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Deseo 1294 Él la protegería de los peligros... y ella cuidaría su corazón para siempre. Emma Michaels había acudido a Texas embarazada de siete meses huyendo del acoso su ex novio. Sin embargo no tardó en tener que enfrentarse a un peligro mayor... el guapísimo Flynn Sinclair, su guardaespaldas. Aunque Flynn intentó cumplir con su obligación y no dejarse arrastrar por la atracción, los deseos reprimidos no tardaron en desembocar en una pasión incontenible. Cuando el peligro hubiera pasado, ¿podría Emma convencer a Flynn para que se enfrentara al mayor desafío de su vida... entregar su corazón a una mujer?
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Seitenzahl: 207
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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Planta 18
28036 Madrid
© 2004 Eileen Wilks
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una cita con el peligro, DESEO 1294 - mayo 2023
Título original: THE PREGNANT HEIRESS
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
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Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411418270
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
The Texas Tattler
Los Fortune de Texas
Lista de personajes
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Tras la sorprendente declaración de Miranda Fortune sobre el reencuentro con sus gemelos, otra noticia ha sacudido los cimientos de la sociedad. Cameron Fortune, conocido por sus extravagancias, tuvo tres hijos ilegítimos con tres mujeres diferentes antes de su muerte. La semana pasada, el cabeza de familia, Ryan Fortune, celebró una fiesta en el rancho Double Crown para darles la bienvenida a estos nuevos y asombrados parientes.
Los Fortune no escatimaron en gastos para la fiesta, en la que se sirvieron el mejor champán y los más refinados entremeses. Sólo una de los herederos declinó la invitación. El resto, el importador internacional Jonas Goodfellow, el sargento de marines Sam «Tormenta» Pearce, el ejecutivo Justin Bond y Emma Michaels, ésta última en avanzado estado de gestación, se mezclaron con sus nuevos parientes.
Según una fuente anónima, «había algo misterioso en Emma. No quería tener mucho que ver con los Fortune». Naturalmente, todos notaron que estuvo casi todo el tiempo hablando con el detective privado que la encontró. ¿Le estaba únicamente expresando su gratitud… o podría haber algo más entre ellos?
Conoce a los herederos perdidos de los Fortune. Ser miembro de esta familia de Texas tiene sus privilegios, pero también supone un alto precio. Cuando la familia se reúne para dar la bienvenida a los nuevos parientes, descubren que una peligrosa amenaza se cierne sobre ellos… ¡pero también un apasionado romance que sólo el verdadero amor texano puede ofrecer!
FLYNN SINCLAIR: su trabajo como detective privado terminaba tan pronto como llevara a Texas a los gemelos de Miranda Fortune, pero una mirada a Emma Michaels, embarazada y aterrorizada, le dijo que el trabajo tan sólo acababa de empezar…
EMMA MICHAELS: había escapado de una horrible relación en mitad de la noche, pero con un embarazo de siete meses de, esta reacia heredera de los Fortune no podía ir muy lejos. La única persona que podía ayudarla era un irresistible desconocido cuya poderosa voz ya le había inspirado más de una fantasía.
JUSTIN BOND: conocer a los Fortune había cambiado por completo al hermano gemelo de Emma… y ahora la prioridad de este hombre de negocios era recuperar a su esposa.
Febrero, norte de Huachuca City, Arizona
Flynn Sinclair no sabía por qué esa mujer sonreía tanto. La pareja de ancianos a la que estaba atendiendo bien podría haber pensado que se había presentado aquella mañana en el restaurante de carretera tan sólo por el placer de mirar las fotos que la anciana señora había extendido sobre la mesa.
Su sonrisa era radiante y sincera, en absoluto forzada. Luminosa y sugerente, como cuando le había servido a Flynn hacía unos minutos. Una sonrisa a la que Flynn no le encontraba explicación.
Pero si la anciana pareja hubiera prestado atención, habría visto que la mujer no miraba las fotos de sus nietos. Y también habría visto las sombras de cansancio bajo sus ojos azules.
Flynn sí las había visto. Siempre prestaba atención a todo. Era su trabajo.
La mujer se separó de la anciana pareja y estaba dirigiéndose hacia la barra, cuando un camionero con bigote se levantó de su asiento y le bloqueó el paso. Esbozó una horrible sonrisa e intentó palmearle el trasero.
Ella esquivó su mano y dijo algo que Flynn no pudo entender por culpa del ruido. Los miró con el ceño fruncido. El camionero debía de estar borracho o simplemente ser un idiota. Posiblemente ambas cosas.
Sintió el impulso de enseñarle buenos modales al señor Mostacho, en términos que aquel imbécil pudiera entender. Apretó los puños, dispuesto a propinarle un puñetazo. Pero no hubo necesidad. El camionero se dirigió hacia la caja registradora, visiblemente decepcionado. Flynn miró entonces a la mujer, que se apresuró a rodear la barra para calentar la cafetera.
Era demasiado delgada, con su castaña melena recogida en una cola de caballo que le daba aspecto juvenil, unos ojos enormes, una boca sonriente, y unos brazos y piernas que no dejaban de moverse. A pesar de la reveladora protuberancia del vientre que se adivinaba bajo el uniforme rosa, parecía una joven que estuviera descubriendo los misterios de la pubertad.
Pero no era ninguna chiquilla. Flynn sabía muy bien cuál era su edad. Emma Michaels tenía treinta y dos años, era soltera, y hasta hacía poco tiempo había vivido en San Diego, California. Sabía cuál era su lugar de nacimiento, el nombre de su profesora de inglés del instituto, sus últimas tres direcciones y quién era su madre.
Y eso último era más de lo que ella misma sabía.
Flynn sonrió. No había esperado que le gustara aquel trabajo. Su cliente era un pobre desgraciado, y cuando se trataba con gente así, por lo general se perdía el tiempo rebuscando en la basura. Además, estaba seguro de que Lloyd Carter le había mentido.
El hecho en sí no tendría que haberle importado mucho. Los clientes mentían. Todo el mundo mentía. La mentira era una habilidad inherente al lenguaje, y el trabajo de Flynn requería el talento para descubrirla.
Lloyd Carter era un buen mentiroso, pero no lo bastante bueno. A Flynn nada lo ponía más en guardia que alguien que insistiera en su completa honestidad. Su situación profesional era bastante buena, ya que podía darse el lujo de no aceptar un trabajo si no le interesaba. Y aunque Carter mantenía que Miranda Fortune quería que se pusiera en contacto con los gemelos, sus explicaciones y sus francos ojos grises no habían conseguido impresionarlo.
A pesar de eso, había aceptado el trabajo. Había una deuda involucrada, un asunto de familia y honor. Según el modo de pensar de Flynn, la muerte no saldaba una deuda, y las personas que Carter quería que encontrase eran Fortune de nacimiento.
Pero antes de aceptar el caso, había hecho que ese desgraciado soltara un buen anticipo. Lo habría hecho gratis si su cliente hubiera sido un Fortune, pero no iba a hacer lo mismo con Carter.
Tomó un sorbo de la taza mellada y puso una mueca. El café era horrible. Había estado en sitios peores que aquél, pero después de probar un brebaje así, tenía sus dudas.
De todos modos, se lo bebió. Necesitaba entretenerse hasta que el ambiente se calmara lo suficiente para poder hablar con Emma Michaels.
Sorprendentemente, observarla era un verdadero placer. Era muy delgada, no perdía la sonrisa y estaba embarazada… Y además era estrafalaria. Cuando le sirvió el desayuno, él le había comentado algo sobre las piedras de colores de su pulsera, y ella le había respondido alegremente que había una piedra para cada chakra. El objeto de aquel brazalete era equilibrar la energía, o alguna tontería semejante.
No, de ningún modo estaba interesado en su personalidad. Tan sólo le gustaba mirarla. Tenía el encanto de una gatita. Y unas piernas estupendas.
El sentimiento de protección no le resultó extraño. Los hábitos eran difíciles de borrar, y a pesar de aquella sonrisa, parecía una niña abandonada y necesitada de ayuda.
Lo que sí le extrañó fue el despertar de su interés masculino. La vio salir de detrás de la barra con una bandeja llena de tortitas, huevos y tostadas, y se sorprendió a sí mismo contemplando el rápido balanceo de sus caderas al andar. Llevaba un uniforme rosa pálido que parecía sacado de los años cincuenta, y unas zapatillas deportivas… y su abultado vientre hacía que la minifalda se tensara lo suficiente para mostrar una tentadora vista de su espectacular trasero.
Flynn frunció el ceño. Se suponía que no debía estar fijándose en el trasero de su investigación.
Al verla tratar con los camioneros, se preguntó cómo era posible que alguien tan inocente como Emma Michaels pudiera sobrevivir en aquel ambiente. Ni siquiera parecía capaz de mentir.
Pero estaba mintiendo, de eso no había duda. Emma Michaels decía llamarse Emma Jackson, lo cual había hecho difícil encontrarla. Estar embarazada y soltera tal vez justificara la mentira… después de todo, trabajar en aquel sitio era razón suficiente para inventarse un marido. ¿Por qué, entonces, sólo se había cambiado el apellido? Se había fijado en su dedo anular mientras le tomaba nota. No tenía ningún anillo.
La verdad era que sus razones para usar un nombre falso no tenían nada que ver con aquel caso, pero una vez que a Flynn se le despertaba la curiosidad, hacía todo lo posible por satisfacerla. Quería saber por qué una pésima mentirosa como Emma Michaels trataba de llevar a cabo una mentira tan grande.
Tal vez se lo dijera ella misma, pensó mientras tomaba otro sorbo de café. Una vez que él le diera las buenas noticias. Esperaba impaciente el momento. No todos los días tenía que decirle a una pobre joven con un bebé en camino que iba a ser millonaria.
A las nueve y cuarenta y cinco, apenas había gente en el restaurante. La otra camarera, una rolliza mujer con el pelo largo, estaba reponiendo los saleros y azucareros, y Emma se dirigió hacia él con la cafetera.
Flynn decidió que era el momento. Sintió un hormigueo de anticipación. ¿Por qué se alegraría Emma más? ¿Por el dinero o por descubrir quién era su madre?
Incluso las buenas noticias podían ser un shock. Intentaría no soltárselo de golpe, pero esperaba que fuera más dura de lo que parecía. Por su parte, el tacto y la sensibilidad nunca habían sido lo suyo. Según sus hermanas, tenía tanta sutileza sentimental como un mazo de hierro.
Emma Jackson Michaels se detuvo junto a su mesa. Llevaba la cafetera en la mano, pero no le rellenó la taza.
–Tenemos unos tés muy buenos –dijo en tono animado.
Él la miró con perplejidad.
–¿Tés?
Ella asintió, haciendo oscilar su coleta.
–El exceso de cafeína es malo para su organismo.
–Me gusta el café.
–Si usted lo dice, pero no he podido evitar fijarme en que parece un poco tenso. Debería probar un poco de manzanilla. Es muy buena para los nervios. Tenemos a la venta, si quiere.
–Éste no parece un sitio donde se vendan plantas medicinales.
–Fue una sugerencia mía –su voz no se correspondía con su aspecto delicado. Era una voz baja, casi ronca. El tipo de voz que hacía pensar en sábanas de satén y susurros nocturnos–. Henry es reacio a las nuevas ideas. Estoy intentando convencerlo de que ofrezca un plato vegetariano en el menú, pero él insiste en que toda comida debe incluir una porción de animal muerto.
–En ese caso creo que Henry y yo tenemos algo en común.
–Igual que mucha gente –pareció decepcionarse un poco, pero enseguida recuperó el ánimo–. ¿Está esperando a alguien? –le preguntó mientras le llenaba la taza.
–Sí –de cerca, no parecía tan joven, aunque podría haber pasado por tener veinticinco años en vez de treinta y dos. Tenía unas diminutas arrugas en torno a los ojos, resultado de tanta sonrisa, sus mejillas eran rollizas, a diferencia de todo su cuerpo, y tenía unas cejas preciosas, perfectamente depiladas sobre sus grandes ojos azules–. ¿Se depila usted las cejas?
–¿Qué?
¿Por qué le había preguntado eso? Enojado consigo mismo, Flynn apartó la taza.
–No importa. Tengo que hablar con usted.
Una expresión de recelo cruzó sus ojos azules, pero mantuvo la sonrisa.
–Me temo que a mi jefe no le gustaría. Henry insiste en que tenemos que atender a varios clientes, no a uno sólo.
–No estoy intentando ligar con usted ni nada parecido –deslizó una mano en su bolsillo trasero y sacó su documento de identidad–. Me llamo Flynn Sinclair. Soy detective privado, y usted…
–Tengo que irme –dijo ella bruscamente.
En sus ojos ya no había desconfianza, sino miedo. Puro horror. Se giró para marcharse, pero él la agarró de la muñeca.
–Eh, tranquila. Tengo buenas noticias –le dedicó su mejor sonrisa tranquilizadora–. Es acerca de su madre.
–Oh –esbozó una sonrisa tan amplia como forzada–. Mi madre. Claro. Me encantaría hablar con usted de mi madre, pero no puedo pararme a charlar cuando estoy trabajando. Seguro que lo entiende. Si no le importa esperar hasta que acabe mi turno, podremos hablar después, ¿de acuerdo?
Realmente, era una pésima embustera, pensó Flynn soltándole la muñeca.
–Por supuesto. La esperaré aquí.
–Magnífico –dijo ella alegremente. Tenía los nudillos blancos de agarrar con tanta fuerza la cafetera–. Me muero de impaciencia. No he sabido nada de… mi madre… en mucho tiempo.
Flynn la vio apresurarse hacia la cocina. Sentía más curiosidad que nunca. Y entonces supo que se estaba escapando.
La puerta trasera, pensó al tiempo que se ponía en pie y sacaba un par de billetes de la cartera. Todos los restaurantes tenían una puerta en la cocina para el servicio. Seguro que ella saldría por allí, pensando que él se quedaba esperándola pacientemente.
Flynn era un hombre grande, pero podía moverse con rapidez cuando era necesario. Le dio los billetes a la cajera y salió por la puerta en un santiamén.
Fuera, el aire era frío y seco, y una ligera capa de nieve cubría el aparcamiento. Flynn pensó por un instante en recoger la chaqueta que tenía en el coche, pero enseguida se olvidó de la temperatura y corrió hacia la parte trasera del restaurante. Una franja de asfalto con los coches de los empleados, contenedores de basura, cajas vacías y un gato callejero separaba el local del campo.
No había ni rastro de Emma, pero Flynn sabía cuál era su coche. Un Ford Escort rojo y viejo, aparcado junto a una enorme furgoneta. El coche seguía allí, de modo que no había huido. Todavía. Se acercó al vehículo y sacudió la cabeza. Estaba lleno de desconchones y arañazos. ¿Cómo había conseguido llegar allí desde San Diego en esa ruina?
Por desesperación o bien por estupidez, pensó, agachándose para acariciar al gato, que se frotaba contra sus piernas. O tal vez por ambas cosas.
Oyó que la puerta de la cocina se cerraba y el ruido de unas suaves pisadas, como el que haría una mujer embarazada en zapatillas deportivas. Dejó a su admirador felino y se irguió, justo cuando ella rodeaba la furgoneta. Al verlo, se detuvo en seco y gritó.
–No tenía intención de asustarla –dijo él rápidamente, levantando las manos en un intento de parecer inofensivo. Por desgracia, tenía tanto de inofensivo como de sensible–. Sólo quiero hablar con usted un minuto. Me han contratado para encontrarla…
–Lo sé –dijo ella, sin aliento–. Pero, por favor, por favor… dígale que no ha podido encontrarme. Él… él está loco. Usted no sabe lo que hará. O al menos déme tiempo para que salga del pueblo. ¿No podría hacer eso?
¿Lo sabía? Flynn frunció el ceño. Según Carter, ella no sabía nada acerca de su familia.
–No puedo mentirle a un cliente –no mucho, en cualquier caso–. De todos modos, él ya sabe dónde se encuentra usted.
–Oh, Dios mío –susurró ella, estremeciéndose.
–¿No tiene un abrigo? Hace demasiado frío para una persona tan pequeña como usted.
De nuevo se oyó un portazo, pero las pisadas que Flynn oyó esa vez eran fuertes y pesadas. Puso una mueca de disgusto.
–¿Emma? –la voz era profunda e inconfundiblemente masculina–. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
–¡Estoy aquí, Henry!
«Inofensivo», se recordó Flynn. «Soy inofensivo».
–No he venido para causarle problemas –le dijo con una sonrisa–. Quiero hablarle de su madre. De su familia.
Por primera vez, un destello de ira ardió en los ojos de Emma.
–No tengo familia. Ni siquiera tengo madre.
–No, ella…
–¡Apártese de ella!
El protector de Emma había llegado. No había muchos hombres más grandes que Flynn, pero ése era uno de ellos. Llevaba un enorme y sucio delantal alrededor de sus cien kilos de peso, y en la mano blandía un cuchillo de carnicero del tamaño de una pequeña espada. Su cara había sido maltratada por el acné treinta o cuarenta años atrás, y le habían quedado unas marcas que ni siquiera la canosa barba de tres días podía cubrir.
–No se precipite –dijo Flynn con irritación–. No voy a hacerle daño. Soy un detective privado. Si me promete no alarmarse, sacaré mi licencia y se lo demostraré.
El hombre dio un paso adelante, amenazador. La luz del sol se reflejaba en el acero del cuchillo.
–¿Qué quiere decir con «alarmarse»? ¿Me está insultando?
Flynn suspiró. Había días en los que nada salía bien.
–Henry –Emma puso una mano en el brazo del hombre–. No pasa nada.
–¿Que no pasa nada? ¿Sales del restaurante como alma que lleva el diablo y dices que no pasa nada? ¡Usted! –apuntó a Flynn con el ceño fruncido–. No sé nada de licencias ni de detectives privados. Sólo sé que ha asustado a Emma. Lárguese de aquí ahora mismo.
–Escuche –le dijo Flynn a Emma, abandonando el esfuerzo por parecer inofensivo. Se le daba mucho mejor mostrar determinación–. Déme cinco minutos. Si no le gusta lo que tengo que decirle, puede volver al trabajo o salir de aquí en su coche, suponiendo que pueda ponerlo en marcha, o lo que sea. Cinco minutos, eso es todo –miró al gigantesco protector–. A solas.
–Ni hablar –dijo Henry blandiendo el cuchillo.
Emma le dio una palmadita en su enorme brazo. Parecía dolorosamente insegura, intentando fruncir el ceño con aquellas cejas depiladas y dando el aspecto de una gatita desconcertada.
Era condenadamente bonita.
–Está bien, está bien –dijo Flynn–. Esto no es muy ético, pero le propongo un trato. Si, después de escucharme, sigue preocupada porque mi cliente conozca su paradero, le daré ocho horas para desaparecer –y luego no volvería a buscarla.
–¿Cómo ha dicho que se llama?
–Flynn. Flynn Sinclair.
–¿Flynn con dos enes?
–Sí –respondió él, perplejo por su interés en deletrear nombres.
Ella se mordió el labio por unos segundos, pensativa.
–Entonces su número de corazón es el uno… muy independiente. Pero su número de personalidad es el dos, de modo que es amable y… ah, tranquilizador –lo miró dubitativa. Obviamente, no estaba muy convencida con su predicción.
Era estrafalaria. Muy bonita, sí, pero definitivamente estrafalaria.
–Así soy yo. Amable y tranquilizador.
Ella volvió a morderse el labio sin pintar.
–No creo que él mandara a alguien para hacerme daño. No es su estilo. Y tú has visto ya a este hombre, Henry, de modo que podrías testificar si… –cuadró los hombros–. De acuerdo. Cinco minutos. Pero antes muéstreme su documentación.
Flynn sacó su cartera y la sostuvo abierta, mostrando su permiso de conducir, cuya foto parecía sacada de la lista de los Diez Más Buscados, y su licencia de detective. Emma la miró con atención y luego se apartó para que Henry pudiera verla también.
–¿Estás segura de que es eso lo que quieres? ¿Quedarte aquí fuera con él? –miró furioso a Flynn.
–No se irá hasta que lo haya escuchado –respondió ella–. Será mejor que vuelvas a la cocina. Puede que se esté quemando algo.
Henry se retiró, murmurando que dejaría la puerta abierta por si acaso y que a Emma no se le ocurriera largarse con ese uniforme y dejando el restaurante hecho un desastre.
Después de que el gigantón entrase en la cocina, Flynn clavó la mirada en aquel par de ojos azules. Pobre gatita… ¿Cuál sería el mejor modo de empezar?
–Hace treinta y dos años, una mujer joven y desesperada dejó a sus dos hijos recién nacidos en la puerta del sheriff de Dry Creek, Nevada.
–Espere un momento –lo interrumpió ella frunciendo el ceño–. ¿Dos hijos?
–Un niño y una niña.
–Entonces no está hablando de mí.
Desde luego que sí estaba hablando de ella.
–La mujer se llamaba Miranda Fortune –esperó para ver su reacción, pero no se produjo ninguna. Tal vez nunca había oído hablar de los Fortune. Eran muy conocidos en Texas, pero Emma no había vivido en ese estado–. Tenía tan sólo diecisiete años, el corazón destrozado y una familia con la que no se hablaba. Miranda es tu madre, Emma. Y quiere conocerte.
Jamás hubiera creído que una cara como la suya pudiera parecer de piedra, pero así fue.
–Pero su cliente es un hombre, no una mujer. Antes dijo que él ya sabía dónde me encontraba.
–Mi cliente es Lloyd Carter, el ex marido de Miranda.
Su cara apenas experimentó cambio, pero algo se movió en sus ojos azules. Parpadeó una vez, lentamente.
–¿Mi… padre?
–No –le dijo con toda la amabilidad que pudo–. Miranda no conoció a Carter hasta siete meses después de que tú nacieras. No sé quién fue tu padre.
–Ese hombre… –tragó saliva–, Carter… ¿está usted seguro de que es quién dice ser?
Flynn ya había encajado algunas piezas. Emma se había quedado embarazada mientras vivía en San Diego. Había huido de la ciudad, se había cambiado el apellido y estaba aterrorizada. ¿Tal vez del hombre que la había dejado embarazada? ¿Tenía miedo de una batalla legal por la custodia… o del hombre en sí?
–Siempre compruebo la identidad de mis clientes. Carter no es un dechado de virtudes, pero no miente con su identidad.
Ella estaba completamente rígida; sus hombros, su espalda, su expresión…
–¿Cuál es su edad? ¿Y qué aspecto tiene?
–Parece un actor de tres al cuarto… Rostro deteriorado, muchas arrugas de sonrisas, empastes en la dentadura. Cuerpo fuerte y fibroso, muy en forma para sus cincuenta y tres años. Pelo oscuro, ojos grises…
La tensión pareció abandonarla de golpe.
–No es Steven.
–¿Quién es Steven?
–No importa –dijo ella haciendo un gesto evasivo con la mano–. ¿Ha dicho que lo ha contratado para encontrarme? ¿Ese hombre hace esto por su ex mujer?
–Más o menos –más bien menos, pero la situación era demasiado compleja y aquél no era el momento para entrar en detalles.
–Así que mi madre está viva –ahora parecía realmente aturdida–. Siempre me he preguntado si… Pero eso no cambia nada.
–Pues claro que sí. Tal vez su madre no hiciera lo mejor cuando dio a luz, pero no era más que una pobre chiquilla. Ahora vive con el arrepentimiento, y con el dinero necesario para compensarlo. Me han pedido que haga lo necesario para llevarla hasta ella. De visita o para quedarse, como usted prefiera. Vive en Texas, cerca de su familia –hizo una pausa–. La familia de usted. Los Fortune.
–Bueno… –no lo pensó mucho antes de negar con la cabeza–. No, creo que no. Esto es… muy repentino –esbozó una tímida sonrisa–. Aunque podría escribirme, si quiere. Usted puede darle mi dirección.
Apelar a los sentimientos no había funcionado, pensó Flynn. Tendría que modificar suavemente la táctica. La convencería con lo más importante para muchas personas: el dinero.
–Hay algo que aún no le he dicho. Los Fortune son ricos. No unos ricos cualquiera, sino una de las familias más ricas del país.
–Oh, sí, creo haber oído algo de ellos –repuso ella vagamente, como si eso no fuera importante–. No suelo prestar mucha atención a las columnas de sociedad.
–Miranda quiere entregarle algo de dinero.
Aquello sí que produjo una reacción, pero no la que él esperaba. En vez de brillar de entusiasmo, sus ojos ardieron de ira.
–No me hace falta su dinero. Me basto con mis propios medios.
Él desvió la mirada hacia el coche rojo. Tres neumáticos desgastados y pintura desconchada no le hacían pensar que a esa mujer le bastara con sus propios medios.
–Tal vez. Pero lo que es bueno para usted quizá no sea bueno para el bebé que está esperando.
–Puedo ocuparme de mi bebé –replicó ella alzando el mentón–. Y de mí misma. Y ahora –añadió, altiva como una duquesa–, si me disculpa, tengo que volver al trabajo –se dio la vuelta y se encaminó a la cocina.