Una novia temeraria - Stephanie Laurens - E-Book

Una novia temeraria E-Book

Stephanie Laurens

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Beschreibung

Cuatro héroes, cuatro viajes, cuatro amores… en El cuarteto de la Cobra Negra   Cuatro antiguos oficiales de la corona, atrevidos, valientes, unidos para destruir al traidor villano conocido como la Cobra Negra.   Él huía para completar la misión, con las probabilidades de éxito cada vez más en contra, pero la tarea se volvió aún más peligrosa cuando se enamoró.   Ella estaba decidida a desafiar todo convencionalismo y vivir una vida solitaria, hasta que encontró un placer imprudente en sus brazos. Unidos por el destino, unidos por una feroz pasión, persiguieron su destino común, un destino que solo llegarían a conocer si desenmascaraban a la Cobra Negra.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2010, Savdek Management Proprietary Ltd.

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia temeraria, n.º 18 - febrero 2024

Título original: The Reckless Bride

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductora: Amparo Sánchez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788410627789

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

 

15 de septiembre de 1822

Norte de Bombay, India

 

El incesante golpeteo de los cascos del caballo taladraba su cráneo. Rafe Carstairs, antiguo capitán del Ejército británico al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, bajo las órdenes directas del gobernador general de la India, miró por encima de su hombro antes de urgir a la montura hacia la primera de una serie de pequeñas colinas que se extendían ante ellos.

Le seguía de cerca Hassan, su hombre, su compañero más que ayudante personal. El alto, desgarbado y aterradoramente feroz guerrero pastún, había combatido junto a Rafe durante los últimos cinco años. Y no había dudado un instante antes de aceptar la invitación de Rafe para unirse a él en la peligrosa huida a través de medio mundo.

La misión de Rafe era muy sencilla. Debía llevar, de regreso a Inglaterra, el original de una carta incriminatoria que contenía suficientes pruebas como para colgar al inglés que había fundado la secta de la Cobra Negra y con la que estaba masacrando a numerosos pueblos indios. Confiaba en que, una vez estuviera la carta en manos de un hombre lo bastante poderoso, la Cobra Negra caería y dejaría de existir.

Simultáneamente, los tres amigos más cercanos de Rafe, y compañeros de armas, el coronel Derek Delborough, el mayor Gareth Hamilton y el mayor Logan Monteith, se dirigían también de regreso a Inglaterra con unas copias de la evidencia fundamental, señuelos para distraer a la Cobra Negra del único hombre que debía conseguir llegar.

Rafe.

Al igual que Rafe, Hassan había visto demasiadas fechorías de la Cobra Negra como para desperdiciar la oportunidad que se presentaba ante ellos de llevar al villano ante la justicia.

Deteniéndose en la cima de la colina, Rafe hizo girar a la montura y, a través de los ojos entornados, buscó en la extensa y amplia llanura que habían atravesado durante la mañana.

—Nadie nos sigue —observó Hassan, que también miraba.

—Hay demasiado polvo ahí abajo como para no detectar a unos caballos a la carrera —dijo Rafe. Los nervios, que se habían mantenido en tensión desde que habían abandonado Bombay el día antes, se relajaron ligeramente.

—Fue una sabia decisión partir inmediatamente después de la reunión con los otros tres. —Hassan hizo girar a la montura y continuó la marcha.

Rafe lo siguió de inmediato, llevando a los caballos de nuevo a un medio galope, en dirección al noroeste.

—Si no encontraron nuestro rastro ayer, poco después de abandonar Bombay, no les será fácil adivinar nuestra ruta.

—Esperarán que vaya por mar, buscarán en los puertos y en los barcos. Aunque se les ocurra dirigirse tierra adentro, nadie podrá señalar en esta dirección. A fin de cuentas, no somos más que dos guerreros tribales.

Rafe sonrió y miró a Hassan, discretamente vestido con sus ropas tribales. Él mismo llevaba prendas parecidas. Con su constitución más europea embutida en la suelta tela, los cabellos rubios ocultos bajo el turbante y los pañuelos, y con toda la piel que quedaba al descubierto bien bronceada por años de campañas, únicamente sus ojos azules lo delataban.

Y había que acercarse mucho para poder ver el color de sus ojos.

—Dado que la secta no nos pisa los talones —Rafe miró hacia delante—, es posible que disfrutemos de un viaje sin sobresaltos, por lo menos hasta que nos acerquemos al Canal. Espero que los otros lo consigan con la misma facilidad.

Hassan emitió un gruñido. Aceleraron el paso y continuaron cabalgando, siendo las ricas tierras de Rajputana su meta más inmediata, con las más peligrosas y desoladas extensiones de la soberanía afgana más allá. Debían atravesar una buena parte del Asia Menor antes de alcanzar Europa, y mucho más antes de llegar al Canal. Tenían un largo viaje ante ellos, y una agenda que cumplir.

 

 

Todavía experimentaba una sensación de profunda satisfacción por haber sido el que había elegido el portarrollos que contenía el documento original de entre los cuatro portarrollos idénticos. Los otros tres contenían misiones señuelo. Su amigo y colega, el capitán James Macfarlane, había entregado su vida para asegurar la carta incriminatoria. Rafe había visto el cuerpo de James, retorcido y torturado por los secuaces de la Cobra Negra. En lo más profundo de su alma, Rafe ansiaba vengarse.

Y la única venganza aceptable era asegurarse de que la Cobra Negra fuera ahorcada.

—Sigamos. —Golpeó los flancos de su montura con los talones—. Con suerte y san Jorge, lo conseguiremos.

Lo conseguirían, o Rafe moriría en el intento.

 

 

18 de septiembre de 1822

Residencia Michelmarsh

Connaught Square, Londres

 

—Lamento profundamente ser tan poco complaciente, pero sencillamente no puedo aceptar el ofrecimiento de lord Eggles. —Loretta Violet Mary Michelmarsh miró a sus hermanos y sus esposas acomodados en sillas y sillones en la biblioteca. No entendía muy bien por qué su rechazo a la proposición de lord Eggles estaba provocando mayor consternación que los otros siete que lo habían precedido.

—Pero… ¿por qué? —Catherine, la cuñada de Loretta y esposa del hermano mayor, Robert, extendió las manos, su expresión de absoluta estupefacción—. Lord Eggles es todo lo que una podría desear, absolutamente elegible en todos sus aspectos.

«Salvo porque es mortalmente aburrido. Y un imbécil presuntuoso».

—Creo que ya he mencionado —contestó Loretta en un tono exageradamente razonable— que no tengo ninguna intención de casarme… Bueno, por lo menos todavía no. —No hasta conocer al hombre de sus sueños.

—¡Pero lord Eggles es el octavo, el octavo candidato perfectamente adecuado, que has rechazado! —La voz de Catherine alcanzó una nota más penetrante—. ¡No puedes seguir rechazando pretendientes, todo el mundo empezará a preguntarse el motivo!

—¿En serio? —Loretta enarcó las cejas—. No sé por qué iban a perder tiempo en eso.

—Porque eres una Michelmarsh, por supuesto. —Margaret, la hermana mayor de Loretta, miró a Anabelle, la hermana mediana, y con un suspiro devolvió la mirada a Loretta—. No quiero presionarte, pero en este caso tiene razón Catherine…, tu continuo rechazo de todos los pretendientes empieza a rozar el escándalo.

—Eres una Michelmarsh —intervino Anabelle—, y se espera de ti que te cases. Y a pesar de tu afectada actitud relajada, más que Margaret o que yo, en realidad que cualquier joven dama Michelmarsh de la historia más reciente, eso no te excluye de ninguna manera de la expectativa general. Todas las mujeres Michelmarsh se casan, normalmente bien. Si a eso le añades la significativa herencia que pasará a tu esposo tras la boda y la pregunta de a quién aceptarás como ese esposo, una buena cantidad de la alta sociedad está en constante expectación por conocer la respuesta.

A Loretta no se le había pasado por alto el sutil énfasis que Anabelle había puesto en la palabra «afectada». La expresión de los ojos azules de Anabelle le aseguró a Loretta que su hermana, que superaba en dos años sus veinticuatro, y era la más cercana a ella en edad, comprendía muy bien que la actitud reservada de Loretta era, en efecto, una afectación, una fachada. Y si Anabelle lo sabía, Margaret también.

—Lo que tus hermanas intentan explicarte —John, el esposo de Margaret, intervino desde su posición, apoyado contra el respaldo del sillón— es que tu perentorio e inmediato rechazo de todos los pretendientes que han demostrado la suficiente valentía como para abordarte, empieza a generar especulaciones sobre si, en lugar de a los pretendientes en sí, lo que rechazas es la propia institución del matrimonio.

Loretta frunció el ceño. Sabía exactamente qué buscaba en un pretendiente. Simplemente no lo había encontrado todavía.

Robert, su hermano mayor y guardián, sentado tras el escritorio a la izquierda del sillón de respaldo recto ocupado por Loretta, se aclaró la garganta. Mirando en su dirección, ella vio el rubor teñir sus mejillas. Sabía que era por vergüenza, no ira. La ira, a fin de cuentas, era una emoción fuerte, y Robert, ayudado e instigado por Catherine, se había propuesto ser el único Michelmarsh de la historia en mostrarse reservado, tranquilo, formal, todo lo más parecido a carente de emoción, a una falta de interés.

En su caso, esa actitud no era afectación.

Robert era la oveja blanca de una familia de, quizás no ovejas negras, pero por lo menos claramente moteadas. Los Michelmarsh eran, y siempre habían sido, la viva imagen de la escandalosa vivacidad, extravertidos de pies a cabeza.

Todos excepto Robert.

Huérfana desde los doce años, puesta bajo la tutela de Robert, acogida en su familia bajo el ala de la bien intencionada, aunque asfixiante, Catherine, Loretta enseguida se había dado cuenta de que mostrar una fachada de formalidad era el camino más sencillo.

En el transcurso de los años, seguir el camino más sencillo se había convertido en una costumbre, costumbre que ella había descubierto tenía claros beneficios, básicamente ocultarla de un círculo social que encontraba en su mayor parte innecesario. Mantener la mirada baja y la voz en un susurro, le permitía quedarse a un lado del salón de baile, o sentarse en un saloncito o comedor y pensar en otras cosas. Cosas que había leído, temas mucho más estimulantes que la compañía que la rodeaba.

Había llegado a apreciar las muchas bondades del comportamiento formal. Podía utilizarse para evitar toda clase de interacciones con las que no deseaba ser molestada.

Como prestar atención a unos caballeros por los que no sentía ningún interés.

Su fachada solía funcionar.

Tristemente, algunos se habían sentido atraídos por esa fachada y, dados todos los años que había invertido en perfeccionarla, le resultaba prácticamente imposible hacerles entender que la formal, sumamente reservada, joven dama que pensaban sería perfecta como esposa, no existía. Por lo menos no en ella.

De ahí el perentorio e inmediato rechazo.

—Querida. —Robert juntó las manos, bajó la barbilla hasta el pañuelo del cuello y la contempló con expresión severa desde debajo de sus gruesas cejas—. Me temo que esta actitud tuya hacia todos los pretendientes que se acercan no puede continuar. En apariencia, y como todos los aquí presentes estarán de acuerdo en afirmar, eres el modelo ejemplar de la delicadeza femenina, y como tal se te contempla como la perfecta pareja para caballeros que buscan una esposa así. Lord Eggles sería un buen esposo para ti. Habiéndole dado mi permiso para visitarte, como también hice con los siete caballeros anteriores, me temo que debo presionarte para que lo reconsideres.

—No —contestó Loretta, la mirada fija en Robert. La irritación y la ira se arremolinaban en su interior. Controló ambas emociones, respiró hondo, y prosiguió en un tono tranquilo y contenido—: No me puedo creer que desees que me case con un caballero por el que no siento nada.

—Pero… —Catherine frunció el ceño.

—Estoy convencida —continuó Loretta— de que al final acabará por aparecer un caballero adecuado que pedirá mi mano. Hasta entonces, por supuesto, pienso rechazar todos los ofrecimientos de unos caballeros que no… —Se interrumpió.

—¿No están a la altura de tus expectativas? —sugirió Chester, su hermano pequeño.

Prácticamente le había arrebatado las palabras de la boca.

Con los ojos azules clavados en su rostro, Chester continuó:

—Tu problema, querida hermana, es que ese dechado de ejemplar formalidad que aparentas ser, atrae a la clase equivocada de caballeros.

—¡Tonterías! —Catherine se recolocó el echarpe como una gallina ofendida—. Lord Eggles también es un modelo.

—Ahí voy —contestó Chester.

—No tengo ni idea de qué quieres decir —respondió Catherine.

Ella no tenía ni idea, pero Loretta sí. Era una posibilidad que ya se le había ocurrido, pero había supuesto una conmoción descubrir que hasta su hermano Chester, de tan solo veintiún años, era capaz de ver a través de su fachada, y de ver el mismo problema que ella había comenzado a sospechar.

—Quizás —Margaret se volvió hacia Robert—, con el fin de proporcionarle a Loretta la oportunidad de aclararse en cuanto a lo que busca en un esposo, podría quedarse unos meses con nosotros. La Pequeña Temporada está a punto de comenzar y…

—Oh, no —interrumpió Catherine mientras apoyaba una mano sobre el brazo de Robert y atraía su mirada—. Eso no funcionará. —Miró a Margaret y sonrió apaciguadora—. Además, me temo que vas a estar tremendamente ocupada atendiendo a todos los políticos conocidos de John. No es justo pedirte que acojas también a Loretta.

Los comedidos intentos de sus hermanas por liberarla de la decidida protección de Catherine eran una causa perdida. Catherine contemplaría transferir a Loretta a manos de Margaret como una admisión de fracaso. Loretta se preguntó si los círculos políticos albergarían mejores perspectivas para ella. Estaba segura de que el hombre de sus sueños existía en alguna parte, a fin de cuentas, era una Michelmarsh, pero había supuesto que tendría el buen sentido de encontrarla, de presentarse ante ella, de seducirla y luego hacerle una proposición que pudiera aceptar.

Todo eso estaba muy claro en su mente.

Por desgracia, su teoría todavía no había podido ser trasladada a la realidad.

Y cada vez se sentía más preocupada de que Chester pudiera tener razón. Podría tener que modificar su dirección.

Aunque solo fuera para evitar a algunos pretendientes como lord Eggles.

Pero cambiar… ¿en qué sentido? ¿A qué? ¿Cómo?

—Estoy segura.

—Te aseguro que no supondría ninguna molestia. ¿Por qué…?

—De verdad que no me parece lo adecuado.

Centrada en definir su dirección, dejando que la fútil discusión pasara sobre ella, Loretta fue el único miembro del grupo en oír el sonido de alguien acercándose por el pasillo. Miró hacia la puerta de dos hojas.

Justo en el instante en que se abrió de golpe para permitir la entrada de una dama de impresionante magnificencia.

Era alta, delgada, los impresionantes cabellos blancos impecablemente peinados y tocados con finas plumas. El traje estaba a la última moda de París, de seda y encaje color crudo. Las joyas eran piezas clásicas de marfil y azabache. Llevaba unos guantes largos y portaba un bolsito de filigrana, mientras cubría sus hombros con una capa de terciopelo de color marrón oscuro.

Toda conversación cesó.

La aparición se detuvo en el espacio a medio camino entre las puertas abiertas y los sillones, mientras repasaba con suma tranquilidad las expresiones aturdidas que se habían vuelto hacia ella y sonrió. Una deliciosa sonrisa.

Esme, lady Congreve, extendió sus elegantes brazos y declaró:

—Queridos, he venido a robaros a Loretta.

 

 

—¿Lo sabías, verdad? —Al fin a solas en el salón privado de la posada Castle Inn, en Dover, Loretta se sentó, la espalda perfectamente recta, en uno de los dos sillones colocados delante de la chimenea y fijó la mirada en su espectacular pariente, elegantemente sentada en el otro sillón.

Hasta entonces, Loretta no había tenido la oportunidad de hacer ninguna de las preguntas que se agolpaban en su cabeza. Desde el instante del anuncio en la biblioteca de Robert, Esme había tomado el mando. Como una fuerza imparable, había aplastado todas las objeciones, explicado a su manera autoritaria que necesitaba una compañera que la acompañara en sus inminentes viajes, y que había decidido que Loretta sería la adecuada.

Le había proporcionado a Robert y a Catherine muy poco tiempo para poder organizar una defensa eficaz. Margaret, Anabelle, Loretta y Chester habían intercambiado miradas antes de acomodarse en sus asientos para aguardar el desenlace.

Esme, siempre insistía en que la llamaran Esme y no «tía abuela», era la tía más anciana del difunto padre de Loretta, la hermana mayor de su difunta abuela. Era la última persona viva de su generación y por tanto tenía derecho a actuar como la matriarca de la familia.

Un derecho que había decidido inesperadamente ejercer hasta su máxima extensión. Su esposo, Richard, lord Congreve, un diplomático escocés de alto rango, había fallecido catorce meses antes. Los asuntos relacionados con poner en orden el considerable patrimonio de su marido habían retenido a Esme en Escocia hasta ese momento. Deseando cambiar de aires, había decidido hacer una variante del Grand Tour, en la que tenía intención de volver a visitar todas las ciudades europeas en las que Richard y ella habían presentado credenciales durante su extensa carrera.

Un inhabitualmente largo y literal viaje por los recuerdos.

Cuando Esme había dejado caer que ya le había dado órdenes a la doncella de Loretta para que hiciera el equipaje de su señora con vistas a un viaje de varios meses, la joven ya había comprendido lo que estaba por suceder. Había salido discretamente de la habitación para orientar a Rose y ocuparse de una serie de cuestiones que, de repente, se volvieron urgentes ante la perspectiva de abandonar Londres de inmediato.

Al cerrar la puerta de la biblioteca tras ella, había tenido muy pocas dudas acerca de quién ganaría la discusión.

Menos de media hora más tarde, había sido llamada de nuevo a la biblioteca y luego había abandonado la casa de Robert junto a Esme.

En respuesta a la pregunta de Loretta, Esme enarcó sus elegantes cejas delineadas.

—Si te refieres a si he oído lo del inminente escándalo que tu rechazo hacia Eggles está a punto de provocar, entonces sí, por supuesto. Therese Osbaldestone me escribió. Aparte de eso, de todos modos, me dirigía hacia tu casa.

—¿Para ver a Robert y a Catherine? —Loretta frunció el ceño.

—No. Para secuestrarte.

—¿Por qué?

—Porque le prometí a Elsie que te tomaría bajo mi protección para hacer lo que ella no tuvo tiempo de hacer.

Elsie era la difunta abuela de Loretta. Esme y Elsie habían estado muy unidas.

—¿Ella te pidió… que te ocuparas de mí?

—Me pidió que me asegurara de que te convirtieras en la joven dama que debías ser, una adecuada joven dama Michelmarsh. Que me asegurara de que te deshicieras de esta ridícula reserva que has adquirido bajo el tutelaje de Robert y Catherine. Por muy bien intencionados que sean, y por favor créeme que les doy crédito por ello, son las personas totalmente equivocadas las que se han estado ocupando de ti. Por desgracia, siendo tus hermanas y Chester demasiado jóvenes, y Robert tomándose tan en serio la responsabilidad de ser el cabeza de familia, en su momento no hubo ninguna alternativa. —Esme contempló a Loretta—. Ahora, sin embargo, las cosas han cambiado, tal y como les dejé claro a Robert y a Catherine. Todo este amago de escándalo, y lo es en efecto ya que el lord Eggles y su familia no están nada contentos con el insulto implícito en tu brusco rechazo, es el resultado directo y totalmente predecible de intentar imponerle a una joven Michelmarsh un régimen tan ajeno como la reserva formal.

—A menudo encuentro que la reserva me resulta muy útil —Loretta miró a Esme con cierta inquietud y creciente resistencia.

—¿Y te ha conseguido el esposo que buscas?

—No.

—Pues no tengo más que añadir. Y ahora, si te parece bien, viajarás conmigo y aprenderás a vivir como una auténtica Michelmarsh. Y luego… —Las palabras de Esme se perdieron y una luz marcial empezó a brillar en su mirada—. Y luego ya veremos.

Loretta no estaba del todo segura de que le gustara ese brillo en los ojos de Esme.

—Nunca habías hecho esto antes, ¿verdad? Ejercer de carabina de una joven dama.

Esme, que no había apartado la mirada escrutadora de Loretta, sacudió la cabeza.

—No. No tengo hijos ni nietos. Debo admitir que hasta ahora no me había atraído, pero sí creo que Therese Osbaldestone podría estar en lo cierto: esto se parecerá bastante a la labor facilitadora que lleva a cabo la esposa de un diplomático. —Esme sonrió de repente y miró a Loretta a los ojos—. Estoy segura de que voy a disfrutar transformándote en una persona digna de tu linaje, y luego paseándote tentadoramente bajo las narices de los caballeros adecuados.

Loretta frunció el ceño.

Sin inmutarse lo más mínimo, Esme señaló las faldas de Loretta.

—A propósito de lo cual, solo puedo dar gracias a que nuestra primera parada sea París.

 

 

10 de octubre de 1822

Campamento de caravanas, a las afueras de Herat, supremacía afgana

 

Rafe cruzó los brazos sobre el desgastado muro de tierra y miró hacia el desolado paisaje inquietantemente iluminado por la luna menguante. Detrás de él, en el recinto rectangular protegido por los muros, dormía una extensa caravana de mercaderes, los camellos atados a un lado, los carros agolpados para cubrir el hueco de la entrada al campamento de caravanas. Al fondo del recinto se situaban las tiendas y los toscos cobijos que protegían a la gente del cada vez más intenso frío.

Ahí fuera, en la extensa llanura, no se movía nada. No había ladrones, no había sectarios.

De pie en la estrecha pasarela que bordeaba el interior de los muros, Rafe contempló el vacío, la planicie rocosa sin un solo árbol, con apenas algún que otro arbusto para suavizar las oscuras líneas.

Un céfiro pasó susurrando antes de desaparecer. Morir.

Rafe oyó acercarse unas suaves pisadas. Hassan. Habían conseguido empleo como escoltas del mercader dueño de la caravana. Era el mejor camuflaje que habían podido encontrar para cruzar esas tierras demasiado abiertas, demasiado deshabitadas.

—Sigue sin haber ninguna señal de perseguidores —murmuró Rafe cuando Hassan se detuvo a su lado.

—No es posible que la secta encuentre nuestro rastro en un territorio tan baldío.

—No. Por eso, la próxima vez que los veamos, estarán por delante de nosotros, esperándonos. Me pregunto dónde.

Hassan no contestó. Segundos después, continuó su camino, rodeando el recinto en el dolorosamente gélido silencio.

Rafe se cerró el abrigo y se preguntó si sus amigos, sus tres compañeros de armas, dormirían esa noche. Se preguntó dónde estarían, sospechaba que en algún lugar mucho más cálido que él, pero ¿estaban más seguros?

Hassan y él habían perdido a los sectarios desde el momento en que habían salido por la puerta norte de Bombay. Dudaba que los otros correos hubieran tenido la misma suerte.

Había pasado casi un mes desde el inicio de su misión, pero aún no había empezado realmente. La impaciencia lo corroía. Era un hombre de acción, de enfrentarse a los enemigos, a enemigos que pudiera ver, encontrar y derrotar.

A su alrededor no había nada, ni siquiera una mínima señal de amenaza en el viento.

¿Cuánto tiempo faltaba para que ese paréntesis terminara y comenzara por fin la batalla final?

 

 

3 de noviembre de 1822

Una villa en Trieste, Italia

 

—Debemos emprender el regreso a casa, a Inglaterra, ahora. —Loretta se cruzó de brazos y contempló el rostro de Esme—. Dijiste que habías prometido que regresaríamos para Navidad. Si no partimos ahora, jamás lo conseguiremos, y el clima sin duda se volverá en contra nuestra.

Acomodada en un diván delante de las ventanas del saloncito de la villa que había alquilado para su prolongada estancia, Esme enarcó las cejas. La consideración se filtró en su por otra parte relajada expresión antes de arrugar la nariz.

—Tienes razón. Odio viajar con nieve.

Una sensación de alivio atravesó a Loretta. El periodo de prueba estaba llegando a su fin.

—¿Regresaremos a Venecia y luego hasta París vía Marsella?

Esme frunció el ceño y la estudió como solía hacer a menudo.

—No sé…, todavía no he terminado contigo. Has aprendido a ser más directa y hemos rectificado tu vestuario, gracias a Dios.

Perdiendo toda la ropa recatada y decorosa que había llevado desde Londres. Loretta no se molestó en contemplar el vestido azul hierba doncella que llevaba puesto, el color haciendo juego con sus ojos, la delicada tela pegándose adorablemente a unas curvas que ella hubiese preferido mantener ocultas.

—Y ahora eres capaz de reír, conversar y bailar con lo mejorcito…, algo que jamás dudé que pudieras hacer. —Esme agitó un dedo en su dirección—. Pero hay que seguir trabajando en tu coqueteo y ni siquiera has accedido a disfrutar del más mínimo romance. Tu actitud en general todavía deja mucho que desear.

—Tonterías. Mi actitud no tiene nada de malo. Si conozco a algún hombre que me resulte interesante, te puedo asegurar que le prestaré la debida atención.

—Sí, bueno, ahí está el problema. Primero tienes que resultar interesante tú, lo bastante como para atraerlo. Los caballeros, desde luego los pertenecientes a la clase que tú encontrarás interesante, son como una presa escurridiza. Hay que tentarlos para que se acerquen, para que caigan en la trampa.

—Haces que parezca una cacería.

—Cielo santo, niña, eso es exactamente. No puedes esperar que sepan qué es lo mejor para ellos, necesitan ser persuadidos para picar. Pero antes de empezar a recitar más metáforas, el hecho es que mi trabajo contigo todavía no ha terminado. Por tanto, he decidido que regresaremos a Inglaterra por otro camino. Nos dirigiremos a Buda… Richard y yo pasamos unos agradables meses allí antes del Tratado de Viena. Desde allí podemos viajar por los ríos de regreso al Canal, allí habrá mucho menos peligro de que nuestros planes sean alterados por el clima.

La última reflexión acabó con cualquier protesta que Loretta hubiera podido manifestar.

—Otras ciudades, nuevos territorios. —Esme se irguió y posó los pies en el suelo.

Eso era lo que Loretta había temido. Sin embargo…

—Si nos dirigimos a Buda, habiendo perdido a Phillipe, vamos a necesitar contratar nosotras mismas escoltas y carruajes. —El correo guía que Esme había contratado en París para ocuparse de las necesidades de la comitiva durante el viaje había caído víctima de una condesa local. La condesa lo había raptado y se lo había llevado a su castillo aislado. Esme había confirmado que Phillipe no viajaría de regreso con ellas. Loretta frunció el ceño—. O quizás deberíamos buscar otro correo guía.

—Si vamos a viajar en barco a partir de Buda, no nos hará falta —reflexionó Esme antes de sacudir la cabeza.

—En ese caso —Loretta se irguió—, me acercaré a la ciudad para ocuparme de los preparativos.

Y de paso enviar una nueva reseña de «Window on Europe» a su agente. Los lectores del London Enquirer al parecer se habían vuelto adictos a sus reportajes.

 

 

20 de noviembre de 1822

Las colinas de Drobeta-Turnu Severin, en el extremo suroeste de los Alpes Transilvanos

 

Rafe se sopló las manos, pateó el suelo y se agachó para acercar sus manos a la diminuta llama de la hoguera.

—Todavía no me puedo creer que la Cobra Negra desplegara hombres en Constanza.

No esperaba respuesta a su queja. Hassan ya la había oído antes. Después de no haber visto a un solo sectario durante el trayecto a través de Persia y Turquía, habían tomado un barco en Samsun para cruzar el mar Negro hasta Constanza, y allí habían encontrado sectarios esperándolos en la primera calle estrecha en la que se habían adentrado.

Habían escapado de esa emboscada peleando, pero por los pelos. Tanto él como Hassan lucían nuevas cicatrices. Inmediatamente habían alquilado caballos y huido a galope de la ciudad, pero en ese territorio muy distinto, con barro, lodazales y nieve, era imposible ocultar sus huellas. Y los sectarios eran extraordinarios rastreadores.

—Todavía nos siguen —contestó Hassan al fin.

Rafe asintió. Se arrebujó en el grueso abrigo de lana que había comprado en Turquía y contempló el fuego.

—Nuestra misión consiste en evitar a toda costa ser apresados y, por desgracia, eso significa que no debemos pelear si podemos evitarlo.

La necesidad lo aguijoneó. Habría preferido darse media vuelta y enfrentarse a sus perseguidores, pero el portarrollos que transportaba, el que contenía la crucial evidencia, debía llegar a manos del duque de Wolverstone en Inglaterra, y eso estaba por encima de todo lo demás. Empezaba a no sentirse tan satisfecho por haber elegido la misión más importante.

Pero el deber era el deber y él sabía cuál era el suyo. Si huir y ocultarse era el precio que debía pagar para ver ahorcada a la Cobra Negra, lo pagaría.

Cualquier cosa para vengar a James Macfarlane.

Moviéndose despacio, con cuidado para que el gélido viento cargado de cuchillas de hielo no atravesara su abrigo, sacó el mapa que había comprado en Constanza y lo desplegó. Hassan se giró para mirar por encima del hombro.

—Estamos aquí —señaló Rafe—. Justo enfrente está el paso que llaman Puerta de Hierro, donde el Danubio fluye a través de un hueco en las montañas. Llegaremos allí mañana y, si la nieve aguanta sin caer, deberíamos poder atravesarlo y alcanzar la llanura que hay al otro lado. —Desplazó el mapa para poder examinar mejor la zona que se extendía más allá del paso. Después de un prolongado silencio de reflexión, exhaló—. Es tal y como pensaba. En cuanto lleguemos a la llanura vamos a tener que tomar una decisión. ¿Seguimos directamente hacia el este, atravesando tierras eslavas hasta el norte de Italia y luego al sur de Francia, y a partir de allí girar al norte hacia Rotterdam, o tomamos la otra ruta y nos dirigimos al norte de la llanura y seguimos los ríos, Danubio y luego el Rin, hacia el este hasta Rotterdam y a Felixstowe?

—¿Debemos llegar a Rotterdam para tomar un barco hasta Felixstowe?

—Ese es el punto en el que se supone que debemos cruzar el Canal. Habrá alguien esperándonos en Felixstowe, para escoltarnos a partir de allí.

Estudiaron el mapa antes de proceder a debatir sobre las ciudades y las carreteras. No parecía haber mucha diferencia entre las dos rutas.

—Cualquiera de las dos nos llevará a Felixstowe en la fecha estipulada por Wolverstone. De momento vamos adelantados, de modo que tendremos que avanzar despacio, o detenernos en un punto, pero aparte de eso… —Rafe se encogió de hombros. Las rutas parecían ser más o menos iguales.

Hasta que…

—Dado que no podemos arriesgarnos a presentar batalla, ¿cuál de las dos será mejor para evitar llamar la atención? —preguntó Hassan.

—Teniendo eso en cuenta —Rafe enarcó las cejas y volvió a estudiar el mapa—, solo hay una elección.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

24 de noviembre de 1822

Puerto del Danubio, Buda

 

Rafe abandonó las oficinas de la compañía naviera Excelsior con dos pasajes de camarote en su bolsillo para el Uray Princep, un barco fluvial que tenía previsto remontar el Danubio en dos días.

Echó un vistazo a ambos lados de la calle antes de acercarse a una tienda cercana frente a la cual esperaba Hassan.

Rafe dio una palmadita sobre el bolsillo del abrigo de diseño, claramente europeo, que llevaba puesto.

—Eran los dos últimos pasajes. No existe ninguna posibilidad de que alguno de los asesinos embarque como pasajero, y el barco es demasiado pequeño como para que se escondan o se enrolen como tripulación en el último momento.

Hassan asintió. Rafe todavía no se había acostumbrado a ver a su amigo sin el tocado de la cabeza.

Hacía dos noches que habían llegado a Buda. Lo primero que habían hecho el día anterior había sido visitar a un sastre y cambiar las camisas turcas, los pantalones sueltos y los abrigos por vestimentas europeas. A lo largo de su viaje habían cambiado constantemente de ropas para camuflarse entre los nativos. En esos momentos, con el abrigo de buen corte que portaba sobre el elegante traje con chaleco, pantalón, pañuelo anudado al cuello, los rubios cabellos recortados, lavados y cepillados, Rafe no se distinguía de los muchos comerciantes alemanes, austriacos y prusianos que atravesaban Buda, mientras que los rasgos aguileños de Hassan, con sus negros cabellos y barba recortada, vestido con un sencillo abrigo, pantalones y botas, encajaba perfectamente en el papel de un guardia de Georgia o algún otro principado más peligroso. Pasaban desapercibidos entre la multitud que se agolpaba en los muelles mientras caminaban por el malecón. Ni una sola cabeza se había vuelto a su paso. Nadie les había prestado la menor atención.

La posibilidad de fundirse en la riada de viajeros, de esconderse eficazmente entre la multitud, había sido el principal atractivo que había convencido a Rafe para decidirse por la ruta del norte. Con su llamativa altura y cabellos rubios, él habría tenido dificultades para pasar desapercibido en Italia o Francia.

El segundo lugar que habían visitado el día anterior había sido la tienda de un armero. Rafe se había provisto de pistolas, pólvora y proyectiles. La mayor debilidad de los sectarios era un miedo supersticioso hacia las armas de fuego. Y Rafe tenía la intención de explotar ese miedo. Hassan y él portaban en ese momento sendas pistolas cargadas.

Todavía llevaban las espadas y los cuchillos, sin los cuales se sentían desnudos. Aunque en Europa ya no había ninguna guerra, todavía se producía algún disturbio y los bandidos seguían constituyendo una amenaza ocasional, de modo que dos intrépidos viajeros con espadas no despertaban ninguna curiosidad. En cuanto a los cuchillos, no se veían.

Rafe también había visitado el estudio de un cartógrafo y había comprado los mejores mapas disponibles de las zonas que tenían pensado atravesar. Hassan y él habían pasado la tarde anterior estudiando la ruta más probable y luego habían pedido el consejo del posadero y los parroquianos del bar de la posada acerca de qué compañía naviera elegir.

—Viajar por el río es una buena estrategia. —Hassan contempló los muelles que se alineaban al otro lado de la calle—. La secta seguramente no pensará en ello.

—Por lo menos no de inmediato —dijo Rafe. En la India, los ríos no solían utilizarse demasiado para viajes de larga distancia, a diferencia del Danubio y el Rin. Y dado que la mayoría de los sectarios no sabía nadar, permanecer en un barco fluvial era mejor opción que hoteles y posadas en tierra—. Según el empleado de la naviera, nuestro viaje a través de los ríos podría hacernos llegar a Rotterdam con un día de antelación, por lo que no hará falta reprogramar ninguna otra parada para acomodarnos a la agenda de Wolverstone.

—Todavía no hemos visto a ningún sectario por aquí —añadió Hassan—. Ninguno por los muelles. Si hay alguno en la ciudad, debe de estar vigilando las posadas y las carreteras que conducen al este.

Rafe siguió la mirada de Hassan hacia el extenso río repleto de navíos grandes y pequeños, antes de alzarla hacia el puente de piedra que unía Buda con la ciudad de Pest, encaramada en la orilla opuesta.

—Si había sectarios en Constanza, habrá sectarios aquí. Debemos permanecer atentos.

Echó a andar a lo largo del malecón. Hassan lo alcanzó y ambos se dirigieron hacia la pequeña posada en la que se alojaban.

—La Cobra Negra habrá distribuido sectarios por todas las ciudades principales a lo largo de las carreteras —observó Rafe—. Aquí, en Viena, Munich, Stuttgart, Frankfurt, Essen, entre otras. Al viajar por el río evitaremos la mayoría de esas ciudades. En nuestro primer tramo por el Danubio, la única ciudad que no podremos evitar será Viena, pero el resto será como habíamos pensado: las ciudades junto a los ríos son más pequeñas y la mayoría están apartadas de las carreteras principales. —Ese había sido el motivo por el que habían decidido viajar en el barco fluvial por el Danubio y luego descender por el Rin—. De todos modos, deberíamos esforzarnos un poco en perfeccionar nuestro disfraz. Necesitamos una historia creíble que explique quiénes pretendemos ser, una ocupación, un propósito, un motivo para nuestro viaje.

Habían llegado a un cruce en el que una estrecha calle empedrada que descendía desde el elegante barrio antiguo se unía al malecón.

—¡No!

El agudo grito femenino los detuvo en seco. Ambos miraron hacia la calle.

Entre las sombras de los edificios altos, una mujer mayor, por su vestimenta una dama, intentaba defenderse de dos delincuentes que la habían acorralado contra un muro e intentaban agarrarle los brazos, seguramente para apropiarse del bolso, las pulseras y los anillos.

En la calle no se veía a nadie más.

Antes de que la mujer pudiera gritar por segunda vez, Rafe y Hassan corrían por la calle empedrada.

Los atacantes, que luchaban con la mujer mientras ella protestaba casi sin aliento e intentaba desembarazarse de ellos, no se dieron cuenta hasta que Rafe agarró a uno de ellos por el cuello, lo zarandeó hasta que soltó a la mujer y luego lo arrojó en medio de la calle. El hombre aterrizó con un fuerte crujido contra un muro.

Un segundo más tarde, cortesía de Hassan, su cómplice se unió a él.

—¿Está bien? —Rafe se volvió hacia la mujer.

Había hablado en alemán, suponiendo que ese idioma sería el más susceptible de ser entendido por cualquier local o viajero. Agarró la mano enguantada que la mujer alargaba débilmente hacia él y calculó su edad a pesar de la delicada osamenta del rostro. Era lo bastante mayor para ser su abuela.

A su lado, Hassan no apartaba la mirada del par de bandidos.

La dama, pues, aunque Rafe llevara más de una década alejado de la sociedad, todavía era capaz de reconocer esa espalda recta, esa cabeza alzada y los rasgos altivos, lo observó atentamente antes de contestar en su perfecto inglés de la alta sociedad:

—Gracias, muchacho. Estoy algo conmocionada, pero si me ayuda a llegar hasta ese banco me atrevería a decir que en dos minutos estaré perfectamente.

Rafe titubeó, preguntándose si debería dejar patente que la había entendido.

Los labios de la mujer dibujaron una mueca. Retiró la mano de la de Rafe y le dio una palmadita en el brazo.

—Su acento viene directamente de Eton, querido muchacho. Y también me resulta vagamente familiar, sin duda me llevará unos pocos minutos situarlo. Y ahora deme su brazo.

Momentáneamente desconcertado, él obedeció. Mientras se acercaban al banco situado junto a la puerta de una pequeña pastelería, el cocinero apareció en la entrada con un rodillo de amasar en la mano. Corrió en ayuda de la dama, exclamando ante la vileza del ataque. Otras personas salieron de las tiendas vecinas, igualmente furiosos.

—Se están recuperando —anunció Hassan.

Todos se volvieron para ver a los dos atacantes tambalearse aturdidos mientras se ponían en pie.

Los lugareños gritaron y agitaron sus armas improvisadas.

Los atacantes intercambiaron una mirada antes de emprender la huida.

—¿Quiere que los atrapemos? —preguntó uno de los lugareños.

—No, no —la dama agitó una mano en el aire—, sin duda son un par de holgazanes que pensaron en conseguir algunas monedas de una anciana indefensa. Gracias a estos dos caballeros no he sufrido ningún daño, y no tengo tiempo para entretenerme con las autoridades locales.

Rafe suspiró disimuladamente, aliviado. Verse implicado con las autoridades locales era lo último que él necesitaba también.

Escuchó mientras el dueño de la pastelería presionaba a la dama para que aceptara una muestra de sus artículos para borrar el recuerdo de tan cobarde ataque en esa encantadora ciudad. La dama protestó, pero, cuando el cocinero y los vecinos insistieron, aceptó elegantemente… en un alemán significativamente más fluido y coloquial que el de Rafe.

Cuando los lugareños al fin se retiraron y regresaron a sus asuntos, Rafe miró a la dama a sus ojos grises, unos ojos decididamente demasiado agudos para su gusto. Le ofreció una breve reverencia.

—Rafe Carstairs, señora. —Habría preferido desaparecer, huir de cualquier dama que lo llamara «querido muchacho», pero sus modales le obligaban a hacer lo contrario—. ¿Se aloja por aquí? —preguntó.

—Lady Congreve. —La dama sonrió satisfecha y le ofreció su mano—. Creo que conocí a sus padres, y conozco a su hermano, el vizconde Henley. Me alojo en el hotel Imperial, al comienzo de esta calle.

Reprimiendo un respingo, por supuesto que esa dama tenía que conocer a su familia, Rafe se inclinó sobre la mano mientras señalaba a Hassan con la otra.

—La escoltaremos de regreso en cuanto esté dispuesta.

—Gracias, querido muchacho. —La sonrisa de lady Congreve se hizo más amplia—. Ya me encuentro bastante recuperada, pero —le agarró la mano y Rafe la ayudó a levantarse— antes de regresar al hotel, debo llevar a cabo la tarea que me trajo por este camino. Tengo que recoger unos pasajes en la oficina del muelle.

—¿En qué compañía? —preguntó Rafe mientras le ofrecía su brazo y se volvían hacia la calle.

—La compañía naviera Excelsior. —Lady Congreve gesticuló con el bastón—. Creo que está a la vuelta de la esquina.

 

 

Media hora después, Rafe y Hassan se encontraban tomando el té en la suite principal del hotel Imperial en el elegante barrio del castillo de Buda. Lady Congreve había insistido. Rafe había descubierto que sus habilidades para eludir a las grandes damas estaban oxidadas. No había encontrado el modo de rechazar la invitación sin resultar ofensivo y, tal y como descubrió, para su horror, lady Congreve y sus acompañantes se encontraban entre los pasajeros que tenían previsto zarpar a bordo del Uray Prince a la mañana siguiente. Intentar evitar socializar con ella no parecía tener sentido.

Tuvo que admitir que el despliegue de pasteles que fueron servidos en la bandeja de té era de lo mejor que había probado en una década.

—¿De modo que usted y el señor Hassan sirvieron en el Ejército en la India? —Lady Congreve se acomodó en el sillón y lo contempló—. ¿Conoció a Enslow?

—¿El ayudante de Hastings? —preguntó Rafe—. Pobre muchacho, siempre agotado. Hastings está metido en demasiados asuntos.

—Eso tengo entendido. ¿De modo que tenía su base en Calcuta?

—La mayor parte del tiempo. Unos meses antes dimití y me marché, algunos trabajamos alrededor de Bombay. —Rafe se había dado cuenta de que la mujer estaba comprobando su autenticidad, aunque no estaba muy seguro de por qué.

—De manera que todos estos años ha sido soldado, ¿cuánto tiempo lleva como capitán?

—Desde antes de Toulouse.

—¿Combatió en Waterloo?

—Formaba parte de una tropa mixta —dijo él—, en parte soldados regulares con experiencia, en parte voluntarios de la alta sociedad. Caballería pesada.

—¿Qué miembros de la alta sociedad combatieron a su lado?

—Sobre todo los Cynster, los seis primos, además de un puñado de miembros de otras familias. Dos Neville, un Percy y un Farquar.

—Ah, sí, recuerdo haber oído hablar de las hazañas de esa tropa. ¿Y ahora se ha retirado y se dirige de regreso a Inglaterra?

—Ya era hora. —Rafe se encogió de hombros.

—¡Excelente! —exclamó lady Congreve, resplandeciente.

Todos los instintos de Rafe se pusieron inmediatamente en alerta.

—Al parecer, señor, el destino lo ha enviado a mí. —Lady Congreve miró a Hassan, incluyéndolo en el comentario—. Me pregunto si podría imponerle, a usted y al señor Hassan, que actúen como correo guía y escolta de mi comitiva. Abandonamos París con un guía experimentado, pero tristemente tuvimos que separarnos de él en Trieste. Sabiendo que a partir de este punto seguiríamos nuestro viaje en un barco fluvial, no vi la necesidad de sustituirle, pero los sucesos de hoy han demostrado mi error. Sencillamente, no es seguro para unas damas caminar por estas calles extranjeras sin ninguna protección. —Lady Congreve sostuvo la mirada de Rafe—. Y dado que van a viajar en la misma dirección y que, en efecto, ya tienen un pasaje en el mismo barco, espero que tengan a bien unirse a mi comitiva.

Rafe consiguió mantener su rostro desprovisto de toda expresión en un ejemplo de fuerza de voluntad.

Dado que no respondió de inmediato, lady Congreve continuó:

—Nuestro encuentro parece fortuito, sobre todo dado que consiguieron los últimos pasajes que quedaban para ese barco, de modo que, aunque fuera capaz de encontrar a algún otro hombre tan adecuado, no podría asegurarles un pasaje en el barco.

Rafe recriminó para sus adentros al agente de la oficina naviera que, por supuesto, lo había reconocido y había hecho ese comentario. Estrujándose el cerebro en busca de las palabras adecuadas con las que poder rechazar la propuesta, consciente de la mirada de Hassan sobre él, esperando que los sacara de esa trampa, Rafe abrió la boca… y la cerró.

Hassan y él necesitaban algún motivo que pudiera explicar su viaje por el río, un propósito que hiciera que la gente aceptara su presencia sin hacer demasiadas preguntas.

—Y, por supuesto —continuó lady Congreve—, estoy segura de que su hermano estará encantado de saber que ha podido rendirme este pequeño servicio. Desde luego, me haré cargo de todos los gastos y le reembolsaré los pasajes que ya ha comprado.

Rafe tuvo que reconocer que esa mujer había sacado toda la artillería, su hermano, ni más ni menos. Con la mirada perdida, distraído ante la perspectiva que todavía intentaba definir, agitó una mano ante las últimas palabras.

—Ninguna recompensa será necesaria. Si hacemos lo que nos pide…

Devolviendo la mirada sobre lady Congreve, se preguntó sobre lo acertado, y la moralidad, de implicar en su misión a la mujer que, por otra parte, estaba totalmente al alcance de la mano. En Europa los sectarios estarían buscándolo a él y a Hassan. Siendo una pareja de hombres viajando juntos, serían fácilmente descubiertos, pues ambos superaban el metro ochenta y cinco de estatura, uno de ellos era muy rubio y el otro muy moreno, ambos con un porte militar.

Pero los sectarios seguramente no se fijarían en dos hombres que viajaban como parte de una comitiva más grande.

—Quizás sería posible ejercer de guías y escoltas. —Rafe miró brevemente a Hassan—. Viajaremos en el mismo barco en cualquier caso y, tal y como ha observado, no va a poder añadir a ningún pasajero más a la lista…

Lady Congreve era lo suficientemente inteligente como para mantener la boca cerrada mientras observaba sus titubeos.

Rafe recordó el cuerpo de James Macfarlane.

Recordó el portarrollos que llevaba pegado a su costado.

Recordó que cuanto más se acercaran a Inglaterra, más sectarios tendrían que sortear.

Y lady Congreve era la clase de dama que, en caso de conocer los detalles, apoyaría su misión incondicionalmente.

Rafe se concentró en su rostro. ¿Debería hablarle sobre su misión?

Abrió la boca, la revelación en la punta de la lengua, pero entonces recordó los otros pasajes que la mujer había recogido.

—¿Quién más viaja con usted? Tiene cuatro pasajes.

—Aparte de mí misma, mi doncella, Gibson, a quien ya ha conocido.

La doncella había estado aguardando en la suite a su llegada y había tomado el abrigo y el bastón de su señora antes de ordenar que sirvieran el té. Rafe dedujo que era probable que Gibson, una mujer ya madura, llevaría al servicio de lady Congreve desde hacía décadas. Se respiraba una considerable empatía y lealtad entre la doncella y su señora, que sugería que Gibson apoyaría completamente cualquier decisión tomada por su señora. A ese respecto la misión no corría ningún riesgo.

—¿Y los otros dos pasajes?

—Otra dama y su doncella. —Lady Congreve ladeó la cabeza, contemplándolo con curiosidad—. Se incluirían entre las personas a quienes guiarán y protegerán, por si acaso tiene alguna importancia.

Rafe sabía que las damas de la generación de lady Congreve a menudo viajaban en parejas, acompañándose la una a la otra durante el viaje para tener a alguien con quien comentar el paisaje, con quien conversar por la noche. Se imaginó que cualquier dama a quien lady Congreve eligiera para viajar con ella debía ser muy parecida a ella misma. Y eso significaba que no existía realmente motivo alguno por el que no podría explicar su misión y, si lady Congreve seguía manteniendo su oferta para convertirles en sus escoltas, aceptaría.

Respiró hondo, miró a lady Congreve a sus ojos grises.

—Señora, me siento inclinado a aceptar su ofrecimiento, pero primero debo explicarle qué nos ha traído a Hassan y a mí por este camino. —Miró a Hassan, que enarcó levemente las cejas, pero no pareció desaprobar, y luego devolvió la mirada a la dama—. Si después de escuchar nuestra historia todavía desea que aceptemos los puestos de guía y escolta, entonces creo que podremos complacerla.

—¡Excelente! —La sonrisa de lady Congreve era de triunfo—. Y ahora, en cuanto a ese secreto…

La mujer se interrumpió cuando el picaporte de la puerta del pasillo fue accionado. Un instante después, la puerta se abrió y una aparición cubierta por un vibrante abrigo azul oscuro, con un sombrero de piel tocado con una graciosa pluma y todo colocado sobre una lustrosa cabellera oscura, entró en la habitación.

—Esme… —La visión se interrumpió, miró fijamente a Rafe, luego a Hassan. Pero la mirada regresó a Rafe, que se había puesto en pie, y simplemente se lo quedó mirando.

Rafe le devolvió la mirada. Fue vagamente consciente de la presencia de otra mujer, seguramente la otra doncella, que se deslizaba al interior de la habitación y cerraba la puerta. Toda su atención, todos sus sentidos, estaban totalmente fijos en la dama vestida de azul.

La joven dama vestida de azul.

Era bastante alta, delgada e intensamente femenina. El aire a su alrededor estaba cargado de un aura de vibración contenida, ¿o era controlada? Sus ojos, grandes y ligeramente rasgados, eran de un impresionante tono azul hierba doncella que resaltaban aún más gracias al abrigo de color azul marino. Poseía unas elegantes curvas bien marcadas. Había oído hablar de mujeres con esos cuerpos asociadas a las deidades griegas y romanas, y de repente comprendió por qué. Esa mujer era Atenea, Diana, Perséfone, Artemisa… Parecía ser todas ellas en carne y hueso, con cabellos de color negro y unos ojos muy azules.

Se sentía como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. Igual que cuando en las batallas miraba a la muerte a los ojos, el tiempo se detuvo. Le llevó un supremo esfuerzo reiniciar su cerebro, regresar al mundo real.

Al presente.

Había dicho «Esme», refiriéndose a lady Congreve. Era ella la otra dama, la compañera de viaje de lady Congreve. Una joven dama a la que la señora había tomado bajo su protección.

La diosa se había detenido detrás del sillón en el que se sentaba la señora. Lady Congreve alzó una mano y la agitó elegantemente.

—Permítame presentarles a la señorita. Loretta Michelmarsh, mi sobrina nieta. El honorable señor Rafe Carstairs y su acompañante, el señor Hassan.

Rafe inclinó la cabeza con rigidez. La diosa era una pariente, y eso lo complicaba.

La señorita Michelmarsh, la mirada todavía pegada a él, la expresión extrañamente ausente, le ofreció una ligera reverencia que pasaría por una mera cortesía.

—Has llegado justo a tiempo, Loretta, querida, para escuchar las últimas noticias. —Lady Congreve se giró para sonreír a su sobrina nieta—. El señor Carstairs y el señor Hassan me han salvado de dos atacantes en la calle cerca de la compañía naviera, y ante mi petición han accedido a cubrir los puestos de correo guía y escolta.

De repente, Rafe comprendió el motivo tras la expresión de triunfo de lady Congreve, comprendió que la trampa en la que había caído era de una naturaleza distinta de lo que había imaginado. Había olvidado el principal entretenimiento de las grandes damas como lady Congreve. Casamenteras. Preferentemente con personas conocidas por ellas.

Milady conocía a su familia. Conocía a su sobrina nieta. Pero que lo condenaran si iba a permitir que esa mujer ejerciera de casamentera con él, aunque fuera con un ser que hacía pensar en un panteón de diosas.

Aparte de eso…, Rafe respiró hondo y obligó a su mirada a apartarse de la distracción para trasladarla a milady, que claramente esperaba calibrar su respuesta.

—Lady Congreve, lamento que no será posible para Hassan ni para mí ejercer como correo guía y escolta para ustedes durante nuestro inminente viaje.

—Me había parecido entender —lady Congreve lo miró y una expresión de descontento asomó a sus ojos— que ya habían aceptado los puestos a falta de informarme del motivo de su viaje y de mi subsiguiente confirmación del ofrecimiento. —Abrió desmesuradamente los ojos—. ¿Qué ha podido suceder en el trascurso de unos pocos segundos que le haya hecho cambiar de idea?

Ella lo sabía. Rafe le sostuvo la mirada, sintió tensarse la mandíbula.

—En cualquier caso, milady, tras considerarlo un poco más, será imposible para mí y para Hassan unirnos a su comitiva.

—Espero que no esté incumpliendo nuestro acuerdo por culpa de Loretta. —Lady Congreve entornó los ojos, cosa que su sobrina no pudo ver.

«Pues claro que es por eso». Si bien había considerado la posibilidad de unir sus fuerzas con lady Congreve, una dama en la última etapa de su vida y, supuso, con una significativa experiencia vital, y se había sentido preparado para correr el riesgo al que esa mujer podría estar expuesta por su culpa ante a los secuaces de la Cobra Negra, jamás, de ninguna manera, consideraría colocar a una joven dama como Loretta Michelmarsh en una situación de peligro, fuera el que fuera.

—Existe cierto riesgo implicado en asociarse conmigo y con Hassan. —Rafe sostuvo la mirada de lady Congreve—. Y, si bien habría considerado, caso de que estuviera de acuerdo tras ser informada de ese riesgo, aceptar los puestos que nos estaba ofreciendo, sería inadmisible para mí continuar con ese acuerdo cuando hay una joven dama como la señorita Michelmarsh viajando con usted.

—¿Qué está pasando aquí? —Loretta frunció el ceño. Su primer pensamiento nada más ver a ese hombre alto y rubio, claramente un militar por su pose y la colocación de sus anchos hombros, había sido un sencillo, aunque aturdido: «¿Quién es?».

Su mente había quedado detenida en ese punto, sus sentidos afanándose por añadir detalles, ninguno de ellos pertinentes a la hora de responder a la pregunta.

Qué brillantes eran esos mechones dorados en sus cabellos rubios color arena, qué inesperadamente dulce su mirada de un color azul de verano, qué absurdamente largas parecían sus pestañas marrones, qué deliciosamente sugestiva la sutil curvatura de los claramente masculinos labios, qué cuadrada su mandíbula, qué impresionantemente alto, qué fuerte y poderoso parecía su alargado cuerpo… Todas esas observaciones se dispararon en su mente, y ninguna ayudó en lo más mínimo.

Perdida, su mirada fija en él, sus sentidos en alguna otra parte, todo pensamiento había quedado en suspenso y había permanecido fuera de su alcance, hasta que él había hablado.

La voz gutural, el timbre, la reverberación que parecía extenderse por su columna y resonar en su interior, la agitó… lo suficiente como para sacarla de su estado de ensoñación.

Eso ya era bastante malo. Pero, al parecer, Esme lo había invitado a él y a su amigo a ejercer de escoltas.

Su primer pensamiento, el primero de carácter racional tras haber recuperado el cerebro, había sido que Carstairs y su amigo eran un par de charlatanes que tenían la intención de robar a Esme. Pero entonces él había rechazado el puesto.

Por ella. ¿Por qué?

Escuchó atentamente mientras Esme retorcía hábilmente las palabras de Carstairs, antes de invocar su honor como oficial y caballero, decidida a conseguir que accediera a convertirse en su guía, al parecer, durante todo el trayecto de regreso a Inglaterra. Podría haber avisado a Carstairs de que no tenía ninguna posibilidad de escapar de las garras de Esme, pero… la idea de que la escoltara la llenó de una extraña mezcla de anticipación y agitación.

Si solo el verlo era capaz de hacerle perder temporalmente el control de su cerebro, ¿qué podría lograr una compañía más prolongada y más cercana?

Loretta no podía permitirse el lujo de distraerse, sobre todo en esos momentos. Necesitaba enviar otro artículo a su agente al día siguiente. Su editor lo estaba esperando y le había reservado una columna en el periódico.

Desde hacía seis años, escribía bajo el nombre de A Young Lady About London, y había conseguido reunir una buena cantidad de seguidores con sus pequeños textos publicados en el London Enquirer, tres o cuatro párrafos de comentario social filosófico, una mezcla de observación y sátira política expresada con una pluma muy afilada. El público se había entregado a sus textos, pero su brusca partida de Inglaterra había puesto fin a esa empresa. No podía observar la sociedad londinense desde el extranjero. Y entonces había tenido la idea de continuar con unos artículos en la misma línea que serían «Window on Europe», y su público la había seguido feliz a través de sus breves estancias en Francia, España e Italia.

Había sabido que Esme se detendría en Trieste y había advertido a su agente. Allí le aguardaba una carta del editor. Al parecer, el editor de LondonEnquirer era un admirador de su obra, y el periódico estaba ansioso por publicar cualquier cosa que ella les enviara.

Su agente también le había escrito para informarle del considerable aumento en la remuneración que el editor estaba destinando a cada uno de sus ingeniosos episodios.

Había pensado que su viaje con Esme supondría el fin de su carrera secreta. Sin embargo, había hecho que su trabajo recibiera más atención, tanto por parte del editor como del público.

Su empresa secreta había sufrido un giro altamente estimulante, pero una estrecha relación con Rafe Carstairs podría ponerlo todo en peligro… de más maneras de lo que él se imaginaba.

Aun así, Loretta no podía evitar sentir curiosidad al respecto, acerca de qué, exactamente, estaba ese hombre tan empeñado en mantenerla alejada.

—Quizás —sugirió ella, aprovechándose de un temporal silencio— el señor Carstairs podría explicarnos en qué consiste ese peligro sin precedentes asociado con el hecho de relacionarnos con él y con el señor Hassan.

Carstairs, quien, tuvo ella que admitir, estaba a la altura de Esme en tozudez y ofrecía todas las señales de ser tan inamovible como un monolito, levantó sus ojos azul cielo hasta ella. La observó durante un breve instante y luego volvió a mirar a Esme.

—No tiene ningún sentido continuar con esta discusión. No podemos…

—Capitán.

Había sido Hassan quien había pronunciado esa palabra con calma, de pie junto a la ventana. Rafe se volvió y lo vio mirando al exterior.

Apartando la vista de lo que hubiera estado viendo, Hassan miró a Rafe a los ojos.

—Antes de tomar una decisión, debería ver esto.

—Si me disculpan un momento. —Rafe inclinó la cabeza hacia Esme y su sobrina nieta.

Cruzó la habitación hasta Hassan, deteniéndose a su lado y mirando por la ventana, a través de las cortinas de encaje, hacia la calle.

Hacia donde dos sectarios de la Cobra Negra merodeaban, mirando de un lado a otro.

—Están mirando, observando, no buscando específicamente —anunció Hassan.

—Lo cual significa que todavía no saben que estamos aquí.

—Cierto, pero —Hassan esperó a que Rafe lo mirara a los ojos antes de continuar— ¿qué pasará si averiguan que hemos estado aquí, no solo en Buda, sino aquí en esta habitación, hablando con estas damas?

Rafe fue asaltado por un profundo desánimo.

—La secta no habrá olvidado que fue una joven dama inglesa, la señorita Ensworth, quien te hizo llegar, a ti y a los demás, la carta de la Cobra. Aunque nos separemos ahora mismo de las damas, eso no le salvará… Los sectarios decidirán que deben ser detenidas y registradas tanto ellas como su equipaje, por si acaso.

—¡Maldita sea! —Rafe rechinó los dientes—. No deberíamos acompañarlas y exponerlas al peligro, pero no ser sus escoltas podría ser todavía más peligroso para ellas —murmuró tras una pausa.

—Eso opino yo también.

Rafe suspiró y se dio la vuelta…, encontrándose con lady Congreve pegada a él. La dama había estado asomándose por encima de su hombro.

—Creo, querido muchacho, que lo mejor será que nos lo cuente todo. —La mujer enarcó las cejas y fijó la mirada en el rostro de Rafe—. Y dado que, al parecer, vamos a ser compañeros de viaje hasta Inglaterra, será mejor tutearnos. Puedes llamarme Esme. —Dándose media vuelta, regresó al sillón.

Tras sentarse con elegancia, hizo un gesto a su sobrina nieta para que se sentara a su lado antes de elevar una mirada manifiestamente curiosa hasta el rostro del capitán.