero sus palabras quedaron camufladas cuando él se cubrió el rostro con el pañuelo.

¡Mustafa! –exclamó ella al percatarse de que ni siquiera podía verlo. Su garganta y sus fosas nasales se llenaron de arena. Se cubrió de nuevo, al sentir que empezaba a sofocarse. Se estaba ahogando en la arena.

«Vamos a morir», fue lo último que pensó antes de quedarse inconsciente.

 

 

El príncipe Rashad Rayhan Shafeeq, jeque en funciones del reino de Al-Shafeeq durante la enfermedad de su padre, sólo había experimentado dos momentos de júbilo en su vida. Y ambos habían ocurrido durante su adolescencia. El primero había sido cuando se subió en el semental que su padre le había regalado. Y el otro cuando su padre y el piloto de un pequeño avión habían sobrevivido a un accidente y habían permanecido en el desierto durante tres días.

Aquella tarde, en la ciudad minera de Raz, experimentaba otro tipo de euforia mezclada con satisfacción personal. Ese momento había tardado mucho en llegar. Tres años. El oro había mantenido la prosperidad de la familia real durante siglos y continuaría haciéndolo durante los miles de años siguientes. Su apuesta por hacer nuevas perforaciones, un secreto que había sido bien guardado por los implicados, había merecido la pena.

Rashad miró a los dirigentes de varios departamentos que estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias.

–Caballeros, hoy me he reunido con el geólogo y el ingeniero y me han dado la noticia que estaba esperando. Los recientes descubrimientos de minería son tan extensos que mi idea de desarrollar una nueva industria para beneficiar el reino de mi padre se ha llevado a cabo. Aparte de los miles de empleos que se crearán, aportará grandes oportunidades de educación para nuestra tribu. Más hospitales y mejoras en el área de salud.

Las ovaciones resonaron contra las paredes de la sala.

Esas tierras habían pertenecido a su familia desde hacía siglos. Tenían derecho para explotar los metales y minerales que se encontraban en ellas. Durante años, varias tribus habían codiciado aquella zona rica en recursos naturales y se habían enfrentado contra el pueblo de Al-Shafeeq, derramando mucha sangre sin conseguir nada. Por fortuna, en los tiempos modernos no había ese tipo de conflictos. Los problemas surgían dentro de la propia familia del príncipe Shafeeq, pero él no tenía tiempo de pensar en ello en aquel momento.

–Esta noche, cuando regrese al palacio, informaré al rey. Sin duda, se alegrará –su padre estaba enfermo de diabetes y tenía que tener cuidado con lo que hacía y con lo que comía–. Estoy seguro de que declarará un día festivo para celebrarlo. Vuestro gran esfuerzo será recompensado con una gran bonificación por el excelente trabajo y vuestra lealtad a la familia real.

Debido a las voces de júbilo apenas oyó que alguien lo llamaba.

–Alteza –el encargado de la planta de oro lo llamaba desde la puerta.

Rashad vio su cara de preocupación y se excusó para salir a hablar con él al pasillo.

–Perdone que lo moleste, pero ha habido una tormenta de arena entre El-Joktor y Al-Shafeeq y ha pillado desprevenida a una caravana.

–¿Hay testigos?

–Un hombre que pasó por allí a caballo vio los restos de la caravana desde la distancia y se dirigió hasta aquí en busca de ayuda. Vio que había algunos camellos vagando por la zona, pero no tiene ni idea de cuántos hombres han sobrevivido o cuántos han muertos enterrados en la arena.

–¿A qué distancia ha sido?

–A diecinueve kilómetros.

–Reúna a un equipo de rescate para que se dirija hasta allí a caballo con víveres. Cargad mi helicóptero con agua. Volaré hasta allí para valorar los daños y buscar supervivientes. Si es necesario llevaré a los heridos más graves a Al-Shafeeq.

–Sí, Alteza.

Rashad se reunió de nuevo con los hombres en la sala de conferencias y les contó lo que había pasado. La noticia hizo que todo el mundo se pusiera en acción. Los hombres salieron corriendo detrás de Rashad para ayudar en el equipo de rescate.

–¿Tariq? ¡Ven conmigo! –Tariq era un colega de confianza y su ayuda sería muy valiosa.

Cargaron el helicóptero con agua y otros útiles de emergencia. Rashad se subió al asiento del piloto e hizo todas las comprobaciones necesarias para volar. Uno de sus guardaespaldas se sentó detrás de él. Y Tariq se sentó en el asiento del copiloto.

Siempre era peligroso acercarse a desconocidos en el desierto, pero consciente de que podría haber gente de su propia tribu entre los afectados, Rashad no podía quedarse sin hacer nada. En pocos segundos, el helicóptero había despegado.

Aquella zona del desierto era conocida porque los fuertes vientos comenzaban de repente y sin avisar. Las tormentas de arena no eran muy frecuentes en la zona pero, cuando se formaban, podían ser devastadoras.

Enseguida observaron un grupo de personas y camellos. Tariq le entregó los prismáticos para que los viera mejor. Todos estaban gesticulando para llamar la atención. La situación no parecía tan mala como se había imaginado. Rashad devolvió los prismáticos y descendió con el helicóptero manteniendo un margen de seguridad.

–Cuidado, Alteza –le advirtió Tariq–. Podrían ser bandidos. Quizá hayan planeado una emboscada y estén esperando a que caigamos en ella.

Rashad sabía que eso era posible, pero vio que un grupo de hombres se acercaba corriendo hacia ellos y reconoció a Mustafa Tahar antes de que saludaran con una reverencia.

–Está bien –les aseguró Rashad a sus acompañantes. Aunque las hélices seguían girando, Tariq comenzó a bajar parte de lo que habían llevado. Rashad apagó el motor y saltó del helicóptero para ayudar a llevar el agua, un elemento clave en esas circunstancias.

Mustafa, un camellero del oasis al que Rashad conocía desde hacía años, lo llevó hasta un lugar en el que había una persona tumbada en la arena y cubierta con mantas.

–Todavía está viva, pero si no la ve un médico o la rehidratamos, la mujer no sobrevivirá. He intentado darle el poco agua que me quedaba, pero se le escapaba de la boca.

–¿Una mujer?

–Así es, Alteza.

Rashad se acuclilló y retiró la manta, sorprendiéndose al ver a una mujer tumbada de lado y vestida con ropa de hombre. Le buscó el pulso en la muñeca y, aunque de manera débil, encontró que seguía latiendo. No llevaba joyas en sus delicadas manos, sólo un reloj de oro en la muñeca. Rashad notó que tenía fiebre.

La miró de nuevo y se sorprendió al ver su belleza. La tomó en brazos y experimentó una extraña sensación.

Aunque su pueblo creía en los presagios, él era más escéptico y se negaba a creer que lo que sentía era algo más que una respuesta ante una mujer atractiva. No había estado con ninguna desde hacía varias semanas. Los asuntos de Estado de su padre lo habían mantenido muy ocupado.

La tez pálida de aquella mujer no disimulaba su rostro de porcelana. Y de su cabello desprendía un ligero aroma frutal. Su olor femenino invadió sus sentidos, provocando que se debilitara de una manera que su mente se negaba a recordar.

Mustafa lo siguió hasta el helicóptero donde Tariq ayudó a colocarla en el asiento trasero.

–Ella viajaba hasta Al-Shafeeq.

–¿Sola? –Rashad no podía imaginar por qué.

–Sí –Mustafa se rascó la mejilla–. A mí también me pareció extraño. Aquí tiene su pasaporte.

Rashad puso una mueca y lo guardó en el bolsillo.

–¿Hay alguien más que necesite atención urgente?

–No, Alteza.

–Bien, entonces la llevaré al palacio para que reciba asistencia médica. La ayuda está en camino desde Raz, pronto recibiréis provisiones.

Mustafa asintió agradecido y Rashad arrancó el helicóptero para dirigirse a Al-Shafeeq. Empleó el teléfono satélite para llamar a Nazir. Su asistente personal se aseguraría de que el médico de la familia real estuviera en el palacio para recibirlos.

Tras un vuelo corto, Rashad aterrizó junto al palacio y esperó a que Tariq y el guardaespaldas bajaran a la mujer del aparato. Cuanto menos tuviera que ver con aquella atractiva mujer, mejor para él. Un equipo médico corrió hasta ellos y llevó a la mujer al interior.

Tras asegurarse de que ella recibiría el mejor tratamiento posible, Rashad les dijo a los hombres que subieran de nuevo al helicóptero para llevarlos otra vez a Raz. Rashad tenía asuntos pendientes de solucionar.

Durante el vuelo, Tariq permaneció extrañamente en silencio. Rashad lo miró de reojo y le preguntó:

–¿Qué piensas, Tariq? No has dicho ni una palabra.

–No es normal que una mujer esté aquí sola. Y menos alguien tan joven.

–Estoy de acuerdo, pero es extranjera y eso explica muchas cosas.

–Es muy bella. Algún hombre sufrirá mucho si se entera de que la arena ha podido con ella. Espero que el médico pueda salvarla.

Rashad no contestó porque las palabras de Tariq habían provocado que se le erizara el vello de la nuca y los brazos. Era la segunda vez en menos de una hora que se estremecía. No le gustaba. No le gustaba nada.

Ansioso por continuar trabajando en su nuevo plan, Rashad los dejó junto a la planta principal. En cuanto Tariq bajó del helicóptero, sonó el teléfono y Rashad vio que era el doctor del palacio.

Se puso tenso. Era probable que lo llamaran para decirle que la paciente había fallecido. ¿Y qué pasaba si así era? ¿Qué significaría para Rashad, excepto que sentiría lástima por ella igual que lo haría por cualquiera que perdiera la vida en esas circunstancias? Finalmente contestó la llamada.

–¿Doctor Tamam?

–Me alegro de que haya contestado enseguida.

–¿Le hemos llevado a la mujer norteamericana demasiado tarde?

–No. Se está recuperando despacio gracias al suero.

Rashad suspiró.

–Ha tenido mucha suerte. ¿Está consciente?

–No, pero eso es bueno.

Rashad asintió.

–Estará en shock mientras se recupera de la experiencia –esperó una respuesta, pero al oír las palabras del doctor se sorprendió.

–Esta mujer necesita total privacidad. Mantenerse alejada de todo el mudo. ¿Tiene alguna sugerencia, Alteza?

Aquélla no era una petición normal y Rashad reaccionó enseguida.

–La suite con terraza.

Estaba en la segunda planta del palacio y se llegaba a ella por un pasaje privado que salía del hall principal. Debido a que estaba aislado del resto del palacio, otros miembros de la familia la habían utilizado como suite nupcial al principio de la luna de miel.

Nadie la ocuparía hasta que llegara su propia noche de bodas, programada seis meses más tarde. Al pensar en ello, Rashad frunció el ceño.

–Bien. La enfermera y yo la llevaremos allí inmediatamente.

Al ver que el doctor no decía nada más, Rashad experimentó una sensación extraña.

–Iré enseguida, doctor.

–Lo esperaré –el doctor colgó el teléfono.

El médico que había cuidado a toda su familia durante años había finalizado la llamada antes de que Rashad pudiera hacer más preguntas. Eso significaba que el hombre guardaba cierta información que sólo quería compartir con Rashad.

Como el resto del personal del palacio el doctor estaba pendiente de cualquier cosa que pudiera resultar sospechosa. Toda precaución era poca cuando se trataba de la seguridad de la familia de Rashad.

Rashad entró en el despacho de la planta con la intención de ocuparse de unos detalles que requerían su atención, pero al ver que no era capaz de concentrarse decidió volar a Al-Shafeeq para averiguar qué sucedía. Se dio una ducha rápida y comió en su propia suite antes de dirigirse a la otra ala del palacio vestido con uno de sus batines informales.

Junto al patio de la suite había un jardín de flores exóticas. Su madre solía cuidarlo con los jardineros porque le encantaba. Rashad había decidido llevar allí a la mujer porque ella también era una especie exótica. Recordó el comentario de Tariq acerca de su belleza y pensó que sus palabras no reunían la manera en la que él la describiría.

Abrió la puerta y saludó a la enfermera que le dijo que el doctor continuaba dentro con la mujer norteamericana. Rashad atravesó el gran salón hasta la habitación. Desde la distancia vio que la paciente estaba en la cama con un gotero en el brazo. Se acercó a ella. El doctor estaba al otro lado comprobándole el pulso. Cuando vio a Rashad, soltó el brazo de la mujer y se acercó a él.

–¿Cómo está? –preguntó Rashad.

–Recuperándose. Le he puesto una medicación en el gotero para ayudarla a dormir. Mañana debería encontrarse mejor como para poder enfrentarse a lo sucedido. La enfermera se quedará a cuidarla por la noche y para darle oxígeno en caso de que lo necesite. Quería que viniera porque me gustaría que viera lo que he encontrado en el colgante que llevaba alrededor del cuello.

Rashad frunció el ceño y se acercó para ver de qué estaba hablando el doctor. La mujer tenía mejor aspecto y había recuperado el color del rostro. Le habían lavado el cabello y sus mechones brillaban con las alas de las mariposas que revoloteaban en el jardín. Sus pestañas oscuras contrastaban contra la tez de su rostro y hacían que pareciera aún más bella.

La enfermera la había vestido con un camisón de color blanco. Estaba cubierta con una sábana, pero se veía que llevaba una cadena de oro alrededor del cuello.

–¿Qué se supone que tengo que ver? –preguntó Rashad.

–Esto. Me tomé la libertad de quitárselo en la clínica antes de hacerle el reconocimiento.

Al mirar el objeto brillante que el doctor sostenía en la mano, Rashad suspiró hondo. Era una medalla de oro con una media luna grabada, el símbolo de la familia real de Shafeeq.

Sólo se acuñaban medallas así cuando nacía un varón en la familia. A Rashad le habían dado la suya cuando cumplió los dieciséis años. Normalmente las llevaban colgadas del cuello, pero Rashad había roto la tradición y había encargado que le hicieran un anillo con ella para poder sellar los documentos importantes. Lo tenía guardado en el escritorio de su despacho en el palacio.

¡Era imposible que aquella mujer de otro continente tuviera una! Sin embargo, era cierto que la tenía.

¿Cómo la había conseguido?

Sin dudarlo, se guardó la medalla en el bolsillo antes de volverse hacia la mujer. Con cuidado, le retiró la cadena del cuello y sintió la suavidad de su piel contra sus dedos. Una piel suave que las mujeres de su tribu no poseían.

La paciente emitió un suave gemido y volvió la cabeza hacia el otro lado, como si hubiera sentido la caricia de sus dedos. Él contuvo la respiración, confiando en que despertara pronto para poder mirarla a los ojos y descubrir los secretos que guardaba en el alma.

Al mismo tiempo, deseaba que continuara dormida para retrasar el momento en el que le dirían que había estado a punto de morir. Había un precio por disfrutar de la terrible belleza del desierto. A veces, el precio era demasiado alto pero aquella mujer había estado dispuesta a correr el riesgo. ¿Por qué?

Confuso, guardó la cadena junto a la medalla y se volvió hacia el doctor.

–Has hecho bien en informarme de esto, pero no se lo cuentes a nadie más.

–Mis labios están sellados, Alteza. La enfermera no desvistió a la paciente hasta después de que yo le retirara la medalla.

En el pasado, el doctor había salvado la vida de Rashad en más de una ocasión y Rashad se fiaba plenamente de él.

–Estoy en deuda contigo. Gracias por ocuparte de ella.

El doctor asintió.

–Me voy a casa. Llámeme si me necesita. Más tarde vendré a verla.

En cuanto se marchó, Rashad revisó las maletas que habían dejado las doncellas buscando una pista que explicara aquel misterio, pero no encontró nada.

Para su sorpresa, la ropa de la mujer era normal. Tenía dos vestidos de noche, uno negro y otro color crema. Un par de zapatos de tacón, unas sandalias y un jersey. El resto, ropa práctica para el desierto. Su ropa interior era sencilla. También llevaba un neceser con algunos cosméticos. Era la maleta de alguien que acostumbraba a viajar con poco equipaje.

Rashad sabía que no debía quedarse demasiado tiempo junto a la cama de aquella mujer. Su pensamiento vagaría por diferentes caminos, distrayéndolo de la misión que tenía.

Por el bien de la familia a la que había jurado proteger, esperaría a la mañana para averiguar cómo aquella mujer había conseguido la medalla.

Tras despedirse de la enfermera recorrió el pasillo que llevaba hasta su suite, situada en la segunda planta pero al otro lado del palacio. Una vez allí, les pidió a los sirvientes que se fueran. Necesitaba estar solo. Se sirvió un café y se dirigió al dormitorio. Sacó el pasaporte de la mujer y se sentó para mirarlo con detenimiento.

Lauren Viret. Veintiséis años. Pocas personas salían tan favorecidas en la foto de un pasaporte, pero aquella mujer no podía salir mal en ninguna foto. Incluso inconsciente, su belleza lo había dejado impactado.

Dirección: Montreux, Suiza.

Montreux. La ciudad donde la familia Shafeeq tenía sus finanzas. Había ido allí por asuntos de negocios y alguna vez había esquiado en Porte du Soleil, un lugar que estaba a media de hora de la ciudad suiza, conocido por su animada vida nocturna. Rashad no solía ir al casino ni salir de fiesta. Sin embargo, Faisal, su primo de cuarenta años, el hijo ambicioso de Sabeer, el hermano pequeño de su padre, frecuentaba aquel lugar de manera regular en viajes de placer.

A Rashad le gustaba la nieve, pero prefería volar a Montreux en verano. La imagen del lago de Ginebra que se veía desde la terraza de la casa familiar le encantaba. Tanta agua azul con barcos de vela y de vapor, cuando él había nacido en una tierra en la que apenas había el preciado elemento en la superficie. Bajo el desierto de Arabia había una gran cantidad de agua, más de la que la gente corriente podía imaginar.

Durante años, él había estado buscando la manera de canalizarla hasta la superficie para regar los cultivos. Una tierra fértil para la creciente población de su tribu. Ése sería el siguiente proyecto para los próximos años, pero hasta entonces mantendría su plan en secreto ante la familia de su tío que vivía en los alrededores. Ya había habido suficiente envidia entre ellos como para que durara toda una vida.

Rashad respiró hondo antes de mirar la calle que figuraba en el pasaporte. Estaba situada en una de las zonas más ricas de la ciudad, junto al lago. ¿Quién pagaba para que Lauren Viret viviera entre la realeza en Montreux?

¿Dónde y cómo había conseguido el medallón? Únicamente existían ocho iguales.

A punto de llegar al límite de su paciencia, Rashad cerró el pasaporte y lo tiró sobre la mesa cercana. Era tarde. No tenía respuesta para ese enigma y necesitaba dormir. Al día siguiente encontraría la solución hablando con ella. Era algo que deseaba hacer y esperaba el momento con inquietud.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–¿SE—ORITA? ¿Está despierta?

La misma voz, amable y femenina, que Lauren había oído durante la noche interrumpió su sueño. Notó que le retiraban algo de las vías respiratorias.

–¿Puede oírme, señorita?

Lauren intentaba comunicarse, pero le resultaba difícil porque tenía la garganta demasiado seca como para hablar. Cuando intentó sentarse notó que la cabeza le daba vueltas y se percató de que tenía algo en el dorso de la mano.

–Recuéstese y beba –le dijo la mujer en un inglés con fuerte acento.

Lauren sintió que le metían una pajita entre los labios y comenzó a beber. El agua fría acarició su garganta.

–Deliciosa –murmuró, y continuó bebiendo. De pronto, todo su cuerpo cobró vida.

Abrió los ojos y se percató de que le costaba enfocar la vista. Veía a tres mujeres con el mismo cabello y la misma ropa delante de ella.

–¿Es usted doctora? –preguntó.

–No. Soy la enfermera del doctor Tamam. ¿Cómo se encuentra?

Lauren comenzó a negar con la cabeza, pero se sintió peor.

–No lo sé –tartamudeó.

Mientras la enfermera le retiraba la vía de la mano, Lauren intentó situarse. La habitación no se parecía a la de ningún hospital que hubiera visto antes. Era enorme y estaba decorada de manera que recordaba a la habitación de un harén. Se percató de que todo podía ser un sueño y deseó despertar.

De pronto, recordó la sensación de ahogo y el pánico se apoderó de ella.

–Ayúdame… No puedo respirar… –se lamentó, incapaz de contener las lágrimas.

Oyó voces. Entre ellas, una voz grave y masculina que penetró sus oídos. La mano de un hombre agarró la suya.

–No temas. Estás a salvo –la tranquilizó hasta que se quedó dormida.

Cuando despertó, descubrió que seguían agarrándola de la mano. Abrió los ojos y vio a un hombre de unos treinta y tantos años junto a la cama. La enfermera había desaparecido.

Una camisa blanca cubría su torso y dejaba entrever una fina capa de vello oscuro. El color de la tela resaltaba su piel bronceada. Tenía los ojos y el cabello de color negro. Se fijó en que lo llevaba más largo que otros hombres y que sus rasgos aguileños le daban un aire de magnificencia. Ella nunca había conocido a un hombre atractivo de verdad, y aquél era mucho más que eso. Su corazón comenzó a retumbar en su pecho como si le hubieran dado una droga para devolverle la vida.

Aunque él la miraba como si fuera un depredador acechando a su presa, su mirada ardiente la hizo estremecer.

–¿Qué estoy haciendo aquí?

–¿No recuerda lo que le ha sucedido? –preguntó él en tono suave.

Con nerviosismo, ella se llevó la mano al cuello. De pronto, se percató de que no llevaba puesto el medallón de su abuela.

Se incorporó y movió la almohada para ver si se le había caído sobre la cama, pero no lo encontró. Tampoco tenía la cadena.

–¿Me lo ha quitado la enfermera? –preguntó sentada en la cama y mirando al hombre que estaba a su lado.

–¿El qué? –preguntó él con tono calmado.

Lauren se esforzó para no mostrar el pánico que se había apoderado de ella. La sábana se le había caído hasta la cintura y el hombre la miraba atentamente. El camisón que llevaba puesto era discreto, pero la mirada de aquellos ojos negros le quemaba la piel.

–Me falta mi medallón. Tengo que encontrarlo.

El hombre entrelazó las manos y la miró de nuevo.

Era como un dios. Así había descrito su abuela a su amante. Lauren había sonreído al oír la descripción de Celia pero, en esos momentos, no sonreía. Quizá había perdido la cabeza. El miedo se apoderó de ella una vez más. Cerró los ojos y se recostó de nuevo.

–Quizá si me hiciera una descripción, señorita.

Ella se mordió el labio inferior y notó que lo tenía reseco y agrietado. ¿Cuánto tiempo había estado en esas condiciones? Abrió los ojos de nuevo.

–Es un medallón de oro del tamaño de una moneda de veinticinco centavos de dólar americano. Quizá un poco más grueso.

No se atrevió a dar todos los detalles. La relación con su abuelo era un secreto y debía de permanecer como tal.

–¿Ha visto una moneda de veinticinco centavos alguna vez?

Él asintió despacio.

–Lo llevaba en una cadena de oro. No tiene gran valor, pero es mi pertenencia más preciada –las lágrimas se asomaron a sus ojos.

–Le pediré a los sirvientes que la busquen.

–Gracias –se secó las lágrimas de las mejillas–. ¿Estoy muy enferma?

–Le han retirado el oxígeno y la medicación intravenosa. Eso significa que se alimentará a base de zumo y de lo que le apetezca. Después podrá levantarse con ayuda y caminar un poco. Mañana se sentirá mucho mejor.

–¿Qué me ha pasado?

Él continuó mirándola con una expresión extraña. Ella tenía la sensación de que estaba tratando de decidir qué contarle. Respiró hondo y dijo:

–Sea lo que sea podré manejarlo.

–¿Segura? –preguntó casi en tono seductor.

–No soy una niña.

–No. No lo es.

Ella se estremeció al oír su voz. «No permitas que te cautive, Lauren». Después de todo, él era médico y le había hecho un reconocimiento. Sus ojos negros lo habían visto todo, así que no había nada que no supiera.

–Si no quiere decírmelo porque cree que podría desmayarme, se lo preguntaré a su enfermera. Estoy segura de que ella me contestará.

–Ha regresado a la clínica –dijo él con tono de satisfacción.

–He de admitir que está haciendo un buen trabajo a la hora de asustarme.

Él se encogió de hombros con elegancia. Ella se fijó en sus manos y vio que tenía las uñas inmaculadas.

–Mil perdones, señorita. Mi intención era impedir que recordara demasiadas cosas de golpe.

–¿Quiere decir que tengo amnesia? ¡Eso es ridículo!

El doctor ladeó la cabeza.

–Preferiría considerarlo un lapsus de memoria temporal. En estos momentos su mente la está protegiendo para que no se enfrente a una experiencia traumática.

–¿Traumática?

–Mucho –se puso en pie y agarró una capa de color blanco que estaba en una butaca–. ¿Reconoce esto?

Ella se fijó en lo que él le mostraba. Era un kandura. Lauren tenía uno como aquél. Había comprado su equipo para el desierto en El-Joktor, y le había dicho al tendero que quería una capa de hombre de su talla.

El tendero no había querido vendérsela porque decía que eso no se hacía en su país. Pero ella le ofreció más dinero y finalmente consiguió que se la vendiera.

–Mustafa…

El nombre del camellero escapó de sus labios.

–¿Lo ve? Está recobrando la memoria. Demasiado deprisa, por desgracia.

–Era como si las montañas tuvieran vida. Lo cubrían todo… Mustafa me dijo que era una tormenta de arena. No podía verlo… No podía respirar… ¿Qué le ha pasado a él?

El silencio del doctor la sorprendió. Ella retiró la sábana y se levantó. Sin pensarlo, le agarró los antebrazos.

–Dígame ¿ha muerto por mi culpa?

–No, señorita. La muerte no fue a visitarlo porque no era su momento. De hecho, fue él quien le salvó la vida. Si él no hubiera reaccionado con rapidez, habría sido enterrada viva.

Ella se estremeció.

–¿Qué pasó con los demás miembros de la caravana?

–Sobrevivieron.

–Menos mal que no ha fallecido nadie. Fue algo aterrador.

Él murmuró algo que ella no comprendió y la estrechó entre sus brazos, consolándola mientras lloraba y meciéndola para calmarla. Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo pasaron abrazados.

Ella dejó de llorar y se separó de él, consciente de no querer hacerlo. Debía de haberse vuelto loca.

–Perdóneme por haberme derrumbado así.

–Es el shock de la experiencia, señorita.

–Sí –se sentó en el borde de la cama y se cubrió el rostro con las manos–. Si no le importa, me gustaría quedarme a solas.

–Como desee. Pediré que le traigan una bandeja. Necesita comer.

–No creo que pueda comer todavía.

–Es el deber de los vivos.

Lauren echó la cabeza hacia atrás y se mareó. Pero él ya estaba saliendo por la puerta. Al instante, una doncella entró en la habitación para ayudarla a levantarse. Tras una ducha, se vistió con unos pantalones vaqueros y un top de color azul claro. La tormenta de arena no había arrancado las maletas de los camellos, pero casi había terminado con su vida.

¿No era eso lo que Richard le había dicho una vez? Un hombre que sale en una expedición ha de saber que corre el riesgo de no volver. Él había perdido hombres en muchas de sus expediciones, pero continuaba yendo en ellas. Si Richard estuviera vivo le habría dicho; conocías el riesgo, Lauren, y lo corriste.

A su manera, el doctor le había dicho lo mismo.

Lauren no podría ser tan simplista sobre el destino, pero cuando la doncella regresó con unas brochetas de cordero y ensalada de frutas, ella no lo rechazó.

Un poco más tarde el doctor entró de nuevo en la habitación sin que ella se diera cuenta. Se acercó a la mesa donde ella estaba terminándose la comida.

–¿Se encuentra mejor, señorita?

Su presencia la hizo sobresaltar. Ella se limpió con la servilleta y lo miró. Iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones. Llevara lo que llevara, ella se quedaba sin respiración al verlo. Sin ropa debía ser espectacular.

–Me siento con más fuerza, gracias.

–Eso está bien, pero queda mucho camino hasta que esté completamente recuperada. Su cuerpo ha sufrido mucho tanto física como emocionalmente. Debe quedarse aquí y recuperarse.

Él llevaba una bandeja de comida en la mano y se sentó frente a ella. Lauren se mordió el labio inferior.

–Dígame una cosa, ¿dónde estamos exactamente?

–Suponía que lo sabía –murmuró él después de comerse un trozo de melocotón–. En el oasis de Al-Shafeeq. Ése era su primer destino después de marcharse de El-Joktor, ¿no es así?

Su único destino.

–Sí –susurró ella, sorprendida por haber llegado al lugar que fue gobernado por el amante de su abuela–. ¿Cómo sabe que vengo de El-Joktor?

–Debo saber todo lo que sucede por aquí. En realidad no soy el doctor Tamam, pero permití que lo creyera hasta asegurarme de que estaba en el camino de una completa recuperación.

–Entonces, ¿quién es?

Él esbozó una sonrisa al oír la pregunta. Estaba tan atractivo que ella sintió que su corazón la iba a traicionar.

–Soy el jefe de seguridad del palacio.

Ella lo miró con incredulidad.

–Con razón esta habitación es tan exquisita –susurró ella–. No podía imaginar que un hotel tuviera este aspecto.

–El palacio tiene siglos de antigüedad –le explicó él–. Cuando me notificaron que una tormenta de arena había atrapado a una caravana, volé hasta el lugar con el helicóptero. Mustafa me contó lo que había pasado y decidí traerla aquí para que el doctor Tamam se ocupara de usted.

¿Era el jefe de seguridad del equipo del rey?

Encajaba más con la imagen que ella tenía de un rey. Más grande que la vida, tal y como su abuela había descrito al rey Malik.

Lauren tragó saliva.

–Así que es a usted a quien debo agradecerle que me dieran asistencia médica con tanta rapidez. Estoy en deuda con usted –tartamudeó ella. Le resultaba difícil creer que estaba dentro del palacio en lugar de mirarlo desde el exterior como una turista cualquiera.

Él sonrió y dijo:

–¿Está lo bastante agradecida como para permitirme que la llame Lauren?

–Por supuesto.

–Lo vi en su pasaporte y, por cierto, lo tengo en mi poder –la miró de arriba abajo–. Lauren es un nombre muy bonito, casi tan bonito como su dueña.

Lauren sintió que una ola de calor recorría su cuerpo.

–¿Y cómo debo llamarlo yo? –preguntó.

–Rafi. Es más fácil que el resto de mi nombre. Es demasiado largo y difícil de pronunciar para una extranjera.

Ella esbozó una sonrisa.

–Me gusta la versión corta. Me recuerda al spaniel que tuve una vez.

–¿Y por qué?

–Se llamaba Taffy –contestó, antes de darse cuenta de que era probable que pensara que estaba coqueteando con él. «Estás coqueteando con él, Lauren». Verse tan cerca de la muerte la había convertido en alguien irreconocible. Aquello seguía pareciéndole un sueño–. ¿Alguna vez has criado una mascota?

–Varias, pero quizá no del tipo que imaginas.

–Suena intrigante.

Sus ojos brillaron a la luz de la vela antes de hacerle otra pregunta.

–¿Dónde pensabas alojarte cuando llegaras aquí?

–Es cierto… Mi reserva… No recuerdo el nombre. Los documentos de la agencia de viaje de Montreux están en mi maleta pequeña. Me temo que todavía no pienso con claridad.

–Eso es porque has estado en una tormenta de arena y has salido de ella con la vida cambiada de forma irrevocable.

Irrevocable. A causa de aquel hombre.

–Estaré encantado de explicarle la situación al conserje si me das la información. Los sirvientes han dejado las maletas en tu dormitorio. ¿Quieres que vaya a buscarla?

–No, gracias. Iré yo –se puso en pie, pero seguía débil–. Un momento, por favor.

Lauren sintió su mirada sobre la espalda mientras se dirigía a la habitación y se arrodillaba para abrir la maleta pequeña. Buscó el sobre donde había guardado su plan de viaje y la cerró antes de regresar a la otra habitación.

Sin decir palabra, él agarró el sobre de su mano. Sus dedos se rozaron, y ella se estremeció. Él abrió el sobre y, tras encontrar lo que buscaba, sacó su teléfono e hizo una llamada. Ella no sabía árabe, excepto por algunas palabras. La conversación duró unos minutos y después él la miró de manera enigmática.