E-Pack Jazmín B&B 1 - Paula Roe - E-Book

E-Pack Jazmín B&B 1 E-Book

Paula Roe

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Beschreibung

La hija del millonario Paula Roe ¿Quién sería el padre de la hija de Yelena Valero? Sitio para dos Olivia Gates Amante prohibido… heredero secreto. Busco marido Emily McKay Su nuevo, conveniente y convincente esposo. Todo lo que deseo Catherine Mann Sus fantasías se iban a hacer realidad. Mentiras y deseo Janice Maynard En una ocasión había sido todo su mundo. Ahora sería su mujer. Sin dejar de amar Heidi Betts Mentiras y nanas. Al encontrarse de nuevo con su exesposa, el millonario Marcus Keller no solo descubrió que se seguía sintiendo profundamente atraído por ella: también que era padre.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-book Jazmín B&B, n.º 208 - agøsto 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-777-9

Índice

 

Portada

Créditos

 

La hija del millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Sitio para dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

 

Busco marido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

 

Todo lo que deseo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Mentiras y deseo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Sin dejar de amar

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

–¿NO LE habrás dicho que sí? –preguntó Yelena Valero, girándose para ver el semblante de su jefe–. Dime que no has dicho que Bennett & Harper RR.PP. va a aceptar como cliente a Alexander Rush.

–No –respondió Jonathon Harper, arqueando las pobladas cejas y recostándose en su sillón de piel–. Has sido tú la que le has dicho que sí. Rush ha dejado claro que o trabaja contigo, o nada.

Ella se sintió desorientada, se le aceleró el corazón.

–Jon… ya sabes que estuvo saliendo con mi hermana…

–Y no me importa lo más mínimo. Lo conoces desde que tienes… ¿cuántos?, ¿quince años?

–Sí, pero de verdad que pienso que…

–Aquí están sus recortes de prensa –añadió Jonathon, dejando una carpeta encima del escritorio–. Esto no es negociable, Yelena. Te di seis meses libres sin hacerte preguntas. ¿Ahora quieres que te tengamos en cuenta como socia? Pues hazle un hueco en tu agenda.

Dicho aquello, Jonathon volvió a mirar la pantalla de su ordenador.

Yelena lo fulminó con la mirada antes de tomar la carpeta y darse la vuelta.

Cuando llegó al pasillo, sus tacones golpearon con furia el frío suelo de pizarra.

Entonces se detuvo y miró la puerta cerrada del despacho que había al final del pasillo. Si hubiese sido socia de Jonathon, su igual, este no habría jugado con ella. Pero su jefe parecía pensar que el hecho de conocer a Alex del pasado era una ventaja, mientras que ella pensaba que iba a ser como un choque de trenes.

Cerró los ojos y respiró hondo.

«Uno, dos, tres». Se le hizo un nudo en el estómago, sintió miedo y…

«Cuatro, cinco, seis».

… una especie de euforia al mismo tiempo. «Espera, ¿qué?».

Frunció el ceño.

«Ocho, nueve».

«Diez».

Exhaló y volvió a respirar. Su técnica de relajación por fin empezó a surtir efecto, se le apaciguó el pulso, su respiración empezó a ser más regular.

Abrió los ojos despacio y centró la vista en la puerta. Alex Rush representaba lo desconocido. No obstante, necesitaba desesperadamente aquel ascenso. La libertad que le daría sobrepasaba con mucho cualquier compensación económica. Libertad para trabajar cuando quisiera, desde casa. Para escoger sus propios clientes. Para demostrar a sus padres, de mentalidad demasiado tradicional, que no necesitaba un marido rico que le comprase vestidos y le pagase los tratamientos de belleza. Y, sobre todo, no lo necesitaba para ser una madre de verdad.

Puso la espalda recta y giró el cuello dolorido. Luego recorrió el resto del pasillo con paso decidido hasta llegar a su despacho.

 

 

Alex Rush esperó solo en el sencillo despacho de Yelena, dándole la espalda a la puerta. Sabía que la enorme ventana, que daba al parlamento de Canberra, enmarcaba su imponente altura y tendría un efecto estratégico. En aquella soleada mañana de agosto, Alex necesitaba todo el poder y la autoridad que proyectaba su altura, necesitaba que ella estuviese en desventaja, tenía que demostrarle que era él quien tenía el control y la última palabra.

Su confianza se había debilitado brevemente, pero enseguida había apartado todas sus dudas. «No hay tiempo para arrepentirse». Yelena y su hermano Carlos se habían cavado su propia tumba, y la culpa era solo de ellos.

Oyó el ruido de unos tacones y un segundo después, la puerta se abrió.

«Que empiece el juego».

A Alex le irritó que se le acelerase el corazón.

–Jonathon me ha dicho que has querido verme a mí personalmente, Alex. ¿Te importaría explicarme por qué?

Él se giró despacio, preparándose para la batalla. Para lo que no estaba preparado era para soportar el impacto que la imagen de Yelena Valero causaba siempre en él. Notó calor en las venas y volvió a sentirse como si fuese un adolescente, y como si estuviese viéndola por primera vez.

Yelena era impresionante. Era cierto que, para cualquier experto en moda, tenía demasiadas curvas, el pelo demasiado salvaje, la mandíbula demasiado cuadrada y los labios demasiado carnosos en comparación con su hermana pequeña. Pero a él siempre se le cortaba la respiración cuando la veía.

«Ya no tienes diecisiete años. Yelena te dejó tirado, te traicionó, poniéndose del lado de Carlos, que está decidido a acabar contigo. Solo quieres utilizarla para darle su merecido al cerdo de su hermano».

La ira lo invadió, cegándolo por un instante, hasta que consiguió dominarla.

Nadie sabía que llevaba años perfeccionado una máscara a prueba de balas. Y no iba a quitársela en esos momentos, ni siquiera al sentir la tentación de acercarse y besar a Yelena.

–¿Quién te ha dejado entrar en mi despacho? –le preguntó ella de repente.

–Jonathon.

Yelena guardó silencio y frunció ligeramente el ceño.

–Ha pasado mucho tiempo –comentó él.

Ella lo miró como si quisiese descifrar qué había oculto detrás de aquellas palabras.

–No me había dado cuenta –le contestó, mirando su escritorio antes de volver a mirarlo a él.

Aquello lo enfureció. Él no había hecho otra cosa, más que contar el tiempo desde que su pesadilla había empezado. Todo su mundo se había venido abajo el día de Nochebuena y Yelena… había seguido con su vida, como si él solo hubiese sido un obstáculo en su carrera hacia lo más alto.

Notó dolor en las manos y bajó la vista. Tenía los puños apretados.

Juró en silencio y se obligó a relajarse. La recorrió con la mirada, sabiendo que eso la molestaría. La imagen de Yelena, desde los zapatos negros de tacón alto, el traje de chaqueta gris y la camisa rojo fuego que llevaba debajo, era la de toda una profesional. Llevaba el pelo recogido hacia atrás e iba poco maquillada. Hasta sus joyas, unos pequeños aros de oro y una cadena sencilla con el conocido ojo azul de Horus, reflejaban autocontrol. No se parecía en nada a la Yelena que él había conocido, la mujer de besos salvajes, piel caliente y seductora risa.

La mujer que lo había dejado cuando lo habían acusado de haber matado a su propio padre.

La vio fruncir el ceño y cruzarse de brazos, y eso le hizo volver al presente.

–¿Has terminado?

Él se permitió sonreír.

–Ni mucho menos.

Antes de que a ella le diese tiempo a decir nada, Alex se apartó de su camino y fue a sentarse.

Ella se instaló detrás del enorme escritorio, sin dejar de mirarlo como un gato analizando un posible peligro. La hija privilegiada y mimada del embajador Juan Ramírez Valero parecía recelosa, y eso lo sorprendió.

–Bonito despacho –comentó Alex, mirando a su alrededor–. Bonito escritorio. Debe de haber costado una fortuna.

–¿De todos los agentes con experiencia de Bennett & Harper, por qué has preguntado por mí? ¿No va a incomodarte nuestro pasado?

–Veo que sigues siendo tan directa como siempre –murmuró Alex.

Ella se cruzó de brazos y esperó su respuesta.

–Eres una de las mejores –le dijo Alex, jugando deliberadamente con su vanidad–. He visto tu campaña para ese cantante… Kyle Davis, ¿no? Creo que lo que puedes hacer por mí va más allá… –hizo una pausa y bajó la vista a sus labios antes de volver a fijarla en sus ojos– de nuestra historia pasada.

Ella lo miró a los ojos sin parpadear. Era la primera vez que lo sometía a su mirada de «Reina del silencio», pero había visto cómo miraba así a otros. Era una mirada que utilizaba para poner nervioso y avergonzar, por norma general después de un comentario inapropiado o grosero. Y era tan fría como las antiguas espadas de acero que adornaban el estudio de su padre.

Él le mantuvo la mirada hasta que Yelena se vio obligada a romper el silencio.

–Y, ¿para qué me estarías contratando exactamente?

–Eres conocida por tus enfoques positivos. Y, por supuesto, por tu discreción.

–¿Te estás refiriendo a ti?

–Y a mi madre y mi hermana.

–Ya veo.

Yelena se mantuvo tranquila mientras él cruzaba primero las piernas y después, los brazos. Una imagen perfecta de confianza y control masculinos, que le hizo recordar las semanas de pasión furtiva que habían compartido como si todo hubiese sido un sueño.

Los fantasmas del pasado volvieron a alzarse, sorprendiéndola. Alex Rush había sido algo prohibido, pero eso no había impedido que se enamorase de él, del novio de su hermana.

Tragó saliva. «Relájate». Había ido a verla por negocios, nada más. Lo que habían compartido había sido breve. Y había muerto y estaba enterrado desde hacía mucho tiempo.

–Me lo debes, Yelena.

Ella lo miró fijamente, lo maldijo por hacer que se sintiese culpable. Mientras luchaba contra su conciencia, él añadió:

–Y conoces a mi familia, lo que te facilitará el trabajo.

–No demasiado.

–Más que la mayoría –replicó Alex–. Y tú y yo nos conocemos bien.

Aquello sonó más sórdido de lo debido. Sus ojos azules, unidos a la profundidad de su voz, hicieron que Yelena se estremeciese. Fue una sensación horrible y maravillosa al mismo tiempo.

–¿Tu silencio quiere decir que me aceptas como cliente? –añadió.

Ella apartó la mirada de la de él y tomó un bolígrafo, por hacer algo con las manos.

–Sería una locura rechazar al hijo de William Rush, fundador de la principal compañía aérea de Australia –le respondió en tono tranquilo.

No era necesario dar más explicaciones, ni confirmarle que su jefe la había obligado a aceptarlo.

Instintivamente, Yelena se llevó la mano al colgante, y Alex siguió el movimiento con la mirada.

Ella se quedó inmóvil de repente. Alex conocía sus tics nerviosos y ya le había dicho años antes que se podía mentir con las palabras, pero no con el cuerpo. Con aquel tic, reflejaba su inseguridad. Que estaba perdida. Confundida.

Él levantó la vista a su rostro y, de repente, Yelena recordó, sintió que se ruborizaba y notó calor en lugares recónditos de su cuerpo que llevaban ocho meses aletargados.

–¿Has hablado de los detalles con Jonathon? –le preguntó, sacando su agenda.

–No.

–De acuerdo –abrió el cuaderno y apuntó un par de cosas, luego, levantó la vista–. Necesito un par de días para formar un equipo, y puedo volver a verte la semana que viene…

–No –la interrumpió él, inclinándose hacia delante.

A pesar de estar separados por el enorme escritorio, Yelena se sintió vulnerable, como si Alex fuese a darle la vuelta en cualquier momento para besarla.

Se le aceleró el pulso. Era ridículo. Alex Rush estaba allí como cliente. Ella lo trataría con profesionalidad, conseguiría el ascenso y seguiría con su vida. Aquello ya no era algo personal.

–¿No puedes venir la semana que viene? –le preguntó.

–Tenemos que empezar ahora. Jonathon me aseguró que sería tu prioridad.

Ella apretó la mandíbula y maldijo a su jefe en silencio.

–Está bien. Empecemos.

–Bien –dijo él, apoyando los codos en las rodillas, sin dejar de mirarla–. Como sabes, el apellido Rush ha recibido bastante publicidad negativa durante los últimos meses.

«Menudo eufemismo», pensó Yelena.

–Tengo entendido que te han interrogado y que fuiste sospechoso, pero que no se te acusó formalmente de la muerte de tu padre. Al final, se dictaminó que había sido accidental –le dijo.

Él entrecerró los ojos.

–Muchas personas, y algunos medios de comunicación, siguen pensando que lo asesiné yo.

«Yo, no». Yelena estuvo a punto de decírselo, pero se contuvo.

–Lo siento, Alex.

–¿No vas a preguntármelo? –inquirió él en tono cínico.

–No me hace falta.

–Ah, claro que no. Tú eras mi coartada. O al menos lo habrías sido si no te hubieses marchado repentinamente del país esa misma noche.

–Alex… –respondió ella, notando que se le volvía a abrir la herida–. Intenté…

–Por cierto, ¿qué tal las vacaciones? Te fuiste a Europa, ¿verdad? –le dijo él en tono educado, pero con cierto desdén.

–¿Mis…?

Alex no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Al final, el padre de Yelena no había hecho el comunicado de prensa, aunque ella se lo había suplicado. Si alguien se interesaba por el tema, decían que Gabriela se había ido a hacer turismo por Asia, lejos de todo.

Como siempre habían querido ellos.

–¿Qué? –le preguntó él–. Supongo que alguna situación de importancia vital te hizo marcharte sin que te diese tiempo ni a hacer una llamada de teléfono.

Ella contuvo su ira.

–Estaba con Gabriela.

–Ya veo. ¿Y qué tal está mi exnovia? Supongo que ya se ha buscado otro acompañante, porque no he tenido noticias suyas.

Yelena decidió que tenía que poner fin a aquello y golpeó el escritorio con ambas manos.

–No vayas por ahí, Alex –le advirtió–. Me has contratado para que haga un trabajo. Si quieres que así sea, tenemos que dejar nuestras vidas personales al margen, incluidos los problemas entre Carlos y tú.

–¿Y qué problemas son esos? –inquirió él.

–No tengo ni idea. Hace dos meses que no lo veo.

¿Sabía Alex lo que le dolía que su hermano Carlos no estuviese en su vida? A excepción de un par de comentarios que había oído, no sabía cuál era la relación de su hermano con Alex desde que este último había vuelto a Canberra. Tanto mejor. El año anterior, Yelena había madurado mucho. Había sido madre y se había independizado. También había conseguido librarse de la influencia de su hermano mayor. Y había evitado pensar en Alex, prefiriendo no saber qué hacía ni con quién salía.

Mientras él la observaba con atención, fue como si la atmósfera se fuese desintegrando poco a poco. Era como… estar a la expectativa. Como si Alex quisiera hacerle un millón de preguntas pero algo lo contuviese. Aquel no era el Alex que ella conocía.

–Tengo que hablar con tu familia –le dijo Yelena de repente.

Y, así, sin más, se rompió la tensión.

–Por supuesto –contestó él, y la expresión de su rostro se suavizó–. Tengo un vuelo reservado a las once –se miró el reloj–. A las diez pasará a recogerte un coche por tu casa.

–¿Perdona? Pensé…

–Tú y yo. Tenemos un vuelo a las once –le repitió él–. Tienes que reunirte con mi familia, tus clientes. Están en Diamond Bay.

–¿El complejo turístico?

–Eso es. No me hagas esperar.

–¿Y…? –Yelena sacudió la cabeza, frunció el ceño–. ¿Y mi equipo?

–Yo tengo que volver al complejo. Estamos recibiendo muchas llamadas, así que quiero la mayor discreción posible. En estos momentos, tú eres el equipo.

Yelena se puso en pie de un salto.

–¡No puedo hacerlo todo yo sola! Necesito un asistente, un organizador de eventos…

–Ya te ayudará mi gente.

Ella lo fulminó con la mirada.

–Tengo una vida, una…

–Pensé que tu trabajo era tu vida –la interrumpió Alex.

Yelena se cruzó de brazos.

–Ya no sabes nada de mí.

–Eso es cierto.

Dicho aquello, Alex se levantó, tomó su chaqueta y sacó de ella el teléfono móvil.

–Haz la maleta para una semana –le dijo.

Y luego se marchó sin más, dejando como única prueba de su paso por allí el masculino aroma de su aftershave.

Yelena se quedó mirando la puerta, con el ceño fruncido.

«Deja de fruncir el ceño, te van a salir arrugas», pensó.

Aquella frase que tantas veces le había dicho su madre penetró en su mente y ella relajó la expresión al instante.

¿Cómo iba a olvidarse de su pasado y concentrarse en el trabajo?

El año anterior había sido muy duro. Había perdido a su hermana y a Alex. Hasta Carlos se había alejado de ella y, últimamente, siempre que hablaban lo hacían para discutir. Había decepcionado a su familia, toda su vida se había desmoronado.

Pero había conseguido recuperarse. Y se había convertido en madre. A pesar de todo, a cambio de su hija Bella merecía la pena cualquier sufrimiento.

Tenía que hacerlo por ella.

Recogió el escritorio, tomó su iPhone y cerró la puerta con llave.

Alex Rush era el Santo Grial de los clientes. Su campaña consolidaría la carrera de Yelena y la ayudaría a conseguir el ascenso. Y, a pesar de lo que había ocurrido entre Alex y Carlos, y a pesar de su tórrida aventura, Alex la había elegido. Si él podía tener una relación solo laboral con ella, Yelena haría lo mismo. No iba a tirar por tierra su futuro por los errores del pasado.

Capítulo 2

 

–IBA a darle de comer a Bella –le dijo Melanie, su vecina, que cuidaba de la niña, desde la cocina–. ¿Quieres hacerlo tú?

Yelena dejó el bolso en la encimera y tomó el biberón con una sonrisa en los labios.

–Por supuesto. ¿Ha llamado mi madre?

–Justo después de que tú te marchases esta mañana… –le respondió Melanie, siguiéndola por el pasillo hasta la habitación de Bella.

–¿Y? Hola, preciosa, ¿cómo está mi bella Bella?

Yelena tomó a la niña de la cuna.

–¡Qué grande estás! ¿Cómo puedes estar creciendo tanto? ¿Qué te ha dicho, Mel?

–Que estaba constipada y que no quería pegárselo a Bella –le contó la otra mujer.

–Ya.

A pesar de conocer perfectamente a su madre, Yelena no pudo evitar que aquello le doliese. María Valero jugaba al tenis y tenía un entrenador personal. Tomaba vitaminas, comía solo lo suficiente para estar sana, evitaba la cafeína, el chocolate y otras adicciones nocivas para la piel. A ese paso, los iba a enterrar a todos, incluida Bella.

Y sus mentiras seguían doliendo a Yelena.

–Es mejor no arriesgarse –añadió Melanie en tono diplomático–. Los bebés lo pillan todo enseguida.

–Eso es verdad.

Yelena se sentó en la mecedora y le dio el biberón a la niña.

Se sintió orgullosa y llena mientras la miraba. Sería capaz de hacer cualquier cosa por ella. Su mundo empezaba y terminaba en Bella.

–¿De qué trata ese nuevo viaje de negocios que tienes? –le preguntó Mel.

–Es solo un cliente nuevo.

–¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?

–Volveré el lunes que viene.

–Entonces… –empezó Melanie, frunciendo el ceño–. ¿Quién va a cuidar de Bella toda la semana? ¿Tu madre?

Yelena negó con la cabeza.

–¿De verdad te la imaginas cuidando de un bebé? No, Bella se viene conmigo.

–Guau –exclamó Melanie, cruzándose de brazos–. No sabía que B&H tuviese servicio de guardería. Creo que me he equivocado de profesión.

–No lo tiene, pero sí el complejo turístico al que vamos. Y B&H correrá con todos los gastos –comentó ella sonriendo–. Y no me digas que preferirías tener un trabajo frívolo e impersonal, como el mío, en vez de tu desagradecido y mal pagado empleo de profesora.

Melanie sonrió con la broma de su amiga.

–No. Y, además, Matt me puede mantener. Es jefe de oncología.

–Yo espero que, después de este cliente, me asciendan por fin.

–Ya va siendo hora. Trabajas el doble que los demás. Pero echaré de menos a Bella… es un encanto –Melanie acarició la cabeza de la niña y luego le guiñó el ojo a su madre–. Aunque se parezca a su madre.

Yelena respondió con una sonrisa.

–¿Podrías hacerme el favor de ir preparando algunas cosas mientras yo termino aquí?

Mientras Melanie buscaba ropa y todo lo necesario para la comida de Bella, Yelena le sacó los gases. Allí sentada, con su hija en brazos, era muy fácil olvidarse del mundo exterior. Bella era todo su mundo. Y ella le había hecho una promesa nada más verla.

«Te protegeré de todo peligro. Y siempre estaré a tu lado cuando me necesites».

Y lo había hecho bien hasta que Alex Rush había vuelto a su vida y le había pedido que le dedicase toda su atención.

Bella estornudó y ella se la quitó del hombro para mirarle la cara. Sus ojos marrones la miraron y Yelena la estudió y se le hizo un nudo en el estómago.

Alex era un hombre inteligente: en cuanto viese a Bella, ataría cabos. No habría marcha atrás. No obstante, no podía dejar a la niña en casa. Lo tenía muy claro después de cómo había sido su propia niñez.

–Si Alex Rush quiere tenerme, tendrá que aceptar el paquete completo, cariño.

Lo importante era que ella hiciese bien su trabajo. Alex solo quería calmar a la opinión pública. Ella no le importaba lo suficiente como para odiarla y su relación, solo profesional, duraría lo que durase la campaña.

 

 

Alex se instaló en el cómodo Cessna e intentó centrarse en el trabajo que tenía delante, pero no pudo.

El resentimiento que tenía contra el hermano de Yelena había ido aumentando desde el juicio por la muerte accidental de su padre. Alex se había marchado de su santuario en Diamond Bay en junio, para volver a Canberra, donde había descubierto el terrible efecto que había tenido la muerte de William Rush. Las especulaciones, los interrogatorios de la policía y el escrutinio de la prensa no tenían comparación con lo que le había hecho Carlos.

Maldijo entre dientes. Había conocido a Carlos en la universidad y ambos se habían movido en los mismos círculos sociales. Cuando este le había propuesto que hiciesen negocios juntos, a él le había gustado la idea de salir de la sombra del hijo predilecto de Australia, William Rush.

Dos años después, Carlos y él se habían hecho socios y habían creado una red de agencias de viajes con el nombre de Sprint Travel.

Alex no estaba tan ciego como para ignorar que el visto bueno de Yelena había pesado mucho a la hora de tomar la decisión. Todavía podía oírla apoyando y alabando a su hermano.

Era una mujer capaz de tentar al mismo Dios… aunque fuese hermana del diablo.

Alex se pasó una mano por la barbilla.

«Fuiste un idiota. Un tonto, un imbécil, pensaste con la libido, no con la cabeza».

Toda su vida, había tenido la desconcertante habilidad de saber cuándo alguien no le decía la verdad. Su padre lo había apodado con orgullo: Alex, el Detector de Porquería. Pero a Carlos no lo había visto venir… o no había querido verlo porque, siendo el hermano de Gabriela y Yelena Valero, no era posible que fuese un mentiroso y un traidor.

Alex resopló. Se había equivocado de cabo a rabo. Una semana después de que lo hubiesen declarado inocente de la muerte de su padre, Carlos le había mandado los documentos de ruptura del contrato. Él los había leído sorprendido. Si el juez le daba la razón a Carlos y su asociación se disolvía, Carlos se quedaría con todas sus acciones. Aquello era técnicamente legal, pero ¿y moral?

Antes de que le hubiese dado tiempo a recuperarse de aquel golpe, le habían dado el siguiente. El Canberra Times había publicado un artículo acerca de las creativas prácticas contables de Carlos.

Y entonces había sido cuando las cosas se habían puesto feas de verdad.

La traición le había dolido a Alex mucho más que cualquier pérdida económica. Furioso, había intentado averiguar la verdad. Y cuanto más amargos eran los artículos que escribían acerca de su familia, más sed de venganza tenía él. Había utilizado todos sus contactos, todos los favores que le debían, para intentar averiguar la verdad, pero, hasta el momento, Carlos había sido listo y no había dejado pistas.

Y, de repente, había conseguido dar dos grandes pasos. La semana anterior había contactado con tres víctimas potenciales de Carlos, que le habían dado con la puerta en las narices. Y, lo que era todavía más importante, Alex había descubierto que era Carlos el que, desde el mes de marzo, estaba filtrando a la prensa los rumores de que su difunto padre le había sido infiel a su madre.

Yelena era la única que podía haber oído la vergonzosa discusión que Alex había tenido con su padre. Y la única que podía habérselo contado todo a Carlos.

Aquello ya no era un asunto de negocios. Era personal.

Los maldijo a ambos. La maldijo a ella.

Apretó el puño hasta que rompió el bolígrafo que tenía en la mano, entonces, la abrió.

Pronto estarían de camino a Diamond Bay, donde tendría a Yelena para él solo. Alex se aseguraría de que Carlos se enterase de que Yelena se acostaba con él y, luego, iría con las pruebas de sus fechorías a la justicia. Solo se conformaría humillándolo por completo.

«¿No te conformas con una de mis hermanas? Mantente alejado de Yelena o te mataré». Alex sonrió mientras recordaba la amenaza que Carlos le había hecho por teléfono y que él seguía teniendo grabada.

Cuando uno estaba enfadado, cometía errores, y Alex estaba esperando a que Carlos los cometiese.

Se miró su brillante Tag Heuer. ¿Y si Yelena no se presentaba? No. Conocía a Yelena y sabía que aquella campaña era importante para su carrera profesional.

No obstante, se sintió aliviado al oír por fin su voz.

Giró la cabeza y frunció el ceño al ver que llevaba una especie de fardo entre los brazos.

–¿Qué es eso? –le preguntó.

–Mi hija.

Ajena al silencio de Alex y a su expresión de sorpresa, Yelena sonrió a la azafata, que desplegó la cuna portátil para que pudiese dejar a la niña en ella.

–Tú no tienes hijos –replicó Alex, sentándose enfrente de ella.

–Claro que sí –dijo Yelena, quitándose la chaqueta–. Se llama Bella.

–La has adoptado.

–Eso no es asunto tuyo, Alex.

–Lo es, si estás trayendo tu vida privada al trabajo.

Yelena lo miró con frialdad.

–Deberías entender por qué la he traído. No puedo dejársela una semana a mi familia, por mucho que necesite tu campaña.

Él recordó que Yelena le había contado que tanto ella como sus hermanos habían sido criados por niñeras y en internados mientras María Valero había desempeñado su papel de esposa de diplomático a la perfección.

–Entonces, ¿es tuya?

Ella otorgó con su silencio, y luego asintió brevemente.

Yelena tenía una hija.

¿Cómo era posible que él no se hubiese enterado?

Alex notó cómo las heridas del pasado volvían a abrirse.

–¿Cuánto tiempo tiene? –le preguntó.

Ella levantó la barbilla, orgullosa, y lo miró a los ojos.

–Cinco meses.

Él hizo las cuentas y notó cómo la ira iba creciendo en su interior.

La noche en que Yelena le había dicho que lo amaba, la noche de la muerte de su padre, ya había estado embarazada de otro hombre.

Capítulo 3

 

EL AVIÓN despegó. Durante la siguiente hora, Yelena intentó concentrarse en los recortes de prensa de Alex, pero una y otra vez se sorprendió a sí misma mirando por la ventanilla.

Bella empezó a ponerse nerviosa y ella dejó de fingir que trabajaba. Le preparó un biberón y se lo dio, sin poder evitar sentir la presencia del hombre que tenía enfrente, y su completa falta de interés por ella. Cuando Bella empezó a moverse, sintiendo la tensión de su madre, Yelena levantó la vista.

Alex leía unos papeles con el ceño fruncido. Yelena nunca lo había visto tan enfadado, tan intocable. Los recuerdos que tenía de él estaban llenos de bromas, coqueteos y atracción.

«Y no te olvides de los besos».

Volvió a mirar a Bella, sus ojos enormes, la boca alrededor del biberón. Sonriendo con ternura, se puso una toalla en el hombro y la levantó.

Diez minutos después, volvía a dejar a la niña dormida en la cuna, recogía los papeles y decidía dedicarse a mirar por la ventana.

Debajo de ella estaba ya el complejo turístico más exclusivo de Australia. La belleza del lugar hizo que Yelena se olvidase momentáneamente de su tensión y le preguntase a Alex:

–¿Cómo es que tu padre decidió construir un complejo tan lujoso aquí?

Él levantó la mirada despacio, casi sin querer, y la miró a los ojos.

–Para que fuese un lugar íntimo. Solitario –luego volvió a su trabajo.

A Yelena le dolió que le hubiese contestado con tanta educación. ¿Por qué le costaba tanto mirarla, hablar con ella?

Por suerte, el avión aterrizó enseguida y las puertas se abrieron.

Yelena tomó su chaqueta y a la niña. Y notó la presencia de Alex justo detrás de ella. Se giró y lo vio con su bolso en la mano. Él le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que lo precediese.

Ella le dio las gracias en un murmullo y luego bajó las escaleras de metal con cuidado, con Alex pegado a sus talones, observándola.

Una gran limusina negra los estaba esperando en la pista y cuando Alex le abrió la puerta en silencio, Yelena se dio cuenta de que había un portabebés dentro.

Sentó y ató a Bella y luego entró, dejándole a Alex la ventana. Cuando la puerta se cerró tras de él, Yelena sintió claustrofobia. Todo era por culpa del hombre que tenía sentado a su lado, haciéndole el vacío como si hubiese cometido un pecado imperdonable.

Suspiró con tristeza, apartó el cuerpo de él y habló a su hija, sonriéndole. Luego se miró el reloj. Solo le quedaban seis días y doce horas para marcharse de allí.

Aquello era ridículo. Decidida, se giró hacia Alex.

–¿Qué quieres conseguir con esta campaña? –le preguntó.

Claramente sorprendido, él apartó la vista de la ventana y la miró con expresión sombría, pero no contestó.

–¿Alex? –insistió ella–. ¿Cuáles son tus objetivos?

–¿Quién es el padre?

–¡Eso no es asunto tuyo!

–Por supuesto que sí.

–¡Por supuesto que no! –replicó Yelena enfadada, perdiendo el control–. No hay nada entre nosotros, Alex. Solo una relación profesional. Nunca hablo de mi vida privada con mis clientes y no pienso empezar a hacerlo ahora.

–Pero traes a tu hija a un viaje de trabajo.

–Es la primera vez que un cliente me pide algo poco razonable. No me has dejado elección.

–Todo el mundo tiene elección, Yelena.

Ella se puso tensa.

–Si lo que te preocupa es no tener toda mi atención, te aseguro que Bella no impedirá que haga mi trabajo.

–Ya veo –contestó él, fulminándola con la mirada.

Había ira en ella, pero también algo más. ¿Orgullo? ¿Dolor?

No, Alex Rush jamás demostraría vulnerabilidad.

A Yelena se le hizo un nudo en el estómago. Por un segundo, creyó haber visto algo bajo aquella superficie hostil.

En el pasado, habían sido amigos. Y en esos momentos, se sentía engañada.

–No puedo ofrecerte nada, Alex, salvo toda mi atención en tu campaña. Por favor, respétalo. Ahora, dime cuáles son tus objetivos.

Él la fulminó con la mirada.

–Durante meses, han aparecido en los periódicos noticias falsas, mentiras y rumores acerca de una supuesta aventura de mi padre.

Yelena asintió.

–He leído los recortes. ¿Cómo ha afectado eso a tu madre y a tu hermana?

–A mi madre le han pedido con mucha educación que deje de colaborar en dos organizaciones benéficas. En vez de llamarla por teléfono, mandarle invitaciones y pedirle que asista a actos, han dejado de comunicarse con ella. Y Chelsea se ha quedado sin patrocinador para sus torneos de tenis. Y, antes de que lo preguntes, no es un problema de dinero, sino de que le han retirado el apoyo por culpa de un montón de mentiras.

–Y, claro, tu padre no está aquí para defenderse.

–Claro –repitió él.

–Alex… –empezó ella–. ¿Tu padre le fue infiel a tu madre?

Él frunció el ceño de repente.

–No.

–¿Puedes estar seguro al cien por cien?

–Por supuesto que no –admitió él.

–Está bien. Así que necesitamos atraer la atención, pero con cosas positivas. Para que sea una campaña eficiente, tiene que ser sutil. Tenemos que ir ganándonos el apoyo de la opinión pública sin que se note demasiado.

–Si estás pensando en que toda la familia unida dé una rueda de prensa…

–No. ¿Has hecho alguna declaración pública declarando tu inocencia?

–La hizo mi abogado.

–¿Y por qué no tú, en persona?

–Porque… –Alex frunció el ceño–. No fui acusado formalmente. La investigación policial fue una completa farsa, basada en mensajes de anónimos y en rumores. No quería darle más importancia de la que tenía.

–Ya entiendo.

–No, no lo entiendes –replicó él, mirándola a los ojos–. Tras la muerte de mi padre, las muestras de compasión fueron tremendas. El gran William Rush, muerto en lo mejor de la vida. Duró semanas. Se habló de su brutal niñez y de su meteórico ascenso desde la pobreza, de sus negocios y de sus influyentes amigos. Cuando fueron a buscarme a mí para interrogarme, salió también a la luz su afición por el juego y por la bebida.

–Ahí cambiaron las cosas.

–Exacto. Y los rumores de infidelidad fueron la gota que colmó el vaso. Mi madre no se lo merece. Ni Chelsea tampoco –continuó Alex con los ojos brillantes–. Me has preguntado qué es lo que quiero de esta campaña. Quiero que mi familia sea aceptada por sus logros, no juzgada por unos rumores. Quiero que consigas el apoyo de la prensa, del público y de sus amigos. Y quiero que lo hagas con sutileza.

–Siempre soy discreta.

–No. Quiero decir que no quiero que nadie sepa que soy tu cliente.

–Ya –dijo ella, frunciendo el ceño–. ¿Y cómo pretendes explicar mi presencia en el complejo?

–Podemos decir que somos viejos amigos que estamos recuperando el tiempo perdido –contestó él.

A Yelena se le hizo un nudo en el estómago y el coche se detuvo.

–¿Y quién se va a creer eso?

–Bueno, se han creído todas las mentiras que han dicho acerca de mi padre, ¿no?

Yelena agarró bien a la niña y salió de la limusina.

–¿Y por qué iba a querer yo…? –dejó de hablar al levantar la cabeza e incorporarse.

Tragó saliva. Aquel lugar no era un hotel de cinco estrellas, sino de cien.

–Deja sin habla, ¿verdad? –comentó Alex.

Ella se giró a mirarlo y lo vio apoyado en el coche, con los brazos y las piernas cruzados. Era una imagen poderosa, imponente.

Los recuerdos se agolparon en la mente de Yelena. Recordó a aquel mismo hombre, pero el año anterior y sonriendo. Ella había salido del trabajo y se lo había encontrado en aquella misma posición, esperándola. Entonces él la había abrazado y le había dado un beso que había hecho que se le doblasen las rodillas.

Lo único que pudo hacer en esos momentos fue ponerse las gafas de sol.

–Gabriella me había contado que era un sitio enorme, pero…

La mirada de Alex hizo que dejase de hablar.

–Fue diseñado por Tom Wright, el mismo tipo que hizo el Burj al-Arab de Dubai –comentó él en tono frío e impersonal–. Te acompañaré a tu habitación.

Luego le hizo un gesto al botones que había tomado sus maletas y entró en la recepción sin esperar a ver si Yelena lo seguía.

 

 

Antes de llegar al final de la suite, Alex se dio la vuelta y volvió a andar en dirección contraria, pasándose la mano por el pelo. Estaba recordando la breve conversación que habían tenido en el coche.

Hacía casi quince años que conocía a Yelena, y había pasado unos cuantos fantaseando con ella como el típico adolescente. No obstante, jamás la habría creído capaz de engañarlo.

«¿Tu padre le fue infiel a tu madre?».

¿Por qué le había hecho esa maldita pregunta, si ya sabía la respuesta? Yelena había oído la discusión que él había tenido con su padre, y no había dudado en compartir la información con Carlos.

Volvió a llegar a la pared, gruñó y se dio la vuelta.

Yelena estaba intentando desconcertarlo. Quería hacerle ver que era inocente. Tenía que ser eso. Aunque…

La había visto dudar al hacerle la pregunta, se había ruborizado.

Alex dejó de andar. Se detuvo a un paso del escritorio. La traición de Carlos lo había vuelto un neurótico, había hecho que dudase de sí mismo por primera vez desde…

Levantó la cabeza y observó su reflejo en el espejo que había encima del escritorio. Gracias a aquel error, se había pasado los últimos meses revisando todos los negocios, todas las decisiones profesionales que había tomado. Había desaprovechado el tiempo dudando de decisiones que había tomado después de mucho pensarlo.

Enfadado, se aflojó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa.

Si seguía así, se volvería loco. Ya había permitido que los sentimientos le calasen hondo, había vuelto a retomar el contacto con Yelena.

«Es la manera de empezar a seducirla», se dijo a sí mismo. No obstante, no podía dejar de hacerse preguntas. La necesidad de saber lo estaba ofuscando. Yelena siempre había tenido ese efecto en él. En dos ocasiones, se había dejado llevar por la ira y en ambas, ella se había marchado. Si la molestaba, no conseguiría llevársela a la cama. Tenía que centrarse en su plan.

Hacía demasiado tiempo que se no se derretía al oler su aroma, demasiado tiempo que no sentía la sedosa caricia de su pelo en la piel.

Y otro hombre la había hecho suya.

«No». De repente, se sintió furioso. Apretó la mandíbula, incapaz de apartar aquella idea de su mente.

«También podría ser tu hijo. Tuyo y de Yelena».

Se obligó a no pensar en aquello. Si su padre no hubiese estado borracho y no se hubiese ahogado en la piscina, él no estaría allí. Pero había ocurrido así y, en esos momentos, Alex tenía que lidiar con todo lo ocurrido.

Si no conseguía tranquilizarse, no podría poner en práctica sus planes. Y a su familia solo le quedaría un legado de escándalos y mentiras, terribles recuerdos de un pasado que él había jurado enterrar junto al tirano de su padre.

Miró por las puertas de cristal que daban al jardín. A la izquierda vio el color ocre de la roca sagrada de Australia, que contrastaba fuertemente con la exuberante vegetación de Diamond Bay.

Le encantaba la tranquilidad de aquel lugar. Era la única creación de William que no clamaba su autocrática presencia en cada ladrillo. El único lugar al que no había podido llegar su violencia.

Alex se frotó el hombro y recordó viejas heridas. Había soportado sus golpes y sus consejos: «Lucha por lo que quieres, porque nadie va a hacerlo por ti». Era la única cosa de valor que le había dado aquel malnacido.

Había llegado el momento de levantar la cabeza y acabar con aquello.

La imagen de unos ojos dulces y de una risa tentadora lo asaltó, haciéndolo gemir. Salió por la puerta y anduvo por la moqueta dorada y crema hasta llegar al otro lado del pasillo, donde había hecho que alojasen a Yelena.

Llamó a la puerta y esperó unos segundos. Yelena abrió con una sonrisa en los labios, sonrisa que desapareció al verlo a él.

Se había quitado el traje y se había puesto unos vaqueros y una camiseta blanca. Los pantalones enfundaban a la perfección sus largas piernas y la camiseta de algodón se pegaba a sus curvas, despertando la imaginación de Alex. Eran unas curvas extremadamente femeninas.

Él juró en silencio y maldijo a su libido antes de ver cómo se apartaba Yelena y lo dejaba entrar.

–¿Ha venido Jasmine a verte? –le preguntó Alex, a modo de saludo.

Yelena se quedó con la mente en blanco y solo notó un cosquilleo en la piel al notar su cuerpo caliente y su familiar olor pasando por su lado.

–La niñera –le recordó él.

–Sí, está en el dormitorio, con Bella. Gracias por encargarte.

Alex se encogió de hombros y se detuvo en el centro de la habitación. Miró a su alrededor.

–El servicio de guardería del complejo es muy bueno. ¿Te ha gustado la habitación?

–Es perfecta. Un poco grande.

–Todas las suites tienen salón, dos dormitorios y cuarto de baño. Y, por supuesto, buenas vistas.

Alex tomó un mando a distancia que había encima de la mesita del café y le dio a un botón.

Las cortinas empezaron a separarse muy despacio.

–¿Son cortinas eléctricas? –preguntó Yelena.

–Sí –respondió él, divertido al verla sorprendida–. No podemos permitir que nuestros clientes tengan que abrirlas con las manos.

Ella sacudió la cabeza y sonrió también, muy a su pesar.

–Por supuesto que no. Podrían… ¡oh!

Las vistas eran maravillosas. Un enorme acantilado con una cascada que brillaba bajo la luz del sol e iba a parar a un gran lago. Alrededor de este se extendía la flora autóctona y a Yelena le costó distinguir las pequeñas cabañas que Diamond Bay ofrecía a sus clientes.

Parecía el decorado de una película de enorme presupuesto, pero ella sabía que era real. Diamond Bay tenía el único lago artificial del Estado.

Y alrededor de este serpenteaban las instalaciones del complejo, formando un refugio lujoso y privado.

–Es…

–¿Increíble?

Yelena dio un paso hacia la ventana, luego, otro.

–Arrebatador.

Alex se cruzó de brazos.

–William Rush tenía buen gusto para las cosas espectaculares.

Ella se giró despacio a mirarlo y estudió su perfil.

Allí pasaba algo. Había tensión, sí. Ella había esperado eso, e incluso asco, después de haberlo dejado tirado. Pero había algo más… Sus ojos lo escrutaron. Vio que tenía el ceño ligeramente fruncido, la mandíbula apretada. Se fijó en su nariz aquilina, que bajaba hasta una boca demasiado cálida, demasiado tentadora.

Él cambió de postura y la miró también.

–Imaginé que te gustaría –murmuró, casi para sí mismo.

Y, por un segundo, ella vio el brillo de algo más en sus ojos, pero después se preguntó si no se lo habría imaginado.

Se quedó sin aliento. Y molesta.

–Voy a enseñarte tu lugar de trabajo –le dijo Alex.

Ella asintió, con el corazón acelerado, desapareció en su dormitorio y volvió a aparecer con su maletín y con un grueso bloc de notas.

–Tu hermana tiene catorce años, ¿verdad? –le preguntó Yelena mientras lo seguía por el pasillo.

–Hará quince en mayo –la corrigió él, relajándose de repente–. No la conoces, ¿verdad?

–La vi una vez. Gabriela la invitó a un acto de la embajada el año pasado.

–Ah, es verdad… –giraron a la izquierda y se detuvieron delante del ascensor–. Volvió muy contenta. Y pasó mucho tiempo enseñando la tarjeta de «invitado especial» a todo el mundo.

Alex apretó el botón y también los labios.

–Tu madre no pudo asistir esa noche. Estaba enferma, ¿no?

–Sí.

Alex bajó la mirada y se cruzó de brazos, girando el cuerpo hacia los ascensores.

«Qué raro», pensó Yelena, pero no lo comentó.

–Esa noche me besaste por primera vez. En la cocina, ¿te acuerdas? –le dijo él.

Yelena levantó la vista, sonrojada.

–Me besaste tú a mí.

–Y después me mandaste a paseo –comentó Alex, haciendo una mueca.

–Eras el novio de Gabriela.

–Uno de tantos.

–¿Estás acusando a mi hermana de…?

–Oh, venga ya, Yelena –dijo Alex, poniendo los ojos en blanco justo antes de que se abriesen las puertas del ascensor–. Los dos sabemos que Gabriela es una chica de vida alegre, en el buen sentido del término. Le gustaba llevarme colgado del brazo cuando estaba en la ciudad, pero no le interesaba mucho más.

«No puedo hablar de esto», se dijo Yelena, agarrando su bolso con fuerza y clavando la vista en las puertas del ascensor.

–Cuéntame más cosas de Chelsea –le pidió.

Él hizo una pausa, como para hacerle saber que sabía que estaba intentando cambiar de tema.

–Es una chica increíble –dijo por fin–. Y una prometedora tenista. Por fuera parece fuerte, pero por dentro…

–Es la típica adolescente: vulnerable e insegura.

–Sí –admitió él, sorprendiéndola con su sonrisa–. ¿Tú qué sabes de eso?

–Lo sé todo –le dijo ella mientras ambos salían del ascensor–. Era la chica nueva del colegio, ¿recuerdas? Y, además, extranjera.

–Todavía me acuerdo del día que llegaste.

¿Cómo iba a olvidarlo? La belleza morena de Yelena los había vuelto locos a todos, montada en su BMW negro y brillante, con las gafas de sol de Dior puestas.

–Estaba muy nerviosa –le contó ella, sacándolo de sus pensamientos.

–Pues no se notaba. Te deslizaste por el aparcamiento como si fuese tuyo.

Ella rio un momento mientras pasaba por delante de la puerta de cristal que Alex acababa de abrir.

–¿Que me deslicé? No creo.

–Sí. Gabriela va a saltos por la vida. Tú te deslizas como un barco perfecto por un mar en calma.

–¿Así es como me ves… perfecta? ¿Intocable?

Él tardó en contestar. Yelena vio cómo le sonreía su sensual boca, cómo la miraba, divertido, con sus ojos azules.

–Intocable, no, Yelena.

Ella contuvo la respiración, atrapada en su mirada. Aquel era el Alex al que ella conocía, el chico bromista y encantador al que le gustaba conseguir que se sonrojase.

–¿Café?

–¿Qué?

–¿Que si quieres un café? –repitió él sonriendo–. Podemos tomarlo junto a la piscina.

Ella asintió, sintiéndose culpable. Había sabido que Gabriela y él no congeniaban desde el principio. Desde que Gabriela se lo había contado. ¿Cuándo? En el mes de mayo. Más de un año antes, aunque parecía que había pasado toda una vida. No obstante, su hermana lo había querido a su manera. ¿Acaso no se merecía Alex saber lo que había ocurrido?

Lo vio llamar por teléfono y fingió que estudiaba su despacho con la mirada. Tenía que mantener la promesa que les había hecho a sus padres. Lo vio colgar.

–Mi madre y Chelsea se encontrarán con nosotros en Ruby’s… una de las cafeterías… a las cuatro.

–Alex…

–¿Sí? –dijo él, con las manos apoyadas en las caderas y la cabeza ligeramente inclinada.

«Gabriela está muerta». Lo tuvo en la punta de la lengua, a punto de salir, pero se lo volvió a tragar. Desde el principio, había sido clara con él. Solo estaba allí por motivos profesionales.

–¿Saben tu madre y tu hermana por qué estoy aquí? –le preguntó.

Él se apoyó en el escritorio.

–No. Y no quiero que lo sepan, al menos, por el momento. Mi madre pensará que no es necesario… Me dirá que estoy malgastando mi dinero y tu tiempo, que todo se arreglará con el paso del tiempo… –dejó de hablar, apretó la mandíbula.

Luego se aclaró la garganta, se cruzó de brazos y añadió:

–Llevan aquí dos semanas y ahora es cuando se están empezando a relajar. Y quiero que sigan así.

–Sé cómo hacer mi trabajo –le dijo ella.

–Bien. Aquí la gente paga por estar incomunicada: ni periódicos, ni televisión, ni teléfono, ni Internet. A no ser que lo soliciten. Te he preparado la sala de conferencias, que está aquí al lado, con todo lo necesario para que trabajes. Aquí solo llegan clientes, y en aviones privados, así que no hay prensa. Podrás trabajar con total privacidad.

Con total privacidad. En un complejo turístico increíble, que irradiaba el poder y la presencia de Alex por todas partes. No obstante, a pesar de la tensión que había entre ambos, Yelena se había sentido unida a aquel lugar nada más poner el pie en su suelo rojizo. Como si el único motivo de su presencia allí fuese la necesidad de relajarse.

–¿Vienes mucho por aquí? –le preguntó a Alex.

–No tanto como me gustaría. Viajo entre Sídney, Canberra, Los Ángeles y Londres, sobre todo.

Yelena inclinó la cabeza.

–¿Londres? ¿Estáis pensando en abrir una franquicia de Sprint Travel en el Reino Unido? Carlos…

–¿Carlos qué? –le preguntó Alex muy serio.

–Me… me lo mencionó de pasada.

–Ya veo –dijo él antes de incorporarse–. Pero no. Rush Airlines tiene inversiones en el Reino Unido y en Estados Unidos. ¿Quieres ver tu nuevo lugar de trabajo?

Alex salió del despacho y atravesó el pasillo, y a ella no le quedó otra opción más que seguirlo.

Capítulo 4

 

–BIENVENIDA a Diamond Bay, Yelena.

El apretón de manos de Pamela Rush pudo ser un tanto vacilante, pero su sonrisa era cariñosa. Llevaba puestos unos pantalones amplios de color beis, una camisa de flores anudada a la cintura, que enfatizaba su esbelta figura y, para completar el conjunto, un sombrero.

–Es la ropa que me pongo para trabajar en el jardín –comentó Pam sonriendo. Luego se quitó el sombrero y se alborotó el pelo corto–. Tengo un invernadero al lado de mi suite. Intentamos ser todo lo autosuficientes que podemos.

Yelena se fijó en la cariñosa sonrisa que le dedicó a Alex cuando este se sentó. Luego, Pam miró a la chica desgarbada, la hermana de Alex, que estaba repanchingada en el cómodo sillón de enfrente.

–Ya he pedido que nos traigan café, espero que no te importe –dijo Pam–. A no ser que prefieras té, Yelena.

Esta le sonrió.

–No funciono sin café –contestó sonriendo.

–¿Eres la hermana de Gabriela, verdad? –preguntó Chelsea.

–Sí. Nos conocimos el año pasado.

–En la fiesta de la embajada –dijo la chica sonriendo–. Ibas vestida con un vestido negro de Colette Dinnigan, de la próxima colección de invierno.

Yelena sonrió.

–Tengo amigos importantes. Y tú, muy buena memoria. ¿Te interesa el mundo de la moda?

Chelsea se encogió de hombros.

–Más o menos.

–Es uno de sus muchos intereses –comentó Pamela Rush sonriendo a su hija–. Chelsea va a convertirse en una importante diseñadora –añadió orgullosa.

–¡Mamá! –exclamó la chica, poniendo los ojos en blanco–. No…

–Disculpe, señor Rush.

El camarero dejó tres cafés y un batido de chocolate encima de la mesa. Yelena se fijó en que Chelsea se ruborizaba al mirar al chico y luego bajaba la vista al mantel.

Ella sonrió y miró a su madre.

Había visto fotografías de la madre de Alex en alguna revista del corazón. Lo cierto era que había envejecido bien, casi no tenía arrugas, ni había canas en su pelo corto, de color castaño.

–¿No llevaba el pelo largo hace poco? –le preguntó con curiosidad.

Si no hubiese estado observando tan de cerca a Pamela Rush, no se habría dado cuenta de que le habían temblado ligeramente los labios antes de contestar:

–A veces, es necesario un cambio.

Yelena asintió y apartó la vista para disimular la vergüenza. Claro. Aquella mujer había perdido a su marido, su hijo había sido acusado de asesinato. Había personas que huían, otras, que se daban a la bebida. Otras se quedaban destrozadas. Y Pamela Rush se había cortado el pelo.

–Bueno, ¿y qué te trae por Diamond Bay, Yelena? –le preguntó esta.

Ella miró a Alex, que arqueó una ceja, como invitándola a contestar.

–Necesitaba trabajar sin distracciones…

–Y relajarse un poco también –añadió Alex con naturalidad, sonriendo.

–Pues estás en el lugar perfecto –comentó Pam.

Mientras esta se servía leche en el café, Yelena pensó que era una mujer que sonreía con sinceridad, era educada, desenvuelta. Deseó poder anotarlo todo, pero tendría que esperar. En su lugar, tomó un sobre de azúcar y echó su contenido en el café solo.

Bajó la vista un momento para mirar a Alex. Parecía tranquilo, la expresión de su rostro relajada. Hasta le pareció ver aprobación en su sonrisa.

Eso le gustó tanto que se estremeció. «No es tu primera campaña», se advirtió a sí misma. «No puedes permitir que la satisfacción de un cliente se te suba a la cabeza».

–¿Gabriela está en el extranjero? –preguntó Chelsea de repente, apoyando los codos en las rodillas.

Desconcertada, Yelena tomó su taza de café y se la llevó a los labios antes de mirar a la adolescente.

–Esto… sí.

–¿Para toda la temporada de la moda? Empieza en septiembre, ¿no? Con Nueva York, luego Londres, Milán y París.

Yelena ya le había dado un sorbo al café hirviendo cuando se dio cuenta de que se había llevado la otra mano al colgante que llevaba puesto. Instintivamente, miró a Alex, que tenía el ceño fruncido, y bajó la mano de nuevo.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó a Chelsea sonriendo–. Gabriela no… –tragó saliva antes de continuar–. Hace años que no trabaja de modelo.

–Sé que es agente de Cat Walker Models, en Sídney, ¿verdad? Sigo el blog de la agencia. He leído que iban a mandar a gente para seguir los desfiles, y he imaginado que habrían elegido a Gabriela.

Yelena sintió que se le encogía el corazón de dolor, pero consiguió devolverle la sonrisa a Chelsea.

–Creo que lo tuyo por la moda es más que un poco de interés –le dijo.

–Sí –murmuró la chica, apartando la vista y haciendo una mueca.

Cuando volvió a mirar a Yelena, lo hizo de forma… diferente. Más dura. Como si hubiese cumplido diez años en dos segundos.

–Pero papá siempre decía que era una pérdida de tiempo.

Luego tomó su batido y empezó a chupar la pajita.

Yelena miró a Alex, pero no consiguió sacar nada de sus contenidos ojos azules.

«Demasiado contenidos», pensó ella, sin poder evitar preguntarse qué estaba pasando allí. Intentó atar cabos, pero no sacó nada tangible. Solo tenía la sensación de que Alex no le había contado toda la verdad. Después de meses, años, coqueteando a escondidas y charlando en distintos actos sociales, podía sentirlo. Lo sentía siempre que se hablaba de la familia Rush. Y lo sentía después de haber compartido con él tres momentos clandestinos de apasionados besos.

En uno de los raros momentos de perspicacia de Gabriela, su hermana había comparado a Alex con un volcán inactivo: bello y tranquilo por fuera, pero toda una masa de fuego por dentro.

«Cuídalo, Yelena. Es uno de los buenos».

Yelena miró fijamente su taza. Se maldijo. Había intentado olvidar el consejo que le había dado Gabriela del mismo modo que se había obligado a sí misma a no pensar en Alex, pero las cosas volvían a complicarse.

De repente, dejó la cucharilla encima del plato y se echó hacia delante.

–Te diré una cosa, Chelsea. Conozco a varias personas en Sídney que, si te interesa, podrían conseguirnos entradas para el desfile de David Jones del mes que viene.

Chelsea abrió los ojos como platos.

–¿De verdad?

–Si a tu madre le parece bien, por supuesto.

–¿Mamá? Por favor, por favor, por favor.

–¿Y tus entrenamientos? –inquirió Alex–. ¿Y las clases?

La joven lo desafió con la mirada.

–¿Qué?

–Pensé que estabas centrada en el tenis –comentó su madre.

Chelsea miró el mantel y murmuró algo ininteligible.

–¿Qué? –preguntó Alex.

–He dicho que dudo que haga nada.

–Entonces, ¿quieres dejarlo? –le preguntó él, visiblemente molesto–. ¿Es eso lo que quieres? ¿Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo?

La expresión de Chelsea se ensombreció.

–¿Por qué no empiezas a gritarme que te has gastado miles de dólares en mi carrera como tenista? Así sí que te parecerías realmente a papá.

Si Chelsea lo hubiese apuñalado con su cucharilla, Alex no se habría mostrado más dolido.

–Cariño… –intervino Pam.

Yelena observó la situación fascinada, pero desconcertada.

–Si lo deseas tanto… –empezó Pam.

Chelsea se puso en pie de repente, con el rostro colorado.

–No te atrevas a repetir las frases de papá. Ahora no, no después de…

–¡Chelsea! –la regañó Alex.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

–¡Y tú no deberías defenderlo! ¡Da asco! ¡Todo da asco!

Y, dicho aquello, salió de la cafetería.

Alex hizo ademán de levantarse, pero Pam puso una mano en su brazo para detenerlo. Él se quedó donde estaba, con expresión turbulenta, y se hizo un incómodo silencio.

Yelena miró a Pam, que tenía la vista clavada en la taza de café vacía.

–Me encantaría ver tu invernadero –le dijo en tono decidido–, si tienes tiempo.

La otra mujer levantó la vista.

–¿Ahora?

–Claro –contestó Yelena sonriendo–. El trabajo puede esperar. Me encantan las plantas, aunque no tenga mano para ellas.

–¿Y eso?

–Siempre se me marchitan, por mucho empeño que ponga.

Pam le dedicó una sonrisa temblorosa, como agradeciéndole el cambio de conversación, pero la expresión de Alex siguió siendo indescifrable.

Yelena se levantó y entrelazó su brazo con el de la otra mujer, pero se sintió confundida al notar que esta… ¿se estremecía? La miró fijamente a los ojos, pero no vio nada en ellos, y se dijo a sí misma que no podía ser.

–¿Te veré en la cena, cariño? –le preguntó Pam a Alex.

Yelena no quería mirarlo, pero se obligó a hacerlo. Alex seguía sentado, en silencio, pensativo.

Él levantó la vista.

–Es probable que tenga que trabajar, pero ya te avisaré –luego, añadió–: ¿Y Chelsea?

Pam sacudió la cabeza.

–Lleva dos semanas enfadada. Estoy intentando dejarle algo de espacio, así que, por favor, no la agobies. Necesita –hizo una pausa, como midiendo sus palabras–… averiguar quién es y lo que quiere. Ya sabes cómo es, a esa edad.

–Sí.

Yelena no pudo evitar fijarse en el ceño fruncido de Alex. Luego ambas mujeres se marcharon.

 

 

Alex estaba haciendo números, solo con media cabeza puesta en la tarea, cuando Yelena entró en su despacho una hora más tarde.

–Tienes que contárselo a tu madre.

Él dejó la pluma Montblanc muy despacio encima de los papeles y se echó hacia atrás.

–¿Qué le has dicho?

–Nada –respondió ella, poniendo los brazos en jarras, sin saber que aquella postura realzaba todavía más sus curvas–, pero nunca he trabajado en una campaña sin tener el apoyo del cliente.

–Yo soy tu cliente.

Ella cambió de postura y Alex contuvo la respiración.

–Dime una cosa, si no hubiese sido por Pam y Chelsea, ¿me habrías contratado? –le preguntó.

«Si no hubiese sido por Carlos, ninguna de las dos estaría aquí», pensó él.

–No –respondió sin más, poniéndose de pie, cada vez más consciente de la atracción que sentía por Yelena–. ¿De qué habéis estado hablando?

–Bueno, pues me ha preguntado dónde trabajo, así que no creo que tarde en atar cabos –respondió ella, sacudiendo la cabeza.

Un mechón de pelo se le escapó de la coleta y Yelena se lo retiró de la cara con impaciencia.

–También tengo la sensación de que piensa que tú y yo… –hizo una pausa y se llevó la mano al colgante– tenemos una especie de aventura.

–Ya entiendo.

Alex salió de detrás del escritorio y ella volvió a cambiar de postura, como nerviosa.

Yelena nunca retrocedía cuando había una discusión, lo que quería decir que tenía que haber algo más. Alex se preguntó si tendría algún efecto sobre ella y sonrió satisfecho.

–Te avergüenza tener una relación amorosa con un sospechoso de asesinato –le dijo.

Yelena abrió mucho los ojos.

–¡No! ¿Cómo puedes pensar eso?

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–Tienes que dejar de mentirle.

Él entrecerró los ojos.

–No le estoy mintiendo.

Ella resopló, molesta.

–Mentir por omisión sigue siendo mentir. Y ya me miente bastante mi her…

No terminó la frase, cerró corriendo la boca.

–¿Qué ha hecho Carlos? –inquirió Alex.

–Nada. Lleva meses sin decirme absolutamente nada. Y tu silencio con él tampoco va a solucionar el problema.

–¿Qué te hace pensar que hay un problema?

–No me trates como si fuese idiota, Alex. Hay un problema.

–Eso no es asunto tuyo –le dijo él.