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Su marido quería que volviera Cuando su marido le puso la alianza, Marina pensó que sus sueños se habían hecho realidad. Pero su matrimonio no fue el cuento de hadas que había imaginado y, al final, se marchó con el corazón roto. Dos años después, Pietro D'Inzeo ya no poblaba los sueños de Marina. Ella sabía que había llegado el momento de seguir con su vida. Había tomado esa decisión y, aunque él la había emplazado a visitarlo en Sicilia, nada haría que cambiara de idea.
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Seitenzahl: 169
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Kate Walker. Todos los derechos reservados.
UN SUEÑO FUGAZ, N.º 2136 - febrero 2012
Título original: The Proud Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-467-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
LA CARTA estaba donde la había dejado la noche anterior, en el centro de la mesa. Exactamente en el centro de la superficie de roble pulido; directamente delante del sillón, para evitar la posibilidad de que olvidara su existencia.
Sólo tenía que sacar el documento, firmarlo, meterlo en el sobre con la dirección del remitente y enviarlo.
Pero hasta ese momento, hasta que ejecutara el rápido y resuelto trazo de su firma en un par de segundos, no pasaría nada de nada. La carta seguiría allí, intacta, esperando a que tomara una decisión.
Y nadie, ninguna otra persona, la cambiaría de sitio.
A fin de cuentas, Pietro no había dedicado media vida a conseguir un grupo de empleados excelentes, que habrían sido la envidia de cualquier hombre, para que no hicieran las cosas bien. Empleados que, además de obedecer todas sus órdenes, se anticipaban a ellas y sabían lo que quería y cuándo lo quería.
La carta seguiría allí. Nadie haría nada hasta que él diera la orden. Sólo entonces, se llevarían a cabo sus instrucciones.
Había establecido un método de trabajo tan perfecto que Pietro sólo se acordaba de él cuando algo fallaba. Y era tan extraño que algo fallara, que no era capaz de recordar la última vez que había sucedido.
Su mundo estaba bajo control. No habría permitido otra cosa. Desde su punto de vista, la falta de control, la pasión de las emociones, estaban necesariamente asociadas a la confusión y al caos. A un tipo de confusión y de caos que no quería volver a sufrir jamás.
–Dannazione!
Al soltar la maldición, golpeó la mesa con la palma de la mano. El sobre saltó ligeramente y cayó un par de centímetros más a la izquierda que antes.
Pietro conocía el tipo de caos que podía surgir de la pérdida del control. Una vez, sólo una vez, había cometido el error de dejar que la pasión dominara su vida y se llevara por delante la organización y la racionalidad que tanto apreciaba. Había aflojado las riendas y había perdido el control. Con resultados catastróficos.
Pero no iba a repetir la experiencia. Con una vez, tenía bastante.
Y todo, por culpa de una mujer.
Sus ojos azules se volvieron a clavar en la carta de la mesa. Sentía el deseo de alcanzarla, estrujarla y dejarse llevar por la rabia que inundaba sus venas.
Querida señorita Emerson…
Emerson ya no era su apellido; pero Pietro no habría permitido que su secretaria escribiera Querida principessa D’Inzeo o, peor aún, Querida Marina. Daba igual que las dos fórmulas fueran correctas y que las dos le hicieran un nudo en la garganta cuando las intentaba pronunciar.
Además, odiaba que el apellido de su familia, D’Inzeo, estuviera asociado a una mujer que se había separado de él un año después de la boda y que se había marchado sin molestarse en mirar atrás.
Marina. El simple hecho de pensar en su nombre bastó para desatar una cascada de imágenes de la voluptuosa pelirroja a la que había conocido en una calle de Londres, cuando sus coches chocaron.
El impacto de su cuerpo lleno de curvas y de sus ojos verdes y ligeramente avellanados, como los de un felino, fue inmediato. Cuando salieron de sus vehículos para llenar los partes de las compañías aseguradoras, Pietro alargó el proceso tanto como pudo y, al final, consiguió que Marina aceptara tomar una copa con él.
La copa se transformó en una cena y la cena, en una relación que terminó en boda.
Lamentablemente, su corto matrimonio había sido un desastre total, una mancha que perturbaba la conciencia de Pietro.
Se habían amado con una pasión abrumadora. Pero él jamás habría imaginado que aquel deseo acabaría tan mal, ni que la nueva vida que empezaba con ella implicaría la muerte de todo lo que había planeado para su futuro.
En cualquier caso, su relación con Marina era un asunto sin resolver; un problema que pedía a gritos un acuerdo firmado, sellado y perfectamente oficial.
Por eso había escrito la carta.
Pietro se pasó las manos por su cabello, de color negro, y miró la carta con tanta intensidad que las palabras se difuminaron hasta perder su definición.
Eso era lo que quería.
Quería ser libre de la mujer que había destrozado su vida y que ni siquiera lo había amado. Quería la oportunidad de cerrar la puerta de una época amarga de su pasado, de superarlo definitivamente para poder seguir con su existencia.
Pero si era verdad que lo quería, su comportamiento resultaba absurdo. Sólo tenía que meter la carta en el sobre y enviarlo. Y en lugar de eso, se dedicaba a dudar y a dar vueltas y más vueltas al asunto.
Ni siquiera se había tomado el tiempo necesario para pensarlo. Quería que se hiciera ya, inmediatamente. Quería quitárselo de encima de una vez por todas.
Por fin, alcanzó la carta y la pluma plateada que había estado junto a ella, esperando el momento.
Su relación con Marina estaba a punto de terminar. Pietro volvería a ser libre.
Firmó al final de la página, con tanta fuerza que le faltó poco para romper el papel.
Ya estaba hecho.
Después, dobló el papel cuidadosamente y lo introdujo en el sobre que su secretaria había preparado.
–¡Maria! –dijo en voz alta, para que lo oyera desde su despacho–. Por favor, envía esta carta a la dirección del sobre. Quiero que lo reciba tan pronto como sea posible.
Pietro necesitaba estar seguro de que el sobre llegaría directamente a manos de Marina, para que no hubiera ningún error. Así, sabría que lo había recibido y los dos podrían seguir adelante con sus vidas.
Los dos. Porque Pietro estaba absolutamente seguro de que ella lo deseaba tanto como él.
La carta estaba donde la había dejado la noche anterior, en el centro de la mesa de la cocina. Exactamente en el centro de la superficie mellada de madera de pino; directamente delante de la silla, para evitar la posibilidad de que olvidara su existencia.
Marina sabía que debía leerla otra vez y que esta vez debía leerla de verdad, tranquilamente, sin pasar a toda prisa sobre las líneas escritas por Pietro, tan afectada por ellas que no lograba asumir sus implicaciones.
Había llegado por mensajero la noche anterior. La sorpresa de ver el nombre de su esposo en el remite le impidió concentrarse en la carta; las palabras bailaban ante sus ojos y se oscurecían mientras intentaba entender. Pero más tarde, cuando la leyó de nuevo, la entendió perfectamente.
Sin embargo, no supo lo que debía sentir al respecto. Pensó que sería mejor que se acostara y que lo volviera a intentar al día siguiente, cuando hubiera descansado y pudiera pensar con más claridad.
–¿Descansado? Bah –se dijo.
Alcanzó la cafetera, la llenó y la puso al fuego. No había logrado descansar. Se había pasado la noche dando vueltas, haciendo esfuerzos inútiles por borrar las imágenes y los recuerdos del pasado que se formaban en su mente.
No sirvió de nada. Las imágenes y los recuerdos seguían allí y se llenaban con el contenido de la carta, volviéndose cada vez peor.
Al final, sólo logró dormir un poco. Y tuvo pesadillas.
Ahora estaba tan agotada que necesitaba un café doble antes de volver a leer la carta de Pietro. Pero ni siquiera la había alcanzado cuando el teléfono sonó de repente y la sobresaltó hasta el punto de que derramó el café.
–¿Dígame?
–Hola, soy yo.
En su desconcierto, Marina no fue capaz de reconocer la voz.
–¿Quién eres?
–¿Quién voy a ser? Stuart, claro –contestó con extrañeza.
A Marina no le sorprendió que se extrañara. Había conocido a Stuart en la biblioteca local, donde trabajaba como bibliotecaria. Stuart no había hecho el menor esfuerzo por disimular que se sentía atraído por ella, y su voz le resultaba tan familiar que debería haberla reconocido al instante. Pero como las imágenes de Pietro se acumulaban en su mente, esperaba oír la voz de su marido.
–Lo siento, Stuart. Estoy algo dormida. ¿Qué quieres?
–Se me ha ocurrido que podríamos hacer algo el fin de semana.
–¿Hacer algo?
Miró la carta y pensó que Stuart podía ser lo que necesitaba. Era atractivo, amable y encantador. Pero se dijo que no tenía derecho a salir con él, que no se podía interesar por otro hombre cuando seguía legalmente casada con Pietro.
–Lo siento, Stuart. Me temo que voy a estar fuera una temporada.
–¿Te vas de vacaciones?
–No, no exactamente.
Marina no quiso decir que iba a ver a su marido. Se llevaba bien con Stuart y había considerado la posibilidad de mantener una relación con él, pero todavía no le había explicado que estaba casada.
De algún modo, se las arregló para responder al interrogatorio de Stuart con evasivas. Y mientras contestaba, seguía pensando en la carta.
Por fin, Stuart cortó la comunicación. Aunque no sin antes dejar bien claro que su actitud le había molestado bastante.
Marina maldijo a Pietro para sus adentros. No había dado señales de vida en dos años y ahora, cuando volvía a establecer contacto, provocaba que todo empezara a salir mal. Pero quizás estaba exagerando. Quizás había leído mal la carta.
Minutos después, supo que no estaba exagerando. Además de reaparecer de repente tras dos años de silencio, Pietro volvía a ser el hombre controlador y dictatorial de costumbre. En su carta, no le rogaba que fuera a verle a Palermo. Se lo ordenaba.
Pietro parecía creer que sólo tenía que chasquear los dedos para que ella saltara como una mascota.
Llevamos casi dos años separados. Esta situación ha ido demasiado lejos. Es hora de resolverlo.
–Y que lo digas –murmuró Marina.
En el fondo de su corazón, Marina siempre había sabido que aquel momento llegaría, que era la consecuencia inevitable de su separación por mucho que hubiera intentado olvidar el pasado y la humillación que sintió al saber que Pietro no la amaba.
A decir verdad, le sorprendía que hubiera tardado tanto. Pero a pesar de ello, había albergado una sombra de esperanza. Una esperanza que se desvaneció con la carta de Pietro.
Es absolutamente necesario que vengas a Sicilia. Debemos discutir los términos de nuestro divorcio.
El tono de su carta era muy parecido al que había usado con la carta que le envió dos años antes, cuando Marina se marchó para poner fin a la miseria de aquel matrimonio sin amor. Sólo había una diferencia: que entonces le ordenaba que volviera a Sicilia para retomar su puesto de esposa y ahora le ordenaba que volviera para que dejara de serlo.
Habían pasado dos años y aún le resultaba doloroso.
Marina había creído que tenía todo lo que podía desear. Tenía un marido al que adoraba y estaba esperando un bebé. Pero luego, el destino se burló de ella y se lo quitó todo. Perdió el bebé, perdió a su marido y, al final, se quedó sin fuerzas para seguir soportando la desolación de su matrimonio.
Por suerte, ya no era la misma de antes. Ya no se iba a dejar manipular por el príncipe D’Inzeo. Los dos años transcurridos desde la separación la habían convertido en una mujer mucho más fuerte.
Buscó su bolso y sacó el teléfono móvil.
No tenía forma de saber si el número de Pietro seguía siendo el mismo, pero le dio igual. Escribió un mensaje tan deprisa como pudo:
¿Por qué tenemos que vernos en Sicilia? Si quieres hablar conmigo, ven tú.
Después, envió el mensaje con una sonrisa de satisfacción, dejó el teléfono en la mesa y volvió a alcanzar la taza de café.
Apenas había tenido tiempo de echar un trago cuando sonó un bip y llegó la respuesta de Pietro, que no podía ser más sucinta: No.
Marina lo maldijo y envió otro mensaje.
¿Por qué no?
La contestación de Pietro fue algo más larga.
Porque estoy ocupado.
Ella apretó los dientes y contraatacó:
¿Crees que yo no lo estoy?
En esta ocasión, no hubo respuesta. La pantalla del teléfono permaneció inalterada y no se oyó ningún sonido.
Marina frunció el ceño, extrañada. Pietro no era un hombre que se rindiera así como así. En realidad, Pietro no se rendía nunca.
Segundos después, sonó otro bip.
El avión ya está preparado. Te recogerá un coche dentro de una hora.
Ella no esperaba esa salida, pero se negó de todas formas.
No.
Y él volvió a insistir.
En 58 minutos.
No.
En 57.
¡He dicho que no!
Marina supo que estaba perdiendo la batalla, pero siguió luchando. No era una marioneta que bailara al son de Pietro mientras él movía las cuerdas a su antojo.
¿Quieres el divorcio? ¿O no?
Ella se hizo la misma pregunta. En ese momento, era lo que más deseaba. Cinco minutos de mensajes cruzados con el príncipe D’Inzeo habían bastado para que quisiera quitárselo de encima tan pronto como fuera posible.
Por lo visto, necesitaba que le recordara lo autocrático y dominante que podía llegar a ser. Nunca le habían importado las necesidades ni los sentimientos de los demás.
Por supuesto que lo quiero, respondió.
Pues ven a Sicilia. El coche llegará en 55 minutos.
Marina se preguntó por qué estaba discutiendo con Pietro. A fin de cuentas, tenía razón. Ya era hora de que pusieran fin al desastre de su matrimonio, de que terminaran con él y lo metieran en el cajón de los grandes errores.
Podía imaginar su reacción de sorpresa cuando viera que aceptaba su proposición. Pero decidió hacerle esperar y subió a la habitación para hacer el equipaje.
El teléfono volvió a sonar al cabo de un rato.
Trae a tu abogado.
Marina frunció el ceño. Debía de ser una broma. Los hombres como Pietro D’Inzeo tenían bufetes de abogados a su disposición permanente, pero los seres humanos normales, como ella, no se encontraban en ese caso.
Al mismo tiempo, la frase de Pietro le provocó un escalofrío. Su tono dictatorial estaba allí, tan perfectamente claro que en esas cuatro palabras que casi pudo oír la voz de su marido con su bello acento siciliano.
Al parecer, Pietro daba por sentado que el divorcio sería complicado. Seguramente creía que intentaría sacarle hasta el último penique que pudiera.
Sin embargo, se iba a llevar una decepción. Sólo quería divorciarse de él para recuperar su libertad y seguir con su vida. No quería ni una pequeña parte de su fortuna, aunque Pietro estaba convencido de lo contrario porque, a fin de cuentas, no habían firmado un acuerdo prematrimonial.
Marina ardía en deseos de verle la cara cuando comprendiera que también se había equivocado con ella en ese aspecto.
Alcanzó el teléfono otra vez, escribió dos palabras y las envió:
50 minutos.
A continuación, apagó el móvil y se puso manos a la obra. Tenía mucho que hacer si quería estar preparada en cincuenta minutos. Además, ya estaba harta de intercambiar mensajes con Pietro.
Odiaba tener que viajar a Sicilia y enfrentarse al hombre del que se había enamorado con toda su alma y que le había partido el corazón. Pero si ése era el precio para recuperar su libertad, lo pagaría gustosa.
–Año nuevo, vida nueva –se dijo en voz alta–. Tómatelo desde ese punto de vista.
Echó un vistazo por la ventana del dormitorio y pensó que, al menos, el viaje serviría para escapar de un invierno especialmente frío.
Tenía que ser positiva.
Un par de días más y sería libre.
Un par de días más y su apelación al año nuevo y la vida nueva dejaría ser una frase hecha y se haría realidad.
Pero antes, tendría que pasar el mal trago de volver a ver a su esposo.
Y sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con los vientos helados y el cielo oscuro del exterior.
PIETRO se encontraba junto a la ventana de la sala de juntas de su abogado, contemplando la lluvia. Tenía los hombros hundidos y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de su traje de seda, de un gris tan metálico como el de las nubes.
Impaciente, empezó a pegar golpecitos con el pie.
Marina llegaba tarde. Habían quedado a las diez y media de la mañana y faltaba poco para las once menos cuarto. Llevaba un retraso de casi quince minutos. Y ni siquiera estaba seguro de que al final apareciera.
Se pasó una mano por el pelo y entrecerró los ojos.
Al menos, sabía que ya había llegado a Sicilia. Federico, su chófer, la había llevado a un hotel el día anterior después de ir a buscarla al aeropuerto. Incluso le había dado los documentos que Matteo Rinaldi, su abogado, había preparado para la reunión de la mañana. Pietro quería que estuviera informada para que ella y su representante legal supieran a qué atenerse.
Desesperado, suspiró y se preguntó dónde se habría metido.
Justo entonces, vio que un taxi se detenía al otro lado de la calle, enfrente del edificio. Pietro no veía bien el interior porque las ventanillas y la luna trasera estaban empañadas, pero distinguió el glorioso cabello rojo de quien pronto sería su exmujer.
Por brumoso que fuera, aquel destello rojizo bastó para que Pietro se estremeciera al recordar sus días y noches de pasión erótica. Se excitó tanto que tuvo que apretar los dientes para soportar el impacto de sus recuerdos.
–Por fin ha llegado –le dijo a Matteo.
Tenía intención de alejarse de la ventana, pero mientras hablaba a su abogado, ella salió del vehículo.
–Ya está aquí –añadió con un tono bien distinto. Marina alzó la cabeza de repente, como si hubiera oído sus palabras, y clavó la vista en la ventana.
Los dos se miraron.
Incluso en la distancia, Pietro pudo distinguir el verde intenso de los ojos de Marina. Su actitud general, con la barbilla alzada y la espalda muy recta, resultaba extremadamente desafiante. Casi tanto como la voluptuosidad de su cuerpo, un escudo perfecto para rechazar a cualquier oponente.
Pasó un segundo, dos segundos, el espacio de un latido.
Y seguían mirándose.
Pietro se sintió como si el aire se le hubiera congelado en los pulmones y lo hubiera dejado rígido, incapaz siquiera de parpadear. Pero el hechizo se rompió cuando pasó otro coche y Marina dio un paso atrás para que no le salpicara el agua de un charco.
Un momento después, ella cruzó la calle con largas zancadas de sus piernas interminables. Pietro supuso que se taparía la cabeza con el maletín que llevaba encima, pero se equivocó. Había olvidado que a Marina le encantaba la lluvia.
Aquel detalle le recordó otra imagen del pasado: Marina bailando bajo la lluvia, dando vueltas y más vueltas con su cabellera sobre los hombros. En aquella época estaba llena de vida, de humor y de belleza. Incluso se burló de él cuando le dijo que se metiera dentro porque se iba a empapar.
–Esta lluvia es cálida en comparación con la de Inglaterra –observó–. Y no voy a encoger porque me moje un poco.
Pietro lo recordaba muy bien, porque cuando salió para llevarla al interior, Marina lo agarró de las manos y lo obligó a bailar con ella hasta que los dos terminaron calados hasta los huesos. Sólo entonces, permitió que la tomara en brazos y la llevara de vuelta al palacio. Terminaron en el dormitorio, donde Pietro se vengó de ella de la mejor y más sensual manera por haberlo empapado.
–Dannazione! –susurró.
Una vez más, se maldijo por dejarse llevar por los recuerdos. Necesitaba recobrar el control de sus emociones.