2,99 €
Visitar el bello desierto de Nafud era la oportunidad que Lauren Viret tenía para conseguir que el espíritu y los secretos de su abuela descansaran para siempre. En pleno desierto, quedó atrapada por una tormenta de arena y un extraño muy atractivo la rescató. El príncipe Rashad pensaba que la bella norteamericana a la que le había salvado la vida ocultaba algo… ¡Y debía vigilarla! Lo que no esperaba era quedarse cautivado por ella. Las noches mágicas del desierto desvelarían la verdad.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 187
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.
UN PRÍNCIPE EN EL DESIERTO, N.º 2408 - julio 2011
Título original: Her Desert Prince
Publicada originalmente Mills and Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-647-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
Promoción
Montreux, Suiza. Día tres de junio
–NO PUEDO casarme contigo, Paul. Aunque te considero un hombre estupendo, no estoy enamorada de ti.
–Debido a la muerte de tu abuela, estás demasiado triste para saber cuáles son tus sentimientos.
–Pero lo sé. Un matrimonio entre nosotros no funcionaría.
–¿De veras vas a ir a ese viaje?
–Sí. Quiero seguir sus pasos durante una temporada. Es mi tributo hacia ella.
–No deberías ir allí sola, Lauren. Al menos deja que vaya contigo para protegerte.
–¿Protegerme? ¿De qué? No, Paul.
–¿Cuánto tiempo estarás fuera?
–No lo sé, pero no importa. Hemos de decirnos adiós.
El desierto de Nafud. Día cinco de junio
«Vagaron por el desierto, por lugar desolado. Sedientos, su ánimo desfallecía en ellos».
Lauren Viret recordaba la cita de Los Salmos mientras bebía agua de su cantimplora, contemplando la indescriptible soledad del extenso desierto del norte de Arabia.
Desde que habían salido de la ciudad de El-Joktor, el calor abrasador se había apoderado del grupo de veinte que se adentraba en el corazón del desierto. Cuarenta, si se contaban los camellos.
Lauren era menos que un gránulo en aquella extensión interminable de arena donde uno podía morir en un instante. Antes de emprender ruta aquella mañana, su guía, Mustafa, le había sermoneado acerca de que su camello era más valioso que cualquier humano.
Ella había leído muchas historias reales sobre el desierto como para saber que era cierto. Los camellos, además de ser un medio de transporte, proporcionaban cobijo, protección, e incluso agua y comida en circunstancias extremas.
Mientras ella permanecía pensativa, Mustafa apremió a su animal para que avanzara junto a ella. Él habló con entusiasmo mientras señalaba las enormes dunas con forma de media luna que había en aquella zona del desierto de Nafud. Era cierto que ella nunca había visto algo parecido. No era de extrañar que su abuela no dejara nunca de hablar de aquel lugar.
Pero Mustafa no sabía que lo que muchos años atrás había cautivado a la abuela norteamericana de Lauren había sido algo de carne y hueso, mucho más atractivo que aquellas dunas.
–Malik era mejor que la vida, Lauren –le había dicho su abuela en una ocasión–. El jeque de su pueblo. Su palabra era ley. Su atractivo era como el de un dios.
Yo no podía evitar amarlo, igual que tampoco podía evitar respirar.
Lauren no podía imaginar un amor como aquél.
Volvió la cabeza para mirar a los camelleros con las cabezas cubiertas. Hombres de desierto que se preguntaban qué era lo que la había llevado hasta allí, sola. Lauren sabía que estaba fuera de lugar, una mujer norteamericana, rubia, vestida con guthra y el kandura, típicamente masculino, igual que había hecho su abuela Celia Melrose Bancroft.
En su ciudad natal, todo el mundo había quedado maravillado con el parecido que Lauren tenía con su abuela. Era curioso cómo ciertos rasgos genéticos se saltaban una generación. La madre de Lauren había sido una bella mujer de cabello moreno. Celia le había puesto un nombre árabe a su hija. Lana, quería decir tierna, algo que añadía cierto aura a la madre de Lauren. Sus padres habían fallecido en el trágico accidente de un funicular mientras estaban esquiando, seis meses después de que Lauren naciera. Afortunadamente, Celia tenía cientos de fotografías que Lauren miraba a menudo para mantener con vida a sus padres en su corazón.
–Jolie-laide –había murmurado Paul en una ocasión, al ver una foto de Lana, pero Lauren lo había oído. En francés, eso significaba atractiva, interesante, pero sin ser guapa. Cuando ella le preguntó a Paul qué quería decir, él contestó–: Me temo que has heredado los genes buenos, petite. Sin ofender a tu querida madre.
Lauren sabía que Paul estaba coqueteando con ella en aquellos momentos. Por supuesto, él no se daba cuenta de que la madre de Lauren, mitad norteamericana, mitad árabe, se parecía a su padre, el jeque Malik Ghazi Shafeeq. Lauren había visto una foto de su abuelo que había sido publicada en un periódico árabe y que su abuela le había mostrado en una ocasión. Y seguía guardada con los tesoros de Celia.
El jeque iba vestido con una túnica y con un pañuelo que le cubría la cabeza, dejando al descubierto su nariz y su boca, que había heredado su hija. Lauren se preguntaba si su abuelo todavía estaría vivo. Probablemente no.
Una vez que Celia había muerto, nadie más conocía la relación entre Lauren y su abuelo árabe, y nunca la conocerían. Pero la curiosidad que ella sentía respecto a él era uno de los principales motivos por los que ella había realizado ese viaje al desierto.
Esa noche acamparía bajo las estrellas. Al día siguiente, la caravana continuaría hasta el oasis Al-Shafeeq, donde pasaría varias semanas confiando en encontrar más información acerca de aquel hombre.
Su abuela Celia habría dicho:
–Lo que demuestra que tienes sangre árabe en las venas es tu pasión por la vida. Sólo en ese aspecto he visto rasgos de Malik. Recuerda mis palabras… con el hombre adecuado, esa pasión será desatada.
Paul, un periodista de París, nunca habría llegado a ser ese hombre. A Lauren le gustaba Paul pero, en el fondo, esperaba el día en que pudiera experimentar la gran pasión de la que su abuela le había hablado a menudo.
Aunque Lauren había rechazado la oferta de matrimonio que le había hecho Paul, ella temía que él no hubiera perdido la esperanza de casarse con ella y que estuviera esperando a que regresara. Fue gracias a su personalidad incansable por lo que consiguió una entrevista con Celia.
Durante varios años, Paul había querido hacer una serie de artículos para su periódico acerca de la vida de Richard Bancroft, el esposo fallecido de Celia. Aunque Celia había sido una joven madre soltera, Richard se había casado con ella convirtiéndose en la figura paterna de la pequeña Lana. Más tarde se había convertido en el favorito de Lauren, sobre todo después de que sus padres murieran en el accidente. Al parecer, a Richard nunca le molestó que Celia no le dijera el nombre del que había sido su amante y el padre de Lana. Era suficiente el hecho de que ella amara a Richard.
Richard había sido un célebre antropólogo y aventurero y había organizado catorce expediciones diferentes a las partes más inhóspitas del planeta. Lauren y su abuela lo habían acompañado en alguna de las expediciones y se habían quedado asombradas de los paisajes que habían visto en sus viajes. Por algún motivo Richard nunca viajó al desierto de Arabia, y por tanto Lauren y su abuela tampoco se aventuraron a ir allí. Lauren nunca sabría si fue porque su abuela consideraba que aquel lugar era demasiado sagrado como para volver a visitarlo con otro hombre, o porque Richard estaba interesado en otros lugares.
Gracias a su insistencia, Paul había conseguido la oportunidad de entrevistar a Celia sobre su vida con Richard y sus diferentes viajes. Desde un principio él había intentado conocer a Lauren, que todavía vivía con su abuela en Montreux y la ayudaba a recopilar las notas y los diarios de Richard para publicar un libro sobre su vida.
Celia pensaba que Paul era encantador. Y Lauren también, pero su relación había sido estrictamente platónica, sin que el corazón entrara en el juego. Su abuela lo sabía, pero un día le confesó a Lauren que su mayor temor era dejar a su querida nieta sola, sin un compañero con el que compartir la vida.
–No siempre estaré sola –le había asegurado Celia–. Igual que has hecho tú, pienso viajar y hacer algo provechoso con mi vida. Aparecerá alguien en el momento adecuado –Lauren no quería inquietar innecesariamente a su abuela cuando estaba llegando a su fin, pero siempre había habido sinceridad entre ellas.
Después de que Celia falleciera, Lauren preparó su viaje hasta el oasis Al-Shafeeq. Necesitaba ir a ver el lugar donde su abuela había experimentado un profundo amor bajo la luna llena del desierto.
Lauren se llevó la mano al cuello de forma instintiva para tocar el colgante de oro que tenía grabado una media luna y que llevaba colgado con una cadena de oro bajo la ropa. Era el mayor tesoro de su abuela, y se lo había regalado su amante durante una visita romántica a Garden of the Moon.
Ella también le había hablado de otro jardín, Garden of Enchantment.
Los nombres habían encantado a Lauren y ella quería ir a verlos durante su visita. Consideraba el colgante como un talismán y confiaba en que un día le proporcionaría la misma magia que había unido a su abuela y su querido Malik, en cuerpo y alma.
Tras la muerte de su abuela, Lauren deseaba librarse de la intensa tristeza que sentía y había decidido comenzar aquella aventura. Su intención era realizar el mismo viaje que había hecho su abuela años atrás, y de la misma manera.
Celia había sido la única madre que Lauren había conocido. Y tras quedarse sola Lauren, su único interés era viajar al lugar que había cambiado la vida de Celia. Conocer el lugar en el que había tantos recuerdos preciados para su abuela.
Paul le había suplicado a Lauren que lo dejara acompañarla en su viaje. Ese mismo mes había conocido a un príncipe de un reino del norte de Arabia en una de las mesas de juego del casino de Montreux. Paul había aprovechado la oportunidad para conseguir una entrevista con él y sacar algunas fotos del príncipe y su comitiva para el periódico.
Durante su conversación, el príncipe le había hablado de la belleza de Nafud y de que la zona brindaba la oportunidad de tomar fotografías estupendas. También había alardeado acerca de que algún día él gobernaría todo el reino. Paul le había contado a Lauren que aunque sólo fueran los deseos del príncipe, era una buena historia.
Cuando él le mostró la información a Lauren, ella no quiso decepcionarlo, sobre todo porque se había portado muy bien con su abuela durante el final de su vida. Pero Lauren sabía que Paul sentía algo por ella y no quería que se equivocara. Era un hombre atractivo que merecía enamorarse de una mujer que también lo amara. Y Lauren no era esa persona.
Inmersa en su pensamiento tras haberse acostumbrado al extraño movimiento del camello, apenas se había percatado de que la topografía era diferente en el suroeste. Se veía una cadena montañosa de color marrón que aparecía de la nada. Frunció el ceño. El día anterior, durante el vuelo desde Ginebra, había estudiado el mapa de la zona y no había visto que hubiera ninguna montaña durante la ruta hasta el oasis. Estaba segura de ello.
De pronto, oyó unos gritos y se estremeció.
–¿Mustafa? –lo llamó, pero se percató de que él había retrocedido para hablar con los otros hombres–. ¿Mustafa? –lo llamó gritando–. ¿Qué sucede?
El camello de Mustafa se colocó al lado del suyo.
–¡Una tormenta de arena! Debemos refugiarnos. Tire de las riendas para que se siente su camello. ¡Rápido!
Una tormenta de arena. El fenómeno más temido del desierto. Una fuerza mayor que un huracán o un tornado. Días atrás había leído que hacía muchos años una caravana de dos mil personas y mil ochocientos camellos había sido alcanzada por una tormenta de arena. Toda la tribu había quedado atrapada por las enormes nubes de arena roja, y sólo un beduino había sobrevivido para contarlo.
El fuerte viento que él había descrito en su historia golpeaba contra su capa con brusquedad, como si estuviera decidido a quitársela. Una nube de color amarillo teñía el cielo azul y avanzaba hacia ellos deprisa, pero no se oía ningún sonido. Al sentir que le costaba respirar, el pánico se apoderó de ella.
De pronto, Mustafa la bajó del camello y la dejó a sotavento del animal.
–¡Agárrese, señorita! Cúbrase la cabeza y acurrúquese contra el animal.
–¿Pero dónde va? –gritó ella asustada.
–Me quedaré a su lado, señorita. Debe… –pero sus palabras quedaron camufladas cuando él se cubrió el rostro con el pañuelo.
¡Mustafa! –exclamó ella al percatarse de que ni siquiera podía verlo. Su garganta y sus fosas nasales se llenaron de arena. Se cubrió de nuevo, al sentir que empezaba a sofocarse. Se estaba ahogando en la arena.
«Vamos a morir», fue lo último que pensó antes de quedarse inconsciente.
El príncipe Rashad Rayhan Shafeeq, jeque en funciones del reino de Al-Shafeeq durante la enfermedad de su padre, sólo había experimentado dos momentos de júbilo en su vida. Y ambos habían ocurrido durante su adolescencia. El primero había sido cuando se subió en el semental que su padre le había regalado. Y el otro cuando su padre y el piloto de un pequeño avión habían sobrevivido a un accidente y habían permanecido en el desierto durante tres días.
Aquella tarde, en la ciudad minera de Raz, experimentaba otro tipo de euforia mezclada con satisfacción personal. Ese momento había tardado mucho en llegar. Tres años. El oro había mantenido la prosperidad de la familia real durante siglos y continuaría haciéndolo durante los miles de años siguientes. Su apuesta por hacer nuevas perforaciones, un secreto que había sido bien guardado por los implicados, había merecido la pena.
Rashad miró a los dirigentes de varios departamentos que estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias.
–Caballeros, hoy me he reunido con el geólogo y el ingeniero y me han dado la noticia que estaba esperando. Los recientes descubrimientos de minería son tan extensos que mi idea de desarrollar una nueva industria para beneficiar el reino de mi padre se ha llevado a cabo. Aparte de los miles de empleos que se crearán, aportará grandes oportunidades de educación para nuestra tribu. Más hospitales y mejoras en el área de salud.
Las ovaciones resonaron contra las paredes de la sala.
Esas tierras habían pertenecido a su familia desde hacía siglos. Tenían derecho para explotar los metales y minerales que se encontraban en ellas. Durante años, varias tribus habían codiciado aquella zona rica en recursos naturales y se habían enfrentado contra el pueblo de Al-Shafeeq, derramando mucha sangre sin conseguir nada. Por fortuna, en los tiempos modernos no había ese tipo de conflictos. Los problemas surgían dentro de la propia familia del príncipe Shafeeq, pero él no tenía tiempo de pensar en ello en aquel momento.
–Esta noche, cuando regrese al palacio, informaré al rey. Sin duda, se alegrará –su padre estaba enfermo de diabetes y tenía que tener cuidado con lo que hacía y con lo que comía–. Estoy seguro de que declarará un día festivo para celebrarlo. Vuestro gran esfuerzo será recompensado con una gran bonificación por el excelente trabajo y vuestra lealtad a la familia real.
Debido a las voces de júbilo apenas oyó que alguien lo llamaba.
–Alteza –el encargado de la planta de oro lo llamaba desde la puerta.
Rashad vio su cara de preocupación y se excusó para salir a hablar con él al pasillo.
–Perdone que lo moleste, pero ha habido una tormenta de arena entre El-Joktor y Al-Shafeeq y ha pillado desprevenida a una caravana.
–¿Hay testigos?
–Un hombre que pasó por allí a caballo vio los restos de la caravana desde la distancia y se dirigió hasta aquí en busca de ayuda. Vio que había algunos camellos vagando por la zona, pero no tiene ni idea de cuántos hombres han sobrevivido o cuántos han muertos enterrados en la arena.
–¿A qué distancia ha sido?
–A diecinueve kilómetros.
–Reúna a un equipo de rescate para que se dirija hasta allí a caballo con víveres. Cargad mi helicóptero con agua. Volaré hasta allí para valorar los daños y buscar supervivientes. Si es necesario llevaré a los heridos más graves a Al-Shafeeq.
–Sí, Alteza.
Rashad se reunió de nuevo con los hombres en la sala de conferencias y les contó lo que había pasado. La noticia hizo que todo el mundo se pusiera en acción. Los hombres salieron corriendo detrás de Rashad para ayudar en el equipo de rescate.
–¿Tariq? ¡Ven conmigo! –Tariq era un colega de confianza y su ayuda sería muy valiosa.
Cargaron el helicóptero con agua y otros útiles de emergencia. Rashad se subió al asiento del piloto e hizo todas las comprobaciones necesarias para volar. Uno de sus guardaespaldas se sentó detrás de él. Y Tariq se sentó en el asiento del copiloto.
Siempre era peligroso acercarse a desconocidos en el desierto, pero consciente de que podría haber gente de su propia tribu entre los afectados, Rashad no podía quedarse sin hacer nada. En pocos segundos, el helicóptero había despegado.
Aquella zona del desierto era conocida porque los fuertes vientos comenzaban de repente y sin avisar. Las tormentas de arena no eran muy frecuentes en la zona pero, cuando se formaban, podían ser devastadoras.
Enseguida observaron un grupo de personas y camellos. Tariq le entregó los prismáticos para que los viera mejor. Todos estaban gesticulando para llamar la atención. La situación no parecía tan mala como se había imaginado. Rashad devolvió los prismáticos y descendió con el helicóptero manteniendo un margen de seguridad.
–Cuidado, Alteza –le advirtió Tariq–. Podrían ser bandidos. Quizá hayan planeado una emboscada y estén esperando a que caigamos en ella.
Rashad sabía que eso era posible, pero vio que un grupo de hombres se acercaba corriendo hacia ellos y reconoció a Mustafa Tahar antes de que saludaran con una reverencia.
–Está bien –les aseguró Rashad a sus acompañantes. Aunque las hélices seguían girando, Tariq comenzó a bajar parte de lo que habían llevado. Rashad apagó el motor y saltó del helicóptero para ayudar a llevar el agua, un elemento clave en esas circunstancias.
Mustafa, un camellero del oasis al que Rashad conocía desde hacía años, lo llevó hasta un lugar en el que había una persona tumbada en la arena y cubierta con mantas.
–Todavía está viva, pero si no la ve un médico o la rehidratamos, la mujer no sobrevivirá. He intentado darle el poco agua que me quedaba, pero se le escapaba de la boca.
–¿Una mujer?
–Así es, Alteza.
Rashad se acuclilló y retiró la manta, sorprendiéndose al ver a una mujer tumbada de lado y vestida con ropa de hombre. Le buscó el pulso en la muñeca y, aunque de manera débil, encontró que seguía latiendo. No llevaba joyas en sus delicadas manos, sólo un reloj de oro en la muñeca. Rashad notó que tenía fiebre.
La miró de nuevo y se sorprendió al ver su belleza. La tomó en brazos y experimentó una extraña sensación.
Aunque su pueblo creía en los presagios, él era más escéptico y se negaba a creer que lo que sentía era algo más que una respuesta ante una mujer atractiva. No había estado con ninguna desde hacía varias semanas. Los asuntos de Estado de su padre lo habían mantenido muy ocupado.
La tez pálida de aquella mujer no disimulaba su rostro de porcelana. Y de su cabello desprendía un ligero aroma frutal. Su olor femenino invadió sus sentidos, provocando que se debilitara de una manera que su mente se negaba a recordar.
Mustafa lo siguió hasta el helicóptero donde Tariq ayudó a colocarla en el asiento trasero.
–Ella viajaba hasta Al-Shafeeq.
–¿Sola? –Rashad no podía imaginar por qué.
–Sí –Mustafa se rascó la mejilla–. A mí también me pareció extraño. Aquí tiene su pasaporte.
Rashad puso una mueca y lo guardó en el bolsillo.
–¿Hay alguien más que necesite atención urgente?
–No, Alteza.
–Bien, entonces la llevaré al palacio para que reciba asistencia médica. La ayuda está en camino desde Raz, pronto recibiréis provisiones.
Mustafa asintió agradecido y Rashad arrancó el helicóptero para dirigirse a Al-Shafeeq. Empleó el teléfono satélite para llamar a Nazir. Su asistente personal se aseguraría de que el médico de la familia real estuviera en el palacio para recibirlos.
Tras un vuelo corto, Rashad aterrizó junto al palacio y esperó a que Tariq y el guardaespaldas bajaran a la mujer del aparato. Cuanto menos tuviera que ver con aquella atractiva mujer, mejor para él. Un equipo médico corrió hasta ellos y llevó a la mujer al interior.
Tras asegurarse de que ella recibiría el mejor tratamiento posible, Rashad les dijo a los hombres que subieran de nuevo al helicóptero para llevarlos otra vez a Raz. Rashad tenía asuntos pendientes de solucionar.
Durante el vuelo, Tariq permaneció extrañamente en silencio. Rashad lo miró de reojo y le preguntó:
–¿Qué piensas, Tariq? No has dicho ni una palabra.
–No es normal que una mujer esté aquí sola. Y menos alguien tan joven.
–Estoy de acuerdo, pero es extranjera y eso explica muchas cosas.
–Es muy bella. Algún hombre sufrirá mucho si se entera de que la arena ha podido con ella. Espero que el médico pueda salvarla.
Rashad no contestó porque las palabras de Tariq habían provocado que se le erizara el vello de la nuca y los brazos. Era la segunda vez en menos de una hora que se estremecía. No le gustaba. No le gustaba nada.
Ansioso por continuar trabajando en su nuevo plan, Rashad los dejó junto a la planta principal. En cuanto Tariq bajó del helicóptero, sonó el teléfono y Rashad vio que era el doctor del palacio.
Se puso tenso. Era probable que lo llamaran para decirle que la paciente había fallecido. ¿Y qué pasaba si así era? ¿Qué significaría para Rashad, excepto que sentiría lástima por ella igual que lo haría por cualquiera que perdiera la vida en esas circunstancias? Finalmente contestó la llamada.
–¿Doctor Tamam?
–Me alegro de que haya contestado enseguida.
–¿Le hemos llevado a la mujer norteamericana demasiado tarde?
–No. Se está recuperando despacio gracias al suero.
Rashad suspiró.
–Ha tenido mucha suerte. ¿Está consciente?
–No, pero eso es bueno.
Rashad asintió.
–Estará en shock mientras se recupera de la experiencia –esperó una respuesta, pero al oír las palabras del doctor se sorprendió.
–Esta mujer necesita total privacidad. Mantenerse alejada de todo el mudo. ¿Tiene alguna sugerencia, Alteza?
Aquélla no era una petición normal y Rashad reaccionó enseguida.
–La suite con terraza.
Estaba en la segunda planta del palacio y se llegaba a ella por un pasaje privado que salía del hall principal. Debido a que estaba aislado del resto del palacio, otros miembros de la familia la habían utilizado como suite nupcial al principio de la luna de miel.
Nadie la ocuparía hasta que llegara su propia noche de bodas, programada seis meses más tarde. Al pensar en ello, Rashad frunció el ceño.