Un ardiente amor - Paula Roe - E-Book
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Un ardiente amor E-Book

Paula Roe

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Beschreibung

A Zac Prescott le llevaba muchas horas dirigir una compañía multimillonaria. Afortunadamente, su eficiente ayudante hacía que la carga de trabajo fuera casi soportable. Su relación era estrictamente profesional… hasta la noche en que Emily Reynolds por fin se soltó el pelo. Y el magnate no dudó en robarle un beso. De repente, lo único en lo que Zac podía concentrarse era en su secretaria. Por desgracia, después del beso ella se marchó. ¿Lograría Zac que volviera sugiriéndole nuevos proyectos… y algo de placer? ¿O acaso Emily buscaba un nuevo puesto… como su esposa?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Paula Roe.

Todos los derechos reservados.

UN ARDIENTE AMOR, N.º 1811 - septiembre 2011

Título original: Promoted to Wife?

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-740-2

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Promoción

Capítulo Uno

–¿Que has hecho qué?

Emily Reynolds se apartó el auricular de la oreja un momento e hizo una mueca de dolor.

–He besado a mi jefe.

–Espera un momento. Rebobina –le dijo su hermana mayor, AJ, desde el otro lado de la línea–. ¿Has besado a Zac Prescott?

–Sí.

–¿Ese hombre al que Dios creó con el único propósito de hacer disfrutar a una mujer? ––le preguntó en un tono de incrédula ironía.

–Ese mismo.

–¿Le has besado? ¿Tú? ¿La misma chica que odia las sorpresas y desempeña su trabajo en la empresa con la máxima eficiencia?

–No tienes por qué ensañarte tanto. Sé que soy la mujer más estúpida del planeta –le dijo.

Estaba en su apartamento, acurrucada en el sofá, con las piernas cruzadas sobre la mesita del salón, en albornoz. En ese momento era fácil creer que lo ocurrido la semana anterior había sido producto de su imaginación. Sin embargo, el recuerdo de aquel cosquilleo sobre la piel le decía que había sido algo más que una fantasía.

–¡Emily, eres la chica más afortunada del planeta! ¿Qué tal fue? ¿Te gustó?

–¿Es que no me has estado escuchando? Es mi jefe. Por fin había conseguido que me respetaran profesionalmente y ahora voy y lo estropeo todo. Esto me suena de algo.

–¿Qué quieres decir?

Emily oyó un portazo al otro lado de la línea.

–Dame todos los detalles –le exigió AJ, insistiendo.

Emily soltó un gruñido y se aflojó la toalla que se había puesto en la cabeza a modo de turbante. Acababa de salir de la ducha y tenía el pelo mojado.

–Me han dado un permiso de una semana en el trabajo. El martes por la noche me llamó desde su despacho, borracho como una cuba. Le llevé a casa en coche, lo acompañé hasta la puerta de su casa, tropezamos y… Y ocurrió. Ya está.

–Ah, el viejo truco del tropiezo.

Emily hizo una mueca, mirando su propio reflejo en la pantalla de la televisión. El hecho de que Zac estuviera borracho no era una excusa. Es más, no podía haber mayor estupidez que llevar más de un año suspirando por un hombre completamente inalcanzable para alguien como ella.

–No tiene gracia. Me asusté, me encerré en casa y pasé el fin de semana pensando.

–Eso es peligroso. ¿Y?

–Y entonces me fui. Esta mañana. Por correo electrónico.

–¡Oh, Em! Aparte de lo del beso, ¿por qué lo hiciste?

–Ya sabes por qué –Emily se pasó una mano por el cabello, alisándolo–. No podría soportar otra acusación injusta.

–Pero Zac no es así. ¡Y ese otro tipo mintió!

Emily suspiró. Todavía podía sentir el peso de aquel nudo de rabia que tanto tardaba en deshacerse. Siempre había pensado que con talento y dedicación podría abrirse camino en el mundo de los negocios, y no con una melena rubia y una minifalda. Siempre se había vestido con elegancia y formalidad, siempre había trabajado duro… creyendo que algún día alguien reconocería su esfuerzo y la recompensaría por ello… Y así había sido cuatro años antes, pero no de la manera que ella había imaginado. Aquel contrato indefinido en una de las mejores empresas de contabilidad de Perth no era lo que ella esperaba y no había tardado mucho tiempo en darse cuenta. Todo había ocurrido durante la fiesta de Navidad de la empresa, seis meses después de su llegada; la primera vez que se ponía una falda corta y el gerente había intentado propasarse con ella en el balcón.

Emily temblaba con sólo recordarlo. Entonces sólo tenía veintidós años, y había terminado humillada y sola. Sin familia, ni hogar, ni nada…

Había salido de aquel bache gracias a un golpe de suerte. Un tío al que nunca había conocido murió y le dejó un apartamento en Gold Coast, así que se mudó al otro lado del país, a Queensland, y empezó de cero, dejando atrás el pasado. La nueva Emily, vestida con serios trajes monocromáticos y con el pelo recogido en un pulcro moño, había conseguido un trabajo como asistente personal de Zac Prescott, pero de eso ya hacía dos años y las cosas habían cambiado…

–A lo mejor no es tan malo como piensas –le decía AJ.

–No, es peor –dijo Emily, suspirando–. No quiero saber nada de los hombres.

AJ pareció atragantarse con una bebida.

–¿Qué pasa? ¿Es que te vas a hacer gay por culpa de unos cuantos novios tontos, una acusación injusta y un marido fracasado?

–No –dijo Emily, reprimiendo una risotada–. Quiero decir que no pienso volver a caer en sus trampas. No voy a volver a entrar en sus juegos.

–¡Ah! ¡Por fin te estás pasando al Lado Oscuro!

Emily se rió.

–Al menos los del Lado Oscuro tienen sexo sin compromisos.

–Ésa soy yo. Tú eres la que siempre se ha empeñado en ser la chica buena con principios, la que busca al hombre perfecto.

–Sí, y mira adónde he llegado –Emily oyó un ruido y miró hacia el pasillo–. Hay alguien en la puerta.

–Maldita sea. Le dije a ese stripper que esperara hasta las siete.

–Je, je. Mira, te veo esta noche. A las ocho y media en el Jupiters, ¿de acuerdo?

–Sí –dijo AJ. Y espero que entonces me cuentes todos los detalles. ¡Feliz veintiséis, Emily!

Emily colgó el teléfono y frunció el ceño. Quien fuera que llamara a la puerta lo hacía cada vez con más impaciencia.

–¡Ya voy, ya voy!

Debía de ser esa anciana malhumorada que tenía por vecina, para quejarse por lo del buzón. Otra vez.

Agarró una goma de pelo y se recogió el cabello al final de la nuca. No eran sólo los hombres los que eran un problema. Ella también era un problema. Después de dos años organizando la agenda de Zac Prescott, trabajando doce horas al día y estirando cada dólar, por fin tenía dinero para empezar su propio negocio.

Alguien aporreaba la puerta.

–¡Maldita sea, George! –masculló Emily, agarrando el picaporte y abriendo la puerta de par en par–. Deja de… Oh.

–¿Qué demonios significa esto? –Zac Prescott estaba en el umbral, con un papel arrugado en el puño.

Emily retrocedió un paso. Zac no era de los que perdían los estribos. De hecho, la única vez que le había visto perder los nervios había sido durante una conversación telefónica con su padre, cerca de un año antes.

–Es mi carta de dimisión –le dijo ella en un tono calmo.

–¿Por qué? –le preguntó él, clavándole la mirada.

Emily tragó en seco y trató de ignorar el enjambre de mariposas que revoloteaban en su vientre. Zac Prescott estaba en su puerta, vestido con una impoluta camisa blanca de manga larga y una corbata de seda con un estampado azul y verde que ella misma le había regalado las Navidades pasadas. Aquel hombre era una visión impresionante, pero era su rostro lo que más cautivaba a la joven; una cara hermosa, pero dura, una extraordinaria mezcla mediterránea y escandinava. Su rostro, una combinación de rasgos angulosos y tez ligeramente bronceada, ofrecía una belleza elegante y artística.

Emily parpadeó un par de veces y trató de aplacar el nudo de deseo que la atenazaba por dentro.

–Porque me marcho.

–No puedes marcharte –Zac dio un paso adelante y Emily no tuvo más remedio que dejarle entrar en la casa.

Su presencia hacía aún más pequeño aquel apartamento de una habitación. Era arrolladora. Él era arrollador.

Emily respiró hondo y entonces percibió aquel delicioso aroma que tan bien recordaba. Cerró la puerta y se volvió.

Él la observaba con los brazos cruzados, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con la mirada.

«Estás prácticamente desnuda», pensó Emily, nerviosa. Acababa de salir del cuarto de baño y no llevaba más que un albornoz encima. Con un gesto instintivo, se apretó el cinturón de la prenda.

–No puedes irte –le dijo él.

–¿Por qué no? –le preguntó ella, parpadeando.

–Bueno, por un lado, tu sustituta, Amber, no da la talla.

–Se llama Ebony. Ha venido desde el departamento de marketing sólo para hacerme un favor.

–Tiene los archivos hechos un desastre.

–Ya veo –dijo ella, observándole mientras se frotaba el cuello. Después de dos años trabajando con él codo con codo, sabía que estaba a las puertas de un dolor de cabeza. Durante una fracción de segundo casi sintió pena por él.

–Y me echa azúcar en el café.

–Y, déjame adivinar… ¿No te recuerda que tienes que comer?

Zac frunció el ceño, sin dejar de frotarse el cuello.

–Y ese perfume horrible que usa me da dolores de cabeza. No tiene gracia. Todo se ha ido al demonio esta semana. Necesito que vuelvas.

–¿Me necesitas? –le preguntó ella con un hilo de voz.

Él asintió con la cabeza.

–Por alguna extraña razón, Victor Prescott está a punto de nombrarme como su sucesor.

–¿Tu padre? ¿Qué…? ¿En VP Tech?

–Sí.

Perpleja, Emily se quedó boquiabierta. Zac nunca hablaba de su pasado, y eso incluía a su familia. Era como si hubiera irrumpido de golpe en el negocio de la construcción en Gold Coast, ganando millones desde el principio. Ella sabía muy bien que su padre era el magnate que estaba al frente de una empresa de software multimillonaria, pero, aparte de eso, no sabía nada más. Zac no le pagaba para especular y cotillear con los compañeros del trabajo.

–Es por eso que… –hizo una pausa, pero él la animó a seguir con un brusco gesto de la mano.

–Es por eso que me emborraché en mi despacho. Sí –dijo, terminando la frase–. No debió de ser una visión muy agradable para los empleados de limpieza.

Zac Prescott nunca bebía en el trabajo y ése era el motivo por el que la había llamado para que le llevara a casa.

–Zac… –dijo ella, suspirando–. He pasado los dos últimos años siendo la mejor asistente que has tenido jamás. He organizado tu trabajo y tu vida privada sin hacer ni un solo comentario, sin quejas de ningún tipo… He tranquilizado a los clientes, he preparado reuniones de última hora, viajes de negocios, citas… He trabajado miles de horas extra, los fines de semana…

–No sabía que odiabas tanto tu trabajo –dijo él.

–¡No lo odio! Es que… Es hora de cambiar.

–¿Y ayudarme a resolver este lío de VP Tech no es un cambio?

–No… Sí… Yo sólo… Me voy, ¿de acuerdo?

Se hizo el silencio.

–De acuerdo. Pero dime quién se lleva a mi mejor asistente… cuando más la necesito –dijo él finalmente.

«La necesito…». Las palabras de Zac retumbaron una y otra vez en la mente de Emily. Locas fantasías se apoderaron de ella; fantasías en las que hacía algo más que robarle un beso… fantasías en las que él recorría su cuerpo con ambas manos…

Emily parpadeó y se apartó un mechón imaginario de la cara. Esperaba que él mencionara algo de aquella noche, pero los segundos corrían implacables, y él sólo la fulminaba con una mirada furiosa.

Y entonces lo entendió.

Él no recordaba nada.

Poco a poco empezó a sentir el rubor en las mejillas.

–¿No vas a decir nada? –le preguntó él, cruzándose de brazos.

–Puedo entrenar a otra persona –dijo ella, ofreciéndole una alternativa.

–No quiero a nadie más –dijo él, volviendo a tocarse la nuca–. Te subiría el sueldo.

–Pero no entiendo por qué… Quiero decir… –se detuvo.

–¿Por qué dejan en mis manos una empresa de software de repente? ¿O es que no entiendes qué ha pasado con mi medio hermano, el heredero indiscutible? –la miró fijamente–. ¿No sientes curiosidad?

–No –dijo ella, mintiendo.

–¿Estás segura? –le preguntó, esbozando una de sus sonrisas arrebatadoras–. Va a ser un caos. Hay que preparar reuniones, reorganizar toda la agenda. Sé que estás deseando ponerlo todo en orden.

–Jamás me dejaría llevar por la curiosidad y el cotilleo de oficina.

–No –dijo él, mirándola descaradamente–. Eso es cierto. Tómatelo como un ascenso. Estoy dispuesto a doblar la oferta que te hayan hecho.

–No se trata de dinero –dijo ella, dando media vuelta y yendo hacia el sofá–. Zac, eres un adicto al trabajo –le dijo, recogiendo la toalla que se había quitado de la cabeza–. Y eso no es malo. Es que… Esperas lo mismo de mí. Yo quiero tener el control de mi propia vida. Quiero ser mi propio jefe y tomar mis propias decisiones –levantó la barbilla con un gesto desafiante–. Voy a ir a la universidad para sacarme un título de administración de empresas. Quiero tener mi propio negocio.

–¿Que vas a hacer qué?

–Gestión y administración. Ya sabes… Aprovechamiento del tiempo, coaching empresarial… –al ver que él guardaba silencio ella se detuvo–. Bueno, es igual. Ya he firmado y pagado el primer semestre.

Siempre se había comportado como toda una profesional durante los dos años que había trabajado junto a Zac Prescott. Nunca le había seguido la corriente cuando intentaba darle conversación y jamás había pasado de una respuesta breve cada vez que le preguntaba qué tal le había ido el fin de semana. Al igual que el resto de los empleados, él también la veía como a una mujer solitaria y entregada a su carrera profesional; una chica corriente, insignificante, parte de la multitud… En definitiva, alguien que jamás sería candidata a unirse al club de las «ex» del gran Zac Prescott. Y era por eso precisamente que aquel beso era tan humillante. Él no había tardado nada en olvidarlo, al igual que la olvidaría a ella.

Él la observaba con un gesto ceñudo. Jamás se había atrevido a desafiarle… hasta ese momento. Incapaz de soportar su intensa mirada ni un segundo más, Emily se puso a recoger los recipientes de la cena a domicilio que había pedido la noche anterior.

Él la siguió hasta la cocina.

–Escucha. Si estás tan decidida a irte, no puedo impedírtelo. Pero sólo estamos en octubre. Todavía tienes casi cinco meses antes de que empiece la temporada así que, ¿por qué no trabajas para mí hasta entonces? Ayúdame a resolver este lío en el que me ha metido mi padre.

–Yo no… –Emily se volvió bruscamente y él estaba allí, inmenso e imponente; una pared de puro músculo.

Retrocedió rápidamente, pero no pudo disimular su reacción. Él se había dado cuenta.

–¿Estás enfadada porque te llamé durante tus vacaciones el jueves pasado?

Ella lo miró con un gesto de perplejidad y entonces la rabia comenzó a apoderarse de ella.

–¿Crees que este cambio tan grande en mi carrera, un cambio que llevo meses planeando, se vio precipitado porque me pediste que te llevara a casa? Sin darme las gracias siquiera, por cierto.

–Supongo que no –dijo él–. Gracias, por llevarme a casa.

–De nada.

Él le sostuvo la mirada durante unos segundos y entonces apartó la vista, metiéndose las manos en los bolsillos.

«Tenía razón. No se acuerda de nada», pensó Emily, observando su gesto malhumorado e impenetrable.

–Normalmente no bebo en el despacho.

–Lo sé.

–Sí –se volvió hacia ella–. Sé que lo sabes.

Emily empezó a sentir un ligero temblor. Apenas podía soportar su mirada, intensa y aguda. Al reparar en sus labios, recordó aquella noche con toda claridad. Había visto aquella botella de tequila sobre su escritorio, un destello guerrero en su mirada…

–Tengo que vestirme –le dijo ella y él la miró de arriba abajo–. Y tú tienes que irte.

–¿Vas a pensar en mi oferta?

–¿Te irás si te prometo que lo haré?

–Sólo si realmente vas a pensar en ello –le dijo él–. Los dos salimos ganando. Tú me ayudas durante cinco meses más y tú ganas un jugoso incentivo. Nadie pierde.

–Te prometo que lo pensaré.

Él echó a andar por el pasillo y Emily fue tras él. Al verle abrir la puerta de salida, supo que no debía, que no podía volver a trabajar con él, no después de aquel beso.

Él se detuvo un momento y se volvió hacia ella un instante.

–¿Cómo llegó mi coche de la oficina a mi casa?

–Es que es un cochazo –dijo ella.

–¿Te dejé conducir mi deportivo?

–Claro que sí –dijo ella, intentando ocultar una sonrisa–. Estabas totalmente borracho.

Él se frotó la barbilla y frunció el ceño.

–Y tú me metiste en la casa sin ayuda.

–Sí.

Le había sujetado de la cintura para ayudarle a entrar por la puerta y entonces… Cualquiera podría haber cometido ese error. Tambaleándose, él había tropezado y ella había logrado mantener el equilibrio a duras penas… Se habían dado la vuelta al mismo tiempo y entonces… Sus labios se encontraron, durante unos segundos maravillosos. Pero ella sabía que no debía estar allí y había escapado rápidamente.

–Adiós, Zac –le dijo, apretándose el cinturón del albornoz–. Ya me pondré en contacto contigo, sea cual sea mi decisión.

Zac apenas oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos. Casi sin darse cuenta, comenzó a bajar las escaleras del bloque de apartamentos. El dulce sol de la mañana caía con sutileza sobre las calmas aguas del estuario de The Alley.

Emily no. Ella era el sueño de un empresario; siempre dispuesta, eficiente y muy inteligente. Siempre sabía lo que él necesitaba antes que él mismo. Sabía cómo le gustaba el café, le recordaba que tenía que ir a comer, siempre cumplía los plazos…

Y besaba muy bien.

Las escaleras crujieron bajo sus pies… No estaba seguro de que ella fuera a volver, así que necesitaba un plan B. Se detuvo a mitad del camino. El calor de primavera no le aliviaba el dolor de cabeza, que ya empezaba a hacerse insoportable.

«Maldita sea», masculló para sí. ¿Cuánto tenía que insistirle a una mujer?

Era difícil saberlo, pero, en cualquier caso, ella seguía sin reconocer aquel beso; un beso que había puesto patas arriba todo su mundo.

Contempló el mar y, más allá, algunos de los primeros diseños de su empresa, casas elegantes y funcionales que se habían vendido a precio de oro; toda una fuente de orgullo. Él las había rediseñado, reconstruido y vendido sin la ayuda de nadie. Hacía mucho tiempo de eso, pero todavía seguía diseñando sus propios proyectos, aunque la empresa fuera viento en popa y tuviera un ejército de empleados. Podía permitirse el lujo de escoger clientes, pero aquellas casas le recordaban que no siempre había sido así. Aquellas casas le recordaban lo lejos que había llegado.

Su vida estaba perfectamente organizada. Disfrutaba del trabajo y también de las mujeres con las que salía. Atrás habían quedado las noches en vela, las migrañas delirantes y el estrés... Había trabajado muchísimo para lograr lo que tenía. Lo único que su padre le había enseñado era que había que esforzarse y luchar para lograr los objetivos, y él había aprovechado bien el consejo; sobre todo en lo referente a las mujeres. Al final lograría convencer a Emily para que volviera. Solo era cuestión de tiempo. Sus recuerdos no lo engañaban; ella le había devuelto aquel beso con pasión. Se volvió hacia la puerta del apartamento. Las cortinas estaban cerradas e impedían ver el salón de la casa.

La ironía de la vida… El mismo día en que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, ese mismo día, había llegado a saber qué se escondía debajo de aquellos impecables trajes de negocios. Ella se había presentado en su despacho sin aquellas estiradas gafas de ejecutiva, vestida con una camiseta ancha y una minifalda vaquera desgastada a juego con unas botas camperas.

¿Pero por qué escondía aquel cuerpo maravilloso?

Si cerraba los ojos todavía podía sentir el tacto de aquellos pechos turgentes.

Sí. Ella había sentido lo mismo, aunque aquel beso sólo hubiera durado una fracción de segundo.

Absorto en sus propias fantasías, Zac apenas advirtió la presencia de aquel hombre hasta casi tenerlo encima.

Aquel tipo era como un armario empotrado enfundado en un elegante traje de firma; una peligrosa combinación. Pero no se trataba sólo de su imponente físico, sino de aquel rostro circunspecto y amenazante. El individuo le saludó con un leve movimiento de cabeza al cruzarse con él y entonces siguió adelante.

Zac había visto antes aquella mirada; muchas veces en realidad. Desafortunadamente, el negocio de la construcción estaba plagado de aquellos matones de patio de colegio.

Zac dio media vuelta lentamente y le vio subir los escalones. El apartamento de Emily era el único que estaba al final del segundo piso….

Rápidamente retrocedió un poco y se escondió detrás de un balcón de madera. Emily acababa de abrir la puerta. Miró entre los listones de madera. Ella no había abierto la mampara de seguridad. Chica lista…

–¿Es usted la señora Catalano? –le decía aquel tipo enorme.

–Señorita Reynolds.

Zac frunció el ceño. ¿Emily había estado casada?

–Pero usted es la esposa de Jimmy Catalano, ¿no?

Hija de Charlene y Pete, y hermana pequeña de Angelina, ¿no es así?

Emily guardó silencio y Zac creyó oírla respirar hondo, como si tuviera miedo.

–¿De qué va todo esto?