Una herencia maravillosa - Paula Roe - E-Book
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Una herencia maravillosa E-Book

Paula Roe

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Beschreibung

Había ganado la subasta… y ahora quería a la mujer Vanessa Partridge tenía un buen motivo para querer el valioso manuscrito que se subastaba; era el legado de sus hijas gemelas, pero no había contado con que el multimillonario Chase Harrington lo comprase y después se presentase en su puerta. Chase tenía una nueva obsesión: Vanessa. Aquella mujer de familia adinerada, trabajadora y madre de dos niñas era algo más de lo que parecía… y él quería descubrirla. Chase también tenía secretos pero, sobre todo, quería dejarse llevar por aquella fuerte atracción. ¿Podría permitirse jugar con fuego?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UNA HERENCIA MARAVILLOSA, N.º 98 - octubre 2013

Título original: A Precious Inheritance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3840-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

–Quinientos mil. Medio millón de dólares, damas y caballeros. ¿Alguien da más?

La voz de barítono del subastador, que tenía acento francés, se elevó por encima de los susurros que inundaban la sala de Waverly’s. El ambiente estaba cargado de emoción y curiosidad, y Chase Harrington casi podía sentir la energía que emanaban cada uno de los postores.

La sala, con su lámpara de araña, las mullidas sillas de respaldo alto y el brillante suelo de madera, no se parecía en nada al estilo de Obscure, Texas. Y, por una vez, nadie estaba hablando de él: todo el mundo estaba centrado en la subasta.

Waverly’s, que era una de las casas de subastas más antiguas, y con más escándalos, de Nueva York, había dado la campanada al conseguir poner a subasta el manuscrito final, con anotaciones a mano, de D.B. Dunbar. Millones de personas de todo el mundo se habían sorprendido con la trágica muerte del famoso autor de literatura juvenil, que había fallecido en un accidente de aviación en octubre. Después de llorar su pérdida, su público había empezado a preguntarse si habría un cuarto y último libro de su serie de Charlie Jack: El guerrero ninja adolescente y cuándo iba a publicarse.

No se hablaba de otra cosa.

Chase agarró con fuerza su pala, nervioso como un adolescente en su primera cita. Vio al pariente lejano de Dunbar, un primo desesperado por conseguir dinero y fama... Un tal Walter Shalvey, que era un narcisista sin principios. Aquel tipo no solo tenía la vida resuelta, entre derechos de autor y licencias de los tres primeros libros, sino que había un cuarto volumen. El agente de Dunbar lo había vendido la semana anterior por una cantidad de siete cifras, con la idea de publicarlo en abril.

Pero eso era demasiado tarde.

Chase miró con impaciencia a su alrededor. A juzgar por el número de asistentes, el despliegue publicitario había funcionado. Las personas invitadas a la subasta eran ricas, famosas o tenían buenos contactos. Ya había visto a un político y a un miembro de la alta sociedad, además de a un actor de incógnito que, según se rumoreaba, estaba interesado en adquirir los derechos cinematográficos para su productora.

Dunbar, que había sido un hombre extremadamente reservado, debía de estar revolviéndose en su tumba en esos momentos.

–¿Alguien da más? –repitió el subastador, dispuesto a cerrar la puja.

Chase llevaba años practicando su expresión indiferente y distante, pero por dentro sonreía triunfante. El manuscrito sería suyo. Ya casi podía saborearlo.

–Quinientos diez mil dólares. Gracias, señora.

Se oyó un grito ahogado entre la multitud y Chase juró entre dientes antes de levantar de nuevo la pala.

El subastador asintió con la cabeza.

–Quinientos veinte mil.

La elegante rubia que había sentada cerca de él levantó por fin la vista de su teléfono móvil.

–¿Sabe que el libro se va a publicar dentro de seis meses?

–Sí.

Ella esperó, pero al ver que Chase no decía nada más, se encogió de hombros y volvió al teléfono.

Otra oleada de murmullos inundó a los espectadores, y entonces...

–Quinientos treinta mil dólares.

«De eso nada», pensó Chase, levantando su pala de nuevo.

Su rival estaba en la otra punta de la sala, con la espalda pegada a la pared. Era menuda, con los ojos grandes, la melena rojiza recogida y expresión seria. Él pensó enseguida que el traje negro que llevaba puesto no le sentaba bien, ya que tenía la tez muy pálida.

No obstante, parecía decidida a llevarse el manuscrito, porque volvió a levantar la pala al tiempo que alzaba la barbilla de manera desafiante.

Chase también se dio cuenta de que la mujer quería dar una imagen de persona altiva e intocable. Al parecer, era una mujer acostumbrada a salirse con la suya.

Eso lo llevó a recordar un fragmento de su pasado y apretó los labios mientras lo invadían los recuerdos amargos.

«De eso nada. Tú ya no tienes dieciséis años y es evidente que ella no es Perfecta».

Los Perfectos... Durante años, había conseguido no pensar en aquellos tres cretinos y en sus novias. De aspecto perfecto, de habilidades sociales perfectas. Tan perfectos que habían hecho que sus años de instituto fuesen un infierno.

Fulminó a la mujer con la mirada. Era de las que miraban a todo el mundo con arrogancia, de las que pensaban que eran superiores a los demás.

«Olvídalo. Eso forma parte del pasado. Ya no eres un chico indefenso de familia humilde», se dijo a sí mismo.

Aun así, no pudo apartar la vista de ella. Apretó los dientes con tanta fuerza que empezó a dolerle la mandíbula.

Por fin, consiguió mirar al subastador antes de envenenarse por completo y dijo en voz alta:

–Un millón de dólares.

Toda la sala se sorprendió y él miró a su rival con expresión anodina. «Intenta superar eso, princesa».

Ella parpadeó una vez, dos, y sus enormes ojos lo estudiaron con tal intensidad que Chase no pudo evitar fruncir el ceño.

Entonces, dejó la pala a un lado y miró al subastador mientras negaba con la cabeza.

Un par de segundos después se había terminado.

Sí. Chase sintió la emoción de la victoria mientras se levantaba y avanzaba por el pasillo.

–Enhorabuena –lo felicitó la rubia, siguiéndolo entre la multitud–. Aunque a mí se me ocurren muchas maneras mejores de gastar un millón de dólares.

Chase respondió con una ligera sonrisa y luego miró hacia el otro lado de la sala.

La otra mujer había desaparecido.

Buscó entre la multitud, pero al principio no vio a ninguna pelirroja. Hasta que la sala empezó a vaciarse y la vio charlando con una mujer rubia que iba vestida de traje. Esta se giró y Chase la reconoció.

Era Ann Richardson, la directora ejecutiva de Waverly’s.

En los últimos meses, había leído muchas cosas acerca de la casa de subastas. Se había hablado de actrices, de escándalos, de una estatua que no aparecía. Cosas que parecían sacadas de una novela. En ocasiones, le costaba creer que él se moviese también en aquellos círculos sociales.

Pero sabía de primera mano lo oscura que podía llegar a ser la otra cara, sobre todo, cuando había dinero de por medio. El ejemplo era la propia Ann Richardson, una mujer decidida y carismática, que había hecho que el nombre de Waverly’s apareciese en todos los periódicos gracias a su supuesta aventura con Dalton Rothschild.

Chase frunció el ceño. Rothschild tenía algo que no le gustaba... Era encantador y un hombre de negocios con mucho talento, pero a él nunca le había gustado que quisiese atraer la atención en los actos benéficos, para que todo el mundo se enterase de las donaciones que hacía.

Varias personas le dieron la mano y Chase volvió a mirar a las dos mujeres que, a juzgar por cómo estaban charlando, parecían conocerse bien. Él sacó su teléfono para seguir observándolas mientras fingía hacer una llamada.

Cualquiera habría dicho que el aspecto de la pelirroja era impecable, pero él no tardó en encontrarle varios fallos: un hilo en el puño, unas arrugas en la chaqueta, las asas del bolso desgastadas. Bajó la vista por sus piernas delgadas y se fijó en los zapatos, de tacón muy alto, limpios y evidentemente caros. Le resultaron familiares.

Hacía un par de años que había salido con una diseñadora de moda que los había tenido iguales en varios colores. Si aquellos eran de verdad, tenían por lo menos tres años. Si eran falsos, la cosa se ponía todavía más interesante.

La pelirroja cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra e hizo un gesto de dolor, como si los zapatos le estuviesen haciendo daño. Eso indicó a Chase que no estaba acostumbrada a llevar tacones y que, evidentemente, no era una mujer que pudiese gastarse medio millón de dólares así como así.

Todos aquellos pequeños detalles le hicieron explotar de repente, se sintió furioso. Aquello no podía ser una coincidencia. Las cosas siempre ocurrían por algún motivo, no por casualidad. La pelirroja tramaba algo. Entre su aspecto, su relación con Ann Richardson y la reputación que esta última había adquirido en los últimos tiempos...

Si Richardson había utilizado un señuelo para hacerle subir la puja, él no permitiría que se saliese con la suya.

«Has perdido», pensó Vanessa mientras golpeaba con la punta de sus Louboutins rojos el suelo encerado de Waverly’s. Se sentía decepcionada.

No obstante, su fracaso se había visto ligeramente eclipsado por el encuentro con Ann Richardson, que había sido compañera de habitación de su hermana en la universidad y, por unos minutos, había vuelto a ser solo la hermana de Juliet.

–Juliet va a estar un par de semanas en Washington –le había dicho Vanessa a Ann–. Deberías llamarla. Podríamos quedar para comer, si no estás demasiado ocupada.

Ann sonrió.

–Siempre estoy ocupada, pero me apetece mucho. Me vendría bien escapar un poco de aquí.

Vanessa sabía cómo se sentía.

Charlaron un par de minutos acerca de la subasta y después de la familia de Vanessa, hasta que esta mencionó que tenía que tomar un avión y Ann le ofreció su coche. Vanessa quiso rechazar el ofrecimiento, pero lo cierto era que tendría más intimidad con un chófer privado que yendo en taxi.

Intimidad para regodearse en su fracaso.

Había pujado lo más alto posible, pero era evidente que el fondo fiduciario de su abuela no había sido suficiente. «Lo siento, Meme». Suspiró mientras se ataba el cinturón del abrigo. «Estoy segura de que pensarías que estoy loca, por querer algo de ese hombre, pero siempre me enseñaste que un legado familiar era el regalo más importante que le podías hacer a un hijo».

Y lo único que había conseguido era que le doliese la espalda, de haber estado tan recta y tensa.

Anduvo a paso ligero y vio su rostro, todavía tenso, en un espejo.

Hacía mucho tiempo que no había necesitado poner cara de póquer, pero las viejas costumbres no morían nunca. «Es normal, te enseñaron a hacerlo cuando tenías cinco años». Y había vivido veintidós años más con ello. «Eres una Partridge», había sido la frase favorita de su padre. «Tus antepasados estuvieron entre los fundadores de Washington. Jamás demuestres debilidad ni vulnerabilidad y nunca jamás hagas nada que pueda manchar el noble legado de esos antepasados».

Agarró el pomo de la puerta mientras se emocionaba por dentro. Había manchado ese legado y no solo había preferido hacerse profesora en vez de jurista, sino que había dejado el trabajo que su padre le había buscado en un exclusivo colegio privado y además se había quedado embarazada sin estar casada. Aquello era para el gran Allen Partridge la mayor decepción posible. Y ella había tenido que sufrir su enfado durante días, hasta que había decidido marcharse de casa.

–Disculpe.

De repente, una mano masculina golpeó la puerta, cerrándola y sacando a Vanessa de sus pensamientos.

–¿Qué está...? –se giró y dejó de hablar al ver un par de ojos azules que la miraban muy enfadados.

Era un hombre guapo, muy guapo. ¡No! Era el hombre del millón de dólares.

–¿...haciendo? –terminó la frase, agarrando con fuerza su bolso.

El hombre, que iba vestido de traje y tenía los hombros anchos, el porte arrogante y un rostro impresionante, emanaba irritación.

–¿Quién es usted? –le preguntó.

Vanessa parpadeó.

–Eso no es asunto suyo. ¿Quién es usted?

–Alguien que podría causarle muchos problemas. ¿De qué conoce a Ann Richardson?

–Eso tampoco es asunto suyo –respondió Vanessa–. Ahora, si me disculpa...

El hombre se negó a moverse y la miró de arriba abajo.

Vanessa arqueó una ceja y se cruzó de brazos.

–¿Tengo que llamar a seguridad?

–Hágalo. Estoy seguro de que les interesará conocer su historia.

Lo primero que sintió Vanessa fue sorpresa, después preocupación. Respiró hondo.

–Mire, no sé quién piensa que soy o qué he...

Él se rio.

–Déjese de tonterías. Sé muy bien lo que ha hecho. La pregunta es si quiere aclararlo o prefiere que lo haga yo en su lugar –dijo en tono frío.

–¿Aclararlo? –preguntó Vanessa.

–Sí, estoy seguro de que a la prensa le interesaría su historia.

A ella le sorprendió que lo supiera. Nadie lo sabía. Se llevó la mano a la garganta, pero hizo acopio de valor.

–Hasta que no haya pruebas irrefutables, no admitiré nada.

Siempre era útil tener un abogado defensor en la familia. Respiró hondo y se sintió segura de sí misma.

–¿Qué historia iba a contar? –preguntó después con voz calmada.

–Que ha falseado la subasta –murmuró él.

–¿Qué?

–Que ha hecho de cebo, pujando para...

–Ah, ya sé a lo que se refiere, pero... está loco.

–¿Niega que conoce a Ann Richardson? –insistió él.

–Por supuesto que la conozco –le respondió Vanessa–, fue compañera de habitación de mi hermana en la universidad.

La expresión del desconocido se tornó calculadora.

–De acuerdo –dijo, estudiándola con la mirada.

Vanessa no pudo evitar volver a preocuparse.

–Es cierto, y se lo puedo demostrar.

–Por supuesto.

–Escuche, señor...

–Harrington. Chase Harrington.

–Señor Harrington. Ha ganado la puja. Ha conseguido el valioso manuscrito de D. B. Dunbar... –la voz se le quebró en ese momento, pero ella hizo un esfuerzo y continuó–: Pague y disfrute de su premio. Si me disculpa...

–¿Y por qué ha pujado usted por el manuscrito?

Ella buscó las gafas de sol en el bolso.

–¿Por qué han pujado las demás personas que había en la sala?

–Se lo estoy preguntando a usted.

Vanessa se encogió de hombros y se puso las gafas de sol.

–Odio esperar. Sobre todo, tratándose de una novela de D. B. Dunbar.

Él se cruzó de brazos y la miró con escepticismo y enfado.

–No podía esperar seis meses.

–Eso es.

–Tonterías.

El estrés de los últimos años, la tensión de la subasta, el no tener cerca a sus hijas y el ajetreo de Nueva York la estaban minando y hacían que Vanessa cada vez tuviese menos autocontrol. Solo le faltaba aquello... aquel tipo arrogante. No podía más.

Notó calor en el rostro. Se puso las gafas de sol en la cabeza y levantó la barbilla para fulminarlo con la mirada.

–¿Sabe qué? Que me ha pillado. ¿Sabe quién soy? –lo retó, dando un agresivo paso al frente–. Era la novia secreta de Dunbar, no me dejó nada y quería hacerme con el manuscrito para después volver a venderlo y sacar algo de dinero cuando se editase el libro. ¿Le parece bien?

El hombre siguió mirándola antes de responder. Era evidente que tenía dinero y una posición social, uno de esos tipos en los que el ego y la vanidad siempre iban de la mano. No obstante, por un instante, la miró a los labios.

Fue algo tan intenso y repentino que Vanessa dio un grito ahogado. Su ira se convirtió en deseo y este hizo que se tambalease.

Chase no pudo evitar fijarse en lo mucho que había abierto los ojos verdes. Si hubiese sido más ingenuo, habría dicho que eran unos ojos inocentes.

Pero una mujer con esa boca tenía que ser tan inocente como él.

Chase tomó aire, espiró y entonces se dio cuenta de que ella lo impregnaba todo. Olía a vainilla y a algo más... a algo suave, que le resultaba familiar, pero que no era capaz de identificar.

Aquella princesa olía muy bien y eso le fastidió, porque lo último que necesitaba era sentirse tan atraído por ella. No podía. Y no lo haría. Él no se comprometía ni trataba con Perfectos.

Tenía que controlarse.

–¿Señorita Partridge? –dijo una voz, y ambos se dieron la vuelta y vieron a un hombre uniformado con una gorra debajo del brazo.

–¿Sí? –preguntó ella.

–La señorita Richardson me ha pedido que le informe de que el coche está esperándola. ¿Adónde quiere ir?

–Al aeropuerto JFK, gracias –le respondió.

Y sin más, se dio la media vuelta y siguió al conductor por el largo pasillo.

Chase se puso tenso al ver alejarse su cuerpo curvilíneo. Hasta andaba con gracia, pensó, con la mirada clavada en el balanceo de sus caderas.

Él se quedó donde estaba, con los brazos en jarras, hasta que la vio doblar la esquina y desaparecer.

No había demostrado su inocencia ni había contestado a sus preguntas, pero sabía cómo se llamaba, Partridge. Lo que significaba que aquello no se había terminado, ni mucho menos.

Capítulo Dos

Chase se miró el reloj por quinta vez mientras estudiaba la calle oscura y arbolada de aquel barrio de las afueras y se movía incómodo en el asiento de cuero del coche que había alquilado.

Vanessa Partridge. Clavó la vista en el edificio de apartamentos que había tres puertas más allá, en la luz encendida del segundo piso.

Al principio, había pensado que tenía que haber algo en aquel manuscrito que aquella mujer quería mantener oculto, pero no había encontrado nada. Así que había retomado su idea del principio: que Waverly’s la había utilizado como cebo.

Se abrochó el abrigo y salió del coche. Hacía frío para ser octubre. Tenía muchas preguntas, había demasiados cabos sueltos. A pesar de la información que había conseguido sacar al personal de Waverly’s y a través de Internet, no había nada que llenase los vacíos mejor que la propia mujer. Era cierto que su hermana y Ann Richardson habían compartido habitación, pero el resto no estaba claro.

¿Por qué iba a prestarse Vanessa Partridge a servir de cebo para Waverly’s? ¿Cómo iba a infringir así la ley la hija de dos respetados abogados de Washington?

Chase se metió las manos en los bolsillos. Si era tan inocente como decía, ¿cómo era posible que pudiese pujar por aquel manuscrito con su sueldo de profesora y siendo madre soltera? ¿Utilizando el dinero de su padre? ¿Por qué no emplearlo en comprarse una casa, un coche, o en contratar a una niñera?

Se había empezado a hacer aquellas preguntas al verla salir de la guardería en la que trabajaba, vestida con vaqueros y una cazadora vieja, con el pelo recogido en una sencilla coleta. La había observado con fascinación mientras ella se ocupaba de dos bebés, los sentaba en las sillas de un viejo BMW, metía sus cosas en el maletero y después conducía durante quince minutos hasta un edificio de dos pisos situado en una calle normal de Silver Spring, Maryland.

Vanessa Partridge procedía de una familia respetable y con dinero y a Chase le sorprendía que hubiese dado la espalda a una prometedora carrera de abogada, habiendo podido entrar en el bufete de sus padres nada más terminar los estudios. Al enterarse de aquella información en concreto, se había dado cuenta de que tenía que ir a Maryland. Estaba acostumbrado a las especulaciones, era a lo que se dedicaba. Primero, en Rushford Investments, y después, al haberse convertido en uno de los gestores de carteras más solicitados de McCoy Jameson’s. En esos momentos trabajaba por cuenta propia y para un par de inversores. Tenía talento para hacer dinero y había ganado mucho a lo largo de los años, incluso durante la época posterior a la crisis. Así que podía hacer lo que quisiera.

Y en esos momentos lo que quería era averiguar la sorprendente historia de Vanessa Partridge, porque había algo en ella que se le escapaba.

Miró la ventana del apartamento de Vanessa.

Si estaba equivocado con ella, tendría que disculparse. Él siempre admitía sus errores. Pero la única manera de averiguar la verdad era enfrentándose a ella.

No, enfrentarse a ella, no. Eso era lo que había hecho en Nueva York y lo único que había conseguido había sido sentir unas inexplicables ganas de besarla.