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Alguien parecía empeñado en que aquella relación imposible funcionara... Una declaración de amor en una limusina era lo último que necesitaba Sarah Malcolm. Era cierto que Harris Davidson era rico, poderoso y muy sexy, pero también le había dejado muy claro que en su vida no había sitio para el amor.... Teniendo que cuidar a sus hermanos y dirigir el restaurante, Sarah no entendía por qué no podía dejar de pensar en aquel hombre.
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Seitenzahl: 147
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Katherine Garbera
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una belleza en la cama, n.º 1334 - octubre 2016
Título original: In Bed With a Beauty
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9052-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Un pequeño anticipo
Capítulo Uno
Si te ha gustado este libro…
–Pasquale Mandetti, tienes una oportunidad –dijo una agradable voz femenina que me tomó por sorpresa.
Nadie me llamaba por mi verdadero nombre.
–Llámame Il Re, por favor, muñeca –contesté, mirando hacia una luz cegadora.
¿Seguiría vivo? No, imposible. Nadie sobrevive a cinco tiros en el pecho.
–En el más allá, sólo hay un Rey.
Me encogí de hombros, pues no tenía ganas de discutir con Dios ni con su emisaria o quien quiera que fuese aquella voz.
–Entonces, llámame Ray.
–Tienes la oportunidad de redimirte, Ray.
Aquello me hizo reír.
–¿Yo? Sí, claro. Un tipo como yo no se convierte en bueno cuando se muere y va al cielo.
–Con tu último aliento has pedido perdón y a Dios le gusta hacer lo que puede.
–Estupendo, entonces, ¿voy a ir al cielo?
–No tan rápido, hay ciertas condiciones.
«Por supuesto, debí imaginarlo».
–Te escucho.
–Queremos que unas a tantas parejas en el amor como enemigos asesinaste en el mundo de los vivos en nombre del odio.
–Por todos los infiernos…
–Aquí, no está permitido emplear esa palabra.
–Perdón –me excusé–. He sido jefe de una banda mafiosa durante veinticinco años y he mandado matar a un montón de hombres. Eso sin contar la cantidad de chapuzas que tuve que hacer para llegar a lo más alto.
–Ya sabemos que eres el rey del crimen, pero no tenemos todo el día. ¿Aceptas la oferta?
–Vaya, muñeca, yo creí que teníamos toda la eternidad.
–Como me vuelvas a llamar muñeca, no vas a tener absolutamente nada.
Tuve que controlarme para no chasquear la lengua.
–Muy bien, lo haré.
–Hay ciertas normas.
–No me gustan demasiado las normas –le advertí.
–Pues vas a tener que cambiar –dijo la voz–. Para empezar, tienes que seleccionar a una pareja para tu misión. Con cada pareja adquirirás una forma humana y una personalidad diferente. En cuanto hayas conseguido unirlos, volveré a aparecer ante ti.
–¿Y ya está?
«Esto va a ser muy fácil. Cielo, allá voy».
–No. Si la pareja elegida no se enamora, la tienes que ayudar.
«¿Y qué sé yo del amor? Sé lo que hay que hacer para destruir una relación, pero nunca he sido capaz de estar con una mujer. Incluso las que no querían una relación duradera conmigo, me dejaron antes de lo previsto. Esto no va a ser tan fácil como yo creía».
–¿Tengo pinta de consejero matrimonial?
–Será mejor que así se lo parezcas a ellos.
En aquel momento, vi a Tess, la única mujer que intentó hacer mi vida mejor, la mujer que me quiso en momentos tan duros que otras mujeres menos fuertes no habrían soportado.
Entonces, recordé que había hecho todo lo que tenía en mi mano para destruir los sentimientos que ella me inspiraba. Lo tuve que hacer para sobrevivir en un mundo en el que un hombre blando, un hombre enamorado, era una presa fácil.
Pero ese mundo era diferente. Decidí hacerlo por Tess, a cambio del amor que me había dado, el amor que jamás me di cuenta de que necesitara hasta que ya fue demasiado tarde.
–¿Qué tengo que hacer?
–Di un número –contestó la voz, poniendo varios sobres de papel manila ante mí.
–El uno.
–Número uno –repitió la voz.
Me entregó el sobre marcado con aquel número, yo lo abrí y leí el informe. Sarah Malcolm, propietaria de un restaurante en apuros, y Harris Davidson, un empresario multimillonario.
No tenían nada en común. Seguí leyendo y la cosa no mejoró. Aquellos dos no estaban hechos el uno para el otro.
–Será una broma. No hay manera de hacer que estos dos se enamoren. Dame otro sobre.
Los sobres desaparecieron.
–Lo siento, pero has elegido ése y tienes que conseguir que esa pareja se enamore. Ah, por cierto, al jefe le gusta que se casen –dijo la voz alejándose.
–¿Y si no lo consigo?
–Has pedido perdón –me recordó.
–Sí, pero nunca creí que me lo fuera a conceder.
–Bueno, pues ya has visto que sí. ¿Alguna otra pregunta?
Millones de ellas. Aquélla era la experiencia más rara que jamás me había ocurrido, pero no podía fallar. Tenía que hacer de celestina, maldición. Si mis amigos me vieran en esos momentos, se reirían un buen rato a mi costa.
–Sí, ¿cómo me pongo en contacto contigo?
–Ya me pondré yo en contacto contigo –contestó desapareciendo.
«Menudo lío», pensé mientras mi cuerpo se quedaba atrás.
Vivo había sido un jefe de la mafia y de pronto era una celestina. Vaya lío.
Sarah Malcolm llegaba tarde. Nada nuevo. Ya lo había intentado todo. Había adelantado el reloj un cuarto de hora, había probado varias rutas alternativas y había llegado a llevar un reloj en cada muñeca, pero no conseguía llegar nunca puntual.
Aquel día le había pedido ayuda a los gemelos para salir de casa en tiempo récord y así había sido, pero no había contado con que se le estropeara el coche.
Le pareció de adolescente darle una patada a la puerta del coche, así que esperó a que pasaran los demás vehículos para hacerlo.
El Citrus Grove Bank era su última oportunidad de mantener su restaurante, El Taste of Home, abierto. Si llegaba tarde, estaba segura de que al señor Max Tucker no le iba a impresionar que fuera capaz de mantener a flote un barco que se estaba hundiendo.
Tucker no le iba a dar su dinero a alguien que ni siquiera conseguía llegar a tiempo a una cita.
Maldición.
Había llegado el fin. Iba a tener que cerrar el restaurante y no iba a tener más remedio que buscarse dos trabajos para poder mantenerse a sí misma y a sus dos hermanos gemelos de dieciocho años.
Lo bueno era que los gemelos irían a la universidad el próximo curso y ambos tenían beca, pero para aquello todavía faltaba un año y ella tenía que conseguir que durante ese tiempo pudieran seguir viviendo en la casa de sus padres decentemente.
Sarah sintió que le empezaba a doler la cabeza.
En ese momento, vio que una limusina se paraba unos metros delante de su coche. Sarah parpadeó. Debían de ser imaginaciones suyas. Vio bajarse del asiento del conductor a un hombre bajito y gordito que llevaba unos pantalones informales, una camisa de vestir y una corbata con, madre mía, ángeles.
Para colmo, a aquel hombre de piel aceitunada y barba a pesar de que era muy pronto, le quedaba pequeña la camisa porque tenía mucha tripa.
–Hola, muñeca, ¿se te ha pinchado una rueda? –le preguntó con acento de Jersey mientras se acercaba a su coche.
–Ojalá fuera eso –sonrió Sarah.
En ese momento, se abrió la puerta de atrás de la limusina y apareció otro hombre. Aquél era alto y rubio y andaba con decisión. Tenía los ojos grises y, por cómo la miró, Sarah se dio cuenta de que era aquel segundo hombre el que daba las órdenes.
Cuando lo tuvo cerca, se percató de que se había quedado sin aliento. Tenía unos rasgos demasiado duros como para decir que era guapo, pero tenía un gran atractivo.
Sarah se alegró de haber aprendido hacía mucho tiempo que los cuentos con final feliz no existían, porque aquel hombre se parecía increíblemente a su versión del príncipe azul. Sin embargo, había salido con demasiadas ranas como para no saber que los príncipes azules sólo existían en los cuentos y ella había dejado de ser una niña hacía mucho tiempo.
–¿Qué pasa? –le preguntó acercándose.
–No lo sé –sonrió Sarah al darse cuenta de que llevaba una corbata con tiburones con las fauces abiertas.
El hombre miró el reloj y, luego, a su conductor.
–¿Quiere que la llevemos a algún sitio?
«Qué caballero», pensó Sarah.
Parecía que, por fin, todas las velas que había encendido en la iglesia rezando para encontrar a un hombre que mereciera la pena iban a haber servido de algo.
–Sí, muchas gracias. He llamado a una grúa, pero va a tardar media hora en venir y tengo que estar en el Citrus Grove Bank de Kaley dentro de un cuarto de hora.
–Entonces, vámonos –dijo el hombre yéndose hacia la limusina.
Sarah dudó.
No sabía si montarse en un coche con dos desconocidos. Era cierto que había estado rezando para que un guapo caballero acudiera en su rescate, pero lo había estado haciendo desde que había cumplido dieciocho años y Paul había decidido que no quería hacerse cargo de dos niños de seis.
Hasta aquel momento, los hombres que habían oído sus plegarias no habían sido nunca muy espléndidos.
–Ahora que lo pienso, creo que me voy a quedar esperando a la grúa.
El conductor la miró fijamente y hubo algo en sus ojos que la tranquilizó, pero también decían que Ted Bundy tenía unos ojos muy bonitos.
–De verdad, no es ningún problema llevarla –dijo entregándole una tarjeta de visita de la empresa de limusinas para la que trabajaba, en la que figuraba su número de licencia–. Me llamo Ray King.
–Gracias –contestó Sarah mirando al otro hombre, que también se acercó.
–Harris Davidson –dijo alargando el brazo.
–Sarah Malcolm –repuso ella estrechándole la mano.
Aquel hombre llevaba la manicura hecha, pero tenía callos. Sarah decidió reflexionar sobre aquella incoherencia más tarde.
–Ahora que ya somos viejos conocidos, ¿nos vamos?
¿Lo había dicho con sarcasmo? Sarah no estaba segura, así que le sonrió como hacía con su contable cuando le daba noticias que no le gustaban.
–Por supuesto, gracias por llevarme –contestó.
Sarah entró en el coche y se dio cuenta de que la mampara divisoria entre el conductor y ellos estaba subida y se preguntó de quién habría sido idea.
Pronto avanzaron por Orange Avenue. Orlando era una ciudad bonita, sobre todo en otoño, cuando ya habían pasado los días de calor intenso y las fiestas de Halloween estaban a la vuelta de la esquina.
–Gracias por parar.
–De nada –contestó Harris.
Sarah se dio cuenta de que aquel hombre no tenía ninguna intención de hablar hasta que llegaran al banco y le pareció bien. Miró el reloj y se preguntó qué haría su madre en una situación como aquélla.
Imposible saberlo pues siempre había intentado ser todo lo diferente de sus padres que pudiera. Ya estaba harta de darle vueltas a la cabeza.
–¿Vive por aquí? –le preguntó.
Lo cierto era que odiaba el silencio, sobre todo con las personas que no conocía. Cuando se ponía nerviosa, comenzaba a hablar y sus hermanos le tomaban el pelo por ello llamándola boquerón.
–No, vivo en California.
Sarah cruzó las piernas y él siguió el movimiento con los ojos. Sarah tiró del dobladillo de la falda hacia abajo, pues no le gustaban sus rodillas. Aunque tenía una talla treinta y ocho, siempre le había parecido que sus rodillas eran de elefante y se avergonzaba de ello.
–¿Dónde? ¿En San Diego, en Los Ángeles o en San Francisco?
–En Los Ángeles –contestó Harris–. En Belair para ser más exactos –carraspeó.
–¿De verdad?
Harris levantó una ceja y Sarah se dio cuenta de que le gustaría que lo dejara en paz, pero nada más lejos de su intención. Precisamente porque aquel hombre quería mantener las distancias, ella se sentía irremediablemente atraída a bombardearlo a preguntas.
–¿Y conoce a alguna estrella de cine? Yo siempre he pensado que me encantaría ir por allí, pero no he tenido tiempo todavía.
–No, no conozco a ninguna estrella de cine –contestó Harris hojeando el Wall Street Journal que tenía al lado.
Sarah sabía que aquello había sido una indirecta y se puso a mirar por la ventanilla. Vio que estaban a punto de llegar al banco y se preguntó qué pasaría si el señor Tucker le negara el crédito para ampliar el negocio.
–¿Y le gusta vivir allí? –le preguntó para distraerse
–Supongo que sí –contestó Harris desde detrás de las páginas del periódico.
A Sarah le encantaban los retos.
–¿Le gustaría vivir en otro sitio?
–No porque tendría que trasladar mi empresa.
–¿A qué se dedica?
–Señorita Malcolm…
–Sarah –sonrió ella.
Harris dejó el periódico en el asiento y, al hacerlo, Sarah se fijó en los músculos que cubrían aquella chaqueta y se preguntó cómo estaría sin ella.
Sí, definitivamente, llevaba demasiado tiempo sin salir con un hombre, así que decidió que, en cuanto volviera al restaurante, iba a llamar a Marcus, su contable, para aceptar la invitación a cenar por ahí que le había hecho.
–¿La pongo nerviosa?
Aquella pregunta la sorprendió.
–No, ¿por qué?
–¿Habla usted siempre tanto?
–Me temo que sí. De hecho, mi hermano siempre me toma el pelo por ello.
–Yo no soy su hermano.
–¿No me diga?
Harris ladeó la cabeza y la miró con intensidad.
La limusina se paró delante del banco y Sarah se preparó para bajar, pero Harris la agarró del brazo para impedírselo.
–No se calle ahora.
–Creí que eso era precisamente lo que quería.
–Puede que no lo sepa todo.
–Sin duda, no lo sé todo, ni mucho menos.
–Me gustan las mujeres que no temen admitir que no lo saben todo.
–Los hombres no suelen admitirlo porque les hace sentirse superiores –dijo Sarah guiñándole un ojo.
Harris no supo qué contestar. Nadie se atrevía a bromear con él porque siempre mantenía las distancias.
–Ya sabe que los hombres aprovechamos la mínima oportunidad.
Sarah sonrió y Harris no pudo evitar fijarse en su boca. Aquella mujer tenía los labios más sensuales que había visto jamás.
–Aunque no les vaya a conducir a ninguna parte.
¿De qué demonios estaban hablando? Ah, sí.
Lo que Harris tenía muy claro era que lo que diferenciaba a las mujeres de los hombres, era que ellas nunca terminaban de entender que cuando un hombre conocía a una mujer y todavía no había conseguido poseerla, lo único que tenía en la cabeza era precisamente eso.
–A veces, hay que arriesgarse.
Sarah se apartó el pelo de la cara. Lo tenía negro, algo rizado y brillante y Harris estaba seguro de que sería sedoso al tacto.
Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer y se preguntó si Sarah sería lo suficientemente abierta de mente como para mantener una relación únicamente sexual con un hombre.
Harris llevaba sólo un mes y medio en Orlando y una relación así sería perfecta para él.
–En eso estamos de acuerdo –contestó ella con voz melosa.
Harris tenía muy claro que en la batalla de los sexos, los hombres tenían todas las de perder. Lo había visto en el caso de su padre, que había caído víctima tantas veces del supuesto sexo débil. Por eso precisamente él había intentado formar su propia familia con veintitantos años y no le había salido bien, así que no iba a volver a intentarlo.
–Otras veces ni siquiera merece la pena arriesgarse.
–¿Lo dice con amargura?
Harris sopesó la pregunta. No, lo cierto era que no les guardaba rencor a las mujeres, pero tenía muy claro que no quería nada serio con ellas.
–No, simplemente soy realista.
–Ah, realista. ¿Es usted de esos hombres que no creen en el amor? –le preguntó con una chispa de curiosidad en sus ojos castaños.
De repente, Harris sintió ganas de retarla, pues aquella mujer no se parecía a otras que había conocido. Aquella mujer tenía una alegría de vivir que el jamás había tenido y, de manera egoísta, quería tenerla cerca para que se la contagiara.
Sabía que no lo aguantaría demasiado tiempo, claro que tampoco tendría que hacerlo, pues el sólo la quería durante su estancia en Florida.
Muchas mujeres habían intentado cambiarlo, habían intentado enseñarlo a amar, pero él sabía que había cosas en un hombre que jamás cambiaban y, desde luego, él tenía muy claro que en su vida no había cabida para el amor.
–Ningún hombre cree en el amor –contestó.
–Sólo en el deseo, ¿verdad?
–El deseo puede ser maravilloso –contestó Harris, muriéndose por tocarla de nuevo.
Cuando se habían tocado por primera vez, al darse la mano en la carretera, lo único en lo que había pensado era que iba a llegar tarde a su cita, pero en ese momento quería quedarse con ella y esa reacción lo sorprendió, pues él nunca era espontáneo, nunca improvisaba, y no tenía intención de empezar a serlo.
–Tiene razón –dijo Sarah.
–Suelo tenerla.
Sarah rebuscó en su bolso y se puso las gafas de sol.
–¿Y qué me dice de las relaciones que siguen cuando se ha terminado el deseo?
Harris vio a su nuevo conductor bajándose del coche para abrirle la puerta a Sarah. No estaba muy contento con aquel hombre, pero Jeffrey O’Neil no se encontraba disponible porque había tenido una urgencia familiar.
Ray King no parecía entender su papel y Harris se dijo que iba a tener que recordárselo, pues él tenía muy claro que los empleados eran empleados y no amigos.